Read Gengis Kan, el soberano del cielo Online

Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (82 page)

El Khitan asintió.

—Al Kan siempre le alegra ver que aumenta el número de sus muchos descendientes.

—Quiero pedirte que busques un maestro para esta criatura, si es un varón; alguien que pueda enseñarle la escritura Uighur y, tal vez, también la tuya. Sé que puedo confiar en ti para que encuentres un hombre sabio.

—¿Es también el deseo de tu hijo? —preguntó Ch'u-tsai.

—No he hablado con él. No le interesan esos conocimientos, pero no creo que se oponga a ello.

—Estoy seguro de que tampoco el Kan pondrá objeciones.

—Preferiría no ser yo quien se lo pregunte. Tiene tantos hijos y nietos… no hay que molestarlo con cada uno de ellos. Tal vez, cuando llegue el momento, tú podrías sugerírselo.

El sabio entrecerró los ojos y asintió. Había comprendido que la mujer no podía preguntárselo a Temujin.

—Sí, Noble Dama —murmuró—. Cuando el niño tenga edad suficiente, y si manifiesta talento, yo mismo puedo sugerírselo. Pero debo esperar hasta entonces. El Maestro te diría que es inútil forzar las cosas. Los cuatro herederos del Kan, a pesar de toda su grandeza como guerreros, sólo han aprendido a despreciar los conocimientos que les impusieron a la fuerza.

—A pesar de toda su grandeza —dijo ella—, espero que mi nieto sea una clase de hombre diferente. Desearía que fuera más parecido a ti, Sabio Consejero. A veces me he preguntado por qué un hombre como tú, a quien no parece interesarle la guerra, entró al servicio de mi esposo.

Ch'u-tsai sonrió.

—Si no lo hubiera hecho, en estos momentos mis huesos blanquearían al sol. Por otra parte, nuestros pueblos son primos, y el mío no es ajeno a la guerra.

—Pero no te regocijas en ella.

—A algunos de nosotros nos ocurre eso. Aprendimos de los Han a luchar y, no obstante, llorar por lo que la guerra produce.

—Todo lo que mi esposo conoce es la guerra —dijo la mujer.

—Sin embargo, ahora debe gobernar, y un gobernante necesita algo más que la fuerza, aunque ésta es uno de sus instrumentos. —Sorbió su té—. Cuando fui conducido a la presencia de Kan, vi que honraba a los hombres instruidos, aunque no comprende, y perdóname por decirlo, gran cosa de su saber. Su naturaleza lo convirtió en un conquistador, y él no pudo contradecirla. No obstante, posee algo más que la naturaleza de un guerrero. También es un hombre que anhela dar respuesta a las cosas. ¿Acaso no fue por ello que mandó llamar al Maestro?

—Lo mandó llamar —dijo Khulan—, porque quería vivir para siempre.

—¿Y acaso ese deseo no es un anhelo de respuestas, del tiempo necesario para encontrarlas? El Maestro no puede darle eso, pero si el Kan aprende a cuidar de sus conquistas, en vez de saquearlas, eso será suficiente. Si no estuviese rodeado de hombres que apelaran a sus deseos de sabiduría, su naturaleza de guerrero sometería a la otra.

—Siempre he odiado la guerra. Soy la esposa del más grande de los guerreros, y, sin embargo, anhelo un mundo sin guerras.

—Éste no es el mundo con el que sueñas —le dijo amablemente Ch'utsai—. Debemos vivir en este mundo tal como es. De nada le sirve a un hombre alejarse de la guerra si está rodeado de otros que se dedican a ella. Eso sería ir en contra de la naturaleza de las cosas. —Hizo una pausa, la miró fijamente a los ojos, y continuó—: Tal vez, si el Kan hubiera vivido en tiempos antiguos, cuando los hombres no sabían nada de la guerra, se habría dedicado a desarrollar su naturaleza y convertir sus preguntas en lanzas que hubiese arrojado al universo, pero no vive en un mundo así. Tú deseas que las cosas sean de otra manera, señora, y sufres porque no puedes cambiarlas. Yo las acepto como son, y hago lo que puedo con lo que me ha sido dado. Me digo que muchos aquí, y otros en Khitai, pueden vivir y conservar lo que han construido porque el Kan me escucha. El Maestro mismo nos dice que la aceptación produce paz.

Ch'u-tsai dejó la taza; le temblaban las manos. A pesar de lo que decía, él no había hallado esa paz; Khulan pudo ver en su mirada que era un hombre atormentado.

—No puedo aceptarlo —dijo ella—. No puedo hacer nada al respecto, pero nunca lo aceptaré.

—Cuando viene una tormenta —dijo él—, un hombre debe correr a su tienda o cubrirse de algún modo. Permanecer de pie y desafiar la tormenta por ser lo que es, sólo atraerá un rayo del cielo. Las tormentas pasan, Honorable Dama. —Se inclinó hacia ella—. Creo que no viniste aquí solamente para pedir un maestro para tu nieto. Tal vez también querías que te diera un poco de sabiduría, y yo tengo muy poco para ofrecerte.

—Estás equivocado. Eres sabio y yo soy necia. —Khulan se puso de pie—. Desperdicias tu sabiduría en alguien tan ignorante, en una mujer que sólo puede desear lo imposible y lamentarse por lo que hacen los hombres.

113.

Cuando la nieve dejó de caer y la tierra húmeda empezó a verdear, el Kan se dispuso a partir de la región cercana a Samarkhanda. Él y Tolui encabezaban el ejército, al que seguían las mujeres, los carros y, finalmente, los animales. Las plataformas tiradas por bueyes, que sostenían las grandes tiendas, iban detrás de los rebaños, con una retaguardia de jinetes y miles de esclavos a pie.

Khulan viajaba en uno de los primeros carros; un esclavo llevaba las riendas de su camello.

La marcha de los mongoles era lenta y dificultosa. Por la noche, se apacentaba y ordeñaba a los animales, se encendían hogueras y la gente dormía dentro de los carros y las tiendas de campaña. Khulan soñaba a menudo con la tierra natal que había abandonado casi cuatro años antes, la tierra que estaba en paz porque el Kan había llevado la guerra a otros lugares.

Llegaron finalmente al río Syr Darya y lo cruzaron sobre puentes construidos con balsas atadas entre sí. Después siguieron adelante hasta llegar a un valle. Allí, junto a un río más pequeño, descansarían. Una vez más se alzó el pabellón del Kan y se enviaron jinetes a buscar a Ch'ang-ch'un, que estaba en Samarkhanda.

Khulan observó el pabellón que se erguía hacia el norte. Excepto por los hombres que lo custodiaban, se veían pocos signos de actividad. Temujin había salido a cazar. Siempre que no estaba reunido con la corte, escuchando las enseñanzas de Ch'ang-ch'un o recibiendo mensajeros y emisarios, el Kan salía de caceria, a pesar de que el monje lo desaprobaba. Corría el rumor de que el Maestro estaba impaciente por partir rumbo a Khitai, pero Temujin aún lo retenía, instándolo a quedarse hasta que el clima mejorara y pudiese viajar, después de que Chagadai, Ogedei y sus hombres llegaran de Bukhara.

La gran tienda de Khulan y sus carros todavía se encontraban al este de los del Kan, pero la actitud de su esposo ya no engañaba a nadie. Ella había perdido su favor. Sus otras mujeres lo decían abiertamente, aunque no delante de ella. Él iba a las tiendas de las otras, como lo hacía antes, pero nunca a la de Khulan. Ella estaba al corriente de aquellas habladurías, de modo que desairaba a las otras esposas del Kan mientras atendían los rebaños, descuartizaban la caza, trabajaban en bordados para la entrada de las tiendas e hilaban.

Las tiendas y los carros cubrían el valle, extendiéndose hacia el este hasta las primeras estribaciones de las montañas, y hacia el sur, hasta las márgenes del río. La ciudad de "yurts" debería trasladarse pronto en busca de nuevas tierras de pastoreo antes de que las ovejas y las yeguas pariesen.

Tal vez su esposo permitiera finalmente que Ch'ang-ch'un y sus discípulos partieran. El Kan había estado esperando que Jochi se uniera a él, pero su hijo mayor le había enviado un mensaje cuidadosamente redactado en el que, según Kulgan, le decía que permanecería en las tierras que su padre le había prometido, situadas al norte de Khwarezm, y las gobernaría en nombre del Kan. Temujin le podría haber ordenado que regresara, pero parecía resignado a dejar a Jochi donde estaba.

Una nube de polvo, hacia el este, atrajo su mirada: unos hombres cabalgaban en dirección al campamento. Temujin se encontraba entre ellos; Khulan no debía permitir que él la viera. La mujer se volvió, pasó junto a las mujeres que trabajaban en sus telares, y subió los peldaños que conducían a su "yurt".

Esa noche, Kulgan se presentó en la tienda de su madre. Khulan había llegado a temer sus visitas. Generalmente iba acompañado de camaradas que bebían copiosamente mientras contaban a voz en cuello las más cruentas historias bélicas.

Esta vez Kulgan estaba solo. Pellizcó las mejillas de Zulaika hasta que la joven gimió, después se dirigió al diván donde estaba sentada su madre. Una de las esclavas le sirvió vino y carne, y él comió en silencio.

—Hoy tu padre ha vuelto temprano de la cacería —dijo Khulan.

Él le dirigió una mirada temerosa que ella no le había visto durante muchos años. Khulan le acarició la mejilla; el joven cubrió la mano de la mujer con la suya y después, suavemente, la retiró.

—El Kan ha recibido una advertencia —dijo Kulgan—. Así lo llamó el Maestro.

—¿Una advertencia?

—Cuando estábamos cazando en las estribaciones de las montañas —dijo el joven—, padre hirió un jabalí. Cabalgó tras él, y nosotros lo seguimos. Entonces el caballo lo tiró al suelo. Antes de que pudiera levantarse, el jabalí cargó contra él, y luego, repentinamente, se detuvo. —Tragó con dificultad—. Si no hubiera sido así, no habríamos llegado a tiempo para evitar que lo matase. Le alcanzamos otro caballo y cuando nos alejamos el jabalí todavía estaba en el mismo sitio. —Kulgan bebió más vino.—El cielo detuvo al animal —continuó—. Eso fue lo que dijo el Maestro cuando padre le contó lo ocurrido. Dijo que era una advertencia, que para el cielo toda vida es preciosa, que sería tan malo que el Kan le hubiera quitado la vida al jabalí como que el jabalí le hubiera quitado la vida al Kan. Le aconsejó que no cazara más, ahora que ya es más viejo.

—Es lo mismo que decirle que no respire —murmuró Khulan—, o que deje de hacer la guerra.

—Padre dijo que era un buen consejo. Le explicó al Maestro que nosotros cazamos desde que somos niños, y que no nos resulta fácil dejar de lado esos hábitos, pero agregó que trataría de seguir su consejo. —El joven le rozó la mano—. Madre, cuando lo vi allí, indefenso, sentí pánico. Nunca antes había tenido tanto miedo, ni siquiera cuando me hirieron y pensé que moriría. No puedo imaginar el mundo sin él.

—No debes temer por tu padre. A veces creo que, pase lo que pase, finalmente él nos sobrevivirá a todos.

—Debes ir a verlo —dijo Kulgan—. ¿Qué has hecho para ofenderlo? Tú eras su favorita, él te perdonaría si…

—No puedo ir a verlo —dijo—, y tú nunca debes preguntar por qué.

Él terminó su comida y después dijo:

—Quiero que Zulaika se marche de tu tienda antes de que nazca mi hijo.

Khulan no miró a la muchacha, pues sabía que sólo vería desesperación en sus ojos.

—Estará contigo para entonces —diio.

114.

Un mes después de que el cielo hubiera salvado al Kan de la muerte, el monje taoísta y sus discípulos se despidieron. Khulan observó el pabellón del Kan medio oculto detrás de un carro, y vio que Temujin abrazaba al anciano mientras los hombres llevaban caballos para el Maestro y sus discípulos. A-la-chien los guiaría hasta Khitai, y muchos oficiales del Kan cabalgarían con los monjes hasta las estribaciones de las montañas.

Dos días después de la partida del sabio, la gente desarmó los "yurts"; se uncieron bueyes a las plataformas que sostenían las grandes tiendas. Tolui y Ogedei cabalgaron al frente con sus hombres; el Kan, que no había salido de cacería desde su encuentro con el jabalí, se dedicaría a cazar en el camino.

Esa noche, cuando se detuvieron a descansar, Khulan vio que Zulaika estaba muy pálida y la hizo acostarse en su propio carro cubierto. Su sueño fue perturbado por los gemidos ahogados de la muchacha. Por la mañana, Zulaika tenía el rostro empapado de sudor. Khulan alzó la manta que cubría a la joven y vio una mancha roja que se extendía sobre sus pantalones de lana.

Bajó del carro, envió a un guardia en busca del chamán y después ordenó a una de sus criadas:

—Tú te quedarás conmigo. Las demás seguirán la marcha.

Pronunció las palabras con firmeza, ocultando su temor.

Las mujeres acomodaron los carros en un semicírculo y armaron una tienda. Los que pasaban por delante no se detenían, pues veían que junto a la entrada el chamán estaba sacrificando una oveja. Si el espíritu de la joven resultaba demasiado fuerte para el chamán, era mejor estar lejos del mal.

Los guardias, que habían atado sus caballos, estaban sentados alrededor del fuego, más allá de los carros. Las mujeres de Khulan encendieron otra hoguera. Khulan miró hacia la tienda cuando salió el chamán; el hombre cogió una lanza de un carro, la envolvió con un trozo de fieltro y la clavó en el suelo.

Khulan se acercó rápidamente a él. El chamán extendió un brazo.

—No puedes entrar —le dijo—. He hecho todo lo posible. Un espíritu maligno se ha apoderado de la muchacha y ella no hace nada por combatirlo.

Khulan volvió junto al fuego. Pasaron más jinetes, envueltos en nubes de polvo. Todos verían la lanza y comprenderían su significado. Khulan llamó a uno de los guardias y le dijo que fuera a ver a Kulgan.

Al cabo de un rato el chamán volvió a salir de la tienda, llevando un bulto pequeño. Khulan se puso de pie y extendió los brazos.

—Tu nieto, señora —dijo él—. Nació con el cordón alrededor del cuello, lo cual le impedía respirar. Él…

Khulan gritó; las otras mujeres gimieron.

—Debe ser sepultado —continuó el hombre—. No hay esperanza para la muchacha. Sácala de la tienda y abandona este lugar maldito.

—No —dijo Khulan.

—Señora…

—No.

Sepultaron al niño y pasaron la noche al raso, acurrucadas alrededor de las hogueras. Por la mañana, el chamán volvió a entrar en la tienda. Khulan se puso de pie para seguirlo, pero él le bloqueó la entrada.

—Su alma la ha abandonado.

Khulan lanzó un alarido. Extrajo su cuchillo y comenzó a herirse los brazos, hasta que una mujer le arrebató el arma. Cayó a tierra y permaneció allí inmóvil mientras el chamán le vendaba los brazos ensangrentados.

Alguien cabalgaba hacia ellos. Las lágrimas de Khulan desdibujaban las figuras de los jinetes; ya habían desmontado y entregado las riendas a los hombres cuando Khulan reconoció entre ellos a su hijo.

Kulgan se acercó a su madre y ésta, con voz ronca, le dijo:

Other books

The Paladin Caper by Patrick Weekes
Revenge by Sam Crescent
Breathless by Laura Storme
Forbidden by Abbie Williams
The Texas Twist by John Vorhaus
Sicilian Nights Omnibus by Penny Jordan
Edge by Blackthorne, Thomas
Park Lane South, Queens by Mary Anne Kelly
Game Changer by Melissa Cutler