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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (36 page)

El señor Hennebeau cerró la puerta con estrépito. Esteban, Maheu y los demás se marcharon, haciendo sonar los tacones de su calzado burdo en las losas de la calle, con la rabia silenciosa de los vencidos a quienes se pone en el último trance.

A las dos de la tarde, las mujeres del barrio hicieron otra nueva tentativa acerca de Maigrat. Era la única esperanza, el único recurso: conmover a aquel hombre y arrancarle la esperanza de que les daría que comer, fiándoles una semana más. La idea fue de la mujer de Maheu, que a menudo confiaba demasiado en el buen corazón de las gentes. Consiguió que la Quemada y la mujer de Levaque la acompañaran. La mujer de Pierron, en cambio, se excusó diciendo que no se atrevía a dejar solo a su marido, cuya enfermedad no acababa de curarse. Otras mujeres se agregaron a nuestras tres conocidas, y formaron un grupo de dieciocho o veinte.

Cuando los burgueses de Montsou las vieron llegar ocupando todo a lo ancho de la carretera, sombrías y amenazadoras, menearon la cabeza con expresión de temor. Todos cerraban las puertas, y una señora escondió los cubiertos y las alhajas que tenía en la casa. Era la primera vez que se las veía en esa actitud, y ya se sabe que cuando en asuntos de semejante naturaleza toman parte las mujeres, la cosa va por mal camino. En casa de Maigrat hubo una escena muy violenta. Primero las hizo entrar en son de burla, fingiendo creer que iban a pagarle lo que le debían, añadiendo que habían tenido muy buena idea en ponerse de acuerdo para llevarle todas a la vez el dinero, ya que le iba haciendo falta. Luego, cuando la mujer de Maheu tomó la palabra, hizo como que se sulfuraba. ¿Estaban burlándose de él? ¿Querer que les fiase más? ¿Había de arruinarse por ellas? ¡No, no más; ni una patata, ni una migaja de pan! Y les decía que fuesen a entenderse con el tendero Verdonck, y con los panaderos Carouble y Smelten, puesto que ahora se proveían en sus casas. Las mujeres le escuchaban con aire de temerosa humildad, excusándose por molestarle otra vez, y tratando de adivinar en su semblante si le iban conmoviendo. Entonces él empezó a echarlo a broma, y puso la tienda a disposición de la Quemada, si consentía en ser su amante. Tan acobardadas estaban, que todas reían oyendo aquellas chanzas groseras; y la mujer de Levaque llegó a decir que ella estaba dispuesta a aceptar la proposición hecha a su vecina. Pero Maigrat se cansó, y las echó a la calle, y viendo que insistían suplicándole, maltrató a una. Las otras, ya fuera de la tienda, le insultaban, mientras la mujer de Maheu, con los brazos extendidos en un acceso de vengativa indignación, pedía que lo matasen, jurando que un hombre semejante no debía vivir.

La vuelta al barrio fue verdaderamente lúgubre. Los hombres miraban a las mujeres que volvían con las manos vacías. Cuestión resuelta: tendrían que acostarse sin tomar ni un bocado de pan; y el porvenir para los días subsiguientes les parecía más negro aun, porque en él no brillaba ni el más ligero rayo de esperanza. Como todos lo habían querido, nadie hablaba de rendirse. Aquel exceso de miseria les hacía obstinarse más y más, silenciosos como fieras perseguidas, resueltas a morir en sus madrigueras antes que entregarse. ¿Quién se habría atrevido a ser el primero en hablar de sumisión? Juraron resistir con todos sus compañeros, y resistirían, del mismo modo que en el fondo de la mina se ayudaban cuando había un hundimiento y alguno estaba en peligro. Era natural porque tenían una buena escuela para aprender a resignarse; bien podía uno no comer en ocho días, cuando desde la edad de doce años se sufría lo que ellos sufrían en su trabajo ordinario; y su fraternal desinterés se duplicaba así, por virtud de ese espíritu de cuerpo, de ese orgullo propio del hombre que se envanece de su oficio, y que, acostumbrado a luchar todos los días con la muerte, sabe imponerse sacrificios.

En casa de los Maheu la velada fue espantosa. Todos callaban, sentados delante de la estufa donde ardía la última paletada de carbón. Después de haber desocupado los colchones, puñado a puñado, habían resuelto, dos días antes, vender por tres francos el reloj de la sala; y la habitación parecía muerta desde que no la animaba el continuo tic-tac de la péndola. En la casa no quedaba más que aquella cajita de cartón color rosa antiguo regalo de Maheu a su mujer, y que ésta tenía en más estima que una joya. Las dos únicas sillas buenas habían desaparecido también, y el viejo Buenamuerte y los chiquillos tenían que apretarse bien para caber sentados en un banquillo traído del jardín. El triste crepúsculo que iba llegando, parecía aumentar el frío.

—¿Qué vamos a hacer? —repetía la mujer de Maheu, acurrucada en un rincón junto a la lumbre.

Esteban, de pie, contemplaba los retratos del Emperador y de la Emperatriz pegados a la pared. Hacía mucho tiempo que los hubiese arrancado de allí, a no ser por la familia, que se lo prohibía porque adornaba la habitación. Pero en aquel momento murmuró apretando los dientes:

—¡Y pensar que no podremos obtener ni un cuarto de esos canallas que nos ven morir de hambre!

—Si me dieran algo por la caja esa… —replicó la mujer muy pálida, y después de titubear un rato.

Pero Maheu, que estaba sentado en el filo de la mesa, con las piernas colgando y la cabeza inclinada sobre el pecho, se incorporó bruscamente, y dijo:

—¡No, no quiero!

Su mujer se había levantado con trabajo, y daba vuelta a la habitación. ¿Era posible verse reducidos a semejante miseria? En el aparador no había ni un mendrugo de pan, ni nada que vender en la casa, ¡Ni ninguna idea para obtener dinero! ¡Pronto se quedarían hasta sin lumbre! Se enfadó con Alicia, a quien enviara aquella mañana a los alrededores de la mina, con objeto de llevarse algún carbón de desecho, y la cual había vuelto con las manos vacías, diciendo que los vigilantes no lo permitían.

—¿Y ese granuja de Juan —exclamó la madre—, dónde andará?… Debía haber traído hierba, y al menos pastaríamos como los animales. ¡Ya veréis cómo no viene! Anoche tampoco estuvo aquí a dormir. Yo no sé qué demonios hace; pero el muy bribón parece que no tiene hambre.

—Acaso —dijo Esteban— pedirá limosna por ahí.

La buena mujer cerró los puños y agitó Curiosamente los brazos. —Si eso fuera verdad… ¡Mis hijos mendigar! Preferiría matarlos y matarme yo enseguida.

Maheu se había vuelto a sentar encima de la mesa, Leonor y Enrique, extrañando que no se comiese, empezaban a llorar, mientras que el abuelo Buenamuerte, silencioso y cabizbajo, se pasaba filosóficamente la lengua por el cielo de la boca para engañar el hambre. Nadie volvió a decir palabra; todos observaban aquella agravación de sus males: el abuelo tosiendo y escupiendo, y con su reumatismo que iba convirtiéndose en una hidropesía; el padre, asmático y con las rodillas hinchadas, a causa de la humedad; la mujer y los chicos, maltratados por las escrófulas y la anemia hereditarias.

Todo aquello era evidentemente consecuencia del oficio; no se quejaban sino cuando faltaba que comer y la gente se moría de hambre; y ya en el barrio iban cayendo como moscas.

Aquella situación era imposible, y se necesitaba hacer algo. ¿Qué harían, Dios santo?

Entonces, en medio de la semioscuridad del crepúsculo, cuya tristeza hacía más lóbrega la sala, Esteban, que se encontraba dubitativo, adoptó una postura resuelta.

—Esperadme —dijo—. Voy a ver si en una parte…

Y salió. Se había acordado de la Mouquette, la cual tendría pan, y se lo daría. Le contrariaba verse obligado a ir de nuevo a Réquillart, porque ella volvería a besarle las manos con su aire de esclava enamorada; pero era imposible dejar a sus amigos en aquel apuro, y si las circunstancias lo exigían, estaba resuelto a ser de nuevo complaciente con ella.

—También yo voy a ver si puedo… —dijo a su vez la mujer de Maheu—. Así no podremos estar.

Volvió a abrir la puerta, porque el joven acababa de salir, y la cerró dando un portazo, dejando a los demás inmóviles y mudos, a la débil luz de un cabo de vela que Alicia acababa de encender. Al salir, se detuvo un instante; luego entró decidida en casa de los Levaque.

—Oye: el otro día te presté un pan. ¿Puedes devolvérmelo?

Pero se detuvo, porque lo que veía no era nada tranquilizador, y en la casa se notaba más miseria aún que en la suya propia. La mujer de Levaque, con los ojos entornados, contemplaba la lumbre casi apagada, mientras su marido, casi borracho, dormía con la cabeza apoyada en la mesa. Bouteloup retrepado en una silla contra la pared, no abandonaba su aire de buen muchacho, y aunque parecía sorprendido por no tener que comer, no se mostraba enfadado de que los demás se hubieran comido todos sus ahorros.

—¡Un pan! ¡Ay, querida! —respondió la mujer de Levaque—. ¡Y yo que iba a pedirte que me prestaras otro!

En aquel momento su marido, medio dormido, empezó a quejarse; ella, golpeándole Curiosamente la cara contra la mesa, gritó:

—¡Calla, granuja! ¡Así revientes! ¿No era mejor que, en vez de hacer que te convidasen a beber, hubieras pedido unos cuartos a cualquier amigo para traer pan a tu casa?

Y la infeliz continuó lamentándose y maldiciendo su estrella, con las frases soeces que acostumbraba a usar. La casa estaba muy sucia, y de todos los rincones exhalaba un olor insoportable, porque decía la de Levaque que le importaba poco que todo se lo llevase el demonio. Su hijo, el granujilla de Braulio, había desaparecido también desde por la mañana, muy temprano, y ella, como loca, gritaba que tanto mejor si no volvía, porque de aquel modo se ahorraba tener que darle de comer. Luego dijo que se iba a acostar, porque al menos en la cama no tendría frío, y dio un codazo a Bouteloup, diciendo:

—¡Ea, vamos! ¡Arriba!… Ya no hay lumbre, y no hay para qué encender una vela, si no hemos de ver más que los platos vacíos… ¿Vienes, Luis? Te digo que me voy a la cama; allí tendremos menos frío. Este maldito borracho, que se hiele ahí si quiere.

Cuando la mujer de Maheu se vio en la calle, cruzó resueltamente los jardinillos para dirigirse a casa de los Pierron. Oyó reír; llamó, y hubo un momento de silencio. Tardaron lo menos dos minutos en abrir la puerta.

—¡Hola! ¿Eres tú? —dijo la mujer de Pierron, afectando sorpresa—. Creí que era el médico.

Y sin aguardar a que le respondiera, continuó hablando y señalando a Pierron, que estaba sentado junto a la lumbre.

—Nada, no quiere ser bueno —dijo—. La cara no es mala; pero por dentro anda la procesión, y como necesita calor a todo trance, quemamos todo lo que encontramos a mano.

Pierron, en efecto, tenía muy buen aspecto; estaba gordo y colorado, aunque se quejaba continuamente, para fingirse enfermo. Además, la mujer de Maheu, al entrar, había notado un marcado olor a guisado de conejo, y estaba segura de que habían escondido la fuente, sobre todo cuando, además de las migas de pan que había en la mesa, vio una botella de vino que habían dejado sin duda olvidada encima del aparador.

—Mamá ha ido a Montsou —añadió la mujer de Pierron—, a ver si le dan un pan. Estamos impacientísimos esperándola.

Pero se quedó confundida porque, siguiendo las miradas de la vecina, también las suyas tropezaron con la botella de vino. Pronto se repuso, y contó una historia para justificar el tenerla, diciendo que los señores de la Piolaine se la habían dado para el enfermo.

—Ya sé que son muy caritativos —dijo la mujer de Maheu—: los conozco.

Su corazón se quejaba de que cuanto menos necesitados, más favorecidos somos por la suerte en este mundo. ¿Por qué no habría visto a los señores de la Píolaine en el barrio? Tal vez hubiera podido sacarles algo con qué comer un par de días.

—Pues venía —dijo al fin— para ver si estabais menos apurados que nosotros… y si podías darme un poco de pan, con la condición de devolvértelo, por supuesto.

La mujer de Pierron contesto exaltándose:

—Nada, hija mía. Ni una migaja de pan… Si mamá no vuelve pronto, es porque no ha logrado lo que iba buscando, y nos tendremos que acostar sin cenar. No tenemos ni un mendrugo.

En aquel momento se oían sollozos que salían del sótano, y la mujer de Pierron se incomodó y empezó a pegar puñetazos en la puerta. Era la bribona de Lidia, a quien tenía encerrada, según dijo, para castigarla porque se iba a la calle y no volvía en todo el día. No había manera de domarla.

La mujer de Maheu, sin embargo, seguía allí, de pie, inmóvil y sin decidirse a marchar. El colorcito que se notaba en la sala baja la consolaba y la idea de que allí se comía aumentaba su dolor de estómago, producido por el hambre. Era evidente que habían encerrado a la niña, y hecho salir a la vieja, para comerse tranquilamente su plato de conejo. ¡Ah! —Menudas cosas ocurren, cuanto peor conducta tiene una mujer, mejor van sus negocios.

—¡Adiós, buenas noches! —dijo de pronto.

Y salió a la calle; pero, en vez de irse a su casa, la mujer de Maheu dio una vuelta por los jardines, porque no se atrevía a entrar. Mas ¿a dónde ir? ¿A qué llamar a ninguna puerta, si todos estaban, como ellos, muertos de hambre?

Al pasar por delante de la iglesia, vio una sombra que caminaba rápidamente por la acera. Una esperanza vaga le hizo apresurar el paso, porque había conocido al cura de Montsou, el padre Joire, que los domingos decía misa en la capilla del barrio de los obreros: sin duda saldría de la sacristía, e indudablemente había ido a sus negocios por la noche, para que no le vieran los mineros.

—Señor cura, señor cura —tartamudeó la mujer de Maheu cuando estuvo cerca de él. Pero el cura no se detuvo.

—Buenas noches, hija mía, buenas noches —contestó, acelerando más el paso.

La mujer de Maheu se vio, sin saber cómo, a la puerta de su casa otra vez, y como las piernas se negaban a sostenerla, volvió a entrar en ella.

Nadie se había movido. Maheu continuaba sentado en el pico de la mesa, cada vez más abatido. El viejo Buenamuerte y los chiquillos se apretaban unos contra otros en el banco, para tener menos frío. La vela había estado ardiendo, y quedaba ya tan poco de ella, que muy pronto estarían a oscuras. Al oír abrir la puerta los chicos volvieron la cabeza; pero viendo que su madre no llevaba nada en las manos, se pusieron a mirar el suelo, conteniendo el deseo de llorar, por miedo que les regañasen. La mujer de Maheu se había sentado en una silla, junto a la lumbre que se apagaba. Nadie le preguntó; el silencio continuaba. Todos habían comprendido, y consideraban inútil cansarse en hablar; ya no tenían más que una esperanza, esperanza vaga: la vuelta de Esteban, que quizás sería más afortunado que su amiga.

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