Read Germinal Online

Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (7 page)

—¿Quieres de lo mío? Nos lo repartiremos.

Y al ver que él rehusaba, jurando que no tenía ganas, con voz temblorosa a causa del hambre, ella replicó alegremente:

—¡Ah! ¡Si te da asco!… Pero, mira, no he mordido más que por este lado; te daré del otro.

Ya había hecho dos pedazos de la tostada. El joven cogió uno de ellos, y se retuvo para no devorarlo de una vez. Catalina acababa de tenderse a su lado, con el aire tranquilo de un buen compañero, boca abajo, con la barbilla en la mano y comiendo lentamente. Las linternas, que habían dejado en el suelo entre los dos, los alumbraban.

Catalina le miró un momento en silencio. Debía encontrarle guapo, con aquellas facciones finas y aquel bigote negro. La joven sonreía de placer.

—¿Con que tú eres maquinista, y te han despedido del ferrocarril?… ¿Por qué?

—Porque le pegué una bofetada al jefe.

Ella se quedó estupefacta al oír aquello, que pugnaba con sus ideas hereditarias de subordinación y de obediencia pasiva.

—Debo confesar que había bebido —continuó él—; y cuando bebo me vuelvo loco; me comería a mí mismo y a los demás… Sí, no puedo tomar ni siquiera dos copas sin sentir la necesidad de comerme a alguien… Luego estoy malo tres o cuatro días.

—Pues es necesario no beber —dijo ella con seriedad. —¡Ah! No te preocupes; me conozco.

Y meneaba la cabeza: sentía odio hacia el aguardiente, el odio del último hijo de una raza de borrachos que sufre las consecuencias de toda una ascendencia saturada de alcohol, hasta el punto de que una gota era para él un veneno.

—Siento por mi madre que me hayan plantado en la calle —dijo, después de mascar un bocado de pan—. La pobre no es feliz, y de cuando en cuando le mandaba algún dinerillo.

—¿Dónde esta tu madre?

—En París… Es lavandera en la calle de la Gota de Oro.

Hubo un momento de silencio. Cuando pensaba en esas cosas se entristecía. Por espacio de un rato permaneció con la mirada fija en la oscuridad de la mina; y, a aquella profundidad, bajo las capas de tierra que le separaban del aire libre, recordaba su infancia, a su madre, joven y bonita todavía, abandonada por su padre, y reclamada, después de haberse unido a otro, viviendo entre aquellos dos hombres que comían a su costa y rodando con ellos entre el fango. Era allí… recordaba la calle y una multitud de pormenores; veía la ropa sucia desparramada por la sala, y borracheras, y escándalos, y bofetadas.

—Ahora —replicó él hablando con lentitud—, con estos treinta sueldos de jornal, no sé si podré mandarle dinero… Va a morirse de hambre seguramente.

Y encogiéndose de hombros con ademán desesperado, pegó otro mordisco a la tostada que tenía en la mano.

—¿Quieres beber? —preguntó Catalina destapando su cantimplora— ¡Oh!, es café. Esto no te hará daño…

Pero él rehusó; ya era bastante haberle quitado la mitad de su pan con manteca. Ella insistió cariñosamente, y acabó por decir:

—Bueno, beberé antes que tú, ya que eres tan educado. Pero ahora ya no puedes decir que no, porque sería hacerme un feo.

Y le alargó la cantimplora. Catalina se había puesto de rodillas, y él la tenía junto a sí, iluminada por las dos linternas. ¿Por qué la había encontrado fea? Ahora que estaba negra de carbón, parecía casi bonita; tenía un encanto singular. En aquella cara invadida por la oscuridad, los dientes de aquella boca grande y fresca estallaban de blancura, y los ojos se agrandaban y brillaban como los de un gato con un reflejo verdoso. Un mechón de cabello rojo, que se había escapado del pañuelo, le hacia cosquillas detrás de la oreja, y la obligaba a sonreír. Ya no parecía tan niña; bien podría tener catorce años.

—Por darte gusto… —dijo él devolviéndole la cantimplora, después de haber bebido un trago.

Ella bebió otra vez, y le obligó a hacer lo mismo, porque decía que deseaba que se lo repartieran; y los dos se divertían haciendo ir y venir de una boca a otra el cuello del frasco. Él se preguntaba para sus adentros si no debía estrecharla entre sus brazos y darle un beso en la boca. Catalina tenía los labios gruesos, color de rosa pálido, y llenos en aquel momento de carbón, lo cual aumentaba sus deseos, sin saber por qué. Pero no se atrevía, intimidado delante de ella, porque en Lille no había tratado más que con mujeres perdidas de la más baja estofa, e ignoraba cómo componérselas para conquistar a una obrera que vivía en casa de sus padres todavía.

—¿Tú tendrás unos catorce años? — preguntó, después de haber vuelto a recoger el pan con manteca. Ella se admiró, casi ofendida.

—¡Cómo catorce! Tengo ya dieciséis… Es cierto que aún no tengo muchas formas, porque las muchachas aquí no nos desarrollamos pronto.

Él siguió haciéndole preguntas, a las que contestaba claramente, sin descaro, pero sin darle vergüenza.

Por otra parte, la joven no ignoraba ninguna de las cosas del hombre ni de la mujer, por más que él comprendía que era virgen y casi niña, porque su desarrollo natural estaba retrasado a consecuencia del aire malsano y de la fatiga constante en medio de los cuales vivía. Cuando él sacó de nuevo la conversación de la Mouquette para ponerla en un apuro, ella le contó historias estupendas, con la voz tranquila, y con la mayor naturalidad del mundo. ¡Ah! ¡Lo que es aquélla hacía cada cosa!… Y como él quería saber si Catalina tenía también amantes, la joven contestó, bromeando, que no quería dar disgustos a su madre; pero que la cosa sucedería al fin el día menos pensado. Tenía la espalda encorvada y tiritaba un poco, por habérsele enfriado el sudor, presentando un aspecto resignado y dulce, como si estuviera dispuesta a sufrir las consecuencias de las cosas y de los hombres.

—Cuando se vive así de juntos, no faltarán amantes, ¿no es verdad?

—¡Ya lo creo!

—Como, además, no se hace daño a nadie, con no decirle nada al cura…

—¡Oh, el cura! ¡Valiente cosa me importa a mí!… Pero está el Hombre negro.

—¿Cómo el Hombre negro?

—Un minero viejo, que se murió hace años; pero que resucita y viene a la mina para retorcer el cuello a las chicas malas.

Él la miraba, creyendo que se estaba burlando de su credulidad.

—¿Crees tú en esas tonterías? ¿Es que no sabes nada del mundo?

—Sí, por cierto; sé leer y escribir… Vamos adelantando, porque en tiempo de mi madre y mi padre no aprendían.

Decididamente era bonita. Cuando acabara de comerse el pan y la manteca, la cogería y le daría un beso en los labios. Era una resolución de hombre tímido, un pensamiento de violencia que le turbaba un poco. Aquel traje de muchacho, aquella blusa y aquellos pantalones tapando carnes de mujer, le excitaban y le desazonaban al mismo tiempo.

Se había comido ya el último bocado; bebió un trago de café, y le alargó la cantimplora para que acabara de bebérselo ella. Había llegado el momento de hacerlo, y ya dirigía una mirada inquieta hacia los mineros que estaban allí cerca, cuando una sombra desembocó por la galería. Desde hacía un instante, Chaval, en pie, les miraba desde lejos. Se acercó, se aseguró de que Maheu no podía verles, y como Catalina seguía sentada en el suelo, le cogió por los hombros, le echó la cabeza hacia atrás, y le plantó en la boca un beso brutal, con la mayor tranquilidad y fingiendo no hacer caso de Esteban. En aquel beso había algo de toma de posesión, una especie de resolución celosa.

Sin embargo, la muchacha se había sublevado. —¡Déjame! ¿Oyes?

Él no le soltaba la cabeza, y la miraba a los ojos. Su bigote y su barbilla roja se destacaban en aquella cara negra, con una nariz como el pico e un águila. Al fin la soltó, y se alejó de allí sin pronunciar una palabra.

Un estremecimiento nervioso había dejado a Esteban helado. Era una estupidez haber aguardado tanto. Pero lo que es ya, ciertamente, no la besaría, no fuera ella a creer que trataba de imitar al otro. En el fondo, en su herida vanidad, experimentaba una verdadera desesperación. —¿Por qué has mentido? —dijo en voz baja—. ¿Es tu amante? —No, te juro que no —replicó ella—. No hay nada entre nosotros. Algunas veces quiere bromear… Ni siquiera es de por aquí, sino que hace seis eses llegó de Pas-de-Calais.

Los dos se habían levantado, porque iban a empezar de nuevo a trabajar. Cuando Catalina observó la frialdad de Esteban, pareció disgustada. Indudablemente le encontraba más guapo que al otro, y quizás le hubiera preferido. El joven, por hacer algo, contemplaba la azulada luz de la linterna, rodeada de un cerco pálido; y ella, para distraerle:

—Ven, que te voy a enseñar una cosa —le dijo con acento cariñoso.

Cuando se lo hubo llevado al fondo de la cantera, le señaló una grieta que se veía en la hulla. Escapábase de allí un ruido parecido al que hace el agua cuando rompe a hervir, semejante también al silbido de un pájaro.

—Pon ahí la mano. ¿Sientes el aire?… Pues es el grisú.

Esteban quedó sorprendido. ¿No era más que aquello esa cosa terrible y misteriosa que producía hundimientos y voladuras? Catalina se reía, añadiendo que aquella mañana debía haber mucho, cuando tan azuladas estaban las luces.

—¡A ver si acabáis de charlar, holgazanes! —gritó la voz ruda de Maheu.

Catalina y Esteban se apresuraron a cargar las carretillas y a empujarlas hasta el plano inclinado, arrastrándose a gatas por el estrecho corredor. Al segundo viaje, estaban inundados de sudor, y les crujían los huesos como antes.

En la cantera, los obreros habían empezado a trabajar también. A menudo almorzaban deprisa para no enfriarse demasiado, y aquellas tostadas que se comían, lejos de la luz del sol, con silenciosa voracidad, les pesaban en el estómago como si fueran de plomo. Tendidos de costado, golpeaban con más ahínco, sin más idea que la de ganar un buen jornal, puesto que trabajaban a destajo. Todo desaparecía ante aquel furor de un salario disputado tan rudamente. Dejaban de sentir el agua que les calaba los huesos, los calambres producidos por las posturas violentas, y la oscuridad abrumadora de aquellos lugares, donde crecían enclenques y descoloridos como plantas encerradas en una cueva. Pero, a medida que avanzaba el día, el aire se emponzoñaba más y más, se cargaba de humo de las linternas, de la pestilencia del aliento y de la asfixia del grisú, que les cerraba los ojos como telas de araña, y que sólo había de barrer el aire libre de la noche cuando salieran de allí. Y ellos, en el fondo de aquella galería, bajo el peso de la tierra, a semejante profundidad, sin poder casi respirar, seguían trabaja que trabaja con los picos, para arrancar un poco más de carbón a las entrañas de la tierra.

V

Maheu, sin mirar el reloj que había dejado en el bolsillo de la chaqueta, se detuvo y dijo:

—Pronto será la una… ¿Está eso ya, Zacarías?

El joven dormitaba hacía un momento, sin dejar de trabajar. En medio de su faena, tendido boca arriba, con la mirada vaga, revivía en imaginación las partidas jugadas el día antes. Saliendo de su letargo, contestó: —Sí, creo que basta por hoy… Mañana veremos.

Y se volvió a su sitio en el andamio. Levaque y Chaval dejaron también los picos. Hubo un momento de descanso. Todos se enjugaban el sudor con los ennegrecidos brazos, y contemplaban la roca del techo, hablando del trabajo.

—Otra probabilidad —murmuró Chaval— de morir aplastado por los desprendimientos… No se ha tenido en cuenta esto al hacer la subasta.

—¡Canallas! —murmuró Levaque—. Eso es lo que ellos quieren. Enterrarnos aquí.

Zacarías se echó a reír. Se burlaba él del trabajo y de todo lo demás; pero le divertía oír que hablaban mal de la Compañía. Maheu, con su tranquilidad y su calma acostumbrada, explicó que la naturaleza del terreno variaba cada treinta metros, lo cual hacía imposible tener eso en cuenta. Era necesario ser justos, y no exigir imposibles… Luego, como los otros dos echaban improperios contra sus jefes él, inquieto, empezó a mirar en todas direcciones con cierto temor.

—¡Chist! ¡Basta, hombre!

—Tienes razón —contestó Levaque, bajando también la voz—. Hacemos mal.

Sentían siempre el miedo de los polizontes, aun a aquella profundidad, como si la hulla de los accionistas tuviese oídos en todas partes.

—Lo cual no impedirá —añadió Chaval, gritando mucho y con ademán amenazador— que si ese canalla de Dansaert me vuelve a hablar en el tono del otro día, le pegaré un ladrillazo en la barriga… ¿Acaso me meto yo en que él se permita gozar a las rubias que tienen el cutis fino?

Zacarías soltó una carcajada. Los amores del capataz mayor con la mujer de Pierron eran objeto de constante chacota en la mina. Catalina también, al pie del andamio, apoyada en su pala, se reía con toda su alma, y puso a Esteban al corriente del asunto en cuatro palabras, mientras Maheu se enfadaba, poseído de un miedo que ya no se tomaba el trabajo de disimular.

—¡Eh! ¿Callarás?… Si quieres que te suceda algo espera por lo menos a estar solo, y no comprometas a nadie.

Todavía estaba hablando, cuando se sintieron pasos en lo alto de la galería. Casi enseguida, el ingeniero de la mina, Negrelito, como le llamaban los obreros, apareció en lo alto de la galería acompañado de Dansaert, el capataz mayor.

—¡No lo dije! —murmuró Maheu—. Siempre hay quien oiga; parece como si salieran de las entrañas de la tierra.

Pablo Négrel, sobrino del señor Hennebeau, era un muchacho de veintiséis años, guapo y esbelto, con el pelo rizado y el bigote negro. Su nariz puntiaguda y sus ojos animados y brillantes le daban un aspecto picaresco y simpático; era inteligente y de ideas escépticas, que se trocaban en serenidad autoritaria en sus relaciones con los obreros. Iba vestido como ellos, y como ellos tiznado de carbón; y para hacerse respetar, daba ejemplo de valor y de resistencia, pasando por los sitios más peligrosos siempre el primero, despreciando los hundimientos y el grisú.

—¿Estamos ya, Dansaert? —preguntó.

El capataz mayor, un belga de robusta y colorada faz, y nariz gorda y sensual, le contestó con exagerada cortesía:

—Sí, señor… Éste es el hombre que han admitido esta mañana.

Los dos se habían arrastrado hasta el interior de la cantera. Llamaron a Esteban. El ingeniero levantó la linterna, y le miró sin hacerle ninguna pregunta.

—Está bien —dijo al fin—. No me gusta que se admita así a cualquier desconocido que ande por los caminos… Que no se repita.

Y no quiso prestar atención a las excusas que se le daban: las necesidades del trabajo, y el deseo de reemplazar a las chicas con hombres para el arrastre. El ingeniero se había puesto a estudiar el techo, mientras los mineros volvían a coger las herramientas. De pronto exclamó:

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