Según la orden del amo, prorrumpimos en sonoras risas, siendo al punto excesivamente secundados al punto por el coro infantil. D. Pablo sentose luego junto a ella, y tomando la pluma se preparó a comunicarle algo grave y largo y difícil de exprimir por señas, pues sólo en este caso se valía Nomdedeu del lenguaje escrito. Púseme tras de su asiento, y pude leer, mientras escribía, lo que sigue:
—Hija mía, tienes razón. Hay guerra en Gerona. Yo no te lo quería decir por no asustarte; pero pues lo has adivinado, basta de engaños y comedias. Ni yo he estado de caza, ni he pensado en ello. Voy a contarte lo ocurrido para que no estimes ni en más ni en menos los sucesos de este gran día. Cierto es que los franceses han vuelto a poner cerco a Gerona. Hace tiempo que se presentó amenazándonos un ejército de doscientos mil hombres, mandados por el mismo emperador Napoleón en persona.
Josefina al leer esto que era de lo más gordo, mironos a todos, interrogándonos con los ojos acerca de la exactitud de tal noticia, y no necesitamos que D. Pablo nos lo advirtiera para hacer demostraciones afirmativas que hubieran convencido a la misma duda. El padre continuó así:
—Has de saber que ahora tenemos aquí un gobernador que llaman D. Mariano Álvarez de Castro, el cual en cuanto vio venir a los franceses dispuso las cosas de manera que no quedara uno solo para contarlo. Concertó de modo que un ejército español de quinientos mil hombres, que estaba ahí por Aragón sin saber qué hacerse, viniese en nuestra ayuda por el lado de Montelibi, precisamente cuando los franceses nos atacaban esta mañana por el otro lado. Al amanecer rompieron el fuego; desde la muralla de Alemanes se veía a Napoleón I montado en un caballo y con un grandísimo morrión todo lleno de plumas en la cabeza. Embisten los franceses… ¡Ay!, hija mía: habías tú de ver aquello. Nuestros soldados los barrían materialmente, y como a la hora de empezar el combate apareció el ejército de quinientos mil hombres como llovido, los pobres
cerdos
no supieron a qué santo encomendarse. En fin, hija mía, les hemos dado una paliza tal, que a estas horas van todos camino de Francia con su Emperador a la cabeza, con lo cual se acaba la guerra y pronto tendremos aquí a nuestro rey Femando.
Josefina volvió a asesorarse de nosotros antes de dar crédito a tales maravillas.
—Yo no te lo había querido decir —continuó Nomdedeu— por no asustarte; pero el júbilo de la ciudad es tan grande, que ni aun tú que estás tan retraída podrías dejar de conocerlo. Lo mismo que estos chicos, andan los mayores por el pueblo, entregados a las manifestaciones de un delirante regocijo. Figúrate que en los pasados días, los franceses que andaban por ahí, no permitían llegar comestibles al pueblo y hoy todo es abundancia, y además de lo que puede venir, tenemos todo lo que al enemigo se ha cogido, que es, si no me engaño, tantos miles de bueyes, no sé cuántos millones de sacos de harina, y los miles de los miles en gallinas, huevos, etc… Ya podemos marchar a Castellà cuando quieras…
—Mañana mismo —dijo Josefina con afán.
—Sí, mañana mismo —escribió D. Pablo—. Estamos como queremos, y jamás ha tenido Gerona temporada más alegre, más animada. La gente está loca de contento, y todo se vuelve cantos y bailes y felicitaciones y regocijos. Como los víveres han entrado esta tarde con abundancia fenomenal, hija mía, yo te he traído de todo cuanto hay en la plaza; y aunque tu estómago sigue débil, yo creo que debes tomar de todo, con tal que sea en dosis muy pequeñas. Sobre esto consulté a D. Pedro, mi compañero en el hospital, y me dijo que convenía alimentarte con una gran diversidad de manjares, tomando de cada uno ración muy mínima y cuidando según lo ordena Hipócrates, de que alternen en un mismo plato la cecina y las guindas, los buñuelos con la leguminosa
cicer pisum
, que llamamos garbanzo, y las almendras confitadas con esa planta salutífera que se conoce en la ciencia por
Beta vulgaris latifolia
, y que comúnmente llamamos acelga, manjar de gran virtud medicinal si se le mezcla con dulce, con nueces y hasta con un poquito de bacalao. Con que disponte a cenar, que mañana si el día está bueno, se podrá ir a Castellà, aunque a decir verdad, hija mía, ahora caigo en que tal vez sea difícil, porque todos los carros y caballerías del pueblo los ha tomado la Junta con objeto de organizar la gran procesión y cabalgata con que ha de celebrarse este triunfo sin igual. Pero será cosa de dos o tres días. Es preciso que te animes para salir a ver las iluminaciones de esta noche, aunque hablando en puridad no te conviene tomar el sereno; y para que participes de la común alegría, aquí tenemos a Andrés y a Siseta, que se prestarán a bailar delante de ti con los chicos un poco de sardana y otro poco de tira-bou, comenzando esta noche, para que también en esta casa se manifieste la inmensa satisfacción y patriótico alborozo de que está poseída la ciudad. Como tú no oyes, suprimiremos el fluviol y la tanora que sólo sirven para meter inútil ruido. Con que puedes dar la señal para que comience la fiesta. Yo voy un instante a preparar en el comedor la riquísima y abundante cena con que obsequiaremos a estos jóvenes, así como a los preciosos y bien educados niños.
Y luego volviéndose a Siseta y a mí, nos dijo:
—No hay más remedio. Es preciso bailar un poquito, aunque supongo, Andrés, que ese cuerpo, venido hace poco de Santa Lucía, no estará para sardanas. Pero, amigos, bailando hacéis una obra de caridad. ¡Quién lo había de decir! ¡Hay tantas maneras de practicar el santo Evangelio!
El lector no lo creerá; el lector encontrará inverosímil que bailásemos Siseta y yo en aquella lúgubre noche, precisamente en los instantes en que incendiados varios edificios de la ciudad, esta ofrecía en su estrecho recinto frecuentes escenas de desolación y angustia. Formando con ocho chiquillos un gran ruedo, bailamos, sí, obedeciendo a la apremiante sugestión de aquel padre cariñoso que nos pedía con lágrimas en los ojos nuestra cooperación en la difícil comedia con que engañaba al delicado espíritu de su hija; pero bailamos en silencio, sin música, y nuestras figuras movibles y saltonas tenían no sé qué mortuorio aspecto. Nuestras sombras proyectadas en la pared remedaban una danza de espectros, y los únicos rumores que a aquel baile acompañaban eran, además de nuestros pasos, el roce de los vestidos de Siseta, el retemblar del piso, y un ligero canto entre dientes de Badoret que al mismo tiempo hacía ademán de tocar el fluviol y la tanora.
Por mi parte sostenía interiormente una ruda lucha conmigo mismo para contraer y esforzar mi espíritu en la horrible comedia que estaba representando, e iguales angustias experimentaba Siseta, según después me dijo.
Al fin la turbación moral, unida al cansancio, me hicieron exclamar: «ya no puedo más», arrojándome casi sin aliento en un sillón. Lo mismo hizo Siseta.
Pero Josefina que nos contemplaba con indecible satisfacción y agrado, pidionos que bailásemos más, y con elocuentes miradas dirigidas a su padre, nos decía que éramos unos holgazanes sin cortesía. Vierais allí al buen D. Pablo suplicándonos que bailáramos por la salvación eterna; y ¿qué habíamos de hacer? Bailamos como insensatos segunda y tercera tanda. Al fin nos sirvió de pretexto para descansar el hecho de servirse a la desgraciada joven la hipocrática cena de que antes he hecho mención, la cual fue acompañada de elocuentes discursos mímicos y literarios del doctor Nomdedeu, quien ponderaba a su idolatrada enferma las excelencias del repugnante pisto, servido en nueve o diez platos con raciones microscópicas. Todo aquello era una farsa lúgubre que oprimía el corazón, y don Pablo que la presidía, el infeliz D. Pablo, escuálido, ojeroso, amarillo, trémulo, parecía haber salido de la sepultura y esperar el canto del gallo para volverse a ella. Siseta lloraba a escondidas, y algunos de los chicos, rendidos al poderoso sueño y a la gran fatiga, habían estirado los miembros y cerrado los ojos en diversos puntos, y donde cada cual encontró mejor comodidad y fácil postura.
—Sr. D. Pablo —dije al médico— no nos mande usted bailar más, porque nosotros mismos creeremos que estamos locos.
—Hijos míos —me contestó— tengo el corazón partido de dolor. Necesito estar en batalla constantemente para contener las lágrimas que se me caen de los ojos. ¡Pobre Gerona! ¿Existirás mañana? ¿Estarán mañana en pie tus nobles casas y con vida tus valientes hijos? ¡Yo tengo espíritu para todo; para lamentar y llorar la muerte de mi ciudad natal, y atender al cuidado de mi pobre hija! ¿Qué cuesta representar esta farsa? Nada; la pobrecita se deja engañar fácilmente, y como su enfermedad no es otra cosa que una fuerte pasión de ánimo, en el ánimo se han de aplicar los cauterios, las cataplasmas, los tónicos y los emolientes que le he recetado esta noche. Puede que le hayamos salvado la vida. ¿Sabéis lo que significan en naturaleza tan delicada, tan sutilmente sensible, una triste o agradable impresión? Pues significa tanto como la vida o la muerte. Sí, hijos míos: si yo no cuidara de ocultar a mi hija las angustias que atravesamos, se pondría su alma en tales términos que el menor accidente la mataría, como un soplo de viento apaga la luz. Es preciso resguardar esta pobre lámpara del aire que la mata, y darla el que la vivifica. Así va tirando, tirando, y quién sabe si la podré salvar. Sed, pues, caritativos, y procurad divertirla. Ved cómo se ríe; reparad qué precioso color han tomado sus mejillas. La creencia de que Gerona está llena de felicidades y la esperanza de ser llevada pronto a Castellà, la fortifican y dan nueva vida. Esta noche marchamos bien; pero mañana ¿qué haré, qué la diré mañana? Si crece la escasez de víveres, como es probable, si se declaran el hambre y la epidemia, y caen bombas en parajes cercanos o aquí mismo, ¿qué comedia representaremos? Dios me favorezca y me inspire, pues para su infinita misericordia nada hay imposible.
—Estoy muerto de cansancio —dije yo, viendo que Josefina pedía más baile— y además es tarde y tengo que marcharme a mi puesto.
Siseta ya no podía tenerse en pie, y la señora Sumta, que yacía en el suelo con la inmovilidad de un talego, roncaba sonoramente, remedando en la cavidad de sus fosas nasales el lejano zumbido del cañón. Badoret, cansado ya de tocar en silencio el fluviol y la tanora, dormía como los demás chicos. D. Pablo, bastante generoso para no exigirnos imposibles, se apresuró a complacer a la enferma, poseída de cierto febril insomnio, y se puso a danzar en medio de la sala haciendo corro con cuatro chicos de los más despabilados. Cuando yo salí, quedaba el pobre señor haciendo piruetas y cabriolas con ningún arte y mucha torpeza; pero su incapacidad para el baile, provocando la hilaridad de su hija, más le inducía a seguir bailando. Daba saltos, alzaba los brazos descompasadamente, se descoyuntaba de pies y manos, tropezaba a cada instante, inclinándose adelante o atrás, hacía mil paseos estrambóticos y mil figuras grotescas que en otra ocasión me habrían hecho reír, y un sudor angustioso afluía de su rostro macilento, desfigurado por las muecas y visajes que le obligaban a hacer el fatigoso movimiento y los agudos dolores de su herida. Nunca vi espectáculo que tanto me entristeciera.
Esto que he referido a ustedes se repitió algunos días. Después vinieron circunstancias distintas y todo cambió. Los franceses escarmentados con la vigorosa y nunca vista defensa del 19 de Setiembre, mediante la cual estrelláronse contra todos los puntos de la muralla que quisieron franquear, no se atrevían al asalto. Tenían miedo, dicho sea sin petulancia; conocían la imposibilidad de abrir las puertas de Gerona por la fuerza de las armas, y se detuvieron en su línea de bloqueo, con intención de matarnos de hambre. El 26 de Setiembre llegó al campo enemigo el mariscal Augereau, el cual dicen se había distinguido en las guerras de la república y en el Rosellón; trajo consigo más tropas, las cuales poniéndonos por todos lados cerco muy estrecho, nos encerraron en términos que no podía entrar ni una mosca. Excusado es decir a ustedes que los pocos víveres que había se fueron acabando hasta que no quedó nada, sin que el gobernador diera a esto importancia aparente, pues cada hora se sostenía más en su tema de que Gerona no se rendiría mientras él viviese, y aunque media población sucumbiera a las penas del hambre y a las calenturas que se iban desarrollando al compás de no comer.
Ya no era posible pensar en socorros, como no vinieran por los aires. Ya no teníamos el triste recurso de buscar la muerte en las murallas, porque ellos no se cuidaban de asaltarlas, y era forzoso cruzarse de brazos y dejarse morir, mirando la efigie impasible de don Mariano Álvarez, cuyos ojos vivos no paraban nunca observando aquí y allí nuestras caras, por ver si alguna tenía trazas de desaliento o cobardía. Estábamos moralmente aprisionados entre las garras de acero de su carácter, y no nos era dado exhalar una queja ni un suspiro, ni hacer movimiento que le disgustara, ni dar a entender que amábamos la libertad, la vida, la salud. En suma, le teníamos más miedo que a todos los ejércitos franceses juntos.
Morir en la brecha es no sólo glorioso, sino hasta cierto punto placentero. La batalla emborracha como el vino, y deliciosos humos y vapores se suben a la cabeza, borrando de nuestra mente la idea del peligro, y en nuestro corazón el dulce cariño a la vida; pero morir de hambre en las calles es horrible, desesperante, y en la tétrica agonía ningún sentimiento consolador ni risueña idea alborozan el alma irritada y furiosa contra el mísero cuerpo que se le escapa. En la batalla, la vista del compañero anima; en el hambre el semejante estorba. Pasa lo mismo que en el naufragio; se aborrece al prójimo, porque la salvación, sea tabla, sea pedazo de pan, debe repartirse entre muchos.
Llegó el mes de Octubre y se acabó todo, señores: se acabó la harina, la carne, las legumbres. No quedaba sino algún trigo averiado, que no se podía moler. ¿Por qué no se podía moler? Porque nos comimos las caballerías que movían los molinos. Se pusieron hombres; pero los hombres extenuados de hambre, se caían al suelo. Era preciso comer el trigo como lo comen las bestias, crudo y entero. Algunos lo machacaban entre dos piedras, y hacían tortas, que cocían en el rescoldo de los incendios. Aún quedaban algunos asnos; pero se acabó el forraje, y entonces los animalitos se juntaban de dos en dos y se mantenían comiéndose mutuamente sus crines. Fue preciso matarlos antes que enflaquecieran más; al fin la carne de asno, que es la más desabrida de las carnes, se acabó también. Muchos vecinos habían sembrado hortalizas en los patios de las casas, en tiestos y aun en las calles; pero las hortalizas no nacieron. Todo moría, humanidad y naturaleza, todo era esterilidad dentro de Gerona, y empezó una guerra espantosa entre los diversos órdenes de la vida, destruyéndose de mayor a menor. Era una guerra a muerte en la animalidad hambrienta, y si al lado del hombre hubiera existido un ser superior, nos hubiéramos visto cazados y engullidos.