Gerona (19 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

—Bien, Badoret, veo que acertaste en trasladar aquí a tu hermana, pues aunque no me parezca cierto, como dijiste, que D. Pablo quisiera merendarse a tu familia, ese es un hombre a quien la desgracia de su hija exalta y enfurece, y capaz es de cometer cualquier atrocidad. Ahora, gracias a Dios, estamos libres de tales horrores, porque el sitio ha concluido y hay en Gerona víveres abundantes.

Al caer de la tarde, Siseta, sus dos hermanos y los camaradas de estos que habían escapado a la muerte, no ofrecían cuidado. Al día siguiente trasladé a mis amiguitos a una casa de la calle de la Barca, donde nos dieron asilo.

- XXIII -

Yo no tardé en reponerme, y transcurridos pocos días me presenté a mi amo don Francisco Satué, quien me dio una malísima noticia.

—Disponte para el viaje —me dijo, dándome uniforme, tahalí y espada, para que en todo ello comenzase a ejercitar mis altas funciones.

—¿Pues a dónde vamos, mi capitán?

—A Francia, bruto —me respondió con su habitual rudeza—. ¿No sabes que somos prisioneros de guerra? ¿Crees que nos dejan aquí para muestra?

—Señor, yo creí que nadie se metería ya con nosotros.

—Estamos en Gerona como enfermos; pero quieren que vayamos a convalecer a Perpiñán. Nos detienen tan sólo porque el gobernador no se halla en situación de poder ser llevado en un carro de municiones.

—¡Ojalá no lo estuviera en cien meses!

—Bárbaro ¿qué dices? —exclamó amenazándome.

—No, mi capitán, no es que yo desee otra cosa que la salud de nuestro queridísimo gobernador D. Mariano Álvarez de Castro; pero eso de llevarle a uno a Perpiñán es casi tan malo como lo que hemos pasado. Pero pues así lo mandan los que pueden más que nosotros, sea, y por mí no ha de quedar. No a Perpiñán, sino al fin del mundo, iré con mis jefes, mayormente si llevamos entre nosotros al gran gobernador.

Yo hablaba así, echándomela de bravo; pero en realidad sentía profunda pena al caer en la cuenta de que era un prisionero de guerra, de cuya libertad y residencia los franceses disponían a su antojo. ¡Desgraciado el que en la guerra pone su afición en lugares y personas, que no han de poder seguir tras él en los frecuentes e inesperados viajes a que impulsan la victoria o la desdicha!

Cuando fui al lado de Siseta, casi derramando lágrimas me expresé así:

—Prenda mía, ¿ves cuán desgraciado soy?… Ahora me llevan a Francia como prisionero de guerra, con todos los demás militares que estamos aquí, desde D. Mariano hasta el último ranchero. Si te pudiera llevar conmigo, Siseta… Pero mi capitán, el Sr. D. Francisco Satué, es el primer perseguidor de muchachas que hay en toda Cataluña, y le tengo miedo. Ahora me ocurre, Siseta, que mientras yo tomo el camino de esa condenada Francia, a quien vería de buena gana comida de lobos, tú con tus dos hermanos debes marcharte a la Almunia de doña Godina, donde está mi madre, y esperarme allí cuidándome las haciendas, hasta que me suelten o Dios disponga de la vida de este pecador.

Siseta me contestó dándome esperanza, y asegurando que convenía aguardar con serenidad el cumplimiento de nuestro destino, sin desconfiar de la bienhechora Providencia. Convinimos al fin en que no era una gran desventura que yo fuese a Francia, y por su parte halló muy prudente refugiarse en la Almunia, mientras yo volvía. La verdadera dificultad era la absoluta carencia de medios para vivir dentro de Gerona, lo mismo que para ausentarse. Éramos pobres hasta el último grado, y después de pasar tantos y tan penosos trabajos, Siseta y sus hermanos estaban destinados a sostenerse de la caridad pública. Pero Dios no abandona a las criaturas desvalidas, y he aquí cómo vino en nuestra ayuda por inesperados caminos. ¿De qué manera? ¿Cuándo? Esto, los mismos acontecimientos que voy contando os lo dirán.

Pero déjenme acudir a casa del Sr. D. Pablo Nomdedeu, de cuya salud me han dado muy malas noticias al volver de casa del talabartero, donde llevé el tahalí de mi amo para que le echase una pieza. Déjenme ir allá, que a pesar de las cuestiones desagradables que tuvimos, no deja de ser el señor don Pablo un entrañable amigo mío, a quien quiero de todas veras. Lo malo es que no puedo ir tan pronto como deseara, porque en la calle de Cort-Real la mucha gente que allí se junta en animados corrillos, me detiene el paso. ¿Qué ocurre? ¿Tenemos un cuarto sitio? No es nada; parece que los franceses, cansados de haber cumplido hasta ayer de mala gana las principales cláusulas de la capitulación, han acordado solemnemente romperlas. Así me lo dijo el padre Rull, a quien vi muy sofocado entre el gentío, refiriendo con declamatoria pomposidad los pormenores del suceso.

—Esto es una desvergüenza —decía— y un emperador que tales cosas hace es un pillo… nada, un pillo; ¿qué me importa que oigan los franceses? No bajaré la voz, no, señores. Lo dicho, dicho. En la capitulación se acordó que los regulares serían respetados, y ahora salimos con que nos llevan a Francia. ¿Pues qué, las órdenes son cosas de juego? ¿Somos chicos de escuela, para que hoy se nos diga una cosa y mañana otra?

—También yo voy a Francia, padre Rull —le dije— y consolémonos uno con otro, que frailes y soldados hacen buena miga, y la carga se lleva mejor en dos hombros que en uno.

—Nada, hijos míos, iremos adonde nos lleven y soportaremos sus crueldades con paciencia, como nos lo manda Nuestro Señor Jesucristo. Si así lo habéis querido vosotros, ¿qué se ha de hacer? Ved aquí las consecuencias de capitular cuando todavía podía haberse tirado una temporadita más, comiendo lo que había. A Francia, pues, y fíese usted de palabras de
cerdos.
Nosotros confiábamos ingenuamente en el cumplimiento de lo pactado, cuando vierais aquí que esta mañana se presenta en la santa casa un oficialejo, el cual con voces torpes y destempladas, dijo que nos preparásemos para salir mañana mismo para Francia, porque S. M. el emperador lo había dispuesto así desde París. Por lo visto, nos temen tanto como a los soldados. Y díganme ustedes ahora: ¿qué va a ser de Gerona sin frailes?

Cada uno contestaba al padre Rull, según sus ideas, cuál con enojo, cuál festivamente; pero al fin todos los que le oímos, convinimos en que lo del viaje era una grandísima picardía de S. M. el emperador de los franceses. Cuando me retiré de allí, quedaba el buen fraile sermoneando a sus amigos sobre la preeminencia que siempre alcanzaron las órdenes religiosas en los tratados de las naciones.

Llegué a casa del Sr. Nomdedeu, y desde mi entrada conocí que la salud del buen médico no debía de ser buena, por las señales de consternación que noté en el semblante de Josefina lo mismo que en el de la señora Sumta. Esta me dijo:

—Andresillo, no hables al amo de Siseta ni de los chicos, porque siempre que se le nombran, le da uno al modo de desmayo.

Josefina me preguntó por los míos, y al instante le comuniqué con la alegría de mis ojos el infeliz encuentro de mi novia y sus hermanos.

—Todos se salvan, menos mi buen padre —dijo tristemente la muchacha.

Al instante entré a ver al enfermo, quien me recibió con su habitual bondad. Junto a su lecho estaba un hombre en quien reconocí a uno de los escribanos de Gerona.

Indudablemente D. Pablo iba a hacer testamento. Su aspecto y figura no podían ser más tristes, al punto se echaba de ver que aquella lámpara tenía ya muy poco aceite. La postrimera luz brillaba, sí, como próxima a extinguirse, con viva claridad, y la irregular llama, tan pronto grande como chica, espantaba con sus oscilaciones deslumbradoras. Unas veces el espíritu del buen doctor se empequeñecía con extraordinario aplanamiento; otras se agrandaba, tomando proporciones superiores a las de la vida común: y con este variar angustioso, síntoma de todo fuego que se apaga luchando entre la combustión y la muerte, la lengua del médico pasaba de un mutismo invencible a una locuacidad mareante.

Cuando entré, respondió a mis cariñosas preguntas con monosílabos, que salían difícilmente de su sofocado pecho; pero al poco rato se fue despabilando en términos, que a ninguno de los presentes nos dejaba meter baza, y él se lo decía todo sin mostrarse cansado.

—¿Con que aseguras tú que no moriré? Ilusión, amigo mío, ilusión de tu buen deseo. Dios me ha leído ya la sentencia y en esto no hay ni puede haber duda alguna. Yo cumplí mi misión, ahora estoy demás.

—Señor, anímese usted —exclamé fingiendo entusiasmarme—. Pues qué, ¿ahora que Gerona está libre de hambres y muertes, se ha de ir el hombre mejor de toda la ciudad? Levántese de esa cama y vamos por ahí a ver las murallas rotas, los fuertes deshechos, las casas arruinadas, testigos de tanto heroísmo. Fuera pereza. Eso no es más que pereza, señor don Pablo.

—Pereza es, sí; pero la pereza última y definitiva, aquella del viajero que habiendo andado toda la jornada, se arroja sin aliento en el camino, convencido de que no puede más. Pereza es, sí, la mejor de todas, porque lleva al más dulce, al más placentero de los sueños, la muerte. ¡Ay, qué postrado me siento! Pues qué, ¿era posible que después de tan colosales esfuerzos en lo físico y en lo moral, siguiese yo viviendo? No una vida como la mía, sino cien robustas y vigorosas habríanse consumido en esta lucha con la naturaleza, que yo sostuve durante tanto tiempo; porque decirte, Andrés, el sin número de dificultades que vencí, sería el cuento de nunca acabar. Baste referirte que en pocos días, busque, fomenté y desarrollé en mí cualidades que no tenía; en pocos días, trasformado hasta lo sumo, encontreme con sentimientos y pasiones que antes no tenía, y todo fue como si una serie de hombres diversos se desarrollaran dentro de mí propio. Yo estoy asombrado de lo que hice, y ahora comprendo qué inmenso tesoro de recursos tiene el hombre en sí, si sabe explotarlo. Al fin, Andrés, mi pobre hija alargó sus días hasta el fin del cerco, y cuando los sanos y robustos sucumbieron, ella, enferma y endeble se ha salvado. He aquí premiada dignamente mi amorosa solicitud y mis colosales esfuerzos. Esta tierna niña, que es todo mi amor, está hoy delante de mí alegrando mi vista y mi alma con el color de sus mejillas. Basta este espectáculo a consolarme de todas mis penas, y si me entristece la muerte es porque mi hija y yo nos separamos ahora. Dios lo permite así, porque ya ella no necesita de mis constantes cuidados, y la savia vital que milagrosamente ha adquirido le dará bríos para subsistir por sí sola, sin el apoyo de estas manos fatigadas, que reclama la tierra, ansiosa de carne.

—Sr. D. Pablo —le dije dominando mi melancolía— deseche usted esos tristes pensamientos, que son la primera y única causa de su mal; mande a la señora Sumta que traiga y aderece un par de chuletas, que ya las hay buenas en Gerona, sin ser de gato ni de ratón, y cómaselas en paz y gracia de Dios, con lo cual, o mucho me engaño, o no habrá muerte que le entre en largos años.

—Esto no va con chuletas, amigo Andrés. Mi cuerpo rechaza todo alimento, y no quiere más que morirse. Está echando a voces el alma, increpándola para que se vaya fuera de una vez.

—Más consumidos y extenuados estaban otros, y sin embargo han vivido, y por ahí andan hechos unos robles. Y si no, ahí tenemos el ejemplo de Siseta, a quien dimos todos por muerta, y viva y sana está, gracias a Dios.

—¿Vive Siseta? —preguntó Nomdedeu con profundo interés y cierta exaltación que no pudo disimular.

—Sí, señor; tan viva está como sus dos hermanos.

—¿Estás seguro de ello?

—Segurísimo.

—¿Y no tiene heridas en su cuerpo gentil, ni golpes en su cabeza, ni rasguños en su piel, ni le falta brazo, pierna, dedo u otra parte alguna de su estimable persona?

—No, señor, nada le falta —repuse jovialmente— o al menos no tengo yo noticia de ello.

—¿Y los muchachos, aquellos juguetones y traviesos muchachos, están vivos y sanos?

—También, señor doctor, y todos muy deseosos de venir a ofrecer a usted sus respetos con la cortesía que les es propia, saltando y chillando.

—¡Oh, loado sea Dios! —exclamó con cierto arrobamiento contemplativo el infortunado doctor.

Dicho esto, permaneció un rato meditando u orando, que ambas funciones podían deducirse de su recogida y silenciosa actitud, y luego reposadamente me habló así:

—Me has proporcionado indecible consuelo al darme noticias tan lisonjeras de la familia del Sr. Mongat, porque me atormentaba la sospecha, el recelo, más que sospecha y recelo, la terrible certidumbre de que yo había ocasionado un gran mal a esos muchachos y a su bondadosa hermanita, cuando después del lamentable accidente del pedazo de azúcar, entré en casa de Siseta. Mi hija iba a morir de inanición. Yo pedía a la señora Sumta que nos diera algo de comer, y la señora Sumta no nos daba nada. Yo pedí a Dios que me enviase algo del cielo, y Dios tampoco quería enviarme nada. Siseta estaba allí; sus hermanos entraron haciendo ruido, y la insolente vitalidad que revelaban sus ágiles cuerpos despertó en mi alma un sentimiento que no te podré pintar, aunque por espacio de cien años te hable y agote todos los recursos de todas las lenguas conocidas. No: aquel sentimiento es una anomalía horrorosa en el ser humano, y sólo es posible que exista durante cortísimos intervalos en días que muy rara vez contará el tiempo en su infinita marcha. Yo miraba a los chicos, yo miraba a su hermana, y sentía un insaciable y sofocante anhelo de hacerlos desaparecer de entre los seres vivientes. ¿Por qué, amigo mío? Esto sí que no sabré decírtelo, porque yo mismo no lo entiendo. No creas que conturbaba mi cerebro el repugnante instinto de la antropofagia: no, no es nada de eso. Era un sentimiento del linaje de la envidia, Andrés; pero mucho, muchísimo más fuerte; era el egoísmo llevado al extremo de preferir la conservación propia a la existencia de todo el resto de la humana familia; era una aspiración brutal a aislarme en el centro del planeta devastado, arrojando a todos los demás al abismo, para quedarme solo con mi hija; era un vivísimo deseo de cortar todas las manos que quisieran asirse a la tabla en que los dos flotábamos sobre las embravecidas olas. Pintar todo lo que yo odié en aquel momento a los dos hermanos y a la pobre muchacha, sería más difícil que pintarte los horrores del infierno, abrazando lo grande y lo pequeño, el conjunto y los pormenores de la mansión donde el hombre impenitente expía sus culpas. Cada inhalación de su aliento al respirar, me parecía un robo; cada átomo de aire que entraba en sus pulmones, un tesoro arrancado al conjunto de elementos vitales que yo quería reunir en torno mío y de mi hija. Los malditos se repartían un pedazo de pan, un pedacito de pan, Andrés, amasado con todo el trigo y con toda el agua de la creación, para mi regalo. En aquella crisis del egoísmo, yo no comprendía que el Universo con sus mil mundos, su fauna y su flora, sus inagotables recursos y prodigios existiese para nadie más que para Josefina y para mí.

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