Fuera de la ley (12 page)

Read Fuera de la ley Online

Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Después miré a Marshal. Necesitaba saber lo que estaba pensando, pero él hacía todo lo posible por ocultar sus sentimientos.

—¿Murió? —me preguntó.

Yo asentí con la cabeza y aparté la vista de nuevo.

—Entiendo —dijo colocándome la mano en el hombro. El apoyo y la compren­sión que irradiaba hicieron que el sentimiento de culpa volviera a invadirme—. Siento mucho lo que le pasó a tu novio. No lo sabía… Debería haber llamado antes de venir a visitaros. Umm. Será mejor que me vaya. —Entonces retiró la mano y yo levanté la cabeza.

—Marshal —dije agarrándolo de la manga y provocando que se detuviera. Entonces lo solté, dirigí la vista hacia atrás, en dirección a la iglesia vacía, y finalmente lo miré. Amaba a Kisten, pero había llegado el momento de retomar mi vida. La única manera de mitigar el dolor era sustituirlo con algo bueno. Marshal esperó pacientemente y yo inspiré.

—Me gustaría volver a verte —dije de manera lamentable—. Si tú quieres, claro está. Quiero decir… Ahora mismo no estoy preparada para empezar una relación, pero necesito salir de esta iglesia. No sé. Hacer algo—. Él me miró sin dar crédito a lo que estaba oyendo y yo solté: —Déjalo. No importa.

—¡No, no! —replicó—. Me parece genial. —Luego, tras vacilar unos instantes, se encogió de hombros—. Para serte sincero, yo tampoco estoy buscando novia.

A decir verdad, no me lo creí del todo, pero asentí con la cabeza agradecida por su fingida comprensión.

—Hace años había un lugar cerca de la playa donde hacían unas pizzas buenísimas —sugirió.

—¿El Piscary's? —pregunté intentando no dejarme llevar por el pánico. La antigua discoteca de Kisten no—. Ummm, está cerrado —dije. En realidad no estaba mintiendo. El nuevo propietario de los lujosos apartamentos subterrá­neos era Rynn Cormel, y dado que no era precisamente un juerguista, había tirado abajo las habitaciones de la planta superior y las había convertido en una residencia de día para sus invitados vivos y para el personal. Aun así, seguían sirviendo comidas. O, al menos, eso decía Ivy.

Marshal cambió el peso de una pierna a otra y frunció el ceño con aire pensativo.

—¿No jugaban los Howlers un partido de exhibición esta semana? Hace años que no voy a verlos.

—Lo siento, pero me han prohibido la entrada.

—¿Quiénes? ¿Los Howlers? —preguntó—. Bueno, entonces podríamos quedar para comer algún día.

—De acuerdo —respondí, aunque no estaba del todo segura de poder hacerlo.

Su sonrisa se hizo más amplia y abrió la puerta.

—Mañana tengo que ir a la entrevista, pero antes me gustaría ver un par de apartamentos. Si te invitara a un café, tal vez podrías aconsejarme si están intentando timarme con el precio. A menos que tengas que trabajar…

—¿Dos días antes de Halloween? —De repente, sentí un escalofrío y crucé los brazos bajo mi pecho. No me esperaba que quisiera quedar tan pronto, y en ese momento empezaron a asaltarme las dudas. Pensé echarme atrás con la excusa de que tenía que localizar a la persona que estaba invocando aun demonio antes del amanecer del día siguiente, pero tenía que dar tiempo a mis fuentes para trabajar. Yo detestaba el trabajo de investigación, y conocía suficiente gente que se divertía haciéndolo como para delegar en ellos—. Claro —contesté, algo reticente. Total, era solo un café. ¿Qué tenía de malo tomar un café?

—Perfecto —dijo él. Seguidamente se inclinó hacia delante y yo me puse rígida. Antes de que pudiera darme un abrazo o, peor aún, un beso, le extendí la mano con toda naturalidad, aunque en realidad el gesto resultó bastante obvio, y él retiró los dedos de entre los míos casi de inmediato. Avergonzada por mis sentimientos de culpa y por mi amargura, bajé la vista.

—Siento mucho lo mal que lo estás pasando —dijo sinceramente, dando un paso atrás hacia la escalinata. La luz del cartel de encima de la puerta proyectó algunas sombras sobre él. Cuando lo miré, me di cuenta que sus ojos, negros por efecto de la tenue luz, tan solo mostraban un ligero asomo de emoción contenida—. Nos vemos mañana. ¿Te parece bien a media noche?

Yo asentí con la cabeza e intenté pensar en algo que decir, pero tenía la mente totalmente en blanco. Marshal sonrió por última vez y, lentamente, empezó a bajar los escalones en dirección al todoterreno último modelo de color plateado que estaba aparcado junto al bordillo. Aturdida, retrocedí hacia el interior de la iglesia y me golpeé con fuerza contra el marco de la puerta. El intenso dolor me hizo volver a la realidad y, cuando cerré la puerta y me apoyé en ella para mirar hacia la nave, sentí que la angustia y la congoja se intensificaban cada vez más.

Tenía que volver a vivir, por muy doloroso que me resultara.

5.

El suave chasquido de los dientes en la manivela de mi habitación hizo que me removiera, pero lo que realmente me despertó fue sentir el resoplido de un hocico húmedo junto a mi oreja. Aquello me provocó un chute de adrenalina mucho más efectivo que si me hubiera metido tres tazas de café de golpe.

—¡David! —exclamé incorporándome de un salto y apoyando la cabeza sobre el cabecero con las sábanas sujetas a la altura del cuello—. ¿Cómo has entrado?

Con el corazón latiéndome a toda velocidad, observé sus orejas puntiagudas y su sonrisa perruna y la sensación de pánico disminuyó hasta convertirse en irritación. Entonces miré el reloj. ¿Las once? Mierda. Todavía faltaba una hora para que sonara el despertador. Cabreada, desactivé la alarma. Me iba a resultar imposible volver a dormirme después de haber sentido la versión lobuna de un miembro húmedo.

—¿Qué ha pasado? ¿El coche no arranca? —pregunté al enorme y desgarba­do lobo. Él, como única respuesta, se limitó a sentarse sobre las patas traseras, menear la lengua y mirarme con sus cautivadores ojos marrones—. ¡Sal inme­diatamente de mi habitación! Tengo que levantarme. He quedado para tomar café —dije moviendo la mano enérgicamente para ahuyentarlo.

Al oír mis palabras, David sacudió la cabeza con un resoplido, lo que me hizo dudar.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué no voy a tomar café con nadie? —pregunté dispuesta a creerlo—. No me digas que le ha pasado algo a Ivy. ¿O se trata de Jenks?

Preocupada, giré las piernas con intención de apoyarlas en el suelo. David, sin embargo, me lo impidió colocando sus pezuñas delanteras a ambos lados de mis caderas. Su aliento era cálido, y me consoló con un lametón. Nunca se habría acercado tanto en su estado habitual, pero el estar cubierto de pelo parecía sacar la parte más afectuosa de la mayoría de los lobos.

Yo me recosté convencida de que no tenía por qué preocuparme. Al fin y al cabo, él no parecía intranquilo.

—Hablar contigo es como hablar con un pez —me quejé. David jadeó y se bajó de la cama, provocando un ruido sordo con sus zarpas sobre la madera del suelo—. ¿Necesitas algo de ropa? —le pregunté pensando que, probablemente, no me habría despertado así porque sí. Si el problema no era el coche, tal vez se había olvidado de traer algo para cambiarse—. Quizá te vengan las cosas de Jenks.

David asintió con la cabeza y, tras pensar un momento en el hecho de que estaba prácticamente desnuda, me bajé de la cama y agarré la bata que estaba apoyada sobre el respaldo de la silla.

—Todavía tengo un par de chándales —dije poniéndome a toda prisa la prenda de felpa con cierto pudor. No obstante, David, como el perfecto caballero que era, se había girado y estaba mirando hacia el pasillo. Sintiéndome algo incómoda, bajé una pesada caja de la estantería de mi armario y la apoyé sobre la cama.

No es que se presentaran muchos hombres desnudos en nuestra iglesia, pero no tenía intención de deshacerme de la ropa que usó Jenks cuando tenía las medidas de persona.

Cuando, tras un breve forcejeo, conseguí abrir la caja, me asaltó un aroma a zanahoria silvestre. Mientras rebuscaba con los dedos por entre los fríos tejidos, ^1 dolor de cabeza que sentía disminuyó y el olor a cosas que crecen y a luz solar aumentó. Jenks olía muy bien, y todavía perduraba.

—Aquí tienes —le dije tendiéndole los chándales que había encontrado.

Con una expresión avergonzada en sus ojos, David los agarró cuidadosamente con sus fauces y se dirigió sigilosamente hacia el pasillo. A pesar de estar en penumbra, los rayos del sol provenientes del salón y de la cocina se reflejaban en las tablas de roble del suelo. Mientras caminaba hacia al baño decidí que probablemente se había dejado las llaves y la ropa en el interior del coche, lo que me hizo preguntarme dónde estarían las chicas. David no parecía afligido, de manera que, lo más probable es que estuvieran bien.

Reflexionando sobre cómo era posible que David supiera que no iba a tomar café con nadie, cuando ni siquiera le había hablado de mi cita, me metí en el baño arrastrando los pies y cerré la puerta con cuidado para no despertar a los demás. En la iglesia no se había hecho el silencio hasta poco antes del mediodía, cuando Ivy y yo nos quedamos fritas y los pixies se fueron a dormir sus cuatro horas de rigor.

Mi disfraz, que estaba colgado detrás de la puerta, golpeó la madera. Yo lo sujeté y me quedé escuchando el zumbido de las alas de pixie. En silencio, deslicé mis dedos por el suave cuero con la esperanza de poder ponérmelo. Mientras no consiguiera trincar a quienquiera que estuviera liberando a Al para que pudiera matarme, me encontraba bastante atada a aquella iglesia. Pero por nada del mundo quería perderme la fiesta de Halloween.

Desde la Revelación (los tres años de pesadilla posteriores a la salida del ar­mario de las especies sobrenaturales) la fiesta había ido ganando fuerza hasta el punto que, en aquel momento, los festejos se prolongaban una semana entera, convirtiéndose en la celebración extraoficial de la Revelación.

En realidad la Revelación comenzó a finales del verano del 66, cuando la humanidad empezó a morir por culpa de un virus presente en un tomate ge­néticamente modificado que se suponía que iba a alimentar a la cada vez más numerosa población de los países del Tercer Mundo. Sin embargo, nosotros lo celebrábamos en Halloween, pues coincidía con la fecha en que el inframundo decidió quitarse la careta antes de que la humanidad empezara a preguntarse por qué no moríamos. Se pensó en Halloween porque la celebración ayudaría a mitigar el pánico, y, efectivamente, así fue. La mayor parte de los humanos que habían sobrevivido pensó que se trataba de una broma, lo que evitó el caos durante un día o dos, hasta que se dieron cuenta de que, si no nos los habíamos comido ya, probablemente tampoco lo haríamos en un futuro.

Aun así se cogieron un berrinche de mil demonios, pero al menos no la to­maron con nosotros, sino con los genetistas que diseñaron la hortaliza que, en contra de lo previsto, resultó ser letal. Evidentemente, nadie había tenido tan poco tacto como para oficializar la fiesta, pero todo el mundo se tomaba una semana de vacaciones. Los jefes humanos no decían ni una sola palabra cuando sus empleados inframundanos se pedían la baja por enfermedad, y nosotros nos cuidábamos mucho de no mencionar la Revelación. Cierto es que arrojábamos tomates en vez de huevos, pero eran pelados y los llamábamos «globos ocula­res». Por lo general los poníamos en cuencos y los teníamos en los porches de nuestras casas junto a las típicas calabazas para tirárselos a los humanos, que se morían de asco solo ante la idea de que uno de ellos les rozara, a pesar de que hacía mucho tiempo que no eran letales.

Si me veía obligada a quedarme en la iglesia, me iba a cabrear mucho.

En cuanto acabé mi rápida tabla de ejercicios matutina me dirigí a la coci­na. David se había cambiado y, tras poner la cafetera sobre el fuego, se hábil sentado a la mesa donde había colocado dos tazas vacías. El sombrero que había olvidado la noche anterior estaba junto a él. Tenía muy buen aspecto con aquel espeso e incipiente pelaje negro y su larga melena al viento. Nunca lo había visto tan informal y resultaba muy agradable.

—Buenos días —dije en medio de un bostezo. Él se giró y respondió al sa­ludo—. ¿Qué tal os fue la cacería? ¿Lo pasaron bien las chicas?

David sonrió. Sus ojos marrones mostraban una clara expresión de placer.

—Una vez que llegamos aquí, decidieron irse a casa solas. La verdad es que las veo bastante seguras sin mí. En realidad, esa es la razón por la que he venido.

Yo me acomodé en mi silla sintiendo un ligero dolor de cabeza por culpa de la luz del sol y del olor a café. Justo delante había un motón de periódicos nocturnos abiertos por la página de las necrológicas, que había estado hojeando antes de irme a la cama. No había encontrado nada lo suficientemente obvio, pero Glenn, mi contacto en la AFI, estaba consultando sus bases de datos para averiguar si las tres brujas que había descubierto se conocían entre si. Una había muerto por un ataque al corazón a la edad de treinta años, otra de aneurisma cerebral y la tercera de un repentino ataque de apendicitis, una expresión que solía utilizarse antes de la Revelación para referirse a un fallo en la magia. Tan pronto como me llegaran las ediciones matutinas, le pasaría a Glen nuevos candidatos.

Al ser un humano, no solo no le correspondía celebrar Halloween, sino que tenía además que patrullar la ciudad.

—Creí que te habías dejado las llaves dentro del coche —le dije.

—¡Oh, no! —respondió con una risita—. En ese caso me habría ido a casa a pie. Quería hablarte sobre la posibilidad de hacernos un tatuaje de manada.

—¡Ah! —exclamé, levantando las cejas. La mayoría de las manadas tenían un tatuaje registrado, pero yo no había visto la necesidad y David estaba acostumbrado a moverse por su cuenta.

Al percibir mi reticencia, el hombre lobo se encogió de hombros.

—Ha llegado la hora de hacerlo. Serena y Kally ya se sienten lo suficiente­mente seguras como para moverse solas por ahí, y si no llevan algún signo que demuestre su pertenencia a una manada, alguien podría considerarlas un híbrido. —A continuación, tras vacilar un instante, añadió—: Serena, en concreto, se está volviendo algo chulita. No tiene nada de malo pero, si no tiene un modo obvio de mostrar su estatus y afiliación, alguien podría retarla.

En ese instante se oyó un silbido que indicaba que el café estaba listo. Yo me levanté, deseosa de encontrar alguna distracción. Nunca me había comido mucho la cabeza al respecto, pero los tatuajes con los que los hombres lobo decoraban sus cuerpos tenían una finalidad y un significado muy claros. Probablemente impedían cientos de refriegas y heridas potenciales, minimizando los enfrentamientos entre las numerosas manadas que vivían en Cincy.

Other books

Forever and a Day by Jill Shalvis
Until We Meet Again by Renee Collins
Every Seven Years by Denise Mina
The District by Carol Ericson
Dreamology by Lucy Keating
Carry Me Home by Rosalind James