Fantasmas del pasado (5 page)

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Authors: Nicholas Sparks

Pero se suponía que las luces de Boone Creek eran una cuestión diferente. Por lo que parecía, eran lo suficientemente predecibles como para permitir que los del pueblo organizaran una «Gira por el cementerio encantado» y una «Visita guiada por las casas históricas», y en dichas salidas, según se aseguraba en el folleto, la gente no sólo vería casas que databan de mediados del siglo xviii, si el tiempo lo permitía, sino también «a los atormentados antepasados de nuestra localidad en su marcha nocturna hacia los infiernos».

Había recibido el folleto, que se completaba con unas fotos de la localidad y un par de frases melodramáticas, junto con una carta. Mientras conducía, recordó su contenido.

Apreciado señor Marsh:

Me llamo Doris McClellan, y hace dos años leí su historia en la revista
Scientific American
acerca del
poltergeist
que azotaba la mansión de Brenton Manor en Newport, Rhode Island. Rápidamente pensé en escribirle, pero no sé por qué razón no lo hice. Supongo que simplemente cambié de parecer, pero debido al cauce por el que están discurriendo las cosas en mi pueblo en los últimos días, creo que será mejor que le cuente lo que sucede.

No sé si ha oído alguna vez hablar del cementerio de un pequeño pueblo de Carolina del Norte llamado Boone Creek, pero, según cuenta una leyenda, el cementerio está maldito, asediado por los espíritus de antiguos esclavos. En invierno —enero hasta principios de febrero—, unas luces azules parecen danzar encima de las tumbas cuando hay niebla. Algunos dicen que son como luces estroboscopias; otros aseguran que son del tamaño de una pelota de baloncesto. Yo también las he visto, y me recordaron a las luces de colores que hace bastantes años se proyectaban en las paredes y en el techo de las discotecas. El año pasado un grupo de investigadores de la Universidad de Duke se desplazó hasta aquí; creo que eran meteorólogos o geólogos o algo por el estilo. Ellos también vieron las luces, pero no pudieron dar ninguna explicación lógica del fenómeno, y la prensa local publicó un extenso artículo acerca del misterio. Quizá le apetezca escaparse unos días al sur para intentar esclarecer este caso.

Si necesita más información, no dude en llamarme al restaurante Herbs de Boone Creek.

La remitente de la carta agregaba más información de contacto. Jeremy había examinado seguidamente el folleto, elaborado por la Sociedad Histórica local. Leyó unos fragmentos que describían algunas de las casas que se podían ver en la gira, repasó la información sobre el desfile y el baile que iba a tener lugar el viernes por la noche en un granero del pueblo, y enarcó una ceja sorprendido ante el anuncio de que, por primera vez, se realizaría una visita al cementerio el sábado por la noche. En la parte posterior del folleto —rodeado por lo que parecían unos esbozos de la película
Casper
— se incluían el testimonio de varias personas que habían visto las luces y un extracto de lo que parecía un artículo de prensa. En el centro destacaba una fotografía borrosa de una intensa luz en lo que podía, o no, ser el cementerio (el pie de foto aseguraba que sí que lo era).

No es que el caso se asemejara al de Borely Rectory, la laberíntica rectoría victoriana situada en la ribera norte del río Stour en Essex, Inglaterra, y considerada la casa encantada más famosa de la historia, en la que se podían oír lamentos y gemidos que helaban la sangre a uno, ver a caballeros decapitados, escuchar música de órgano esperpéntica y el melancólico tañer de campanas. No obstante, la historia parecía suficientemente interesante como para despertar su interés.

No pudo encontrar el artículo que Doris mencionaba en la carta —la página electrónica del diario local no disponía de hemeroteca—, así que contactó con varios departamentos de la Universidad de Duke hasta que finalmente consiguió el proyecto original de la investigación. Lo habían redactado tres becarios que estaban realizando estudios de doctorado, y a pesar de que tenía sus nombres y números de teléfono, no vio razón para llamarlos. El informe de la investigación no aportaba ninguno de los detalles que Jeremy esperaba encontrar. En lugar de eso, se limitaba a acreditar la existencia de las luces y el correcto funcionamiento del material que habían empleado los estudiantes; en pocas palabras, ninguna información relevante. Además, si algo había aprendido en los últimos quince años, era a no fiarse del trabajo de nadie excepto del suyo propio.

Sí, ése era el vergonzoso secreto más bien guardado de aquellos que se dedicaban a escribir artículos para revistas. Mientras que todos los periodistas alegaban hacer sus propias investigaciones y la mayoría lo hacía en cierta manera, todavía confiaban demasiado en las opiniones y las verdades a medias que se habían publicado con anterioridad. Por esa razón solían cometer errores con bastante frecuencia, habitualmente pequeños errores, aunque a veces eran más que notables. Cada artículo en cada revista contenía errores, y dos años antes Jeremy había escrito un artículo precisamente sobre ese asunto, exponiendo los hábitos menos laudables de sus compañeros de profesión.

Sin embargo, su editor se negó a publicar el artículo. Y ninguno otra revista mostró el más mínimo interés por el trabajo.

Contempló por la ventana los robles que poco a poco iba dejando atrás en el camino, preguntándose si necesitaba cambiar de profesión, y súbitamente sintió deseos de haber analizado esa historia de los fantasmas de Boone Creek con más profundidad. ¿Y si no existían tales luces? ¿Y si esa mujer que le había escrito la carta lo había engañado? ¿Qué pasaría si la leyenda no diera de sí como para escribir un artículo entero? Sacudió la cabeza varías veces. No, no valía la pena perder el tiempo con esas elucubraciones; ahora ya era tarde. Prácticamente había llegado a la localidad en cuestión, y seguramente Nate debía de estar muy ocupado atendiendo llamadas telefónicas en Nueva York.

En el maletero, Jeremy llevaba todo el material necesario para cazar fantasmas (tal y como se especificaba en el libro
Ghost Busters for Real!,
un manual que había comprado únicamente por afán de divertirse después de una noche sobrecargada de cócteles). Llevaba una cámara Polaroid, una cámara de 35 mm, cuatro cámaras de vídeo y trípodes, una grabadora y micrófonos, un detector de radiación de microondas, un detector electromagnético, una brújula, gafas de visión nocturna, un ordenador portátil, y otros artilugios similares.

Después de todo, se trataba de hacerlo bien. Cazar fantasmas no era un trabajo para neófitos.

Tal y como era de esperar, su editor se había quejado del elevado coste de los trastos que había adquirido últimamente con la excusa de que eran vitales para llevar a cabo investigaciones de ese calibre. Jeremy le había explicado que la tecnología avanzaba a grandes zancadas y que los artilugios que había comprado el año anterior eran el equivalente a herramientas prehistóricas de piedra y sílex, fantaseando ante la posibilidad de no escatimar gastos y comprar esa mochila especial con rayo láser incluido que Bill Murray y Harold Ramis exhibían en la película
Los cazafantasmas.
Le habría encantado ver la cara contrariada de su editor frente a ese carísimo juguete. Al final siempre acababa sucediendo lo mismo: su editor, mascando un tallo de apio excitadamente, como si se tratara de un conejo que estuviera bajo los efectos de las anfetaminas, accedía a firmar la factura. Seguramente se pondría de muy mala gaita si la historia acababa apareciendo en televisión en lugar de en su columna.

Sin borrar la sonrisa socarrona de sus labios al imaginar la expresión contrariada de su editor, Jeremy sintonizó diferentes emisoras de radio —rock, hip—hop, country, gospel— antes de decidirse finalmente por un programa en una radio local en el que estaban entrevistando a dos pescadores de platijas, que defendían apasionadamente la necesidad de disminuir el peso de los peces que se les autorizaba pescar. El entrevistador, que parecía sumamente interesado en el tema, hablaba con un marcado timbre nasal. Después de la entrevista escuchó varias cuñas publicitarias sobre las armas y las monedas que se podían admirar en la Logia Masónica de Grifton, y los cambios de última hora en los equipos de las tradicionales carreras automovilísticas Nascar.

El tráfico se incrementó cerca de Greenville, y Jeremy dio un rodeo cerca del campus de la East Carolina University para evitar pasar por el centro de la ciudad. Cruzó las amplias y salobres aguas del río Pamlico y tomó una carretera rural. A medida que se adentraba en el campo, el pavimento se fue estrechando progresivamente, y Jeremy tuvo la sensación de estar prensado entre los áridos campos invernales, los matorrales cada vez más espesos, y alguna que otra granja que aparecía esporádicamente. Unos treinta minutos más tarde, avistó Boone Creek.

Después del primer y único semáforo, el límite de velocidad permitido se redujo a cuarenta kilómetros por hora, y al aminorar la marcha, se dedicó a contemplar el paisaje con tristeza. Aparte de la docena de casas móviles dispuestas de forma aleatoria a ambos lados de la carretera y después de cruzar un par de calles transversales, sólo distinguió dos gasolineras destartaladas y un almacén de neumáticos que se anunciaba con un rótulo, Neumáticos de Leroy, coronando una torre de ruedas usadas que en cualquier otra jurisdicción habría sido considerada eminentemente peligrosa por la posibilidad de convertirse en una pira altamente combustible. Jeremy llegó al otro extremo de la localidad en cuestión de un minuto, y en ese punto volvió a incrementarse el límite de velocidad autorizado. Dio un golpe de volante y detuvo el coche en el arcén.

O la Cámara de Comercio había usado fotografías de otro pueblo en su página electrónica, o se le escapaba algo. Asió el mapa para volverlo a inspeccionar y sí, según su versión de Rand McNally, se hallaba en Boone Creek. Echó un vistazo por el retrovisor preguntándose dónde diantre estaba el pueblo. Las tranquilas calles bordeadas por hileras de árboles, las azaleas en flor, las bellas mujeres…

Mientras intentaba averiguar qué era lo que fallaba, divisó el campanario blanco de una iglesia que despuntaba por encima de los arboles y decidió dirigirse hacia una de las calles transversales que acababa de cruzar. Después de una curva serpentina, todo a su alrededor cambió drásticamente, y pronto se encontró conduciendo a través de un pueblo que debía de haber sido singular y pintoresco en su día, pero que ahora parecía a punto de morir de longevidad. Los porches decorados con banderas americanas y macetas colgantes ornamentadas con plantas no conseguían disimular la pintura deteriorada y las paredes enmohecidas debajo de los aleros. Los jardines quedaban ensombrecidos por enormes magnolios, pero las vallas de setos perfectamente recortados sólo lograban ocultar parcialmente las estructuras resquebrajadas de las casas. A pesar de todo, lo que vio le pareció francamente acogedor. Un par de parejas de ancianos arropados con jerséis y sentados en las mecedoras de sus porches lo saludaron con la mano.

Necesitó un poco de tiempo para percatarse de que no le saludaban porque creyeran reconocerlo, sino porque esa gente era así de genuina y saludaba a todo el que pasaba. Serpenteó por las calles hasta que finalmente llegó al pequeño embarcadero, y una vez allí constató que el pueblo se había erigido en la confluencia del afluente Boone y el río Pamlico. Mientras pasaba por la calle Comercial, que sin duda había sido un próspero distrito antaño, tuvo la sensación de que el pueblo había entrado en una fase agonizante. Entre los locales vacantes y las lunas de varios escaparates cubiertas por carteles variopintos o páginas de diario, Jeremy divisó dos tiendas de antigüedades abiertas, una deslucida cafetería, un bar llamado Lookilu y una barbería. Casi todos los establecimientos exhibían nombres con reminiscencias locales, y si bien tenían aspecto de haber estado operativos durante décadas, parecía como si ahora libraran una batalla perdida contra su extinción. El único vestigio de vida moderna eran las camisetas de vivos colores con eslóganes llamativos como ¡Los fantasmas de Boone Creek no han podido conmigo!, que engalanaban el escaparate de lo que probablemente era la versión rural y sureña de un bazar.

Encontró sin ninguna dificultad el Herbs, el restaurante donde trabajaba Doris McClellan. Estaba al final de la calle en un edificio victoriano de finales de siglo de color melocotón. Vio coches aparcados delante de la puerta y en el pequeño aparcamiento con el suelo de gravilla que había justo al lado del local. Distinguió varias mesas dispersas a través de las cortinas de las ventanas y también en el porche. Por lo que pudo ver, todas las mesas estaban ocupadas, así que decidió dar una vuelta por el pueblo y regresar más tarde para conversar con Doris, cuando hubiera disminuido el volumen de trabajo.

Se fijó en el inmueble donde se ubicaba la Cámara de Comercio, un pequeño edificio de ladrillo situado en los confines del pueblo que pasaba totalmente desapercibido, y se dirigió hacia la carretera principal. Se detuvo impulsivamente en una de las gasolineras.

Después de quitarse las gafas de sol, Jeremy bajó el cristal de la ventana. El propietario tenía el pelo cano e iba ataviado con un mono deslustrado y una vieja gorra. Se levantó lentamente de la silla que ocupaba y se dirigió con paso parsimonioso hacia el coche, mascando algo que Jeremy supuso que debía de ser tabaco.

—¿Puedo ayudarle en algo? — dijo con un acento marcadamente sureño al tiempo que exhibía unos dientes con manchas de color marrón. En la chapa de identificación que lucía se podía leer su nombre: Tully.

Jeremy le preguntó la dirección para ir al cementerio, pero en lugar de responder, el propietario miró a Jeremy con sumo detenimiento.

—¿Quién se ha muerto? — preguntó finalmente. Jeremy parpadeó desconcertado.

—Perdón, ¿cómo dice?

—Va a un entierro, ¿no? — inquirió el propietario.

—No, simplemente quería ver el cementerio.

El hombre asintió.

—Pues parece que vaya a un entierro.

Jeremy se fijó en su ropa: americana negra sobre un jersey de cuello de cisne también negro, pantalones téjanos negros, y zapatos Bruno Magli negros. Realmente Tully tenía razón.

—Supongo que es porque me gusta el color negro. Bueno, ¿puede indicarme cómo llegar…?

El propietario se echó la gorra hacia atrás y empezó a hablar lentamente.

—No soporto los entierros. Me recuerdan que debería ir a misa con más frecuencia para expiar todos mis pecados antes de que sea demasiado tarde. ¿A usted no le sucede lo mismo?

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