Fuego mágico (62 page)

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Authors: Ed Greenwood

Desapareció justo momentos antes de que Delg se encontrase al exhausto caballo y desperdiciara unos cuantos segundos en preguntarse qué significaba, mientras miraba alrededor en busca de huellas de alguien que hubiese abandonado la carretera por allí cerca y continuado a pie, sin encontrar nada. El enano sacudió la cabeza y prosiguió su cabalgada, pensando en Burlane, Ferostil y Rymel, todos ellos muertos ahora, ninguno de ellos presente para compartir unas risas... Bueno, tal vez él se les uniera pronto si había magos hostiles por alrededor. Azuzó con el pie a su mula, que aceleró el paso de mala gana, y vigiló estrechamente la carretera, por delante de él, con el hacha preparada en la mano.

—Alguien nos sigue —dijo Narm, observando atentamente por encima del hombro mientras cabalgaban.

—¿Alguien? —preguntó Shandril—. ¿Sólo uno?

—Sí... un niño, o un enano, en una mula —dijo Narm con tono de duda—. Debe de ser viajero extraño, para cabalgar solo a través de las montañas.

—Bueno, es un camino abierto —respondió Shandril—. No puedes esperar que esté desierto, de ninguna manera —y se volvió a mirar en su silla. Detrás de ellos, el terreno descendía en suaves colinas hasta los oscuros bosques del Valle Profundo, y pensó que podría ver La Luna Creciente, o el punto donde debía estar. Las lágrimas enturbiaron sus ojos por un momento, otra vez... y entonces vio, a través de ellas, a la muerte de hueso deslizándose desde el cielo por detrás de ellos.

—¡Narm! —gritó, a la vez que azuzaba los estribos de su montura y se agarraba a su cuello con repentina y desenfrenada urgencia—. ¡Agáchate!

Narm miró y vio. Con frenética prisa, se arrancó del cuello el regalo de Torm y lo tiró. Shandril pudo vislumbrar un instante su pálido rostro antes de que el mundo explotase en torno a ellos.

«En el nombre del Forjador de Almas, ¿qué es eso?» De pie en sus estribos, Delg vio, boquiabierto, cómo la gran masa esquelética descendía como una flecha por delante de él. Se parecía a un dragón, ¡pero era un esqueleto! Era... oh, por la gran suerte de los enanos, ¡debía de ser uno de esos dracoliches de los que Elminster le había hablado! Delg tragó saliva y se sentó de nuevo en su silla. Se estaba haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas...

¡Ningún enano tendría la menor posibilidad contra eso! Ni tampoco, pensó, la tendría la pequeña Shandril aun cuando fuese acompañada por un muchacho capaz de lanzar un puñado de conjuros y ella misma pudiese fabricar algo de fuego mágico por su cuenta. Debajo de él, la mula aminoró el paso hasta una marcha moderada cuando él se sentó pensativo.

Delg entonces le clavó sin piedad sus botas en las costillas, agitando su hacha que brillaba a la luz del sol.

—¡Muévete! —gritó en las orejas del animal—. ¡Llego tarde a la batalla y me estarán necesitando; no tengas miedo!

Thiszult volaba bajo por encima de los árboles, a un lado del camino. El viento que producía su vertiginoso vuelo silbaba como un látigo en sus oídos. Tenía que encontrarlos y ponerse por delante de ellos. Pronto, ahora...

Hubo un resplandor y un fragor de llamas delante de él. Sobresaltado, Thiszult viró hacia un lado y se elevó por el aire para ver mejor. ¿Estaba en una batalla? ¡Esto podría resultar incluso más fácil de lo que había pensado!

Un enorme y oscuro esqueleto surcaba el aire, y Thiszult abrió la boca estupefacto. «¡Uno de nuestros seres sagrados! —pensó—. Pero, ¿cómo ha venido a parar aquí? ¿Y... quién es? ¡Jamás había visto a ninguno tan grande y terrible!» Mientras miraba fijamente al dracolich, sus frías órbitas se encontraron con su mirada y el dragón subió hacia él. Sus esqueléticas mandíbulas parecían esbozar, de alguna manera, un gesto divertido.

«¡Pero... yo soy invisible! —pensó Thiszult con asombro—. ¿Cómo puede verme? ¿O es ése un poder que poseen los Sagrados?»

De las enormes fauces del dracolich brotó el estallido de un rayo blanco-azulado. Thiszult no tuvo tiempo de mostrarle que era un mago del culto. Todos sus miembros se convulsionaron a la vez y, en el acto, estaba muerto con la boca abierta en ademán de hablar; antes incluso de que las óseas garras de Shargrailar hicieran pedazos su cuerpo. La secreta y poderosa magia de Thiszult cayó a la tierra y se perdió entre los árboles.

Lejos de allí, Salvarad, del culto, suspiró y se alejó de su bola de cristal. Thiszult ya nunca tomaría el Púrpura.

Shandril se levantó, enfurecida. El olor a carne de caballo quemada penetraba con fuerza su nariz. Escudo Fiel había hecho honor a su nombre —¡y tanto que sí!— hasta el final. Las llamas del dracolich habían infundido fuerza en Shandril sin dañarla. Sólo esperaba que Narm hubiese sobrevivido.

Los rayos retumbaban por encima de sus cabezas mientras Shandril corría a través de la humeante carretera. No miró hacia arriba; sólo tenía ojos para su hombre. Una desgarradora y ennegrecida maraña de patas de caballos apareció ante su vista. Corrió sin vacilación hacia aquello de lo que, en otro tiempo, se habría apartado enferma y buscó ansiosamente entre la humeante carnicería. ¡Narm! ¡Oh, Narm!

él no tenía protección contra el fuego del dragón. Muy bien podría estar muerto. Su hijo nunca conocería a su padre... «¡Nada de eso! ¡Encuéntralo, primero!», se gritó por dentro Shandril.

Allí estaba, moviéndose con debilidad, medio enterrado bajo la chamuscada carga. ¡Estaba vivo! ¡Oh, alabados sean los dioses!

Las lágrimas rodaban por el rostro de Shandril mientras se arrodillaba junto a él y apartaba a un lado los fragmentos quemados de correas y lona con frenética premura. Narm gimió. De su pelo salía humo; el lado izquierdo de su cara estaba negro y cubierto de ampollas.

—¡Oh, Narm! ¡Amor mío! —sollozó Shandril.

Los agrietados labios del joven se movieron; sus párpados, sin un resto de pestañas, se abrieron con esfuerzo. Sus ojos se encontraron amorosamente con los de ella... y entonces miraron más allá, abriéndose de par en par.

—¡Cuidado, cariño! —susurró dolorosamente—. ¡El dracolich viene!

Shandril siguió su mirada. El gran Shargrailar giraba justo sobre ellos, enorme, oscuro y terrible. A pesar de no ser más que un esqueleto hueco y vacío, la inmortal criatura era en verdad pavorosa. Shandril se estremeció al contemplar su maligno poder. El monstruo se volvió e hizo otra silenciosa caída en picado hacia ellos desde el cielo.

—¡Corre, Shan! —apremió con un ronco susurro Narm desde debajo de ella—. ¡Vete de aquí! ¡Te quiero! ¡Shandril, vete!

—¡No! —dijo Shandril entre lágrimas—. ¡No, mi señor, no me iré! —Y, mientras las grandes mandíbulas del dragón se abrían, ella trepó con cuidado y se tendió con suavidad encima del ennegrecido cuerpo de Narm, tratando de cubrirlo tanto como podía. Narm gimió de dolor. Ella se alzó ligeramente sobre él sosteniendo el peso de su propio cuerpo y dijo con dulzura:

—Yo también te quiero.

El fragor de las llamas de Shargrailar fue creciendo en el aire por encima de ellos. Shandril posó sus labios sobre los de Narm y reunió toda su voluntad. Una nueva ráfaga de fuego se los tragó.

—¡Que Clanggedin me ayude! —murmuró Delg mientras la mula saltaba asustada debajo de él.

El camino, delante de él, era una gran ruina humeante. Un rugiente cono de fuego acababa de arrasarlo de nuevo. En un momento, el devastador dracolich estaría sobre él. La mula se encabritó otra vez.

—¡Oh, maldición! —estalló Delg al encontrarse de pronto dando vueltas por los aires. Su frenético asimiento al saliente delantero de su silla se había soltado. Bueno, por lo menos seguía agarrado a su hacha, que mantuvo bien pegada a sí para que no se astillara en la dura caída que le esperaba.

Así que la silla de la mula estaba vacía cuando las aniquiladoras garras de Shargrailar lanzaron a la pobre bestia hacia el cielo, desgarrándola y despedazándola. Por primera vez después de muchos y largos años, el dracolich emitió un sonido mientras se elevaba por el aire, un largo y estridente chillido de ira y frustración. Hizo jirones a la mula como si se tratara de un trapo viejo y giró otra vez. Jamás le había costado tanto destruir a un enemigo.

Shandril absorbió con desesperación las llamas que la habían alcanzado y se esforzó por alcanzar el fuego que estragaba el desvalido cuerpo de Narm, absorbiéndolo también dentro de sí. A través de sus labios pegados, ella sintió fluir la feroz energía; lentamente al principio y, después, más y más rápida. ¡Dioses, qué dolor! Era como si un hierro candente quemara sus labios; las lágrimas la cegaban. Su cuerpo se estremecía por el dolor, pero ella se abrazó con fuerza a su Narm mientras las últimas llamas barrían el aire por encima de ellos y desaparecían.

Todavía la energía seguía afluyendo a su interior. Con un sobresalto, comprobó que la propia energía de Narm estaba introduciéndose también en ella; ¡lo estaba matando, agotándolo hasta la muerte! De inmediato separó sus labios de él y miró fija y ansiosamente su inerte y silencioso rostro. ¡Oh, Narm! ¡Ella no tenía arte para curarlo! ¿Qué había hecho?

Llena de amargura, Shandril sintió la creciente energía ardiendo dentro de sí. Sus venas hervían; estaba colmada, con más de cuanta podía retener por mucho tiempo. El dolor...

Entonces vino a su mente la voz de Gorstag, hablándole de su madre: «... para curar o dañar...». ¡Curar! ¿Podría curar tan bien como quemar? Se rehizo como pudo y volvió a tenderse con suavidad encima de Narm, colocando de nuevo sus labios sobre los de él. Cerrando los ojos, Shandril hizo, con un gran esfuerzo de su voluntad, brotar la energía hacia fuera dulce y pausadamente, como una fresca corriente de agua, a través de sus labios. Lo consiguió.

A través de su beso, pudo sentir cómo liberaba energía y la hacía fluir dentro de Narm. Tras un intenso empeño, empezó a sentir cómo su débil corazón se fortalecía y su cuerpo comenzaba a reaccionar. Entonces se movió debajo de ella en un intento de hablar.

Shandril derramaba frescas lágrimas al mismo tiempo que vertía aún más energía dentro de su compañero, hasta que éste volvió a sentirse sano y fuerte y...

Las huesudas zarpas del dragón rasgaron su espalda causándole un dolor agónico. Shandril se vio arrancada de Narm y lanzada a la carretera por el airado golpe de Shargrailar. El dolor casi la abatió esta vez; gritó con fuerza, y el fuego empezó a gotear de su boca. ¡Ohhh, Tymora, el dolor!

Ella había ignorado la embestida de otro rayo y los paralizantes impactos de una ducha de proyectiles mágicos mientras estaba curando a Narm, pero el gran dracolich podía matarla de esta manera y destruirla, a pesar de todo su fuego mágico. Shandril se retorcía y contorsionaba de dolor sobre el polvo del camino. Podía sentir la sangre manando de sí. Sangre, sangre..., había visto derramarse más estos diez últimos días que en toda su vida, y estaba completamente harta de ello.

Bien, ahora podría hacer algo por ello. Shandril abrió los ojos y buscó al dracolich. Sentía una cólera furiosa unida a un gran regocijo; ¡podía curar! Podía utilizar el fuego mágico tanto para ayudar como para combatir. Giró sobre sus manos y rodillas y vio a Shargrailar descendiendo de nuevo con sus fríos y trémulos ojos fijos en ella y sus zarpas extendidas para desgarrar y despedazar. La que otrora fuera ladrona del Valle Profundo se encontró con la escalofriante mirada del dracolich y se echó a reír.

De sus ojos brotaron dos líneas de fuego que golpearon directamente en los ojos del dragón. Brotó humo de ellos y Shargrailar gritó.

Sus alas de hueso se inclinaron hacia un lado por el dolor; Shandril reía triunfante mientras escupía un blanco infierno de llamas contra el cegado dracolich. éste dio la vuelta hacia atrás, en el aire, y cayó con estrépito contra el suelo.

Ella hizo caso omiso de sus zarpazos y se volvió para curar a Narm. Shandril sintió un horrible escozor en su desgarrada espalda. Entonces, puso toda su voluntad en limpiar y sanar sus propias heridas mientras se arrastraba hacia Narm que yacía todavía entre los animales muertos. Suspiró ante el consolador alivio que se propagaba por su espalda. Aahhhh...

Su energía había disminuido mucho ahora y se alarmó cuando se dispuso a transmitir más de ella a Narm. No debería haberse curado a sí misma... Le quedaba demasiado poca y el dracolich aún era peligroso. éste ya no iba a seguir malgastando su magia con ella; y ella ya no podría absorber más fuego mágico de él. ¡Oh, Tymora! ¿Tenía que tener siempre tan mala suerte?

«No —dijo una vocecilla dentro de ella—, podría ser fatal de una vez por todas y poner fin a todas sus preocupaciones.» Shandril se levantó a toda prisa, buscando al dracolich con la mirada. Si él la atacaba con su zarpa ahora...

Entonces pudo oír unos extraños ruidos de huesos rotos y astillados procedentes de donde había caído Shargrailar. Observando con cautela por encima de los infelices caballos, vio un hacha subir y bajar entre las quebradas costillas del dracolich. Trozos de hueso volaban. El dracolich ya había perdido sus alas y dos garras. Débilmente, trataba de mover la cabeza para barrer a su atacante con llamas, pero los huesos de su cuello estaban quebrados en dos lugares. Mientras, el humo seguía saliendo de su ennegrecido cráneo allí donde Shandril lo había quemado.

Un enérgico golpe con el pie envió más pedazos de hueso volando por los aires. Luego la bota se plantó con firmeza sobre una de las garras de Shargrailar, y su dueño lanzó un brutal hachazo hacia abajo.

—¡Delg! —gritó Shandril con feliz asombro, y se echó a reír y a llorar al mismo tiempo que corría al encuentro de la pequeña y fornida figura cuya reluciente hacha seguía cortando y machacando metódicamente arriba y abajo sobre la ya indefensa y astillada masa del dracolich.

El enano elevó una amplia sonrisa hacia ella:

—¡Bien hallada, Shandril! Largos días han pasado, y tú metida en problemas, como siempre... sólo que esta vez estás de suerte: ¡Delg está aquí para derribar a tu dracolich desde atrás!

Entonces se encontró de pronto en el aire, envuelto en un regocijado abrazo, antes de que Shandril empezara a resoplar por el esfuerzo y se tambaleara hacia adelante volviéndolo a dejar en el suelo.

—¡Delg! ¡Delg..., creí que todos los de la compañía habíais muerto! —exclamó Shandril. El enano asintió muy serio y, enseguida, su feroz sonrisa volvió otra vez a su cara.

—Sí, también yo lo creí —dijo, con los pelos de su barba erizados—. Pero al fin te he encontrado.

—¿Encontrado? ¿Sabes lo que me ha ocurrido todo este tiempo? Este dragón de hueso que estás destruyendo no es más que el último de ellos. Apenas pasa un día sin que alguien trate de matarnos a causa del fuego mágico que poseo.

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