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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (84 page)

Estaba solo. Ella se levantó, cogió en brazos a su hijo menor e hizo una reverencia.

—Te doy la bienvenida, Kan y padre. Me sentiría muy honrada si comieras con nosotros.

—Las esposas de Chagadai y Ogedei me han alimentado a reventar frente a sus tiendas, pero compartiré un trago con vosotros. —Miró a su alrededor—. Mi hijo debe de estar aliviándose del vino. En una comida habitual, bebe lo que muchos durante un banquete, y en un banquete, él y Ogedei beben más que diez hombre juntos.

—La bebida consuela a mi esposo —dijo Sorkhatani—. Por mucho que haya echado de menos a sus hijos y su tierra, es un soldado, y se siente inquieto cuando está lejos del campo de batalla.

—No lo excuses.

Se sentaron junto al fuego; una mujer alcanzó "kumiss" a Sorkhatani. Ella roció unas gotas, hizo el signo de la cruz sobre el jarro y se lo entregó al Kan.

—Los musulmanes dicen que sus leyes les prohíben las bebidas fuertes —dijo Temujin—, y eso me hizo pensar que Tolui debería practicar esa fe.

Tolui volvió y se sentó junto a su padre; rápidamente una mujer le trajo más vino. Anochecía y el viento era cada vez más frío. En torno a otras hogueras la gente danzaba; el gemido de las flautas y el silbido de los violines ahogaban los ladridos de los perros. Los que pasaban junto a ellos no se detenían ahora alrededor del fuego de Sorkhatani para beber y conversar, sino que miraban respetuosamente al Kan y se escurrían en las sombras.

—Tengo una pregunta para mis nietos —dijo el Kan—. Quiero ver qué han aprendido. Todas las leyes de mi Yasa deben cumplirse, pero ¿cuál os parece la más importante?

—La que establece que ningún mongol puede convertir a otro mongol en su esclavo —respondió Mongke—, ya que esa ley nos impide combatir entre nosotros.

Hulegu meneó la cabeza.

—Tal vez la que afirma que todos los hombres deben obedecer sin excepción a su comandante —dijo—, ya que un oficial debe confiar en sus hombres.

Arigh Boke frunció el entrecejo; tenía cuatro años y medio y todavía estaba memorizando la Yasa.

—Nunca hacer la paz… —El niño se rascó la cabeza—. Está prohibido hacer la paz con cualquiera que no se haya sometido a nosotros.

—Ésa habría sido mi respuesta —masculló Tolui.

—¿Y tú, Khubilai? —preguntó el Kan—. ¿Cuál es tu opinión?

Khubilai alzó la cabeza.

—Todas las leyes deben cumplirse —dijo—, pero creo que para un Kan, la más importante es aquella que dice que hay que respetar y honrar a los instruidos y a los justos, y despreciar a los malignos y a los injustos.

Su abuelo asintió.

—Ésa habría sido mi respuesta. Pero te diré algo, muchacho: a menudo ésa es la parte más difícil de obedecer de toda la Yasa. Los injustos pueden disfrazarse bajo un manto de virtud, y los justos y los sabios pueden ser difamados por las palabras de hombres perversos.

Algunos muchachos acechaban más allá del fuego; al parecer, esperaban una oportunidad de acercarse a los nietos del Kan. De pronto Tolui cayó de costado. El Kan se inclinó sobre él, lo sacudió y después se levantó y lo ayudó a ponerse de pie.

—Lo llevaré dentro —dijo.

—No es necesario, Temujin-echige —dijo Sorkhatani—. Ya lo he acostado otras veces.

El Kan ya conducía a Tolui hacia la tienda.

—Podéis quedaros aquí con vuestros amigos —dijo la mujer a sus hijos, y después siguió a los hombres al interior de la tienda.

Las mujeres que estaban dentro se arrodillaron cuando el Kan arrastró a Tolui más allá del fogón, hacia el fondo del "yurt". Acostó a su hijo en la cama, dejó su sombrero sobre una mesa y luego le quitó las botas y el abrigo.

Sorkhatani hizo salir a las mujeres. Tolui roncaba suavemente; el Kan lo cubrió con una manta.

—No será un gran reencuentro para ti, hija —dijo Temujin.

—Me basta con tenerlo otra vez a mi lado.

Él se acercó al fogón y extendió sus manos curtidas sobre las llamas.

—Mis hijos y yo hemos conquistado muchas tierras —dijo—. Ellos y sus hijos y los hijos de éstos usarán los más finos damascos de Khwarezm y las más finas sedas de Khitai, comerán las carnes más deliciosas, montarán los caballos más fuertes y reclamarán las mujeres más bellas, pero se olvidarán del que los condujo para conseguir todo eso.

—Nunca serás olvidado, padre y Kan —dijo ella—. Dios se ocupará de que seas recordado.

Era raro que Temujin hablase de ese modo; se estaba refiriendo a su propia muerte.

—Dios nos trata con la misma indiferencia que nosotros mostramos ante los insectos.

Sorkhatani se persignó.

—Pero tú eres cristiana —continuó él—, y crees que Dios ama a los hombres.

—Sin duda debe de amarte, para haberte dado tanto.

Él se volvió hacia ella.

—Has sido una buena esposa para mi hijo, y mis nietos me demuestran que has sido una buena madre. Todos ellos tienen madera de Kan.

Ella bajó la cabeza.

—No merezco tanto elogio.

—He dicho que mi tercer hijo me sucederá —dijo él—, pero Ogedei mismo declaró que si sus descendientes demuestran ser indignos, otros deberán reemplazarlos. Sé que tú siernpre obedecerás a mis deseos, Sorkhatani. Puede llegar el momento en el que uno de tus hijos deba gobernar mi "ulus", y tú serás suficientemente sabia para saber si mi pueblo lo necesita. No serás desleal a mi espíritu si estimulas sus ambiciones.

—Ojalá ese día nunca llegue —susurró ella.

Temujin suspiró y rozó levemente el rostro de la mujer. A pesar del calor del fuego, sus dedos estaban fríos.

—Qué parecida eres a mi Bortai —dijo él—. Cuando te vi junto a la hoguera con tus cuatro hijos recordé nuestros primeros años, cuando todo lo que tengo ahora sólo era un sueño.

Tolui gimió; ella miró hacia la cama. Cuando se volvió, el Kan ya se disponía a salir de la tienda, con la espalda encorvada, como si llevara una carga invisible.

116.

Bortai entregó el halcón a un guardia. Otro cogió el de Khasar. Bortai estaba cansada; ya no tenía edad para montar a caballo, pero había querido pasar un tiempo fuera de Karakorum.

Ella nunca había visto una verdadera ciudad, pero el enorme campamento de Karakorum se asemejaba mucho. El humo de miles de hogueras flotaba sobre las tiendas hasta que era dispersado por el viento. El ruido producido por hombres y mujeres que regateaban con los mercaderes, por los artesanos que golpeaban el metal para hacer herramientas, copas, platos y pequeñas esculturas, y por los herreros martillando en sus forjas, podía ahogar incluso el sonido del viento. Los soldados menos importantes poseían tantos bienes como un Bahadur, y los capitanes eran tan ricos como los antiguos kanes. Sin embargo, Bortai sentía que los espíritus que antes habitaban el valle habían huido del río y de la estepa en dirección a las montañas y a bosques más lejanos.

Doregene, la esposa de Ogedei, le había dicho a menudo que el Gran Kan debería tener una gran ciudad, ya que todo el mundo enviaría sus embajadores para rendirle homenaje. Bortai percibía que Doregene pensaba en su esposo y no en Temujin cuando hablaba de sus ambiciones con respecto a Karakorum. Soñaba con palacios, tal vez hasta con murallas.

Khasar la miró entrecerrando los ojos. Su visión ya no era tan aguda como antes, todavía podía distinguir un ratón desde lejos, pero con frecuencia tenía que entrecerrar los ojos para ver algo cercano.

—Deberíamos regresar —dijo él. Los guardias de Bortai y las mujeres que habían ido con ellos ya se dirigían al campamento—. El mensajero de tu hermano estará esperando para hablar contigo.

El enviado de Anchar traería un mensaje personal para ella, así como un informe que debería ser transmitido a Temujin. Su hermano estaba con su ejército en Khitai, defendiendo los territorios tomados por Mukhali de los ataques de los Sung, mientras el Rey de Oro seguía resistiendo en K'ai-feng.

—El Kan debería regresar pronto —dijo ella, exhalando un suspiro—. Ha dejado demasiado en manos de mujeres, y durante demasiado tiempo.

Ella no era la única que atendía los asuntos de Temujin. Yao-li Shih, la viuda de su aliado Liao Wang, había gobernado el dominio norte de su esposo durante los últimos tres años, en ausencia del hijo mayor de Liao Wang, quien había marchado al oeste con Temujin. La hija del Kan, Alakha, todavia ejercía su autoridad sobre el territorio de los aliados Ongghut. Ambas mujeres gozaban del respeto de sus súbditos, pero era hora de que los herederos de esas tierras asumieran sus responsabilidades.

—No te preocupes por mi hermano —dijo Khasar—. Él puede manejar las cosas desde donde está con tanta facilidad como en cualquier otra parte.

—Aun así, debería venir —murmuró Bortai—. Las esposas del Kan lo necesitan. Khadagan Ujin está más débil, Gurbesu envejece esperándolo, y su princesa Kin ahoga su soledad en la bebida.

Yisui y Yisugen estaban embarazadas cuando él se fue; y esos niños ya han nacido y ansían conocer a su padre.

El bigote gris de Khasar tembló; las arrugas de su rostro se hicieron más profundas cuando sonrió.

—¿Acaso estás celosa de las bellezas que haya podido conseguir durante su ausencia?

—En el lago hay muchos cisnes y gansos salvajes. El amo puede coger cuantos quiera.

Tal vez Temujin no quisiera volver junto a una anciana que sólo le recordaría su perdida juventud.

—He oído rumores en el mercado —dijo Khadagan—. Un hombre decía que el Kan nos ha olvidado, que prefiere pasarse los días cazando con sus camaradas y gozando de su botín. Un mercader susurró a una de mis mujeres que los Tangut habían suplicado paz sólo para ganar tiempo a fin de planear otra traición.

Bortai también dudaba de los Tangut. Unos vasallos que se habían negado a enviar tropas para ayudar a su esposo en la guerra en el oeste no eran de confiar. Pero a ella no le correspondía decidir.

—Son palabras necias —continuó Khadagan—, y ni siquiera vale la pena repetirlas. Sin embargo, oigo esos comentarios cada vez con mayor frecuencia. —La mujer miró a las esclavas de Bortai, pero las mujeres murmuraban entre sí mientras trabajaban en sus cueros—. Bortai, si tú llamaras a Temujin, él vendría.

—Quizá. —Tendría que tragarse su orgullo para hacerlo; el Kan, al igual que Khasar, podía suponer que estaba celosa—. Casi ha llegado el invierno… pronto será primavera.

—Para que él vuelva —dijo Khadagan—, pero tal vez no para enviarle un mensajero. Creo que deberías llamarlo ahora. Envíale un mensaje antes de que nos traslademos. Él sabrá que no esperas que viaje en invierno, y aguardará hasta la primavera. De ese modo, no parecerá que se apresura a volver por temor a tu ira.

Bortai sonrió.

—A veces pienso que eres mucho más sabia que yo. —Palmeó la mano de Khadagan—. Temujin me ha dado muchas cosas, pero a ti te valoro más que a cualquier otra cosa que me haya dado. Cuando te tomó como esposa, me dio una verdadera amiga.

—Has sido una buena amiga para mí, Bortai, y eso es mucho más de lo que yo esperaba al principio.

Últimamente hablaban con frecuencia de ese modo, recordando el pasado y prometiéndose amistad, como si ambas sintieran que no les quedaba mucho tiempo para hacerlo.

Khadagan se puso lentamente de pie. Bortai cogió el bastón y se lo entregó.

—Voy a aceptar tu consejo —dijo—. Por favor, di a los hombres que quiero ver al capitán de la guardia nocturna.

—Lo haré. —El tocado de Khadagan se sacudió cuando la mujer hizo una reverencia—. Buenas noches. —Salió cojeando de la tienda.

Unos momentos más tarde entró el capitán.

—Tengo una misión para ti —dijo Bortai después de haber recibido sus saludos—. Quiero que mañana le lleves un mensaje mío al Gran Kan.

—Cuenta conmigo.

—Uno de los escribas te dará una tabilla con un sello, y éste es mi mensaje: "La gran águila anida en la copa de un gran árbol, pero mientras sobrevuela otras tierras, otras aves pueden atacar a sus pichones".

El joven repitió el mensaje y luego dijo:

—Tal vez algunos se sientan preocupados, Honorabilísima Dama, pero sin duda nadie cree que nuestro Kan nos ha olvidado.

—Siempre habrá quien albergue dudas en su débil corazón. Muchos se sentirán más seguros cuando se enteren de que le he enviado este mensaje. Dile también al Kan que lo echo de menos, pero que puede regresar cuando le plazca.

El capitán hizo una reverencia.

—Partiré al amanecer —dijo.

Temujin descubriría en sus palabras algo más que preocupación por su reino y ansiedad por su presencia. "Vuelve a mí, descansa a mi lado envejece conmigo y no vuelvas a dejar a tu pueblo". Eso es lo que escucharía en el mensaje de Bortai, y no le gustaría demasiado.

117.

Unas voces la despertaron. Bortai se sentó. Se oían gritos de alegría en el campamento. Gengis Kan había regresado.

Sus esclavas estaban despiertas y se movían en las sombras. Bortai hizo un gesto a una de las mujeres, quien rápidamente le trajo una túnica mientras voces de hombres gritaban fuera de la tienda.

—Puedes pasar —dijo Bortai.

Entró un guardia.

—El Kan ha cabalgado hasta aquí —dijo—. Está pasando entre dos hogueras, Honorable Khatun, y pide permiso para…

—Por supuesto que mi esposo puede venir.

El guardia desapareció. Una mujer la ayudó a calzarse las botas y otra le alcanzó un cuenco con agua. Bortai sumergió los dedos, se lavó la cara y se alisó las trenzas.

—Buscaré un espejo, Honorable Dama —dijo una esclava.

—No necesito espejo. —De repente, se sintió furiosa con Temujin. No tendría tiempo de pintarse la cara, de ocultar los estragos de la edad.

Una mujer le peinó las trenzas, las untó con aceite y le puso su tocado favorito. Bortai había dormido con camisa y pantalones para defenderse del frío; una esclava le ajustó la túnica y le ciñó una faja a la cintura.

—Mi esposo necesitará un refrigerio —dijo ella—. Serviréis el "kumiss" en mis copas de porcelana.

—¿Y también un poco de vino? —preguntó una joven.

—El Kan desaprueba beber mucho vino. Dudo… —Bortai se interrumpió; él podía haber cambiado durante esos seis años de ausencia—. Puedes servir un poco —dijo finalmente.

No tenía tiempo de preparar un banquete, ni de vestirse con ropas más elegantes; maldijo por lo bajo. El mensajero que Temujin le había enviado había dicho que el Kan tardaría cinco días en llegar a Karakorum.

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