Read Fantasmas del pasado Online
Authors: Nicholas Sparks
Jeremy pensó que se trataba de una coincidencia atractiva. Irguió la espalda, guardó la cámara en la funda, y dibujó una amplia sonrisa en sus labios cuando ella se aproximó.
—Hola, ¿qué tal? — la saludó.
Ella aminoró el paso ligeramente, aunque no mostró señal alguna de haberlo visto. Tenía la expresión ausente, pero Jeremy supuso que se detendría; mas en lugar de eso, le pareció oír el eco de su risa cuando pasó por su lado y continuó andando.
Jeremy se quedó unos instantes inmóvil, observando cómo se alejaba de él sin darse la vuelta. De repente, movido por un impulso irrefrenable, intentó llamar su atención.
—¡Eh! — gritó.
En lugar de detenerse, ella simplemente se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos, con la cabeza erguida inquisitivamente. Jeremy vio la misma expresión ensimismada en su rostro.
—No debería mirarme de ese modo tan descarado —replicó la muchacha súbitamente—. A las mujeres nos gustan los hombres que saben comportarse con más sutileza.
Luego se dio la vuelta, se ajustó el enorme bolso en el hombro y prosiguió la marcha. En la distancia, Jeremy volvió a oír cómo se reía. Se quedó boquiabierto, absolutamente desconcertado y sin saber qué contestar.
Así que no estaba interesada en él. Bueno, daba igual. No obstante, cualquiera habría contestado cortésmente a su saludo con otro saludo. Quizá era un hábito del sur. Quizá los hombres la habían maltratado sin tregua y ella se había cansado de ser amable. O quizá no quería que la interrumpieran mientras hacía… hacía…
¿Hacía qué?
Ese era el problema de su profesión. Cualquier situación despertaba su curiosidad. Se recordó a sí mismo que lo que hiciera esa mujer no era de su incumbencia y, además, estaba en un cementerio. Probablemente había venido a visitar la tumba de un familiar o un conocido. Eso era lo que normalmente hacía la gente, ¿no?
Jeremy enarcó una ceja. La única diferencia era que en casi todos los cementerios alguien se encargaba de recortar la hierba y de mantener los parterres más o menos pulcros, pero en camino éste tenía el aspecto de San Francisco después del terremoto de 1906. Por unos instantes tuvo la tentación de seguirla para ver lo que pretendía hacer, pero había hablado con suficientes mujeres como para saber que el espiarlas podía incomodarlas mucho más que una simple mirada insistente. Y por lo que parecía, a ella no le gustaba que la mirasen descaradamente.
Jeremy hizo un esfuerzo por no observarla mientras desaparecía detrás de uno de los robles, zarandeando el bolso con gracia a cada paso.
Sólo después de haberla perdido de vista por completo, recordó que no había ido a ese lugar en busca de chicas monas. Tenía un trabajo que hacer, y su futuro dependía en cierta manera de eso. Dinero, fama, televisión, blablablá. Bueno, ¿qué era lo que tocaba hacer ahora? Ya había visto el cementerio… Podía echar un vistazo a los alrededores para familiarizarse con el lugar.
Regresó al coche y se alegró de haber sido capaz de no volverse ni una sola vez para ver si la muchacha lo estaba observando. Los dos podían jugar al mismo jueguecito. Eso, claro, si ella estaba interesada en averiguar lo que él estaba haciendo, y le daba la impresión de que ése no era el caso.
Una mirada furtiva desde el asiento del conductor corroboró su corazonada.
Puso el motor en marcha y aceleró lentamente; cuando se alejó del cementerio, notó que le era más fácil borrar de su mente la imagen de la muchacha y concentrarse en la tarea que lo ocupaba. Condujo un poco más para averiguar si había otros caminos —o bien de gravilla o bien asfaltados— que se cruzaran con la carretera por la que circulaba, e intentó distinguir, sin suerte, algún molino de viento o algún edificio con el techo de hojalata, mas ni siquiera divisó algo tan simple como una granja.
Con un golpe de volante, dio la vuelta y empezó a recorrer el trayecto en dirección opuesta, en busca de una carretera que lo llevara hasta la cima de Riker's Hill, pero finalmente abandonó la empresa sintiendo una enorme frustración. Cuando se aproximaba de nuevo al cementerio, se preguntó quién era el propietario de los terrenos que lo rodeaban y si Riker's Hill era una colina de acceso público o privado. Como avezado observador, también se fijó en que el coche de la mujer había desaparecido, lo que le provocó una inesperada sensación de contrariedad, que se esfumó tan rápido como había llegado.
Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Pasaban unos escasos minutos de las dos, y supuso que la tanda de comidas en el Herbs estaría a punto de tocar a su fin. Quizá podría hablar con Doris. Quizá podría ver un poco la luz en ese tema.
Sonrió burlonamente para sí, preguntándose si la muchacha que había visto en el cementerio se habría reído ante ese comentario tan sutil.
El porche todavía había algunas mesas ocupadas cuando Jeremy llegó al restaurante. Mientras subía las escaleras situadas delante de la puerta principal, notó cómo las conversaciones se silenciaban y la gente desviaba la vista hacia él. Los comensales sólo continuaron masticando, y Jeremy recordó el modo curioso en que las vacas miran a uno cuando se acerca a la valla del prado donde pacen. Jeremy asintió con la cabeza en señal de saludo, tal y como había visto hacer a los ancianos sentados en las mecedoras. Se quitó las gafas de sol y empujó suavemente la puerta. Las dos salas principales situadas a ambos lados de la planta y separadas por una escalera de obra estaban salpicadas de mesitas cuadradas. Las paredes de color melocotón, ribeteadas por una franja blanca, conferían al lugar una sensación entre familiar y campestre. En la parte posterior, detrás de unas puertas oscilantes, Jeremy pudo avistar un poco de la cocina.
De nuevo, las mismas expresiones vacunas en las caras de los que ocupaban las mesas dentro del establecimiento. Las conversaciones se acallaron. Los ojos lo siguieron. Cuando asintió para saludar, las miradas se apartaron de él y las conversaciones volvieron a fluir. Pensó que ese saludo con la cabeza era como disponer de una varita mágica.
Jeremy se quedó quieto, jugueteando con las gafas de sol, a la espera de que Doris apareciera por el local. Entonces una camarera salió parsimoniosamente de la cocina. Debía de rondar los treinta años, era alta y extremadamente delgada, con una cara radiante y muy expresiva.
—Puedes sentarte donde te apetezca, cielo. En un momento vendré a tomarte nota —dijo con desparpajo.
Después de acomodarse en una mesa cercana a la ventana, observó a la camarera que, tal y como le había prometido, vino a servirle sin demora. En su chapa de identificación ponía Rachel. Jeremy reflexionó sobre el fenómeno de las chapas de identificación en el pueblo. ¿Cada trabajador tenía una? Se preguntó si se trataba de una especie de regla, como el hecho de saludar con la cabeza.
—¿Quieres beber algo, corazón?
—¿Tenéis capuchinos? — se aventuró a pedir él.
—No, lo siento. Sólo servimos café.
Jeremy sonrió.
—De acuerdo. Tomaré un café solo.
—Si quieres algo para comer, ahí tienes el menú, sobre la mesa…
—Lo cierto es que he venido para ver a Doris McClellan.
—Ah, está en la parte de atrás. ¿Quieres que la vaya a buscar? — repuso Rachel con una simpatía genuina.
—Si no te importa…
Ella sonrió.
—Claro que no, cielo.
Jeremy la observó mientras se alejaba en dirección a la cocina y empujaba las puertas oscilantes. Un momento más tarde apareció una mujer que debía de ser Doris. Físicamente era totalmente opuesta a Rachel: bajita y rechoncha, con un finísimo pelo canoso que debió de ser rubio en su día. Llevaba un delantal sobre una blusa con motivos florales, pero no exhibía ninguna chapa de identificación. Debía de tener unos sesenta años. Se detuvo delante de su mesa, se llevó la mano a la cadera y sonrió.
—Bueno, bueno —pronunció, alargando cada una de las sílabas—. Tú debes de ser Jeremy Marsh.
Jeremy parpadeó perplejo.
—¿Me conoces?
—Pues claro. Te vi en
Primetime Live
el viernes pasado. Supongo que recibiste mi carta.
—Ah, sí, gracias.
—Y has venido para escribir un artículo sobre los fantasmas, ¿no?
Jeremy alzó las manos.
—Eso es lo que me propongo, sí.
—Caramba, caramba. ¿Y por qué no me has avisado que venías?
—Me gusta sorprender a la gente. A veces resulta muy efectivo para obtener información precisa.
—Caramba, caramba —volvió a repetir Doris. Después de que desapareciera la mueca de sorpresa de su cara, tomó una silla y se sentó—. ¿Verdad que no te importa si me siento? Supongo que querrás que hablemos.
—No quiero que el jefe se enfade contigo; si tienes que trabajar…
Ella miró por encima del hombro y gritó:
—Eh, Rachel, ¿crees que a la jefa le importará si me siento un rato? Aquí hay un tipo que quiere hablar conmigo.
Rachel negó efusivamente con la cabeza desde detrás de las puertas oscilantes. Jeremy vio que sostenía una cafetera en las manos.
—No, no creo que le importe —respondió Rachel sonriendo—. A la jefa le encanta charlar, especialmente cuando está con un tipo tan encantador.
Doris se volvió y miró a Jeremy fijamente.
—¿Lo ves? No hay ningún problema.
Jeremy sonrió.
—Parece un sitio muy agradable para trabajar.
—Sí, lo es.
—Entonces… tú eres la jefa, ¿no?
—Así es —repuso Doris, con una chispa burlona de satisfacción en los ojos.
—¿Cuánto tiempo hace que diriges este local?
—Uf, casi treinta años. Sólo abrimos por las mañanas y por el mediodía. Me especialicé en la comida orgánica mucho antes de que se pusiera de moda, y créeme si te digo que preparamos las mejores tortillas de esta parte de Raleigh. —Se inclinó hacia delante—. ¿Tienes hambre? Deberías probar uno de nuestros bocadillos. Sólo usamos ingredientes frescos; incluso elaboramos el pan cada día. Tienes toda la pinta de estar hambriento… —Vaciló unos instantes mientras lo repasaba de la cabeza a los pies—. Me apuesto lo que quieras a que no te podrás resistir a nuestro bocadillo de pollo con pesto. Lleva alfalfa germinada, tomates, pepino, y una salsa de pesto que preparo yo misma, a la que añado mi toque personal.
—Gracias, pero no tengo hambre.
Rachel se acercó con dos humeantes tazas de café.
—Bueno, para tu información, la historia que voy a contarte es bastante larga, así que la digerirás mejor con el estómago lleno. Además, pienso contártelo todo sin prisas.
Jeremy se rindió.
—De acuerdo. Acepto el bocadillo de pollo con pesto.
Doris sonrió.
—¿Puedes traernos un par de Albemarles, Rachel?
—Enseguida —contestó la camarera. Observó a Jeremy con afabilidad—. ¿Quién es tu amigo? No lo había visto antes por aquí.
—Te presento a Jeremy Marsh —anunció Doris—. Es un famoso periodista que ha venido para escribir un artículo sobre nuestra bella localidad.
—¿De veras? — exclamó Rachel, mirándolo ahora con un descarado interés.
—Sí —respondió Jeremy.
—Gracias a Dios —pronunció Rachel con un guiño—. Por un momento pensé que iba a un entierro.
Jeremy parpadeó mientras Rachel desaparecía.
Doris soltó una risotada ante la expresión perpleja de su interlocutor.
—Tully vino aquí después de que pasaras por la gasolinera a pedir la dirección para ir al cementerio —explicó—. Supongo que habrá pensado que yo tenía algo que ver con tu aparición en el pueblo, y quería cerciorarse de que no se equivocaba. Me refirió vuestro encuentro hasta el más mínimo detalle y, probablemente, Rachel no pudo resistirse y puso la oreja para escuchar la conversación.
—Ah —dijo Jeremy.
Doris volvió a inclinarse hacia delante.
—Seguro que te ha taladrado el cerebro con su inagotable verborrea.
—Más o menos.
—Habla por los codos. Si no tuviera a nadie cerca, sería capaz de entablar conversación con una caja de zapatos. Te juro que no sé cómo su esposa, Bonnie, lo soportó durante tanto tiempo. La pobre se quedó sorda hace doce años, así que ahora Tully se desahoga con los clientes de la gasolinera. Por eso es cuestión de largarte cuanto antes, cuando pares a repostar, porque si no, es posible que a la mañana siguiente todavía estés ahí. Mira, sintiéndolo mucho, al final he tenido que pedirle que se marchara, porque no se callaba y no me dejaba hacer nada.
Jeremy asió la taza de café.
—¿Y dices que su mujer está sorda?
—Creo que nuestro Dios todo misericordioso se dio cuenta de que Bonnie ya había hecho suficiente sacrificio. La pobre es una santa.
Jeremy lanzó una carcajada antes de tomar un sorbo de café.
—¿Y por qué creyó que tú eras la persona que se había puesto en contacto conmigo?
—Cada vez que pasa algo inusual en el pueblo, me echan la culpa a mí. Supongo que es irremediable, con eso de ser la vidente del lugar…
Jeremy la miró sorprendido, y Doris se limitó a sonreír.
—Me parece que no crees en videntes —observó ella.
—Has acertado —admitió Jeremy.
Doris se quitó el delantal.
—Bueno, para serte sincera, yo tampoco me fío de muchos de ellos; algunos no son más que unos simples patanes, pero te aseguro que ciertas personas están tocadas por ese don especial.
—Entonces… ¿puedes leer mis pensamientos?
—No —contestó Doris, moviendo la cabeza de lado a lado—. Bueno, casi nunca puedo. Lo que sí suelo tener es una gran intuición acerca de la gente; pero en eso de leer la mente, la que era una experta era mi madre. Nadie podía ocultarle nada. Incluso sabía lo que iba a regalarle cada año para su cumpleaños, y eso era un fastidio, porque le restaba toda la magia al momento. Mis dones son distintos. Soy adivina. También puedo saber qué sexo tendrá un bebé antes de nacer.
—Ya.
Doris lo miró fijamente.
—No me crees, ¿eh?
—Dejémoslo en que eres adivina. Eso significa que puedes encontrar agua e indicarme dónde tengo que cavar para localizar un pozo.
—Exacto.
—Y si te pidiera que hicieras una prueba científica, bajo una estricta supervisión…
—Tú mismo podrías ser quien la supervisara, y aunque tuvieras que llenarme de cables como un arbolito de Navidad, no tendría ningún reparo en hacer todas las pruebas que me pidieras.
—Ah —susurró Jeremy, acordándose de Uri Geller. Geller estaba tan seguro de sus poderes de telequinesia que se personó en un programa de la televisión británica en 1973, delante de un grupo de científicos y de una audiencia en directo. Asió una cuchara y la colocó sobre su dedo, y ésta empezó a doblarse por ambos lados hacia el suelo delante de la mirada estupefacta de los observadores. Sólo más tarde se supo que antes de que empezara el programa había doblado la cuchara una y otra vez, provocando lo que se conoce como un estado de fatiga del metal.