Read Germinal Online

Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (33 page)

IV

La reunión se organizó en el salón de la Alegría, de que era empresaria la viuda Désir, y se convino en celebrarla el jueves, a las dos de la tarde. La viuda, indignada ante las infamias que se hacían con sus hilos, como ella llamaba a los obreros, lo estaba mucho más desde que veía que nadie visitaba su taberna. Jamás se habían visto huelguistas con menos sed: hasta los borrachos se encerraban en sus casas por miedo de faltar a la consigna de ser prudentes hasta la exageración. Así es que Montsou, tan alegre los días de fiesta, estaba triste y desierto desde que comenzara la huelga. Al pasar por la taberna de Casimiro y por el cafetín del Progreso, no se veían más que las pálidas caras de los dueños, interrogando el camino: los establecimientos de Montsou, desde el café Lenfant hasta el de Tison, sin exceptuar el de Piquette y el de la cabeza cortada, estaban lo mismo. Solamente en la taberna de San Eloy, frecuentada por capataces, se vendía algo: las cupletistas del Volcán, faltas de admiradores, no trabajaban porque no iba nadie a oírlas, a pesar de haber bajado el precio de la entrada de diez céntimos a cinco, en vista de lo mal que andaban los tiempos. El país entero parecía hallarse de duelo.

—¡Caramba! —exclamaba la viuda Désir, golpeándose con las manos ambas rodillas—. ¡La culpa la tienen los gendarmes! ¡Qué me lleven presa si quieren; pero necesito hacerles rabiar para vengarme!

Para ella, todas las autoridades, todos los superiores eran gendarmes; era una palabra de desprecio general, con la cual designaba a todos los enemigos del pueblo. Por lo tanto, aceptó gustosa lo que Esteban le proponía: su casa entera le pertenecía a los mineros: cedería gratuitamente el salón de baile, y puesto que la ley lo exigía, ella misma firmaría las invitaciones, aparte de que le tenía sin cuidado contrariar la ley, ya que los gendarmes, que la hacían respetar eran los causantes de todo. Al día siguiente, el joven la llevó para que las firmase unas cincuenta cartas que había hecho copiar a los vecinos que sabían escribir; y aquellas cartas fueron enviadas a los demás mineros, por conducto de hombres de entera confianza. Oficialmente, el objeto de la reunión era seguir discutiendo acerca de la huelga; pero, en realidad, se esperaba a Pluchart, contando con que pronunciaría un discurso para convencer a todos de que se alistaran en la Internacional.

El jueves por la mañana Esteban experimentó cierta inquietud, viendo que no llegaba Pluchart, el cual había prometido por telégrafo que estaría en el pueblo el miércoles por la noche. ¿Qué sucedería? Le desesperaba pensar que no podría hablar con él antes de la reunión. A las nueve se encaminó a Montsou, suponiendo que acaso el famoso maquinista habría llegado allí sin detenerse en la Voreux.

—No, no he visto a su amigo —respondió la viuda Désir—; pero todo está dispuesto; venga a verlo.

Le condujo al salón de baile. El decorado era el mismo que de costumbre: dos guirnaldas de flores contrahechas colgadas del techo, y enlazadas por una corona de flores también, y las estatuas representando santos adornaban las paredes. El tabladillo de los músicos había sido reemplazado por una mesa y tres sillas, y la sala estaba llena de filas de bancos colocados como las butacas de un teatro.

—¡Perfectamente! —exclamó Esteban.

—Ya sabe usted —replicó la viuda— que está en su casa. Hablen todo lo que quieran… Como vengan los gendarmes, para entrar tendrán que pasar por encima de mí.

El joven a pesar de su inquietud no pudo menos de sonreír al mirarla y ver a aquella mujer, en la que nunca se había fijado, tan robusta, y con un par de pechos tan monstruosos, que los brazos de un hombre apenas habrían podido abarcar uno de ellos; por lo cual se decía en el pueblo que de los seis amantes de la semana, entraban de servicio cada día dos, para repartiese el trabajo.

Pero Esteban se distrajo pronto viendo entrar a Rasseneur y a Souvarine, y cuando la viuda les dejó solos a los tres en la sala, el minero exclamó: —¡Hola! ¿Estáis ya aquí?

Souvarine, que había trabajado aquella noche en la Voreux, porque los maquinistas no estaban en huelga, acudía a la reunión por pura curiosidad.

En cuanto a Rasseneur, desde dos días antes parecía hallarse preocupado y sin ganas de broma. Su fisonomía había perdido la sonrisa que le era habitual.

—Todavía no ha venido Pluchart —le dijo el joven.

—No me extraña, porque no le espero.

—¿Cómo?

Entonces el tabernero se decidió, y mirando al otro cara a cara, le dijo con ademán resuelto:

—Pues si quieres saberlo, te diré que es porque yo también le he escrito rogándole que no viniese… Sí; opino que debemos arreglar nuestros asuntos sin acudir a personas extrañas.

Esteban, fuera de sí, temblando de cólera, mirando fijamente a su camarada, repetía tartamudeando:

—¡Has hecho eso! ¡Has hecho eso!

—Sí, y he hecho perfectamente. Bien sabes que tengo confianza plena en Pluchart, porque es un hombre de empuje, al lado del cual se puede estar… Pero, la verdad, ¡me río de vuestras ideas! ¡Lo que yo deseo es que traten mejor al obrero! La política, el gobierno, y todas esas cosas, me tienen sin cuidado. He trabajado en las minas durante veinte años, y he sufrido tanto allí de miseria y de fatiga, que he jurado hacer todo lo que pueda para aliviar la suerte de esos infelices que trabajan en ellas; y ahora estoy convencido de que con esas historias y esas tonterías que hacéis, no sólo no conseguiréis nada en favor del obrero, sino que empeoraréis, la situación… Cuando la necesidad le obligue a volver al trabajo, le tratarán todavía peor que antes, para vengarse de la huelga; la Compañía se ensañará contra él, y le castigará como se castiga a un perro que se ha escapado y que luego vuelve a la casa… Eso es lo que quiero evitar. ¿Lo oyes?

Y levantaba la voz, y se acercaba a su interlocutor con aire insolente y provocativo. Su carácter de hombre prudente y razonable en el fondo, se traducía en palabras que acudían fáciles a sus labios, y casi con elocuencia. ¿Acaso no era una estupidez querer cambiar el mundo en un momento, poner al obrero en el lugar del capitalista, y repartir el dinero como quien reparte una manzana? Se necesitarían miles de años para realizar todo eso, si alguna vez había de verse realizado. ¡Se reía él de esos milagros! El partido más prudente que podía tomarse, cuando no quería uno romperse la crisma, era el de caminar con rectitud, exigir las reformas posibles, y, en una palabra, mejorar la condición de los trabajadores. Así, que él se contentaba con arrancar a la Compañía algunas concesiones, porque si se obstinaban en exigírselo todo de una vez, se morirían de hambre.

Esteban le había dejado hablar; pues era tal su indignación, que no encontraba frases con que contestarle. Cuando pudo hablar, exclamó:

—¡Maldita sea!… ¿Es que tú no tienes sangre en las venas?

Hubo un momento en que estuvo a punto de abofetearle; y para no ceder a la tentación, comenzó a dar paseos por la sala, golpeando los bancos para desahogarse.

—Pero, hombre, cerrad la puerta siquiera —dijo Souvarine,— no hace falta que los demás oigan lo que decís.

Y después de cerrarla por sí mismo, se sentó tranquilamente en una de las sillas de la presidencia. Había liado un cigarrillo, y miraba a sus dos amigos con ademán tranquilo y una sonrisa burlona.

—Aunque te enfades, no adelantarás nada —replicó Rasseneur juiciosamente—. Yo creía que tenías mejor sentido, y me pareció muy prudente que recomendases la calma a nuestros amigos, y que interpusieras tu influencia para que guardasen una actitud digna; pero ahora resulta que tú mismo quieres lanzarles a una aventura descabellada.

A cada paseo que daba Esteban por entre los bancos, se acercaba a Rasseneur, lo cogía por los hombros, lo zarandeaba, y le gritaba con la cara casi pegada a la suya:

—¿Quién te ha dicho que no quiero orden y calma, ahora lo mismo que antes? Sí, yo les he impuesto la disciplina; sí, yo sigo aconsejándoles que no se muevan; pero por eso, ¿he de permitir que se burlen de nosotros y nos atropellen?… Feliz tú, que puedes tener tanta sangre fría… Yo tengo ratos en que me vuelvo loco.

Aquello era, por su parte, una confesión. Se reía de sus antiguas ilusiones de neófito, de su sueño casi religioso de una ciudad donde pronto iba a reinar la más estricta justicia, entre hombres que se tratarían como verdaderos hermanos. Aquello de cruzarse de brazos y esperar, era un medio como otro cualquiera de contribuir a que los hombres siguieran devorándose como lobos hasta el fin de los siglos. ¡No!, era necesario agitarse, tomar parte activa, porque, de lo contrario, la injusticia actual seguiría eternamente: los ricos vivirían siempre a costa de los pobres. No se perdonaba la tontería de haber dicho otras veces que era necesario desterrar la política de la cuestión social, porque, cuando lo decía, no sabía una palabra de lo que luego había estudiado. Ahora sus ideas se hallaban maduras, y se vanagloriaba de tener un sistema. Sin embargo, lo explicaba mal, con frases en cuya confusión había algo de todas las teorías que, consideradas primero como buenas, habían ido siendo abandonadas sucesivamente. En la cúspide de todo aquello quedaba en pie la doctrina de Carlos Marx, de que el capital era el resultado de la expoliación, y que el trabajo tenía el derecho de entrar a poseer aquella riqueza robada.

Pero las cosas se embrollaban cuando de aquellas teorías pasaba a un programa práctico. Primeramente se había enamorado del sistema Proudhon, la quimera del crédito mutuo, de una vastísima sociedad de cambio, que suprimiera los intermediarios; luego había sido partidario de las sociedades cooperativas de Lasalle, subvencionadas por el Estado, que transformarían poco a poco el mundo en una sola ciudad industrial, hasta el día en que se sintió desilusionado ante la dificultad de la intervención, y empezó a ser partidario de un colectivismo en el que todos los instrumentos de trabajo quedasen en manos de la colectividad. Su grito de combate durante la huelga, su lema, era: "La mina, para el minero". Indudablemente esto era muy vago, y Esteban continuaba sin saber cómo realizar aquel sueño, atormentado aún por los escrúpulos de su sensibilidad y de su razón, que no le permitían sostener las afirmaciones absolutas de los sectarios. Lo único que decía, era que consideraba ante todo necesario apoderarse del todo Después, ya sabrían lo que debía hacerse.

—Pero, ¿qué demonio te sucede? ¿Por qué te pasas a los burgueses? —continuó diciendo con violencia, encarándose con el tabernero— ¿No decías tú mismo que esto tenía que reventar?

Rasseneur se puso un poco colorado.

—Sí, lo he dicho. Y si revienta, verás que no soy un cobarde, ni me he de quedar atrás… Pero lo que yo no quiero es ser de esos que se sacrifican a los demás por crearse una posición.

Esteban, a su vez, pareció un poco turbado.

Ninguno de los dos gritó más; pero ambos se sintieron mordidos por la envidia y por la sorda rivalidad que entre ellos reinaba hacía tiempo. En el fondo, ésa era la causa de sus desavenencias, la razón de que uno se lanzase a las exageraciones revolucionarias, mientras el otro se las echaba de excesivamente comedido, obligados ambos a ello, a su pesar, por el fatalismo de las circunstancias. Y Souvarine, que los escuchaba con discreta curiosidad, dejó ver en su afeminado semblante cierta expresión de silencioso desprecio, ese desprecio del hombre dispuesto a sacrificar su vida en la oscuridad, sin tener siquiera la aureola del martirio.

—¿Eso lo dices por mí? —preguntó Esteban—. ¿Tienes envidia?

—¿Envidia de qué? —respondió Rasseneur—. Yo no me las doy de gran hombre, ni trato de fundar una sección de la Internacional en Montsou para hacerme secretario de ella.

El otro quiso interrumpirle; pero el tabernero añadió, sin detenerse: —¡Sé franco alguna vez! A ti te tiene sin cuidado la Internacional; lo que tú quieres es ser nuestro jefe, y dártelas de señor, estableciendo correspondencia con el famoso Consejo federal del Norte.

Hubo un momento de silencio, después de lo cual Esteban, muy pálido, contestó:

—¡Está bien!… ¡Y yo, que creía no tener nada que reprocharme! Todo lo he consultado siempre contigo, porque sabía que has luchado aquí mucho tiempo antes que yo. Pero ya que no puedes soportar que nadie esté a tu lado, en lo sucesivo obraré por mí mismo y sin tu ayuda… Por de pronto, te advierto que la reunión se hará aunque Pluchart no venga, y que los amigos se adherirán a la Internacional, a pesar tuyo.

—¡Oh! Eso de adherirse está todavía por ver… Será preciso convencerles de pagar la cuota.

—De ningún modo. La Internacional concede largos plazos a los obreros en huelga. Pagaremos cuando podamos, y en cambio ella nos socorrerá.

Rasseneur no pudo contenerse al oír aquello.

—¡Pues bien; lo veremos!… Vendré a la reunión, y hablaré. No te dejaré catequizar a los amigos, y les explicaré cuales son sus verdaderos intereses. Veremos a quien siguen: si a mí, a quien conocen hace treinta años, o a ti, que has venido a revolucionar todo esto en unos cuantos meses… Bueno, bueno: guerra sin cuartel… Veremos quien vence a quien.

Y salió del salón cerrando la puerta con estrépito. Las guirnaldas de flores contrahechas se balancearon, y los cuadros con estampas de santos golpearon las paredes. Luego el salón volvió a quedar silencioso y tranquilo.

Souvarine seguía fumando, sin alterarse, al otro lado de la mesa. Esteban, después de dar unos cuantos paseos por entre los bancos, empezó a hablar, como si su amigo no estuviera allí. ¿Era suya la culpa si se separaba de aquel hipócrita para aliarse a él? Y negaba que hubiera buscado la popularidad, diciendo que no sabía ni cómo había sido aquello; la buena amistad de los del barrio, la confianza que inspiraba a los amigos, eran indudablemente las causas de la influencia que ejercía sobre ellos. Le indignaba que le acusaran de arrastrar a todos a un precipicio por ambición personal, y se golpeaba fuertemente el pecho para protestar de su fraternidad y de su desinterés.

De pronto se detuvo delante de Souvarine, y exclamó: —Mira, si supiese que por mí iba a correr una gota de sangre de un compañero nuestro, ahora mismo emigraba a América.

El ruso se encogió de hombros, y de nuevo una sonrisa singular contrajo sus labios.

—¡Oh! ¡La sangre!… ¿Qué importa que corra? ¡Buena falta le hace a la tierra!

Esteban se calmó; y, cogiendo una silla, fue a sentarse enfrente de él al otro lado de la mesa. Aquella cara afeminada, cuyos ojos melancólicos adquirían a veces una expresión de ferocidad salvaje, ejercía sobre él cierta influencia misteriosa, que no sabía explicarse. Poco a poco, y a pesar de que su amigo no hablaba, quizás por eso mismo se iba quedando absorto.

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