Era delgaducho, mal formado, con la cara larga, manchada por una barbilla clara, con el pelo rojizo, y tenía la palidez anémica de toda la familia. Se le había subido la camisa hasta más arriba de la cintura; la bajó, no por pudor, sino porque tenía frío.
—Ya ha dado la hora —repetía Catalina—. ¡Vamos, arriba, que padre se va a enfadar!
Juan, que se había acurrucado de nuevo, cerró los ojos, diciendo: —¡Vete al demonio! ¡Voy a dormir!
Ella se sonrió bondadosamente. Era el pobrecillo tan pequeño, y tenía los músculos tan débiles, a pesar de sus articulaciones enormes, deformadas por la escrófula, que su hermana lo cogió en brazos sin ningún trabajo. Pero él rabiaba; su cara, que parecía la de un mono con aquellos ojillos verdes y aquellas orejas colosales, palideció de ira al verse tan débil. No dijo nada; pero le dio, un mordisco en el pecho.
—¡Condenado! —murmuró Catalina, conteniendo un grito de dolor, y dejándolo en tierra.
Alicia, que seguía silenciosa, tapada hasta la boca con la colcha, no se había vuelto a dormir. Miraba con ojos inteligentes de enferma a sus hermanos que se estaban vistiendo, y seguía curiosamente todos sus movimientos.
Junto al cuenco que les servía para lavarse surgió otra disputa; los muchachos empujaban a su hermana, porque decían que tardaba mucho en lavarse. Las camisas volaban por el aire, mientras que, —dormitando todavía, se desperezaban con la mayor desvergüenza y con la inconsciente tranquilidad de perrillos criados juntos. Catalina fue la primera que estuvo arreglada. Se calzó sus pantalones de minero, se puso la blusa, y se ató un pañuelo azul al pelo, tasándoselo todo; con aquel traje limpio, como el que se ponía todos los lunes, parecía un muchacho; no le quedaba nada de su sexo más que el movimiento acompasado de las caderas.
—Cuando venga el viejo se va a poner contento al ver la cama deshecha… Mira, le diré que has sido tú —dijo Zacarías.
Hablaba del abuelo, del viejo Buenamuerte, que, como trabajaba de noche, dormía de día, y se acostaba al amanecer. La cama no se enfriaba; siempre había alguien dentro de ella.
Catalina, sin contestar, se había puesto a colocar las sábanas y la colcha en su sitio. Hacía un momento que se oía ruido al otro lado del tabique, en la habitación de los vecinos. Aquellas casas de ladrillos, hechas con gran economía por la sociedad minera, tenían unos tabiques tan endebles, que todo se oía. Vivían apiñados; no había medio de ocultar ni el más, pequeño pormenor de la vida íntima, ni siquiera a los pequeños. Unos pesados pasos habían hecho crujir la escalera; luego se oyó como el ruido de una caída en blando, seguida de un suspiro de satisfacción.
—¡Bueno! —dijo Catalina—, ¡Levaque se ha ido, y Bouteloup se acuesta con su mujer!
Juan se echó a reír, y hasta los ojos de Alicia brillaron maliciosamente.
Todas las mañanas bromeaban acerca de aquella casa de los vecinos, donde vivía de huésped un trabajador nocturno, en casa de otro que trabajaba de día, y la mujer de éste, lo cual daba a la mujer dos maridos, uno de día y otro de noche.
—Filomena tose —añadió Catalina, después de haber arrimado el oído al tabique.
Hablaba de la hija mayor de los Levaque, una muchacha de diecinueve años, amante de Zacarías, de quien tenía ya dos hijos, y tan delicada del pecho, que cernía mineral en la boca de la mina, porque no había podido nunca trabajar abajo.
—¡Ah, sí! Filomena se ríe del mundo. Duerme como un lirón… es una porquería eso de dormir hasta las seis. Se estaba poniendo el pantalón, cuando de repente, y como a impulsos de una idea repentina, abrió la ventana.
Todo el barrio iba despertándose poco a poco, a juzgar por los rayos de luz que se veían ya a través de las persianas.
Zacarías empezó una disputa con su hermana; se asomaba a ver si veía salir de casa de los Pierron, que vivían en frente, al capataz mayor, a quien se acusaba de dormir con la mujer de Pierron, mientras que su hermana le decía que el marido trabajaba de día en las minas desde la víspera, y que, por lo tanto, aquella noche no había podido dormir allí Dansaert. El aire frío penetraba por la ventana abierta, en tanto que los dos se acaloraban, sosteniendo cada cual la exactitud de sus noticias. De pronto se oyó el llanto de Estrella, que estaba en la cuna, y a quien el frío había despertado.
Maheu despertó hecho una furia contra sí mismo. ¿Qué demonio le pasaba para dormirse de aquel modo, como un haragán? Y rabiaba tanto, y juraba con tal fiereza, que los muchachos guardaron silencio. Zacarías y Juan acabaron de lavarse perezosamente; Alicia, con ojos como platos, seguía mirándolos. Los dos pequeños, Leonor y Enrique, uno en brazos de otro, no habían despertado, y seguían respirando tranquilamente, a pesar del ruido.
—¡Catalina, dame la vela! —gritó Maheu.
La joven, que acababa de abrocharse la blusa, llevó la luz al cuarto de su padre, dejando a oscuras a sus hermanos, que siguieron buscando su ropa poco menos que a tientas, sin más claridad que la que llegaba por la puerta abierta. Su padre saltó de la cama. Catalina no se detuvo; bajó sin calzarse y a tientas para encender otra luz y poder calentar el café. Encima de la mesa de la sala estaban los zuecos de toda la familia.
—¡Callarás, condenada! —replicó Maheu, exasperado por el llanto de Estrella, que iba en aumento.
Era de pequeña estatura, como el viejo Buenamuerte, y se parecía a él en lo grande de la cabeza, en lo achatado y pálido de la cara y en lo rojo de los cabellos, que llevaba cortados a punto de tijera. La niña lloraba, cada vez más asustada al ver aquellos brazos agitándose sobre su cabecita.
—Déjala: ya sabes que no quiere callar —dijo la mujer de Maheu, acomodándose en la cama.
También ella acababa de despertarse, y se quejaba de que no la dejaban nunca dormir tranquila. ¿No podían marcharse sin hacer ruido? Acurrucada entre las sábanas, no enseñaba más que una cara larga, de facciones muy marcadas, de una belleza bastante ordinaria, y ajada ya, a los treinta y nueve años, a causa de su vida de miseria y de los siete hijos que había tenido.
Mientras su marido se vestía, ella empezó a hablar lentamente, mirando al techo. La niña seguía llorando; pero ni uno ni otro le hacían caso.
—¡Eh! Ya te lo he dicho; no tengo ni un céntimo, y es lunes hoy; todavía faltan seis días para que cobremos la quincena… No hay manera de hacer que el dinero dure más. Entre todos traéis nueve francos diarios a casa, ¿cómo queréis que me las componga, si somos diez?
—¡Oh! Nueve francos —gruñó Maheu—. Tres yo y Zacarías tres, seis… Catalina y mi padre dos, son cuatro… Cuatro y seis, diez… Y Juan uno, once.
—Sí, once; pero hay domingos, días de descanso… Nunca, nunca se cobran más de nueve.
Él no contestó, y siguió buscando por el suelo su cinturón de cuero. Luego dijo, levantándose:
—No hay que quejarse, pues, después de todo, estoy todavía fuerte. Más de uno, a los cuarenta y dos años, se tiene que retirar.
—Tienes razón, hijo; pero eso no nos da de comer… ¿Qué demonios quieres que haga? Di… ¿no tienes tú nada?
—Yo, veinte céntimos.
—Guárdalos para un vaso de cerveza… ¡Dios mío!… ¿Qué voy a hacer? Seis días no se acaban nunca. Debemos sesenta francos a Maigrat, que me plantó en la calle anteayer. No por eso dejaré de volver hoy otra vez. Pero si se empeña en decir que no…
Y la mujer de Maheu continuó hablando con voz triste, con la cabeza inmóvil, cerrando los ojos poco a poco a la tristona claridad de la vela de sebo. Decía que la despensa estaba vacía; que los chicos le pedían tostadas de manteca; que no había ni siquiera café; que el agua producía cólicos, y que no había más remedio que pasarse los días engañando el hambre con hojas de col cocidas. Poco a poco había tenido que ir levantando la voz, porque los gritos de Estrella la apagaban. Aquel griterío se hacía insoportable. Maheu, fuera de sí, cogió a la pequeña de la cuna, y la tiró encima de la cama de su madre, gritando furioso:
—¡Toma, tómala!… ¡la ahogaría!… ¡Maldita niña! ¡No carece de nada, Porque al menos ella mama, y chilla más que todos los otros reunidos!
Estrella se había puesto a mamar, en efecto. Tapada con la ropa de la cama y calmada por el calor, ya no se oía más que el chupar de sus labios. —¿No te habían dicho las señoras de la Piolaine que fueses a verlas? —replicó el padre, después de un momento de silencio.
La madre torció la boca con aires de duda y desaliento.
—Sí; me encontraron el otro día, y me dijeron que repartían ropa a los niños pobres… En fin, luego iré a su casa con Leonor y Enrique. ¡Si al menos me dieran un par de francos!
De nuevo se hizo el silencio. Maheu estaba listo ya. Se quedó un momento inmóvil, y después dijo con voz sorda:
—¿Qué quieres? Las cosas están así; arréglate como puedas… Con hablar no se adelanta nada; más vale irse a trabajar.
—Así es —contestó su mujer—. Apaga la vela, que no necesito ver el color de mis ideas.
Maheu dio un soplo a la luz: Zacarías y Juan bajaban ya; él les siguió, y la escalerilla de madera empezó a crujir bajo el peso de sus pies. Al salir, la sala y la alcoba se habían quedado de nuevo en tinieblas. Los chiquillos dormían, y hasta los párpados de Alicia se habían vuelto a cerrar. Pero la madre estaba con los ojos abiertos en la oscuridad, mientras que, tirando de su escuálido pezón de mujer hambrienta, Estrella dejaba oír de cuando en cuando un gruñido de placer.
En la sala de abajo, Catalina se había ocupado, ante todo, de reavivar la lumbre en una estufa redonda con el carbón que la Compañía regalaba a sus obreros todos los meses, a razón de un tanto por familia.
Como era malo, se encendía con dificultad, y la joven no lo apagaba; todas las noches cubría la lumbre con ceniza; no tenía más que avivarla por las mañanas, y añadirle unos carboncillos buenos, rebuscados expresamente.
Después colocó en la hornilla una cafetera llena de agua, y se, sentó en el suelo.
Era aquélla una habitación bastante grande, que ocupaba todo el entresuelo, pintada de verde manzana, muy limpia, con sus grandes baldosas muy restregadas. Además del aparador de pino pintado, el mobiliario se componía de una mesa y de sillas de la misma madera. Colgadas en las paredes, se veían algunas estampas pintarrajeadas, retratos del Emperador y la Emperatriz que les había regalado la Compañía, e imágenes de santos; en cuanto a adornos, no se veían más que una caja de cartón de color rosa colocada en una tabla del aparador, y un reloj de los llamados cu-cu, con un péndulo muy recargado, cuyo incesante tic-tac parecía llenar el vacío de la sala.
Junto a la puerta de la escalera había otra que conducía al sótano. A pesar de la extraordinaria limpieza que reinaba allí, un olor de cebolla cocida conservada desde el día anterior emponzoñaba el aire caliente, aquel aire pesado y enrarecido siempre, cargado del olor acre de la hulla.
Catalina, en pie delante del aparador abierto, reflexionaba. No había más que un pedazo de pan, algo de queso fresco y una pizca de manteca, y era necesario hacer tostadas para cuatro personas. Al fin se decidió, cortó las rebanadas lo más gruesas posible, cogió una, que untó de queso, y, untando otra de manteca, las pegó una con otra; aquello era la merienda, la tostada doble que se llevaban todos los días para almorzar en la mina. Pronto estuvieron las cuatro meriendas alineadas encima de la mesa, confeccionadas con severa justicia para todos, desde la más gorda, que era para el padre, hasta la más pequeña, destinada a Juan.
Ya empezaba el agua a hervir en la cafetera, cuando Catalina, que parecía entregada por completo a sus faenas domésticas, debió de pensar en lo que había dicho Zacarías del capataz mayor y la mujer de Pierron, porque abrió la puerta de la calle y dirigió una mirada al exterior. El viento seguía soplando de lo lindo, y se iban viendo luces cada vez más numerosas a lo largo de todas las fachadas de las casas del barrio, anunciando el despertar de sus habitantes. Ya se abrían las puertas, y grandes grupos de obreros se alejaban rápidamente en medio de la oscuridad.
¡Pero qué estupidez estar así pasando frío tontamente cuando Pierron dormía aún aguardando a que fuesen las seis para irse a trabajar! Y, sin embargo, seguía observando la casa que había en frente de la suya; la casa de los jardines. La puerta se abrió de pronto y aumentó la curiosidad de Catalina. No podía ser nadie más que Lidia, la hija de los Pierron, que se iría a las minas también.
De pronto el ruido del agua hirviendo que se salía de la cafetera hizo estremecer a Catalina, de miedo de que se le apagase la lumbre. No había café, y tuvo que contentarse volviendo a pasar por el agua el del día antes. Precisamente en aquel momento bajaban su padre y sus hermanos.
—¡Diablo! —exclamó Zacarías acercándose el tazón a las narices—. Lo que es esto no nos hará daño a buen seguro.
Maheu se encogió de hombros con aire resignado.
—¡Bah! Está caliente —dijo—; y eso es lo principal.
Juan había recogido las migajas hechas por su hermana al cortar las tostadas, y las echaba en su taza. Catalina, después de servirse su parte, acababa de tirar el agua que quedaba en la cafetera. Los cuatro estaban de pie, mal alumbrados por la luz tristona de la vela, y bebiendo de prisa.
—¡Acabáis o no! —dijo el padre—. Cualquiera creería que vivimos de nuestras rentas.
Se oyó una voz que llegaba por la puerta de la escalera que había quedado abierta. Era la de la mujer de Maheu, que gritaba:
—¡Comeos todo el pan, que para los niños tengo guardados unos pocos fideos!
—¡Bueno, bueno! —contestó Catalina.
Había vuelto a cubrir la lumbre, teniendo cuidado de poner entre la ceniza un puchero de sopa, que encontraría caliente el abuelo cuando fuese a acostarse a las seis. Cada cual cogió su par de zuecos, se echó al hombro la cuerda del morralillo, y se colocó su merienda a la espalda, entre la camisa y el chaquetón. Y salieron los hombres delante y detrás de la muchacha, después de apagar la luz y de echar la llave. La casa volvió a quedar a oscuras y en silencio.
—¡Hola! Vamos juntos —dijo un hombre que estaba cerrando la puerta de la casa contigua.
Era Levaque, que salía con su hijo Braulio, un muchacho de doce años, muy amigo de Juan. Catalina, asombrada, contuvo una carcajada, murmurando al oído de Zacarías.
—¿Cómo? ¡Bouteloup no aguarda siquiera a que se vaya el marido!
Las luces empezaban a apagarse en el barrio, y todo quedó en silencio. Las mujeres y los chiquillos continuaban su interrumpido sueño en las camas que se habían quedado más desocupadas. Y desde el tranquilo pueblecillo hasta la Voreux, cada vez más animada, se producía un lento y apiñado desfile de hombres, el desfile de los carboneros que se encaminaban al trabajo, encorvando las espaldas, sin saber dónde abrigarse las manos, cruzando los brazos sobre el pecho, mientras la merienda, puesta en la espalda, les hacía parecer jorobados. Vestidos con ropa ligera, tiritaban de frío, sin apresurarse más por eso, andando diseminados por la carretera.