Yo padecía las más crueles penas, no sólo por mí, sino por la infeliz Siseta y sus tres hermanos, que carecían absolutamente de todo. Los chicos eran al principio los mejor librados, porque ellos salían a la calle, y merodeando o husmeando aquí y allá, siempre sacaban alguna cosa; pero Siseta, la pobre Siseta, no tenía más amparo que yo, y yo me volvía loco para buscarle el sustento. Había, sí, algunos víveres en la plaza, y se encontraban pececillos del Oñá, que más que peces parecían insectos, y pájaros escuálidos, que eran cazados desde los tejados: también había alguna carne de mulo y de perro; pero para adquirir estos artículos se necesitaba dinero, mucho dinero, y nosotros no lo teníamos. La ración de trigo seco había llegado a sernos tan repugnante como un veneno.
D. Pablo Nomdedeu gastaba todos sus ahorros para poner a su hija una mala comida, y fue de los que dieron por una gallina diez y seis o veinte pesos, cuando algún payés, afrontando mil peligros y venciendo obstáculos mil, lograba entrar en la plaza. En los días de la gran escasez, la señora Sumta no bajaba nada a casa de Siseta, y los chicos se secaban los ojos mirando a la escalera por ver si descendía por ella algún maná. Llegó también el día en que Badoret, Manalet y Gasparó se cansaron de sus correrías por las calles, porque de todas partes eran expulsados los muchachos vagabundos, por la mala opinión que había respecto a la limpieza de sus manos. Flacos y casi desnudos, mis tres hermanos o mis tres hijos, pues como a tales traté siempre, inspiraban profunda compasión, y formando lastimero grupo junto a Siseta, permanecían largas horas en silencio, sin juegos ni risas, tan graves como ancianos decrépitos; inertes y quebrantados, sin más apariencia de vida que el resplandor de sus grandes ojos negros, llenos de ansioso afán. Siseta les miraba lo menos posible, deseando así conservar la calma que se había impuesto como un deber, y hasta se atrevía a mostrar conatos de severidad, creyendo equivocadamente que en tal trance la fuerza moral servía de alguna cosa.
Yo estuve tres días sin verlos, porque mis obligaciones me impedían ir a la casa. Cuando fui, encontreles en la situación que he descrito.
Desde luego admiré la entereza de los pobres niños, bastante inteligentes para no importunarnos pidiéndonos lo que sabían no podíamos darles. Únicamente Gasparó, comiéndose sus puños y bebiéndose sus lágrimas, faltaba a la circunspección sostenida por sus hermanos. Llegó un momento en que Siseta, no pudiendo contener su dolor, empezó a llorar amargamente registrando después los últimos rincones de la casa por ver si parecía de milagro alguna vianda. Yo salí, volví a entrar, salí de nuevo y regresé, después de dar mil vueltas, con la terrible evidencia de que no podía encontrar nada. Siseta y yo convenimos en que era preciso rezar, con la esperanza de que a fuerza de ruegos, nos enviase Dios por sus misteriosos caminos, algo de lo que tanto necesitábamos. Pero rezamos y Dios no nos mandó nada.
Repentinamente me ocurrió una idea salvadora.
—Siseta —dije a mi amiga—. Hace días que no veo a Pichota; pero supongo que andará por ahí con sus tres gatitos.
—¡Oh! —me respondió con dolor—. ¿No sabes que el Sr. D. Pablo ha acabado con toda la familia? ¡Pobre Pichota! Él dice que es una carne excelente; pero yo creo que me moriría de hambre antes de comerla.
—¿Ha muerto Pichota? No sabía nada: ¿y también los tres angelitos?…
—No te lo quería decir. En estos últimos días que has faltado de casa, D. Pablo bajaba con frecuencia. Un día se me puso delante de rodillas rogándome que le diera algo para su hija, pues ya no tenía víveres, ni dinero para comprarlos. Cuando esto me decía, uno de los gatitos me saltó al hombro, y D. Pablo, echándole mano con mucha presteza, se lo guardó en el bolsillo. Al día siguiente bajó de nuevo y me ofreció los muebles de su sala si le daba otro de los hijos de Pichota, y sin aguardar mi contestación, entró en la cocina, después en el cuarto oscuro, púsose en acecho y lo mismo que un gato caza al ratón, así cazó él al gato. Cuando salió tuve que curarle los arañazos que traía en la cara. El tercero pereció de la misma manera, y después de esto Pichota ha desaparecido de la casa, tal vez por haber entendido que no está segura.
Yo meditaba sobre la deserción del pobre animal cuando se nos presentó de repente Nomdedeu. Su aspecto era por demás macilento y cadavérico, habiendo perdido a fuerza de padeceres físicos y morales hasta aquella bondadosa expresión y el dulce acento que le distinguían. Su vestido estaba desordenado y roto, y traía la escopeta de caza y un largo cuchillo de monte.
—Siseta —dijo bruscamente, y olvidándose de saludarme, a pesar de que hacía algunos días que no nos veíamos—. Ya sé dónde está esa pícara de Pichota.
—¿En dónde, Sr. D. Pablo?
—En el desván que hay en el fondo del patio y que servía de pajar y granero cuando yo tenía caballo.
—Tal vez no será ella —dijo mi amiga en su generoso anhelo de salvar al pobre animal.
—Sí, es ella, te digo que es ella. A mí no se me despinta Pichota. La muy tunanta saltó esta mañana por la ventana de la despensa y me robó un pernil que allí tenía. ¡Qué atrevimiento! Comerse la carne de su propio hijo. Es preciso acabar con ese animal. Siseta, ya te he dado gran parte de mis muebles en cambio de los gazapos. No me queda otra cosa de valor que mis libros de medicina. ¿Los quieres a trueque de Pichota?
—Sr. D. Pablo, ni los muebles, ni los libros tomaré; coja usted a Pichota, y ya que nos vemos reducidos a tal extremidad, dé una parte a mis hermanos.
—Está bien —respondió Nomdedeu—. Andrés, ¿te atreves a cazar ese terrible animal?
—No creo que sean precisos tantos pertrechos militares —respondí.
—Pues yo sí lo creo. Vamos allá.
Barodet y su hermano quisieron seguirnos, pero Siseta los contuvo, diciéndoles que no fueran curiosos ni entrometidos; y solos el médico y yo subimos al desván, entrando despacio y con precauciones por temor a ser acometidos del rabioso carnicero, a quien el hambre y el instinto de conservación debían haber dado una ferocidad extraordinaria. D. Pablo, porque la presa no se escapara, cerró por dentro la puerta y quedamos casi en completa oscuridad, pues la débil luz que por un estrecho ventanillo entraba, no aclaró el lóbrego recinto sino cuando nuestros ojos fueron perdiendo poco a poco el deslumbramiento de la luz exterior. Multitud de objetos, como muebles destrozados y viejos obstruían buena parte de la estancia y sobre nuestras cabezas flotaban densos cortinajes de tela de araña, guarnecidos por el polvo de un siglo. Cuando empezamos a ver los contornos y las oscuras tintas del recinto, buscamos con los ojos al prófugo; pero nada vimos, ni se oyó ruido alguno que indicase su presencia. Manifesté mis dudas a D. Pablo; pero él me dijo:
—Sí, aquí está. La vi entrar hace un momento.
Movimos algunas cajas vacías, arrojamos a un lado algunos pedazos de silla y un pequeño tonel, y entonces sentimos el roce de un cuerpo que se deslizaba en el fondo de la pieza atropellando los hacinados objetos. Era Pichota. Vimos en el fondo oscuro sus dos pupilas de un verde aurífero, vigilando con feroz inquietud los movimientos de sus perseguidores.
—¿La ves? —dijo el doctor—. Toma mi escopeta y suéltale un tiro.
—No —repuse riendo—. Es muy fácil errar la puntería. De nada sirve en este caso el fusil. Póngase usted a ese lado y deme el cuchillo.
Las dos pupilas permanecían inmóviles en su primera posición, y aquella lumbre verdosa y dorada que no se parece a la irradiación de ninguna otra mirada, ni de piedra alguna, produjo en mí fuerte impresión de terror. Después distinguí el bulto del animal, y sus manchas parduscas y negras sobre amarillo se multiplicaban a mis ojos, ensanchando su cuerpo hasta darle las proporciones de un tigre. Yo tenía miedo, ¿a qué negarlo con pueril soberbia?, y por un momento sentime arrepentido de haber emprendido obra tan difícil. D. Pablo que tenía más miedo que yo, daba diente con diente.
Celebramos consejo de guerra, del cual salió que debíamos tomar la ofensiva; pero cuando cobrábamos algún valor sentimos un sordo ronquido, un ruido entre arrullo y estertor que anunciaba las disposiciones hostiles de Pichota. En su lenguaje, la gata nos decía: «Asesinos de mis hijos, venid acá, que os espero».
Pichota, que primero estaba en postura de esfinge, se agachó sentando la angulosa cabeza sobre las patas delanteras, y entonces su mirada cambió, despidiendo una luz azul que proyectaba de dos rayas verticales. Parecía fruncir el torvo ceño. Luego irguió la cabeza, pasose las patas por la cara, limpiando los largos bigotes; y dio algunas vueltas sobre sí misma, para bajar a un sitio más cercano, donde se puso en actitud de salto. La fuerza muscular que estos animales tienen en las articulaciones de sus patas traseras es inmensa, y desde su puesto podía saltar hasta nosotros. Yo observé que las miradas del animal se dirigían más rectamente a D. Pablo que a mí.
—Andrés —me dijo— si tú tienes miedo, yo me voy encima de ella. Es una vergüenza que un animal tan pequeño acobarde de este modo a dos hombres. Sí; señora Pichota, nos la comeremos a usted.
Parece que el animal oyó y entendió estas amenazadoras palabras, porque aún no había acabado de pronunciarlas mi amigo, cuando con ligereza suma lanzose sobre él, haciéndole presa en el cuello y en los hombros. La lucha fue breve y la gata había puesto ya en ejecución el conjunto de su potencia ofensiva, de modo que el resto del combate no podía menos de sernos favorable. Acudí en defensa de mi amigo, y el animal cayó al suelo, llevándose en las uñas algunas pequeñas partículas de la persona del buen doctor, haciéndome a mí algunos desperfectos en la mano derecha. Corrió luego en distintas direcciones, pero al lanzarse sobre mí, tuve la buena suerte de recibirla con la punta del cuchillo de monte, lo cual puso fin al desigual combate.
—Este animal es más temible de lo que creí —me dijo D. Pablo, apoderándose del cuerpo palpitante.
—Ahora, Sr. Nomdedeu —dije yo— partiremos como hermanos la presa.
El doctor hizo una mueca que indicaba su profundo disgusto, y limpiándose la sangre del cuello, me dijo con tono agresivo que por primera vez entonces oí de sus labios:
—¿Qué es eso de partir? Siseta contrató conmigo a Pichota a cambio de mis libros. ¿Tú sabes que mi hija no ha comido nada ayer?
—Todos somos hijos de Dios —repuse— y también Siseta y los de abajo han de comer, Sr. D. Pablo.
Nomdedeu se rascó la cabeza, haciendo con boca y narices contracciones bastante feas; y tomando el animal por el cuello me dijo:
—Andrés, no me incomodes. Siseta y los bergantes de sus hermanos pueden alimentarse con cualquier piltrafa que busquen en la calle; pero mi enferma necesita ciertos cuidados. Después de hoy viene mañana, y tras mañana pasado. Si ahora te doy media Pichota, ¿qué le daré a mi hija dentro de un par de días? Andrés, tengamos la fiesta en paz. Busca por ahí algo que echar a tus chiquillos, que ellos con roer un hueso quedarán satisfechos; pero haz el favor de no tocarme a Pichota.
De esta manera el corazón de aquel hombre bondadoso y sencillo se llenaba de egoísmo obedeciendo a la ley de las grandes calamidades públicas, en las cuales, como en los naufragios, el amigo no tiene amigo, ni se sabe lo que significan las palabras prójimo y semejante. Oyendo a D. Pablo, despertose en mí igual sentimiento egoísta de la vida, y vi en él un aborrecido partícipe de la tabla de salvación.
—Sr. Nomdedeu —exclamé con súbita cólera— he dicho que Pichota se partirá, y no hay más sino que se partirá.
El médico al oír este resuelto propósito, mirome con profunda aversión por algunos segundos. Sus labios temblaban sin articular palabra alguna: púsose pálido, y luego con un gesto repentino, me empujó hacia atrás fuertemente. Yo sentí que mi sangre abrasada corría hacia el cerebro, un repentino escalofrío que circuló por mi cuerpo me crispaba los nervios. Cerrando los puños, alargué las manos casi hasta tocar con ellas la cara de Nomdedeu, y grité:
—¿Con que no se parte Pichota? Pues mejor. Mejor, porque es toda para mí. ¿Qué tengo yo que ver con la señorita Josefina, ni con sus males ridículos? Dele usted telarañas.
Nomdedeu rechinó los dientes, y sin contestarme se fue derecho hacia el animal que yacía en tierra desangrándose. Hice yo igual movimiento; nuestras manos se chocaron, forcejeamos un breve instante, descargué sobre él mis puños, y Nomdedeu rodó por el suelo largo trecho, dejándome en completa posesión de la presa.
—¡Ladrón! —exclamó—. ¿Así me robas lo que es mío? Aguarda y verás.
Recogiendo la víctima, me dispuse a salir. Pero Nomdedeu corrió, mejor dicho, saltó como un gato hacia donde estaba la escopeta, y tomándola, me apuntó al pecho diciendo con trémula y ronca voz:
—Andrés, canalla: suéltala o te asesino.
Miré en derredor mío buscando el cuchillo de monte; pero ya D. Pablo lo tenía en el cinto. Corrí a la puerta del desván y no pude abrirla; entrome de súbito un terror que no pude vencer, y salté maquinalmente, sin saber lo que hacía, hacia los cajones vacíos, los muebles viejos y el montón de cachivaches donde se nos había aparecido Pichota. Mis pies se hundían entre tablas desvencijadas cuyos clavos me lastimaban, y mi cabeza tropezó en las vigas del techo haciendo caer el polvo, la polilla y las repugnantes inmundicias depositadas por dos siglos.
—Bárbaro —grité desde arriba— ya me las pagarás todas juntas.
Pero Nomdedeu seguía tras mí, buscando la puntería y con pie firme hollaba las rotas tablas; yo corrí de un extremo a otro seguido por él, y dimos varias vueltas, subiendo, bajando, hundiéndonos y levantándonos en los desfiladeros, laberintos y sinuosidades de aquella caverna.
Por fin, habiendo salido el tiro, Nomdedeu extendió su hocico como ávido cazador, por ver si me había alcanzado. Felizmente la bala no me tocó.
—No me ha tocado —dije con furiosa alegría, disponiéndome a caer sobre mi enemigo.
Pero él desenvainó al instante su cuchillo, y con acento más frenéticamente alegre que el mío, gritó en medio del desván:
—¡Ven, ven!… ¡Ladrón, que quieres matar de hambre a mi hija!… Suelta a Pichota, suéltala, miserable.
Y sin esperar a que yo le acometiera, corrió hacia mí. Entrome mayor pánico que cuando me perseguía con la escopeta, y de nuevo nos lanzamos a los precipicios en miniatura, tropezando y saltando, yo delante, él detrás, yo gritando, él rugiendo, hasta que rendido de fatigas caí entre destrozadas tablas que me impedían todo movimiento. Me encontré débil y me reconocí cobarde, sintiéndome incapaz de luchar con aquella furia, metamorfosis del hombre más manso, más generoso y humanitario que yo había conocido.