Fuera de la ley (4 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

En aquel momento lo miré con los ojos entreabiertos. ¿Me estaba pidiendo que mintiera por él?

Minias se acercó tanto a la barrera de siempre jamás que esta emitió un zumbido estridente a modo de advertencia.

—Si no lo haces, le daré al público lo que está esperando. —Sus ojos se diri­gieron a la gente que se agolpaba en el escaparate—. Les daré la prueba de que tu trato con los demonios debería hacer maravillas por tu… destacada reputación.

Mmmmm. Así que era eso.

La puerta se abrió haciendo tintinear la campanilla. Despidiendo un grito de alivio, la dependienta se zafó de mi madre con un empujón y echó a correr hacia los dos oficiales. Sollozando, se echó en sus brazos evitando que siguie­ran acercándose. Tenía, como mucho, treinta segundos, después la decisión de lo que pasaría con Minias ya no dependería de mí, sino de la SI. No podía permitirlo.

Minias se dio cuenta de la decisión que había tomado y sonrió con una seguridad en sí mismo que me sacó de quicio. Los demonios nunca mentían, pero tampoco decían nunca toda la verdad. Había tratado con Minias en otras ocasiones y había tenido la oportunidad de comprobar que, a pesar de su consi­derable poder, era un novato en lo que a relaciones personales se refiere. Había pasado el último milenio haciendo de canguro de los habitantes más poderosos y desquiciados de siempre jamás pero, por lo visto, algo había cambiado. Y alguien estaba sacando a Al de su confinamiento y dejándolo libre para que me matara.

Maldita sea. ¿Será Nick? Sentí que el estómago se me encogía y apoyé uno de mis puños en la cintura. Sabía que tenía capacidad para hacerlo, ynuestra relación no había empezado precisamente con buen pie.

—Déjame salir —susurró Minias—. Te prometo que me atendré a tu idea del bien y del mal.

Eché un vistazo a la tienda arrasada. Uno de los oficiales había conseguido quitarse de encima a la dependienta, y en ese momento ella nos señalaba con el dedo hablando atropelladamente. De pronto, otros agentes uniformados entraron en fila, el lugar estaba empezando a estar muy concurrido. Jamás conseguiría de Minias un contrato verbal mejor que aquel.

—Trato hecho —dije frotando con la planta del pie la línea de tiza para romper el círculo.

—¡Eh! —gritó uno de los recién llegados al ver que mi burbuja descendía. El delgado joven extrajo una fina varita mágica de su cinturón y nos apuntó con ella—. ¡Todo el mundo al suelo!

La dependienta soltó un grito y se desmayó. Desde el exterior se oyeron los gritos de la multitud, presa del pánico. Yo me coloqué de un salto delante de Minias con las manos en alto y los brazos extendidos.

—¡Sooo! ¡Sooo! —grité—. Soy Rachel Morgan, de Encantamientos Vampíricos, agencia de cazarrecompensas independiente. Tengo la situación bajo control. ¡Estamos bien! ¡Estamos todos bien! ¡Aparte esa varita!

La tensión descendió notablemente y, una vez se calmaron los ánimos, me quedé boquiabierta al reconocer al oficial de la SI.

—¡Tú! —exclamé en tono acusador. Justo en ese momento, Jenks despegó de mi hombro y salió disparado hacia él.

—¡Jenks, no! —grité, y la habitación reaccionó. Se alzó una protesta unánime e, ignorando las voces que me ordenaban que me detuviera, inspiré hondo y me coloqué a toda prisa delante del hombre de la varita. Tenía que evitar que Jenks lo pixeara y, de alguna manera, acabar enfrentándome a una acusación de agresión.

—¡Patético pedazo de mierda de hada! —gritó Jenks volando de un lado a otro a toda velocidad mientras yo intentaba interponerme entre ellos—. ¡Nadie se larga de rositas después de haberme dado un puñetazo! ¡Nadie!

—¡Cálmate, Jenks! —lo tranquilicé intentando no perder de vista a Minias—. ¡No merece la pena! ¿Me oyes? ¡No merece la pena!

Mis palabras surtieron el efecto esperado y Jenks, sin dejar de golpear sus alas violentamente, accedió a volver a mi hombro. A continuación ahuequé la bufanda y me giré hacia el oficial de la SI. Sabía que mi rostro mostraba la misma expresión de rabia y desprecio que el de Jenks. No me esperaba volver a ver a Tom, aunque, pensándolo bien, ¿a quién iban a mandar a una misión en la que estuvieran involucrados demonios, si no a un miembro de la división Arcano?

El brujo era un topo en la SI, llevaba a cabo algunas de sus misiones más confidenciales y mejor pagadas mientras, simultáneamente, trabajaba para una secta de fanáticos dedicados a las artes ocultas. Lo sabía porque el año anterior había actuado de chico de los recados y me había pedido que me uniera a ellos. Justo después, había dejado inconsciente a Jenks, abandonándolo en el salpica­dero de mi coche para que se friera. Menudo gilipollas.

—Hola, Tom —lo saludé secamente—. ¿Qué tal te manejas con la varita?

El oficial de la SI dio un paso atrás sin apartar la vista de Jenks. En ese momento alguien se burló de él por tener miedo de un pixie de apenas diez centímetros de altura. La verdad es que tenía motivos para hacerlo. Un ser tan pequeño y con alas podía resultar letal. Y Tom lo sabía.

—Morgan —dijo Tom arrugando la nariz al sentir el aire impregnado del olor a ámbar quemado—, ¿has estado invocando demonios en público? ¿Por qué será que no me sorprende? —A continuación, tras echar un vistazo a los destrozos de la tienda, añadió—: Esto te va a salir muy caro.

En ese momento me acordé de Minias y mi respiración se aceleró. Me giré y comprobé que el demonio, fiel a su palabra, estaba comportándose. Ni siquiera había movido un dedo, a pesar de que todos los oficiales de la SI que entraban en el lugar le apuntaban con sus armas, tanto convencionales como mágicas. Mi madre soltó un bufido y se dirigió a él taconeando.

—¿Un demonio? ¿Ha perdido usted el juicio? —preguntó colocándose las compras bajo el brazo para poder coger la mano de Minias y darle unas palmaditas. Yo me quedé de piedra, pero el demonio parecía aún más sorprendido.

—¿De verdad cree que mi hija es tan estúpida como para permitir que un demonio salga de un círculo? —continuó con una amplia sonrisa dibujada en J su cara—. ¿En pleno centro de Cincinnati? ¡Por el amor de Dios! Se trataba de un disfraz. Este amable joven estaba ayudando a mi hija a repeler los demonios cuando se vio atrapado entre dos fuegos —prosiguió sin dejar de sonreír. Minias apartó sus manos delicadamente y las entrelazó con firmeza—. ¿No es así, querido?

Sin decir una palabra, Minias se apartó a un lado. A continuación tomé conciencia de lo que estaba pasando cuando algo proveniente de siempre jamás cruzó a este lado de las líneas y Minias sacó una cartera del bolsillo trasero de sus pantalones.

—Aquí tienen mi documentación, caballeros —dijo el demonio dirigiéndome una sonrisita antes de entregar a Tom lo que parecía una de esas carteras para llevar la documentación que se ve en las películas de polis.

La dependienta se desplomó sobre el primer oficial gritando.

—¡Había dos vestidos con togas y uno con un traje verde! Me parece que ese es el de verde. Me destrozaron la tienda. Sabían cómo se llamaba. Esa mujer es una bruja negra y todo el mundo lo sabe. Ha salido en los periódicos y también lo han dicho en las noticias. Es una amenaza. Un bicho raro y una amenaza.

Jenks se puso furioso, pero fue mi madre la que dijo:

—¡Contrólate, Pat! Ella no los llamó.

—Pero ¿y mi tienda? —insistió Patricia, cuyo miedo se había transformado en rabia ahora que estaba rodeada de agentes de la SI—. ¿Quién me va a pagar todos los desperfectos?

—Mire —le dije sintiendo los temblores de Jenks entre la bufanda y yo—, mi compañero es extremadamente sensible al frío. ¿Por qué no zanjamos este asunto? Por lo que puedo entender, no he infringido ninguna ley.

Tom levantó la vista después de comprobar la identificación. Luego comparó la fotografía con Minias y, por último, se la pasó de mala gana a un oficial mucho mayor que él que estaba justo detrás.

—Compruébala.

La inquietud me invadió, pero Minias no parecía preocupado. Jenks me pellizcó la oreja cuando Tom se acercó a mí y me sacó de mis ensoñaciones.

—No deberías habernos rechazado, Morgan —dijo el brujo tan cerca que pude percibir el característico olor a secuoya que desprendía. Cuanto más practicabas la magia, más intenso era tu olor, y Tom apestaba. Entonces pensé en Minias y sentí un momento de preocupación. Es posible que tuviera el aspecto de un brujo, pero su olor sería el de un demonio, y habían visto cómo lo liberaba.
Joder. Piensa, Rachel. No reacciones
, ¡
piensa
!

—No sé por qué —dijo Tom suavemente con tono amenazante—, pero intuyo que tu amigo Minias no aparecerá en los archivos. En ninguno de ellos. ¿Será porque se trata de un demonio?

Mis pensamientos se arremolinaban, sobre todo cuando vi que Minias se relajaba detrás de mí.

—Estoy seguro de que el señor Bansen comprobará que mi documentación está en regla —dijo, y yo me estremecí al tiempo que un escalofrío recorría, provocado por la corriente que levantaban las alas de Jenks, todo mi cuerpo.

—¡Joder! Minias huele a brujo —susurró el pixie.

Yo aspiré profundamente y mis hombros se relajaron al descubrir que, efectivamente, no desprendía el característico olor a ámbar quemado que im­pregnaba a todos los demonios. Me giré hacia él, sorprendida, y el demonio se encogió de hombros girando su mano. La seguía teniendo cerrada y mis labios se separaron cuando me di cuenta de que no la había abierto desde el momento en que mi madre se la había cogido.

Con los ojos muy abiertos, me giré hacia mi madre y descubrí que estaba sonriendo. ¡Le había dado un amuleto! Mi madre estaba como una cabra, pero una cabra muy astuta.

—¿Podemos irnos? —pregunté, a sabiendas de que Tom también intentaba olisquearlo.

Tom entrecerró los ojos. Luego me cogió del codo y me apartó de Minias.

—Sé muy bien que se trata de un demonio.

—Demuéstralo. Además, como tú mismo me dijiste una vez, invocar demo­nios no es ilegal.

Su rostro se enfureció.

—Tal vez no, pero estás obligada a responsabilizarte de los daños que puedan ocasionar.

A Jenks se le escapó un gemido y yo sentí que mi cara se agarrotaba.

—¡Ella me ha destruido la tienda! —aulló la mujer—. ¿Quién me va a pagar todo esto? ¿Quién?

Un agente de la SI se acercó con la documentación de Minias y, mientras Tom alzaba un dedo para indicarme que debía esperar, escuchó lo que tenía que decirle. Mi madre se colocó junto a mí y la gente del exterior se quejó cuando un oficial empezó a empujarles para que se dispersaran. Tom frunció el entre­cejo cuando el hombre se marchó y, animada por su expresión malhumorada, sonreí con malicia. Iba a salir de allí. Lo sabía.

—Señorita Morgan —dijo retirando su varita—. Tengo que dejarla marchar…

—¿Y qué pasa con mi tienda? —aulló la mujer.

—¡Basta ya, Patricia! —dijo mi madre, y Tom hizo una mueca de asco como si se hubiera tragado una araña.

—Siempre que admita que los demonios estuvieron aquí por culpa suya —añadió—, y que acepte hacerse cargo de los desperfectos —concluyó devol­viendo a Minias su documento.

—¡Pero no ha sido mi culpa! —protesté pasando la vista por las estanterías rotas y los amuletos desperdigados por el suelo mientras trataba de evaluar a cuánto ascenderían los costes—. ¿Por qué tengo que pagar porque alguien los mandó para que me atacaran? ¡Yo no los invoqué!

Tom sonrió y mi madre me apretó ligeramente el codo.

—Si lo desea, estaremos encantados de que nos acompañe a la central de la SI para rellenar un formulario de contrademanda.

Qué amable
.

—Está bien. Me haré cargo de los desperfectos. —Demasiado para los fondos para el aparato de aire acondicionado—. Venga —dije estirando el brazo para agarrar a Minias—, salgamos de aquí.

Mi mano lo atravesó justo por la mitad. Me quedé helada, pero pensé que nadie más lo había notado. Entonces miré su cara airada y le indiqué con un gesto agrio que pasara delante de mí.

—Usted primero —dije. A continuación vacilé. No podía hacer aquello en la cafetería que estaba a dos manzanas de allí. No con la SI merodeando por allí como un montón de hadas alrededor de un nido de gorriones—. Tengo el coche un poco más abajo. Es el descapotable rojo, y tú te sentarás en el asiento de atrás.

Minias alzó las cejas.

—Como tú digas… —murmuró poniéndose en marcha.

Con expresión de orgullo y satisfacción, mi madre me arrebató las compras y me agarró del brazo. Como por arte de magia, el gentío se apartó para mos­trarnos la puerta.

—¿Estás bien, Jenks? —le pregunté cuando sentí en mi rostro el frío aire de la noche.

—Tú llévame al coche —dijo.

Con mucho cuidado, le di una vuelta más a la bufanda para que pudiera acurrucarse.

Un café con mamá y con un demonio. Oh, sí. Qué gran idea.

2.

En el interior de la cafetería se estaba bastante calentito y toda ella olía a bollería recién hecha y a alubias cociéndose. Yo me aflojé la bufanda y Jenks se fue al hombro de mi madre. No obstante, preferí no quitármela, porque no sabía con certeza si Al me había dejado el cuello lleno de marcas. De lo que sí estaba segura es de que dolía horrores. ¿Al está libre? ¿Cómo voy a resolver esto?

Frotándome el cuello con delicadeza, me quedé en la puerta observando que Minias, Jenks y mi madre se ponían a la cola. La alarma del detector de hechizos pesados mostraba un color rojo intenso (probablemente por culpa de Minias), pero ninguno de los clientes que atestaban el local parecía haberse dado cuenta. Faltaban tres días para Halloween, y todo el mundo estaba probando sus hechizos.

Mi madre no conseguía estarse quieta ni un momento y, a su lado, el de­monio parecía muy alto. Su bolso sin asas de piel color crema conjuntaba a la perfección con sus zapatos. Por lo visto, yo había heredado el sentido de la moda de mi padre, al igual que la altura, que me hacía bastante más alta que mi madre y apenas unos centímetros más baja que Minias, incluso a pesar de sus botas. Y estaba claro que mi complexión atlética también era de mi padre. Con ello no quería decir que mi madre tuviera mal tipo, pero los re­cuerdos de las tardes que pasábamos en Edén Park y las fotos de antes de que muriera, confirmaban que me parecía mucho más a él que a ella. Resultaba reconfortante pensar que, a pesar de que hacía doce años de su muerte, una parte de él seguía viva en mí. Había sido un padre maravilloso, y todavía lo echaba de menos cuando mi vida se escapaba de mi control. Lo que sucedía con mucha más frecuencia de la que me gustaba admitir. Detrás de mí, el irritante detector de hechizos pesados parpadeó por última vez y se apagó.

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