Read Gengis Kan, el soberano del cielo Online

Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (69 page)

Las noticias corrían rápidamente en la fortaleza, y Ch'i-kuo se enteró de las negociaciones tan detalladamente como si hubiera estado presente durante su realización. El rey mongol había enviado como mensajero especial a un Tangut llamado A-la-chien, un hombre que hablaba fluidamente la lengua Han del norte. Su discurso, despojado de expresiones elaborados, había sido muy directo.

—Todas las provincias situadas al norte del río Amarillo están en mi poder —había dicho el Tangut—, y sólo te queda Chung Tu. Dios te ha enviado esto, pero el cielo puede volverse contra mí si sigo oprimiéndote. Estoy dispuesto a retirarme, pero mis generales me aconsejan la guerra. ¿Qué estás dispuesto a darme para conformarlos?

Esa pregunta, con su admisión implícita de que el enemigo no estaba preparado para un asalto prolongado, dividió a los consejeros del emperador.

La cuestión terminó centrándose en la lealtad de las propias tropas, y no en la fuerza o la debilidad del enemigo. Ch'i-kuo, al escuchar las deliberaciones, no tuvo dudas acerca de la decisión del emperador. Hsun apaciguaría a los mongoles para ganar tiempo y fortalecer sus defensas. A la joven no le sorprendió enterarse de que Fu-hsing había ido con A-la-chien al campamento mongol para discutir los términos. A finales de la primavera, Fu- hsing y el Tangut regresaron a Chung Tu. Habría una tregua y se atenderían las demandas del enemigo.

La joven estaba pintando en su habitación cuando se presentó un oficial menor. Sus esclavas se arrodillaron alrededor de ella mientras Mu-tan conducía al interior al hombre y a sus dos asistentes. El oficial hizo una reverencia y pronunció los saludos ceremoniales. Ella esperó; sabía qué había ido a decirle, pero se negaba a creerlo.

—Nuestro hermano mongol —dijo el oficial—, ha dicho que aceptará un tributo de oro y seda. Le concederemos diez mil "liang" de oro y diez mil rollos de seda fina. Ha dicho que desea caballos, y le daremos tres mil de nuestros mejores corceles. Ha dicho que desea quinientos jóvenes capacitados y quinientas muchachas bellas para servir a su pueblo, y le serán concedidos. Ha dicho que una novia real apaciguará su cólera cuando se marche de la ciudad. El honor te corresponde, Alteza Imperial… el Hijo del Cielo ha decretado que, de todas las princesas reales, tú eres la más digna de convertirte en esposa del rey mongol.

Sus criadas permanecieron en silencio. Ch'i-kuo advirtió que ella era la elección más conveniente que podía haber hecho Hsun. El mongol no sabría que era una de las últimas del linaje imperial, una mujer cuya supuesta fragilidad le produciría una muerte temprana. Qué astuto era el emperador por haberle encontrado utilidad, y por insultar al enemigo bajo las apariencias de acceder a su pedido.

—De modo que seré la perdiz entregada a las garras del tigre —dijo ella.

—El emperador te concede tres días para que te prepares. Por supuesto, se te otorgará todo lo necesario para tu comodidad… el Hijo del Cielo elegirá en persona muchos de sus obsequios.

Finalmente la joven levantó la mirada.

—Debo obedecer —dijo—. Aunque el exilio me resulte penoso, me honra que el Hijo del Cielo me halle digna de tener un lugar junto a su hermano monarca. Si Chung Tu se salva, conservaré su recuerdo en mi corazón y agradeceré que mi amada ciudad sobreviva. Si cae, no tendré que presenciar su final.

El rostro del oficial palideció.

—Tendremos una tregua.

El hombre hizo una reverencia y se marchó del cuarto murmurando más frases corteses. Ch'i-kuo cayó al suelo, llorando desconsoladamente.

—Alteza —dijo una voz.

Ch'i-kuo levantó la vista, atrapada otra vez por el presente. Mu-tan se acercó a ella.

—Señora, te esperan —dijo, la tomó del brazo y la condujo fuera de la habitación.

97.

Ch'i-kuo miró hacia adelante el amplio camino que la alejaba de Chung Tu. No quería volverse a mirar la ciudad distante, donde los soldados estarían en las troneras de las murallas, observando el tributo enviado desde Chung Tu, los carros cargados de oro y seda, los caballos que transportaban a los mil muchachos y muchachas que ahora servirían a los mongoles a cambio de aquella paz negociada.

Un carruaje la había trasladado junto con sus criadas hasta una de las puertas, donde los soldados del comandante Fu-hsing les habían entregado caballos. Se había ordenado al comandante y a parte de sus tropas que acompañaran la comitiva hasta el paso Chu-yung, al noroeste de la ciudad. A ambos lados del camino se veían jinetes mongoles, lanza en ristre, en tanto que un grupo de bárbaros encabezaba la caravana.

Todos ellos eran hombres robustos, como los que se habían reunido con los soldados de Fu-hsing delante de las puertas de la ciudad. Sus ojos eran pardos y sus rostros estaban curtidos por el viento; despedían un olor desagradable, percibible incluso a cierta distancia. Muchos llevaban túnicas de seda de colores brillantes debajo de sus relucientes corazas negras. Algunos llevaban los cascos de metal de los soldados chinos, en tanto que otros iban tocados con sombreros de ala ancha con orejeras. Sus cabezas estaban tan próximas a sus anchos hombros que parecían carecer de cuello.

Ella había esperado una jauría bestial. Sin embargo, los hombres situados a ambos lados del camino estaban orgullosamente erguidos en sus monturas, en tanto que los que encabezaban la marcha cabalgaban en filas rectas y parejas.

A la distancia, un río serpenteaba a través de campos en los que pastaban manadas de caballos. Sobre las orillas descansaban ennegrecidos cascos de barcos. Un pequeño montículo marcaba el lugar en el que un camino más estrecho y escabroso se abría de la ruta principal; cuando la joven estuvo más cerca, advirtió que el montículo estaba formado por cabezas.

Durante el día que duro el viaje, Ch'i-kuo vio muchos de aquellos montículos. Aquí y allá se veían casas en ruinas rodeadas de carros, tiendas y alguna ocasional torre de asedio. Los prisioneros caminaban entre las tiendas, con la espalda doblada bajo el peso de los sacos que cargaban; otros, atados entre sí y aprisionados con yugos, tiraban de los carros. Cerca de las ruinas de muchas casas, estaban caídas las ramas de las moreras que habían alimentado a los gusanos de seda. Hacia donde mirara veía destrucción: montículos de tierra recién removida que podrían ser tumbas colectivas, poblaciones arrasadas, campos devastados y caballos que pastaban en medio de todo eso.

Por la noche llegaron al campamento más grande que ella había visto era su vida. Ch'i-kuo y sus criadas fueron separadas de la caravana y conducidas a una gran tienda. Una mujer joven con la piel de porcelana y el físico esbelto de una Han esperaba en la entrada; hizo una profunda reverencia cuando Ch'i-kuo se acercó.

—Te doy la bienvenida, Alteza Imperial —dijo la mujer en lengua Han—. El Gran Kan de los mongoles me ha enviado aquí para servirte. M e llamo Lien. —Hizo señas a un grupo de muchachos, que se acercaron a los carros que traían las pertenencias de Ch'i-kuo—. Tal vez deseas descansar después del viaje.

La mujer la condujo dentro junto con sus esclavas. Una anciana estaba atendiendo el fuego que ardía en el interior de un cilindro de metal. Alfombras y esteras de bambú cubrían el suelo. En la parte posterior de la tienda había una cama de madera tallada con cojines apilados a su alrededor. Dos grandes baúles estaban situados a un costado de la tienda; las tres mujeres que estaban de pie allí se arrodillaron.

Ch'i-kuo, cansada a causa del viaje, se sentó tímidamente en la cama mientras dos muchachos entraban con el primero de sus baúles. La otra mujer seguía de pie.

—Por favor, siéntate —dijo Ch'i-kuo. La mujer hizo una reverencia y se sentó en un cojín—. Espeaba que me condujeran ante Su Majestad en cuanto llegara.

—El Gran Kan y emperador de los mongoles está ansioso por verte, pero es necesario respetar ciertas formalidades. Seguramente no esperabas que el Gran Kan te bajara del caballo y te arrastrara a su tienda.

Ch'i-kuo se sonrojó; eso era exactamente lo que había esperado.

—El general que viajó hasta aquí contigo —continuó la mujer—irá con los enviados al "ordu" del Kan. Después de presentarse y de rogar a éste que reciba los obsequios del emperador, el Kan los aceptará graciosamente, si ése es su deseo.

Las manos de Ch'i-kuo temblaron.

—¿Hay alguna duda de que los aceptará?

—No temas, Alteza Imperial. Cuando sus hombres le cuenten cuán bella es la dama que lo espera, estará impaciente por rodearte con sus brazos.

Ch'i-kuo se estremeció.

—Cuando el Kan haya aceptado su tributo —continuó Lien—, su hermano Shigi Khutukhu, que es uno de sus ministros más importantes, se ocupará de que los obsequios sean entregados a quienes más lo merecen después de que el Kan haya recibido su parte. Luego habrá un banquete para celebrar tu matrimonio.

—¿Llevas mucho tiempo en este pueblo? —preguntó Ch'i-kuo.

—Casi dos años.

—Lo lamento por ti.

—No hay necesidad de lamentarlo, Real Dama. Mis padres me vendieron de niña a un burdel. Cuando mi ciudad cayó, tuve la fortuna de encontrarme entre las mujeres ofrecidas al Kan. Si debo ser el receptáculo de un hombre, seguramente es mejor que ese hombre sea un gobernante, y él me ha conservado a su lado, incluso después de haberse cansado de muchas otras.

Ch'i-kuo se cubrió la boca con la mano.

—¿Las esclaviza sólo para matarlas?

—Sólo conserva a aquéllas que pueden serle útiles, como las que tienen algún oficio, las más fuertes, las que él y sus hombres encuentran más bellas. Las otras simplemente morirían al cruzar el desierto. El único oficio que domino es el de las artes de la cama, y un mongol es más versado en el combate que en esas artes, pero en un burdel siempre se escuchan muchas lenguas, y yo fui más veloz que las otras para aprenderlas. He dominado el idioma mongol, y soy para el Kan una esclava útil.

—Entonces serás mi intérprete.

—Es el deseo del Kan que te enseñe su lengua.

Durante el viaje había escuchado a los mongoles hablar en su áspero idioma, lleno de sonidos desconocidos, y que sonaba tan rudo como los hombres que lo hablaban.

—Conozco la lengua Jurchen y la Han —murmuró Ch'i-kuo—. Tal vez no me resulte muy difícil dominar una tercera lengua.

—Haré todo lo posible para ser una buena maestra. —Lien alzó la cabeza cuando las mujeres abrieron uno de los baúles y sacaron rollos de papel—. ¿Has traído pinturas contigo, ama?

—He traído papel y seda para pintar.

—No sabía que a las princesas se les enseñaran esas artes.

—A la mayoría no —replicó Ch'i-kuo—, pero yo mostré un poco de talento en la infancia, y mi padre el emperador me complació proporcionándome instrucción.

—Las pinturas de una esposa tal vez agraden al Kan.

—No imagino que puedan interesarle esas cosas.

—Te ruego que no lo juzgues demasiado rápidamente, Alteza.

Ch'i-kuo estudió a la joven. Lien podía decir que era la sierva de Ch'ikuo, pero también servía al Kan, y podría hacer las cosas más fáciles o más difíciles para la nueva esposa de su amo.

—Debes guiarme, Lien —dijo la joven finalmente—. No quiero disgustar al hombre con el que voy a casarme.

—Mi mayor esperanza es que así sea. Señora, ¿puedo ser sincera contigo? Es posible que lo que te diga aclare tus ideas.

Ch'i-Kuo asintió.

—Cuando los mongoles me tomaron prisionera —prosiguió Lien—, sólo vi bestias vestidas con pieles de animales, criaturas que sólo sabían robar, matar y destruir. Tal vez fueran así antes, pero el gobernante que se llama a sí mismo Gengis Kan los está convirtiendo en algo más. He servido al Kan señora, y es un hombre que posee dos naturalezas. Una de ellas es tan filosa como su espada; e igual de dura y aguda, siempre dispuesta a atacar. La otra investiga y anhela abarcar el mundo. En un hombre más débil, esas dos naturalezas podrían estar en conflicto, pero en él, cada una de ellas alimenta a la otra. La espada le abre camino, y la otra parte trata de absorber lo que encuentra.

—Me sorprende que halles algo admirable en un pueblo que tanto te ha hecho sufrir.

—¿Cuál es mi sufrimiento, señora? —dijo Lien—. Antes, todo lo que podía esperar era que un rico mercader me comprara para convertirme en su concubina. En cambio, ahora soy la mujer de un emperador y sierva de la hija de otro.

—Tal vez puedas aconsejarme cómo comportarme con mi nuevo esposo.

Lien volvió hacia ella su rostro perfectamente oval.

—No eres la primera princesa que ha sido entregada al Kan. La princesa Chakha, hija del rey de Hsi-Hsia, le fue ofrecida cuando los Tangut se rindieron. La vi en el "ordu" del Kan. Me dijeron que había sido una mujer bella, pero yo sólo vi una mujer de rostro delgado con ojos muertos. —Hizo una pausa—. Se dice que cuando la princesa Chakha fue llevada por primera vez a la tienda del Kan, sólo atinaba a llorar por su palacio de Ninghsia. Siempre que el Kan acudía a ella, lo recibía con los ojos llenos de lágrimas. Aun después de que hubieran pasado muchos meses, sus lágrimas no cesaban de brotar.

—Eso debe de haber disgustado mucho al Kan —dijo Ch'i-kuo.

—Estás equivocada, señora. Se dice que acudía a su tienda muy a menudo, y con el tiempo ella dejó de llorar. Ahora ya no hay más lágrimas, pero tampoco hay risas ni alegría ni paz. Se le rinden los honores debidos a una dama que le ha dado hijos al Kan, pero vive en su campamento como un espectro. Así son los mongoles… acostumbran a tomar lo que pueden usar y a destruir lo que no les sirve. Chakha sólo alimentó esa parte de la naturaleza del Kan.

Ch'i-kuo tragó saliva con dificultad.

—Entonces no lloraré.

Lien se puso de pie.

—Tal vez desees beber algo, señora. Haré preparar un poco de té.

El Kan mongol mandó llamar a Ch'i-kuo dos días después de su llegada. Lien le había dicho que, una vez concluida su campaña, Gengis Kan estaba impaciente por emprender el viaje de regreso a sus tierras.

Sus criadas la bañaron con paños calientes y húmedos, la vistieron con pantalones de seda y una túnica roja ribeteada de brocado dorado y le recogieron el cabello con hebillas enjoyadas que parecían alas de mariposas. Acompañada por Lien y Mu-tan, fue conducida fuera, donde unos soldados esperaban con caballos. El comandante Fu-hsing estaba con sus oficiales, todos ellos luciendo sus armaduras metálicas; el Tangut A-lachien había traído un destacamento de mongoles.

Other books

Too Sweet to Die by Ron Goulart, Ebook Architects, Llc
A French Wedding by Hannah Tunnicliffe
Beauty's Curse by Traci E Hall
The Lifeguard by Deborah Blumenthal
Crooked by Laura McNeal
The Ledge by Jim Davidson
Cain's Blood by Geoffrey Girard
Motherland by Vineeta Vijayaraghavan