Read Germinal Online

Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (4 page)

III

Esteban se había arriesgado a entrar en la Voreux, y todos los hombres a quienes se dirigía, preguntándoles si había trabajo, meneaban la cabeza, y acababan por decirle que esperase al capataz mayor. Le dejaban andar libremente por los departamentos, mal alumbrados, negros y verdaderamente imponentes, por la complicación de sus habitaciones y sus pisos. Acababa de subir una escalera oscura y medio derruida, y se había encontrado en un pasadizo que temblaba bajo su peso; luego había atravesado el departamento donde se cernía el mineral, y que estaba tan oscuro, que tenía que andar con los brazos extendidos para no tropezar.

De pronto aparecieron bruscamente ante él dos enormes hornos. Se hallaba en la sala de entrada a la boca misma del pozo.

Un capataz, el tío Richomme, muy gordo, con cara de gendarme bondadoso, adornada de bigotes grises, cruzaba en aquel momento por allí, dirigiéndose a la oficina de recepción.

—¿Hace falta un obrero para trabajar? —preguntó Esteban otra vez.

Richomme iba a decir que no; pero se arrepintió y alejándose, contestó como los demás:

—Espere al señor Dansaert, el capataz mayor.

Allí había cuatro faroles, cuyos reflectores, que lanzaban toda la luz sobre la boca del pozo, alumbraban vivamente las rampas de hierro, los cables y las maderas del aparato por donde subían y bajaban las dos jaulas ascensores. El resto de la estancia, que era muy grande, semejaba a la nave de una iglesia a medio alumbrar sumido en una vaga oscuridad, por donde cruzaban sin cesar sombras confusas. Solamente la lampistería brillaba allá en el fondo, mientras un quinqué, colocado en el despacho del encargado de recibir el mineral, parecía una estrella en el cielo cubierto nubes. Había empezado de nuevo la extracción, y sobre las losas de la estancia sonaba incesantemente el rodar de las carretillas cargadas de carbón, y se veía el ajetreo de los obreros, moviéndose de acá para allá, en silencio, por entre todas aquellas cosas negras y ruidosas que se agitaban incesantemente.

Esteban permaneció un momento inmóvil, ensordecido y como ciego. Se sentía helado, porque por todas partes entraban corrientes de aire. Dio luego unos cuantos pasos para salir de allí, encaminándose hacia la máquina, cuyo brillante acero y bruñido bronce le atraían. Estaba la máquina poco más allá de la boca de la mina, y tan sólidamente asentada sobre su basamento de ladrillo, que trabajaba a todo vapor, con todo el poder de sus cuatrocientos caballos de fuerza, sin que el movimiento de sus piezas colosales, que, untadas de aceite, se movían suavemente, produjeran ni la menor trepidación. El maquinista, de pie en su sitio, ponía atento oído a los timbres de señales, sin separar la vista del indicador, un cuadro donde se hallaban señalados los diferentes pozos y galerías con sus distintos pisos, por medio de unas ranuras verticales, por las cuales pasaban unos plomos colgados de unas cuerdas, que representaban las diferentes jaulas.

Y cada vez que había una bajada, cuando la máquina empezaba a funcionar, las bobinas, dos inmensas ruedas de un radio de cinco metros, por medio de las cuales los cables de acero se enroscaban y desenroscaban en sentido contrario, daban vueltas con tal velocidad, que no había medio de verlas trabajar.

—¡Eh, cuidado! —gritaron dos obreros que arrastraban una escalera gigantesca.

Había faltado poco para que Esteban fuese aplastado. Se le iba acostumbrando la vista, y ya podía contemplar el movimiento de los cables; más de treinta metros de cinta de acero, que, pasando por las ranuras de los montantes, descendían hasta el fondo del pozo, para que subieran las jaulas de extracción. Aquella operación se verificaba con un silencio admirable, sin un tropezón, rápida, vertiginosamente, yendo y viniendo aquel alambre, de un peso enorme que podía levantar hasta doce mil kilogramos, con una velocidad de diez metros por segundo.

—¡Eh, cuidado! ¡Caramba! —gritaron los trabajadores que arrastraban la escala al otro lado para examinar el funcionamiento del aparato.

Esteban volvió lentamente a la puerta de las oficinas. Aquel movimiento de gigantes que se producía por encima de su cabeza, le atolondraba. Y tiritando de frío, por entre las corrientes de aire, contempló la maniobra de los ascensores, sintiéndose ensordecido por el estrepitoso rodar de carretillas y vagones. Junto a la boca de la mina funcionaba el martillo de señales, un martillo enorme, puesto en movimiento por medio de una cuerda que se manejaba desde abajo, y que golpeaba en un yunque.

Daba un golpe para parar, dos para bajar, tres para subir: y los tres golpes no cesaban ni un momento, dominando con su estruendoso tap, tap, el extraordinario tumulto que había arriba, aumentado por el obrero que dirigía la maniobra, gritando órdenes al maquinista por medio de una bocina. En medio de aquella algazara infernal, los ascensores subían y bajaban, se llenaban y se vaciaban como por encanto, y sin que Esteban comprendiese nada de aquellas complicadas tareas.

Lo único que entendía era que la mina se tragaba los hombres, por grupos de veinte o treinta, y se quedaban como si tal cosa. La bajada de los obreros empezaba a las cuatro. Iban llegando a la boca de la mina, descalzos, con su linterna en la mano, y así esperaban a reunirse suficiente número para un viaje del ascensor. Sin hacer el más ligero ruido, la jaula de hierro salía de las profundidades oscuras de la mina y se colocaba sobre los muelles para detenerse, llevando llenos sus cuatro departamentos de carretillas cargadas de carbón. Los obreros sacaban las carretillas, reemplazándolas por otras, o vacías o cargadas de madera, para las faenas de abajo. Y en carretillas vacías se colocaban los mineros, de cinco en cinco, para bajar hasta cuarenta de una vez en algunas ocasiones. Se oía una voz dada por la bocina, mientras que tiraban cuatro veces de la cuerda de señales, para avisar abajo que iba un cargamento de carne humana. Luego, la jaula experimentaba un ligero estremecimiento, se hundía silenciosamente, y caía como una piedra, no dejando tras de sí más que la vibración del cable.

—¿Está muy hondo? —preguntó Esteban a un minero que esperaba a su lado que le llegase el turno.

—Quinientos cincuenta y cuatro metros —respondió el otro con aire soñoliento—. Pero hay cuatro pisos. El primero está a trescientos veinte.

Los dos se callaron, con la mirada fija en el cable que volvía a subir. Esteban replicó:

—¿Y si se rompe la cadena?

—¡Ah! Si se rompe…

El minero acabó la frase con un gesto. Le había llegado el turno, Porque la jaula había vuelto a aparecer en su acostumbrado silencio. Se hizo un sitio entre otros compañeros; la jaula volvió a bajar, subiendo nuevamente al cabo de cuatro minutos, para seguir tragándose hombres.

Durante medía hora, la mina siguió devorando de aquel modo. El fondo se llenaba, se llenaba sin cesar, y las tinieblas continuaban, y la jaula subía vacía, sin alterar en nada el profundo silencio de aquella imponente operación.

Esteban se sintió presa del malestar que ya había experimentado poco antes. ¿A qué empeñarse en un imposible? El capataz mayor le despediría como los demás. De pronto un temor repentino le decidió bruscamente; se marchó de allí, y no se detuvo hasta llegar a la habitación donde estaban instalados los generadores. La inmensa puerta de aquel departamento, abierta de par en par, permitía ver siete calderas de dos hornos. En medio de aquella atmósfera pesada, y del imponente silbido continuo de los escapes de vapor, se veía a un fogonero ocupado en llenar los hornos, que enviaban un calor de infierno hasta más allá de la puerta; y Esteban, satisfecho de sentirse con calor iba acercándose a las calderas, cuando tropezó con un nuevo grupo de carboneros, que se dirigían a la boca de la mina. Eran los Maheu y los Levaque. Al ver a la cabeza del grupo a Catalina, que parecía un muchacho, tuvo la idea supersticiosa de hacer una última intentona.

—Oye, camarada, ¿no se necesitará aquí un obrero para cualquier clase de trabajo?

Ella le miró sorprendida, algo asustada de aquella voz brusca que salía inesperadamente de la oscuridad. Pero Maheu, que iba detrás, le había oído, y contestó, deteniéndose un momento para hablar:

—No, no se necesita a nadie.

Pero aquel obrero, aquel pobre diablo perdido por los caminos en busca de trabajo, le interesó, y al separarse de él dijo a sus compañeros:

—¿Eh, qué tal? Podría uno muy bien verse así… No podemos quejarnos, puesto que al menos nosotros tenemos trabajo.

El grupo entró, y se dirigió a la barraca, una habitación muy grande rodeada de armarios, que estaban cerrados con cadenas. En el centro de ella, una enorme chimenea de hierro, una especie de estufa sin portezuela, se veía enrojecida, y tan atestada de hulla incandescente, que saltaban los pedazos sobre la tierra apisonada del suelo. La habitación no estaba alumbrada más que por la claridad que aquello despedía.

Al llegar los Maheu, se oían grandes carcajadas. Había allí unos treinta mineros en pie, de espaldas a la lumbre, tostándose las espaldas con aire satisfecho. Antes de bajar a la mina, todos iban a recoger y llevarse en la piel un poco de calor para desafiar la humedad terrible del fondo. Pero aquella mañana se entretenían un rato más, solazándose, haciendo bromas a la Mouquette, una trabajadora de dieciocho años, robusta muchacha, cuyos pechos y nalgas enormes le hacían saltar las costuras de la blusa y del pantalón. Vivía en Requillart con su padre, el viejo Mouque, mozo de cuadra, y con su hermano, que trabajaba, como los demás, en las minas; pero como no lo hacían a las mismas horas, ella iba sola a la mina, y entre los trigos en verano, y en invierno detrás de una tapia, se daba un rato de placer con su amante de la semana. Hacían turno todos los de la mina, verdadero turno de buenos compañeros, que jamás traía malas consecuencias. Un día que le echaron en cara haberse entregado a un herrero de Marchiennes, se puso tan furiosa, que por poco estalla de rabia, gritando que se respetaba demasiado y que sería capaz de cortarse un brazo si alguien pudiera alabarse de haberla visto con un hombre que no fuese minero.

—¿De modo que ya no es el buen mozo de Chaval? —decía un obrero en tono de broma—. Ahora te ha dado por ese enano. ¡Pero hija, vas a necesitar una escalera! ¡Mal te vas a ver!

Y aquellas chanzas y crudezas redoblaban las carcajadas de los hombres, que encorvaban sus espaldas, medio cocidas por la lumbre de la chimenea; mientras que ella, contagiada por la risa, exhibía la indecencia de su traje descosido, luciendo sus masas de carne, que, de tan exageradas, parecían producto de una enfermedad.

Pero de pronto se acabó la alegría, porque la Mouquette dijo a Maheu, que Florencia, la buena de Florencia, no podía volver a la mina; se la habían encontrado el día antes tiesa en su cama; según unos, porque se le había roto un aneurisma; según otros, porque había agarrado una borrachera de ginebra. Y Maheu se desesperaba: otra contrariedad. ¡Perder una de las obreras de su cuadrilla sin poder reemplazarla enseguida! Maheu trabajaba por contrata; tenía en su cuadrilla otros tres cortadores de arcilla asociados a él, Zacarías, Levaque y Chaval, y si se quedaba solamente con Catalina para el arrastre de las carretillas, cundiría menos la faena. De pronto se le ocurrió una idea.

—¡Oye! ¿Y ese hombre que buscaba trabajo?

Precisamente en aquel momento pasaba Dansaert por la puerta de la barraca. Maheu le contó lo que le sucedía, y pidió permiso para contratar al hombre, insistiendo en el deseo demostrado por la Compañía, de que poco a poco se fueran reemplazando con hombres las muchachas que trabajaban en el arrastre, como habían hecho en Anzin.

El capataz mayor se sonrió, porque el proyecto de que no trabajasen mujeres disgustaba generalmente a los mineros, que se preocupaban de la colocación de sus hijas, poco cuidadosos de la cuestión de moralidad y de higiene. En fin, después de haber titubeado un poco, dio el permiso que solicitaban, si bien reservándose el pedir que lo ratificara el señor Negrel, el ingeniero.

—¡Venga, venga! —dijo Zacarías—. Sabe Dios donde estará el hombre, si sigue corriendo como cuando lo encontramos.

—No —dijo Catalina—; le vi pararse en el cuarto de las calderas.

—Pues ve a buscarlo, holgazana —exclamó Maheu.

La joven echó a correr, mientras que una tanda de mineros se dirigía al ascensor, dejando a otros su sitio delante de la estufa para calentarse. Juan no esperó a su padre, sino que se fue en busca de su linterna, acompañado de Braulio, un muchachote crédulo y bonachón, y de Lidia, una chiquilla de doce años. La Mouquette, que bajaba delante de ellos, daba voces en la escalera, tratándolos de granujas y de pilletes, y amenazándolos con arrancarles las orejas si le pellizcaban las piernas.

Esteban se hallaba, en efecto, en el departamento de las calderas, charlando con el fogonero, que echaba carbón sin cesar. Sentía muchísimo frío, que aumentaba pensando en la noche que le esperaba al salir de allí. Y, sin embargo, se decidía a marcharse ya, cuando notó que una mano se apoyaba en su hombro.

—Venga —dijo Catalina—; hay trabajo para usted.

Al principio no comprendió. Luego, en un acceso de inmensa alegría, estrechó frenéticamente las manos de la joven.

—¡Gracias, amigo!… ¡Ah, qué gran favor me haces!

Ella se echó a reír, mirándole atentamente a la rojiza claridad de los hornos. Le divertía pensar que la tomaba por hombre al verla tan delgadita y con el pelo tapado completamente con el pañuelo del trabajo. Él se reía también de alegría, y así permanecieron, con las manos enlazadas y mirándose, un momento.

Maheu, en la barraca, sentado en el suelo delante de su armario, se quitaba los zuecos y las gruesas medias de lana. Cuando Esteban llegó, quedó hecho el trato en pocas palabras; treinta sueldos diarios por un trabajo que era difícil al principio, y sobre todo penoso, pero que él aprendería pronto.

El obrero le aconsejó que no se quitase los zapatos, y le prestó una chaqueta vieja y un sombrero de cuero para resguardarse la cabeza, precaución que él y sus hijos desdeñaban ya. Sacaron del armario las herramientas, entre las cuales estaba la pala de Florencia.

Luego Maheu, cuando hubo guardado los zuecos y las medias de todos, así como el paquete de ropa que tenía Esteban, empezó a impacientarse.

—¿Qué demonios hace ese jamelgo de Chaval? Sin duda se estará revolcando con alguna pécora detrás de algún montón de piedras… Hoy nos hemos retrasado al menos media hora.

Other books

Key West by Stella Cameron
Sons by Pearl S. Buck
Dark Run by Mike Brooks
Crisis Zero by Chris Rylander
Handle with Care by Porterfield, Emily
Betrayal at Blackcrest by Wilde, Jennifer;