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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (40 page)

—¡Eso es, vive Dios! ¡Llegó nuestro turno! ¡Mueran los explotadores!

Las mujeres, sobre todo, estaban muy exaltadas; la de Maheu abandonaba su calma habitual, acometida del vértigo del hambre; la de Levaque bramaba de furor; la vieja Quemada, fuera de sí, agitaba sus brazos sarmentosos; Filomena era presa de un golpe de tos, y la Mouquette, entusiasmada, echaba a voz en cuello expresivos piropos al orador, que era para ella un ídolo. Entre los hombres, Maheu, conquistado al cabo, lanzaba alaridos de furor, colocado entre Pierron, que se había echado a temblar, y Levaque, que hablaba sin detenerse; entre tanto, los aficionados a reírse de todo, Zacarías, el hijo de Mouque y sus compañeros, trataban aún de bromear; pero, a su pesar, se sentían poseídos de los sentimientos dominantes en la generalidad, bien que confesando solamente su asombro de que Esteban pudiese hablar tanto sin echar un trago. Pero nadie armaba tanto estrépito como Juan, el cual excitaba a Braulio y a Lidia y agitaba nerviosamente la cesta donde yacía Polonia.

Las aclamaciones no cesaban; Esteban gozó largo rato la embriaguez de su popularidad. Aquél era su poder, que tenía como materializado dentro de aquellos tres mil pechos, cuyos corazones hacía latir a su antojo con una sola palabra. Souvarine, que continuaba a su lado, había aplaudido sus propias ideas a medida que las iba reconociendo, satisfecho de los progresos anárquicos de su amigo, y bastante de acuerdo con su programa, salvo el artículo sobre enseñanza obligatoria, que consideraba un resto de estúpido sentimentalismo, porque la santa y saludable ignorancia era el baño en que debía acabar de purificarse la humanidad. Rasseneur, por su parte, encolerizado y desdeñoso, se encogía de hombros.

—¿Me dejarás al fin hablar? —gritó a Esteban. Éste bajó del árbol.

—Habla; veremos si te escuchan.

Ya Rasseneur, que había ocupado el mismo puesto, reclamaba el silencio con un gesto enérgico. El ruido no cesaba; su nombre corría de boca en boca, desde la de los que, hallándose más próximos, le habían reconocido, hasta las últimas filas de mineros congregados en el bosque; y nadie quería escucharle: era un ídolo caído en desgracia, cuyos antiguos adoradores no querían ni verle. Su elocuencia y su fácil palabra se calificaban ahora de insulsas y propias para acabar de desanimar a los cobardes. En vano habló un momento entre aquella gritería infernal; quiso pronunciar el discurso conciliador que había pensado; hablar de la imposibilidad de alterar la faz del mundo con unas cuantas leyes; de la necesidad absoluta de dejar a la evolución social que realizase lentamente su tarea: burláronse de él, le silbaron, y su derrota pasada aumentó en aquel momento, y se hizo irremediable. Acabaron por tirarle puñados de tierra, y una mujer gritó:

—¡Abajo ese traidor!

El tabernero explicaba que la mina no podía ser del minero, como sucedía en otros oficios y que era mucho mejor ver la manera de tener participación en sus beneficios, y de que el obrero se convirtiese en niño mimado de la casa dentro de las minas.

—¡Abajo ese traidor! —repitieron varias voces, mientras algunos empezaban a tirarle piedras.

Entonces cambió de color, y lágrimas de desesperación acudieron a sus ojos. Aquello era la ruina, el desmoronamiento de veinte años de glorioso compañerismo, que se hundía a impulsos de la ingratitud popular. Bajó del tronco de árbol con el corazón dolorido, y sin ánimo para seguir hablando.

Bueno: —¿Te ríes, eh? —murmuró dirigiéndose a Esteban— triunfador, no deseo sino que llegue a sucederte lo mismo.

Y como para eximirse de todo género de responsabilidades en los desastres que consideraba inminentes, se alejó de allí solo, por el desierto camino que conducía a la Voreux.

Continuaron las aclamaciones y el auditorio quedó sorprendido al ver en pie sobre el tronco del árbol al tío Buenamuerte, que se preparaba a hablar en medio del tumulto. Hasta entonces él y su amigo Mouque habían permanecido absortos, y, como siempre, profundamente pensativos, rememorando cosas antiguas. Sin duda acababa de sentirse acometido de una de esas crisis que alguna que otra vez removían en él de tal modo sus recuerdos que el pasado se desbordaba por su boca durante horas y horas.

En un momento reinó un profundo silencio; todos querían oír a aquel anciano, que, a la pálida luz de la luna, parecía un espectro, y como empezó a decir cosas y contar historias que no tenían relación inmediata con el debate, la curiosidad y el interés crecieron considerablemente. Hablaba de su juventud, contaba la muerte de dos tíos suyos, aplastados por desprendimientos ocurridos en la Voreux, y luego de la enfermedad del pecho que mató a su mujer. Pero todo eso no le había hecho abandonar su idea de que las cosas no iban bien, y tenía la franqueza de decirlo. Empezó a explicar que una vez se reunieron en aquel mismo sitio quinientos obreros, porque el Rey no quería disminuir las horas de trabajo; pero se detuvo, y comenzó a hablar de otra huelga: ¡había visto tantas! Todas se declaraban allí mismo, a la sombra de aquellos árboles: unas veces hacía frío, otras calor. En una ocasión llovió tanto, que fue necesario retirarse sin poder hablar. Y luego llegaban los soldados del Rey, y la cosa acababa a tiro limpio.

—Y, sin embargo, levantábamos la mano así y jurábamos no volver más a la mina… ¡Ah! Yo lo he jurado; sí, lo he jurado muchas veces.

La muchedumbre escuchaba con gran interés, poseída de un marcado malestar, cuando Esteban, que seguía atento los incidentes de aquella escena, subió al tronco de árbol y se colocó junto al anciano. Ansiaba de ver entre los de primera fila a Chaval. La idea de que Catalina debía estar allí, le había hecho estremecerse y sentir la necesidad imperiosa de hacerse aplaudir frenéticamente delante de ella.

—Compañeros, ya lo habéis oído; aquí tenéis a uno de nuestros camaradas más antiguos; mirad lo que ha sufrido y lo que sufrirán nuestros hijos, si no acabamos de una vez con los ladrones y con los verdugos del pueblo.

Fue terrible; jamás había hablado con tal violencia, con tal ensañamiento. Con un brazo sujetaba al viejo Buenamuerte, agitándolo como si fuese una bandera de miseria y de duelo cuya vista sola hiciera clamar venganza. Con frase rápida y enérgica se remontó hasta el primero de los Maheu; hizo la pintura de toda la familia gastada en la mina, explotada por la Compañía, y más muerta de hambre ahora, después de cien años de trabajo, que el primer día; y para formar el contraste, describía las familias de los consejeros de Administración, de los accionistas cubiertos de dinero, como si uno hubiese nacido para mantener a tales haraganes, como se puede mantener a una querida, rompiéndose el alma para que ella no haga nada. ¿No era horrible ver a todo un pueblo que, de generación en generación, perdía la vida y la salud en el fondo de una mina, para sobornar a los ministros, y para que otras familias, de generación en generación, disfrutasen de todas las delicias de la buena vida? Había estudiado las enfermedades del minero y las explicaba una a una con pormenores verdaderamente terribles: la anemia, las escrófulas, la bronquitis crónica, el asma que ahoga, los reumatismos que paralizan.

Aquellas míseras criaturas se veían echadas a las máquinas como si fueran combustible, encerradas como animales en sus establos en los barrios que la Compañía edificaba para ellas, y los propietarios las iban absorbiendo poco a poco, reglamentando la esclavitud, y todo hacía temer que pronto, si no atajaban el mal, se apoderarían de todos los trabajadores de las minas, de millones de brazos, para que hiciesen la fortuna de unos cuantos miles de haraganes despreciables. Pero afortunadamente el minero no era ya aquel ignorante de otras épocas, aquel bruto enterrado en las entrañas de la tierra, sino que todos los mineros formaban un poderoso ejército brotado de las profundidades de la mina, capaz de conquistar sus derechos.

Entonces se vería si, después de cuarenta años de servicios incesantes, se atrevían a ofrecer una pensión de ciento cincuenta francos a un pobre sexagenario, que escupía carbón y tenía las piernas hinchadas a causa de la humedad absorbida en la mina. ¡Sí! El trabajo pediría cuentas al capital, a ese dios impersonal, desconocido del obrero, acurrucado en alguna parte, en el misterio de su tabernáculo, desde el cual chupaba la sangre de los hambrientos que le hacían rico. ¡Se iría a buscarlo donde estuviese, se le vería a la roja llamarada de los incendios, y se ahogaría en sangre a aquel reptil inmundo, a aquel ídolo monstruoso, ahíto de carne humana!

Esteban calló, pero con el brazo extendido hacia el vacío seguía señalando a aquel enemigo invisible. Esta vez las aclamaciones de la muchedumbre fueron tan frenéticas, que los burgueses de Montsou las oyeron y miraron hacia Vandame llenos de inquietud, creyendo en un terremoto o en una tempestad terrible que se acercaba rápidamente. Las aves nocturnas, asustadas, abandonaron el bosque revoloteando, sin saber dónde ponerse.

Esteban quiso concluir en aquel momento.

—Compañeros, ¿cuál es vuestra resolución?… ¿Votáis por la continuación de la huelga?

—¡Sí, sí! —bramaron tres mil voces.

—¿Qué determinaciones tomáis?… Nuestra derrota es segura si hay traidores que vayan mañana a trabajar.

Las voces repitieron con su resoplido de tempestad: —¡Muerte a los traidores!

—Eso es que decidís recordarles su deber y su juramento… Pues oíd lo que podemos hacer: presentarnos en las minas, hacer comparecer a los traidores y demostrar a la Compañía que estamos todos de acuerdo y decididos a morir antes que a entregarnos.

—¡Eso es! ¡A las minas! ¡A las minas!

Desde que comenzara su discurso, Esteban buscaba con la vista a Catalina. Decididamente no estaba allí. Pero veía a Chaval, que hacía alarde de reírse de él, encogiéndose de hombros, devorado por la envidia, dispuesto a vender su alma al demonio por un poco de aquella popularidad

—Y si hay espías entre nosotros, compañeros —continuó Esteban—, ¡que anden con cuidado, porque los conocemos!… Sí, veo por ahí mineros de Vandame que no han dejado de trabajar.

—¿Lo dices por mí? —pregunto Chaval con tono altanero.

—Por ti o por otro… Pero puesto que te das por aludido, te diré que deberías comprender que los que comen, no tienen nada que hacer aquí entre los que se mueren de hambre. Tú estás trabajando en Juan-Bart…

Una voz chillona le interrumpió:

—¿Que trabaja?… Tiene una mujer que trabaja por él. Chaval, furioso exclamó:

—¡Maldita sea…! ¿Está acaso prohibido trabajar?

—Sí, —gritó Esteban—; está prohibido, cuando los compañeros sufren la miseria y el hambre por el bien general: es un egoísta y un canalla el que en tales circunstancias se pone del lado de los propietarios. Si la huelga hubiera sido general, hace mucho tiempo que seríamos los amos… ¿Acaso en Vandame ha debido bajar ni un solo hombre a las minas cuando los de Montsou están parados? El golpe de gracia sería que el trabajo se interrumpiera en toda la comarca, lo mismo en las minas del señor Deneulin que aquí… ¿Lo oyes? En Juan-Bart no hay más que traidores… Todos lo s de allí sois unos traidores.

Alrededor de Chaval la multitud empezaba a adoptar actitudes amenazadoras; algunos puños se levantaban, y varias voces se oían gritando: "¡Muera! ¡Muera!" Chaval, lleno de terror, estaba desnudado. Pero, en su afán de vencer a Esteban, se le ocurrió una idea, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Oídme! ¡Id mañana a Juan-Bart, y veréis si trabajo!… Somos de los vuestros, y he venido aquí para decíroslo. Es menester apagar las máquinas, que los maquinistas se declaren en huelga. Si las bombas se detienen, ¡mejor! ¡El agua inundará las minas, y todo se irá al demonio!

A su vez recibió frenéticos aplausos, comparables con los que había oído Esteban. Unos oradores se fueron sucediendo a otros sobre el tronco de árbol, gesticulando en medio del tumulto, y formulando proposiciones salvajes. Era la locura de la fe, la impaciencia de una secta religiosa, que, cansada de esperar el prometido milagro se decidiera a provocarlo. Todas aquellas cabezas, calenturientas por efecto del hambre, lo veían todo de color rojo, y soñaban sangre y exterminio en medio de una gloria de apoteosis, de donde salía la felicidad universal. Y la luna tranquila bañaba de luz aquella horda de salvajes, y el espeso y silencioso bosque parecía repetir aquellos gritos de venganza.

Hubo grandes empujones; la mujer de Maheu se halló sin saber cómo al lado de su marido, y uno y otro, olvidando su buen sentido de siempre, trabajados por las terribles privaciones que venían sufriendo hacía meses, aprobaban con entusiasmo las palabras de Levaque, que a voz en grito pedía la cabeza de los ingenieros. Pierron había desaparecido Buenamuerte y Mouque hablaban a la vez diciendo con ademán violento cosas que nadie oía. En broma, Zacarías pidió la demolición de las iglesias, mientras el hijo de Mouque, que llevaba todavía en la mano el palo de jugar a la toña, golpeaba el suelo con él para armar más ruido. Las mujeres estaban furiosas, especialmente la de Levaque, que con los brazos en jarras reñía con su hija Filomena, a quien acusaba de estarse riendo de aquellas cosas tan serias; la Mouquette hablaba de correr a los gendarmes a puntapiés en la parte posterior, mientras la Quemada, que había dado una paliza a Lidia porque la encontró sin su cesta, seguía dando puñetazos al aire, dirigidos, según decía, contra todos los propietarios, a quienes le gustaría tener entre sus uñas. Por un momento, Juan se había quedado turbado, pues Braulio acababa de saber que un aprendiz había dicho a la señora Rasseneur que ellos eran los que robaron la coneja Polonia; pero cuando se tranquilizó pensando que soltaría la coneja a la puerta de la taberna, empezó a gritar más que antes, y abrió la navaja nueva que tenía, haciendo brillar la hoja a la luz de la luna. La salvaje gritería continuaba incesantemente, mientras Souvarine, impasible, sonreía con calma en medio de aquel tumulto.

—¡Compañeros! ¡Compañeros! —repetía Esteban, ronco ya de gritar tanto, a fin de conseguir un poco de silencio para que pudieran entenderse.

Por fin le escucharon.

—¡Compañeros!, mañana por la mañana, a Juan-Bart, ¿está convenido?

—¡Sí, sí, a Juan-Bart! ¡Mueran los traidores!

El huracán de aquellas tres mil voces rebasaba el bosque y llegaba hasta el pueblo de Montsou, llenando de espanto a sus pacíficos habitantes.

V PARTE
I

A las cuatro se puso la luna, y quedó la madrugada muy oscura. Todos dormían aún en casa de los señores Deneulin; el antiguo caserón de ladrillos permanecía silencioso y sombrío, las puertas y ventanas estaban cerradas, y desierto el mal cuidado jardinillo que separaba la casa de la plataforma de Juan-Bart. Por el otro lado pasaba el camino de Vandame, un pueblecillo oculto detrás del bosque, a unos tres kilómetros de distancia.

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