Fuera de la ley (8 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

En aquel instante descubrí un trozo de papel negro sobrevolando nuestras cabezas. Se trataba de Jenks, que se paseaba por entre las vigas del techo tirando de un pequeño murciélago de papel que sujetaba por medio de un delgado hilo. El olor a pegamento se mezclaba con el aroma picante del chili que cocía a fuego lento en la vasija de barro que Ivy había comprado a una señora que vendía objetos usados en su jardín, y Jenks ató el hilo a una viga y bajó a coger otro. Las volutas de seda y la armonía reinante hicieron que volviera a centrarme en mi escritorio, que se había quedado prácticamente vacío, convirtiendo los diminutos recovecos y los cajones en un paraíso de roble para pixies.

—¿Todo listo, Matalina? —pregunté. La diminuta mujer sonrió sujetando un vilano de diente de león que utilizaba para quitar el polvo.

—Esto es fantástico —declaró con despreocupación—. Eres muy generosa, Rachel. Sé muy bien las molestias que podemos llegar a ocasionarte.

—Me encanta que os quedéis con nosotras —respondí consciente de que antes de que acabara la semana me encontraría un montón de pixies tomando el té en el cajón de las especias—. Vuestra presencia aporta vida a este lugar.

—Querrás decir ruido —dijo suspirando mientras miraba a la parte delantera de la iglesia y a los papeles que había colocado Ivy para proteger el suelo de madera de las manualidades. Tener aun montón de pixies viviendo en la iglesia era una verdadera lata, pero estaba dispuesta a cualquier cosa para posponer un año más lo inevitable. Si hubiera existido un hechizo o conjuro, lo habría usado sin pensármelo dos veces, independientemente de si era legal o no. Pero, por desgracia, no lo había. Lo había buscado. En varias ocasiones. La esperanza de vida de los pixies era esa.

Sonreí con melancolía a Matalina y a sus hijas mientras realizaban las tareas domésticas y, tras bajar la persiana de la parte superior del escritorio para dejar la ya tradicional distancia de dos o tres centímetros, agarré mi portapapeles y busqué un lugar donde sentarme. En él había una lista creciente de formas de detectar invocaciones demoníacas. En el margen había un breve registro de gente que podría querer verme muerta. Pero había modos más seguros de ma­tar a alguien que mandarle un demonio para que lo persiguiera, y yo apostaba cualquier cosa a que la primera lista me sería mucho más útil para averiguar que estaba invocando a Al que la segunda. Una vez que hubiera liquidado a los sospechosos locales, empezaría a considerar a los del resto del estado.

Las luces estaban al máximo de su potencia y teníamos la calefacción encen­dida para contrarrestar el aire fresco del exterior, convirtiendo la noche otoñal en una especie de mediodía veraniego.

Hacía mucho que la nave de la iglesia había dejado de ser lo que era. Para empezar, el altar y los bancos habían sido retirados incluso antes de que yo me mudara, dejando un maravilloso espacio abierto con estrechas ventanas con vidrieras que llegaban desde la altura de la rodilla hasta el alto techo. Mi escritorio se encontraba sobre la plataforma central, a la derecha de donde se había encontrado el altar mayor.

En la parte posterior del oscuro vestíbulo estaba el piano de un cuarto de cola de Ivy, que utilizaba muy de vez en cuando; y en la esquina frontal, al otro lado de mi escritorio, habíamos colocado un grupo de muebles nuevos que nos permitía disponer de un lugar donde entrevistar a los posibles clientes sin tener que obligarlos a cruzar toda la iglesia para llegar a nuestro salón privado, que estaba justo al fondo. Ivy había preparado un plato con galletas saladas, queso y arenques en vinagre y lo había puesto en la mesita de centro, pero fue la mesa de billar la que atrajo mi atención en ese momento. Había pertenecido a Kisten, y sabía que la razón por la que me quedaba mirándola era porque lo echaba de menos.

Ivy y Jenks me la habían regalado por mi cumpleaños y, de todas sus per­tenencias, era la única que la vampiresa había conservado, a excepción de sus cenizas y de un montón de recuerdos. Creo que me la había regalado porque quería darme a entender que él había sido una persona muy importante para ambas. Había sido mi novio, pero también el compañero de piso de Ivy y su confidente, y probablemente la única persona que comprendía realmente el infierno que le había hecho pasar su maestro vampiro con su pervertida idea de lo que era el amor.

Las cosas habían cambiado radicalmente en los tres meses posteriores a que Skimmer, la antigua novia de Ivy, matara a Piscary y acabara en prisión acu­sada injustamente de asesinato. En vez de la esperada guerra con los vampiros secundarios de Cincy luchando por imponer su dominación, había tomado cartas en el asunto un nuevo maestro vampírico procedente de fuera del esta­do y que era tan carismático que nadie se atrevió a retarlo. Desde entonces yo había aprendido que traer sangre nueva era algo de lo más habitual y que los estatutos de Cincinnati preveían una serie de medidas para hacer frente a la repentina ausencia de un líder.

No obstante, sí resultaba bastante insólito que, en lugar de traerse su propia camarilla, el nuevo maestro vampírico hubiera optado por adoptar a todos y cada uno de los vampiros desplazados de Piscary. Aquel gesto piadoso evitó los riesgos de una desagradable revuelta vampírica que nos habría puesto a mi compañera y a míen serio peligro. Que el vampiro entrante fuera Rynn Cormel, el hombre que había gobernado el país durante la Revelación, probablemente tenía mucho que ver con la rápida aceptación de Ivy. Normalmente requería mucho tiempo ganarse su respeto, pero era difícil no admirar a alguien que había escrito una guía sexual para vampiros que había vendido más ejemplares que la Biblia postrevelación y que, además, había sido presidente.

En realidad yo todavía no había tenido ocasión de conocerlo, pero Ivy decía que era tranquilo y formal y que, cuanto más lo conocía, más le gustaba. Si era su vampiro maestro, antes o después acabarían teniendo una cita de sangre. ¡Uau! No creía que lo hubiera hecho ya, pero Ivy era muy reservada con este tipo de cosas, a pesar de su merecida reputación. Supongo que debía haberme sentido agradecida por que no hubiera tomado a Ivy como sucesora y haber convertido mi vida en un infierno. Rynn se había traído su propio vástago, se trataba de una mujer, y era el único vampiro vivo que había venido de Washington con él.

De ese modo, tras la muerte de Kisten, Ivy tenía un nuevo vampiro maestro, y yo tenía una mesa de billar en la parte frontal de mi casa. Yo sabía que la relación entre una bruja de sangre casta y un vampiro vivo no tenía mucho futuro. A pesar de todo, había estado muy enamorada de él, y el día que descubrí que Piscary le había entregado una tarjeta de agradecimiento estuve a punto de afilar mis estacas y hacerle una visita. Ivy estaba ocupándose de ello, pero Piscary le retuvo su mano con tanta fuerza los días anteriores a la muerte de Kisten, que apenas recordaba nada. Al menos ya no creía que lo había matado ella, cegada por los celos.

Intentando relajarme, me senté en el borde de la mesa, saboreando el carac­terístico aroma a incienso de los vampiros y el olor a tabaco que desprendía el tapete verde de fieltro que actuaba en mí como un bálsamo. Estos se mezclaban con el olor a concentrado de tomate y el sonido de jazz melancólico provenientes de la parte trasera de la iglesia, y que me hacían rememorar los amaneceres que pasé en el
loft
de la discoteca de Kisten golpeando las bolas de billar sin ton ni son mientras esperaba a que él cerrara el local.

En ese momento cerré los ojos intentado deshacer el nudo que me oprimía la garganta, alcé las rodillas para apoyar los talones en el borde y rodeé mis espinillas con los brazos. Entonces sentí en la cabeza el calor cercano proveniente de la gran lámpara Tiffany que había instalado Ivy sobre la mesa.

Los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas e intenté tragarme el dolor. Yo no era de las que necesitaban un hombre para sentirse bien consigo mis­mas pero, cuando entre dos personas existía un sentimiento tan profundo, era imposible no sufrir por ello. Tal vez había llegado el momento de dejar de rechazar a todos los tipos que me proponían una cita. Ya habían pasado tres meses. Entonces me asaltó un sentimiento de culpa que me hizo contener la respiración. ¿
Tan poco significaba Kisten para ti
?

—Baja del tapete —oí que decía la voz de Ivy sacándome de mi remolino de sentimientos. Yo abrí los ojos de golpe. Estaba al principio del pasillo que conducía al resto de la iglesia, con un plato de galletas saladas y arenques en vinagre en una mano y dos botellas de agua en la otra.

—No te preocupes, no voy a romperlo —le dije bajando las rodillas y sen­tándome con las piernas cruzadas, pero resistiéndome a moverme porque el único otro lugar en el que podía sentarme era enfrente de ella. Era más sencillo mantener la distancia que afrontar la tensión que había entre nosotras y que crecía más y más. Ivy deseaba hundir sus colmillos en mi cuello, y yo quería que lo hiciera, pero las dos sabíamos que no era una buena idea. Lo habíamos intentado una vez y no había ido demasiado bien, pero yo era la típica perso­na que tropezaba dos veces en la misma piedra, incluso a pesar de que había decidido cambiar.

En ese preciso instante mis dedos, como si actuaran por su cuenta, se dirigie­ron a mi garganta y a las protuberancias casi imperceptibles que estropeaban mi absolutamente inmaculada piel. Al ver dónde ponía la mano, Ivy se plegó con dignidad en una silla detrás del plato de galletas saladas. Luego sacudió la cabeza haciendo que las puntas doradas de su pelo corto, liso y de un color negro pecaminoso, brillara de forma seductora y frunció el ceño como un gato que hubiera recibido un rapapolvo.

Bajé la mano y fingí leer lo que estaba escrito en mi sujetapapeles, que en ese momento reposaba sobre mi regazo. A pesar de la mueca, Ivy parecía relajada mientras se recostaba en la tapicería de cuero negro con un aspecto agradablemente agotado después de su vespertina sesión de ejercicios. Se había puesto un enorme y deformado jersey gris encima de su ajustado equipo deportivo pero, aun así, no conseguía ocultar su esbelta y atlética figura. Su rostro ovalado todavía resplandecía por el esfuerzo y podía sentir sus ojos marrones mirándome mientras se esforzaba por sofocar el ligero deseo de sangre que había despertado mi reacción de sorpresa cuando me había sobresaltado.

Ivy era una vampiresa viva, la única heredera viva del estado de Tamwood, lo que despertaba la admiración de sus parientes vivos y la envidia de los no muertos. Como todos los vampiros vivos de alta alcurnia, poseía una buena parte de las ventajas de los no vivos, pero ninguno de los inconvenientes, como la ligera vulnerabilidad o la incapacidad de tolerar lugares u objetos santificados. De hecho, vivía en una iglesia para hacer enfadar a su madre no muerta.

Concebida como vampiresa, se convertiría en una no muerta en un abrir y cerrar de ojos si muriera sin ningún daño que no pudiera reparar el virus vampírico. Solo los de humilde cuna, los guls, necesitaban más atención para dar el salto a la inmortalidad maldita.

Movidas por el aroma y las feromonas, entre nosotras se desarrollaba un baile continuo de deseo, necesidad y voluntad. Pero yo necesitaba que me protegieran de los no muertos, que se aprovecharían de mí y de mi cicatriz no reclamada, y ella necesitaba a alguien que no fuera detrás de su sangre y que estuviera dispuesta a decir no al éxtasis que proporcionaba el mordisco de un vampiro. Además, éramos amigas. Lo éramos desde que habíamos trabajado juntas para la SI, cuando una cazadora experta enseñaba a una novata cómo funcionaban las cosas. Se suponía que yo, ummm, era la novata.

Su deseo de sangre era muy real, pero al menos no la necesitaba para so­brevivir, como les sucedía a los no muertos. A mí no me importaba que saciara sus ansias con quien quisiera, en vista de que Piscary la había deformado de tal manera que era incapaz de separar el amor de la sangre o del sexo.

Ivy era bisexual, así que, para ella, la cosa no tenía demasiada importancia. Yo me mantenía firme, al menos desde la última vez que me había puesto a prueba, pero después de comprobar la sensación tan placentera que podía proporcionar un encuentro de sangre, todo se había vuelto doblemente confuso.

Había tardado un año, pero al final tuve que admitir que no solo respetaba a Ivy, sino que, en cierto modo, también la quería. Pero no pensaba acostarme con ella solo para que hundiera sus colmillos en mi cuello, a menos que me sintiera verdaderamente atraída por ella y no solo por la forma en que conseguía que me bullera la sangre, suspirando por llenar el vacío que Piscary había dejado en su alma, año tras año, y mordisco a mordisco…

Nuestra relación se había vuelto muy complicada. O tenía que acostarme con ella para compartir sangre de forma segura, o podíamos intentar dejarlo en un simple intercambio de sangre y correr el riesgo de que perdiera el control y tuviera que estamparla contra la pared para evitar que me matara. Según Ivy; podíamos compartir sangre sin hacernos daño si había amor, o podíamos compartir sangre sin amor y que yo le hiciera daño. No había un punto inter­medio, y la cosa no pintaba bien.

Ivy se aclaró la garganta. Fue un sonido muy suave, pero los pixies se que­daron en silencio.

—Vas a estropear el tapete —dijo casi en un gruñido.

Yo levanté las cejas y me di la vuelta para mirar la mesa, cuya superficie conocía como la palma de mi mano.

—¡Ni que estuviera en perfecto estado! —exclamé secamente—. Es imposible estropearla más de lo que está. Tiene una abolladura del tamaño de un codo junto a uno de los agujeros y, justo en medio, parece como si alguien hubiera cosido unas marcas de uñas.

Ivy se sonrojó y agarró un ejemplar atrasado de
Vamp Vixen
que había puesto allí para que lo leyeran los clientes.

—¡Oh, Dios mío! —exclamé soltando las piernas y saltando como si ima­ginara cómo podían haber llegado allí unas marcas como aquellas—. ¡Gracias de todo corazón! Nunca más podré volver a jugar.

Jenks se echó a reír emitiendo un sonido similar al politono de un teléfono móvil y se unió a mí justo en el momento en que me inclinaba para coger un arenque. Luego me dejé caer en el sofá, enfrente de Ivy, dejando a mi lado el sujetapapeles y estirando la mano para coger unas galletas mientras el olor a cuero me invadía.

—La sangre empezó a salir inmediatamente —farfulló.

—¡No quiero saberlo! —le grité, y ella se escondió detrás de la revista. En la portada se podía leer: «Seis maneras de dejar a tu sombra suplicando y sin aliento».
Genial
.

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