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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (5 page)

Aliviada, me relajé situándome detrás de Minias, provocando que sus hom­bros se tensaran. Había estado notablemente callado en el coche, poniéndome los pelos de punta al notarlo sentado, más tieso que un palo, detrás de mí, mientras mi madre se sentaba de lado para vigilarlo. Había tratado de disimular el escrutinio dándole conversación, mientras yo llamaba a Ivy y le dejaba un mensaje para que fuera corriendo a casa de Ceri y lo advirtiera de que Al andaba suelto por ahí. La exfamiliar del demonio no tenía teléfono, lo que empezaba a ser un incordio.

Esperaba que el tono distendido de mi madre formara parte de una estratagema para aligerar la tensión y no una evidencia de su dificultad para mantener los pies en el suelo. Ella y Minias habían empezado a llamarse por sus nombres de pila, y a mí me parecía fantástico. Aun así, si hubiera querido causar problemas, hubiera podido hacerlo media docena de veces durante el trayecto desde la tienda de encan­tamientos hasta la cafetería. Sabía que estaba aguardando el momento oportuno, y me sentía como un insecto al que le hubieran clavado un alfiler.

Mi madre y Jenks se apartaron un momento de la fila para comerse con los ojos las piezas de repostería, y cuando el trío de hombres lobo que estaba de­lante de nosotros terminó de pedir y se marchó, Minias se adelantó y se quedó mirando con indolencia los paneles donde se podía leer el menú. A nuestra espalda, un hombre vestido con traje de chaqueta resopló con impaciencia, pero luego se puso pálido y dio un paso atrás cuando el demonio lo miró a través de sus gafas oscuras.

Minias se giró de nuevo hacia el muchacho situado detrás del mostrador y sonrió.

—Un
latte
grande, doble
espresso
de mezcla italiana, con espuma ligera y extra de canela. Y quiero que utilice leche entera. Ni desnatada, ni semi. Leche entera. Y póngamelo en taza de porcelana.

—¡Como guste! —respondió entusiasta el chico del mostrador. Yo levanté la vista. Su voz me resultaba familiar—. ¿Y para usted, señora?

—¿Yo? Ummm —balbuceé—. Un café. Solo.

Minias me miró con recelo. Su expresión de sorpresa se percibía incluso detrás de sus gafas oscuras, y el chico del mostrador parpadeó.

—¿De cuál? —preguntó.

—Me es indiferente —respondí cambiando el peso de pierna—. ¿Y tú que vas a tomar, mamá?

Mi madre se acercó rápidamente al mostrador con Jenks en su hombro.

—Un
espresso
turco y una porción de tarta de queso, siempre que alguno de vosotros acceda a compartirla conmigo.

—Yo lo haré —canturreó Jenks, fuerte y claro, sorprendiendo al chico del mostrador. Todavía empuñaba la espada hecha con el clip, y aquello me hacía sentir mejor.

Mi madre me miró y, cuando yo asentí con la cabeza para indicar que también estaba dispuesta a compartirla, se le iluminó el rostro.

—En ese caso, póngamela. Con tenedores para todos —respondió mirando tímidamente a Minias. El demonio, por su parte, dio un paso atrás saliendo prácticamente del alcance de mi visión periférica.

El joven miró de reojo a Jenks mientras tecleaba el pedido. Seguidamente anunció:

—Catorce con ochenta y cinco.

—Falta una persona por pedir —dije intentando no fruncir el ceño mientras Jenks aterrizaba sobre el mostrador con las manos en jarras. Me sacaba de qui­cio que la gente lo ignorara, y preguntarle si quería compartir la comida solo porque no iba a comer mucho era condescendiente.

—Yo tomaré un
espresso
—anunció con arrogancia—. Sin leche, pero pón­game la mezcla de la casa. Esa mierda turca me da una cagalera que me dura una semana.

—Se dice diarrea, Jenks —mascullé mientras tiraba de mi bolso hacia de­lante—. ¿Por qué no buscas una mesa? ¿Tal vez una que esté en una esquina, donde la gente no nos moleste?

—Lo sé. Una en la que puedas sentarte de espaldas a la pared —dijo. Era evidente que el clima húmedo y templado de la cafetería hacía que se sintiera mucho mejor. Una temperatura constante inferior a los cuatro grados centígra­dos hacía que entrara en hibernación y, a pesar de que Cincinnati la alcanzaba regularmente después del anochecer, el tocón en el que vivía con su enorme familia era capaz de retener suficiente calor para mantenerlos calentitos hasta casi mediados de noviembre. Ya me horrorizaba pensar en el temido momento en que él y su prole se mudaran a la iglesia en la que vivíamos Ivy y yo, pero no podían hibernar porque se arriesgaban a que Matalina, su enferma mujer, muriera de frío. De hecho, la bufanda que yo llevaba no era por mi comodidad, sino para protegerlo a él.

En ese momento me bajé la cremallera del abrigo, al fin y al cabo Jenks no era el único que se alegraba del calor de la cafetería. Luego entregué al muchacho un billete de veinte, metí las vueltas en el bote de las propinas e hice esperar un poco más al ejecutivo que tenía detrás mientras garabateaba en el tique «reunión con un cliente» y me lo guardaba en el bolsillo.

Cuando me giré, vi a mi madre y a Minias, que estaban de pie, nerviosos, junto a una mesa pegada a la pared. Jenks estaba sobre la lámpara y el calor de la bombilla hacía que despidiera una nube de polvo. Estaban esperando a que llegara yo para decidir dónde sentarse, así que agarré algunas servilletas y me dirigí hacia donde se encontraban.

—Es un sitio genial, Jenks —le dije mientras pasaba por detrás de mi madre para tomar asiento en la silla que estaba apoyada contra la pared. Inmedia­tamente después, mi madre se acomodó a mi izquierda mientras que Minias escogió la silla de mi derecha, no sin antes alejarla unos treinta centímetros. Estaba casi en medio del pasillo. Era evidente que ambos necesitábamos nues­tro espacio. Aproveché la ocasión para quitarme la chaqueta y me quedé de piedra cuando vi deslizarse por mi muñeca la pulsera que me había regalado Kisten. Me asaltó un sentimiento de dolor, casi de pánico, y sin levantar la vista, la remetí bajo la manga del jersey.

La llevaba puesta porque había estado muy enamorada de Kisten, y todavía no me sentía preparada para dejarlo marchar. La única vez que me la había quitado descubrí que era incapaz de meterla en el joyero que tenía junto a las afiladas fundas de vampiro que me había dado. Tal vez, si lograba descubrir quién lo había matado, podría seguir adelante con mi vida.

Ivy no había tenido mucha suerte intentando dar con el paradero del vampiro que Piscary había dado a Kisten como regalo de sangre legal. Yo estaba convencida de que Sam, uno de los lacayos de Piscary, sabía quién era, pero me equivoqué. La prueba del polígrafo humano que le había hecho la AFI, la Agencia Federal del Inframundo (la versión humana de la SI) era bastante fiable, pero el amuleto que yo había puesto alrededor del cuello de Sam cuando Ivy le «preguntó» era aún mejor. No obstante, aquella fue la única vez que lo ayudé a interrogar a alguien. La vampiresa viva me daba mucho miedo cuando la cabreaban.

El hecho de que Ivy no obtuviera ningún resultado era bastante inusual. Su habilidad para investigar era tan buena como mi capacidad para meterme en líos. Desde el «incidente» con Sam, habíamos acordado que le dejaría dirigir la investigación, y aunque yo estaba impacientándome con lo poco que habíamos avanzado, mi manía de tirar vampiros contra la pared no era, precisamente, muy prudente. Lo peor de todo era que la respuesta estaba enterrada en algún lugar de mi inconsciente. Tal vez debería haber hablado con el psicólogo de la AFI para averiguar si podía arrojar algo de luz sobre este asunto. Sin embargo, Ford me hacía sentir incómoda. Podía sentir las emociones incluso antes que Ivy pudiera olerías.

Incómoda por la situación, recorrí con la vista la decoración del concurrido local. Detrás de mi madre colgaba una de esas estúpidas fotografías con bebés disfrazados de frutas, flores o algo parecido. Mis labios se separaron y miré a Jenks, y luego al mostrador donde el adolescente manejaba a los clientes con un barniz de profesionalidad. ¡
Ahora caigo
!, pensé de repente. Aquella era la cafetería donde Ivy, Jenks y yo nos habíamos puesto de acuerdo para dejar la SI y trabajar por nuestra cuenta. Pero ahora Júnior parecía saber lo que se traía entre manos, lucía una etiqueta de encargado en su delantal de rayas rojas y blancas y disponía de varios subalternos para que se ocuparan de las tareas más desagradables de la regencia del negocio.

—Ey, Rache —dijo Jenks llenándome el jersey de polvo dorado—. ¿No es este el local donde…?

—Sí —le interrumpí intentando evitar que Minias tuviera más conocimiento de mi vida de lo estrictamente necesario. El demonio estaba desdoblando una servilleta de papel y la estaba colocando meticulosamente sobre sus rodillas cubiertas de tela vaquera como si se tratara de seda. Al recordar la noche en que decidí dejar la SI, me invadió una sensación de desasosiego. Empezar una actividad independiente con una vampiresa en la que ofrecíamos servicios de cazarrecompensas, escolta y bruja para todo sin tener ni idea de cómo se hacía, había sido una de las decisiones más estúpidas y a la vez más acertadas que había tomado en toda mi vida. La cosa había funcionado porque, tal y como sostenían Ivy y Jenks, yo vivía al borde del abismo porque era adicta a los subidones de adrenalina.

Tal vez había sido así tiempo atrás, pero en ese momento ya no. Haber tenido que enfrentarme al convencimiento de haber matado a Jenks y a Ivy con uno de mis trucos había hecho que me curara al cien por cien, y la muerte de Kisten me había terminado de enseñar la lección. De todas todas, y para demostrarlo, estaba decidida a rechazar la oferta de Minias, independiente­mente de lo que me propusiera. No volvería a repetir los errores del pasado. Podía cambiar mi forma de actuar. Y lo haría. E iba a empezar en ese preciso instante. Ya verás.

—¡El café está listo! —gritó el chico. En ese momento Minias se quitó la servilleta del regazo como si tuviera intención de levantarse.

—Ya voy yo —dije entonces, intentando reducir al máximo sus interacciones con el resto de personas.

Minias aceptó sin rechistar. De pronto, justo cuando me disponía a levantarme, fruncí el ceño. Tampoco me hacía ninguna gracia dejarlo solo con mi madre.

—¡Por el amor de Dios, Rachel! —dijo ella, poniéndose en pie y haciendo que su cartera cayera con fuerza sobre la mesa—. Yo lo traeré.

Minias la cogió del brazo y a mí se me pusieron los pelos de punta.

—En ese caso, Alice, ¿te importaría traer también la canela? —le preguntó.

Mi madre asintió, separándose lentamente de los dedos de Minias. Conforme se alejaba, se llevó la mano al lugar donde este la había agarrado.

—No se te ocurra tocar a mi madre —lo amenacé, sintiéndome mejor al ver que Jenks se posaba sobre la mesa y adoptaba una postura agresiva mientras agitaba las alas con actitud desafiante.

—Necesita que alguien la toque —respondió Minias secamente—. Hace doce años que nadie lo hace.

—Pero no necesita que seas tú quien lo haga.

Seguidamente, me recosté en la silla con los brazos cruzados. Entonces miré a mi madre, que en aquel momento coqueteaba con el chico de la barra como solo una mujer mayor lo haría, y me detuve. Desde la muerte de papá no había vuelto a casarse, y ni siquiera había salido con nadie. Sabía que se vestía a propó­sito con ropa que le hacía mayor para ahuyentar a posibles pretendientes. Con la indumentaria y el corte de pelo adecuado, estaba convencida de que habría podido pasar por mi hermana mayor. Como bruja, podía vivir más de ciento sesenta años y, aunque la mayoría esperaba hasta los sesenta para formar una familia, Robbie y yo nacimos cuando todavía era muy joven, lo que la obligó a renunciar a una prometedora carrera para ocuparse de nosotros. Tal vez se trató de un accidente. Quizá se habían dejado llevar por la pasión.

Aquella idea dibujó una sonrisa en mi rostro, pero me obligué a hacerla desaparecer cuando me di cuenta de que Minias me estaba mirando.

En ese momento me enderecé al ver que mi madre se acercaba con un bote de canela y su ración de tarta de queso seguida por el chico de la barra, que traía los cafés.

—Gracias, Mark —le dijo después de que hubiera colocado todo sobre la mesa y hubiera dado un paso atrás—. Eres un chico encantador.

El suspiro de Mark me hizo sonreír. Estaba claro que no había quedado muy satisfecho con el título. Entonces me miró, luego dirigió la mirada hacia Jenks y se le iluminaron los ojos.

—¡Eh! —exclamó mientras se colocaba la bandeja bajo el brazo—. Me parece que nos hemos visto antes en alguna…

En ese momento me hubiera gustado que me tragara la tierra. La mayoría de las veces la gente me reconocía, sobre todo por las imágenes televisivas en las que se veía a un demonio arrastrándome por la calle con el culo por tierra. El noticiario local las había incorporado a su cabecera. Y en cierto modo, me gustaba aquel tipo con esquís pasando por la línea de meta girando sobre sí mismo y sufriendo por la derrota.

—No —respondí sin poder mirarlo a la cara mientras retiraba la tapa de mi taza. Ah, café.

—Sí —insistió el joven apoyando el peso del cuerpo sobre uno de sus pies—. Tú eres la propietaria de esa agencia de escoltas. En los Hollows, ¿puede ser?

No sabía si aquello era mejor o no y, tras levantar la vista, lo miré con expre­sión de cansancio. Había trabajado como escolta anteriormente, y había tenido que enfrentarme a muchos peligros. Una vez, incluso, me había visto envuelta en la explosión de un barco que saltó por los aires en pedazos.

—Sí, esa soy yo.

Minias, que estaba echándole canela a su café, levantó la vista. Jenks se rio por lo bajo y yo golpeé con mi rodilla la parte inferior de la mesa para tirarle encima el café.

—¡Oye! —me gritó elevándose unos centímetros, para luego posarse de nuevo sin dejar de reír.

En ese momento sonó la campanilla de la puerta principal y el chico cortó el rollo de «cuánto nos alegramos de tenerla aquí» y se marchó. Minias era el único que estaba escuchando.

Mi café estaba humeando y yo me encorvé sobre él sin apartar la vista del de­monio. Sus largos dedos estaban entrelazados alrededor del enorme tazón blanco, como si disfrutara del calor que desprendía y, aunque no podía afirmarlo con seguridad por culpa de las gafas de sol, me pareció que cerraba los ojos mientras daba su primer sorbo. La expresión de placer y profunda felicidad que transmitía hizo que todos sus rasgos se relajaran, y resultaba tan genuina, que era imposible que estuviera fingiendo.

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