Read Gerona Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Gerona (15 page)

- XVIII -

Diciendo esto, cargaron con el artesón y bajáronlo al patio, y en un instante el traidor aparato quedó muy bien instalado, con el cebo dentro y el hilo en su sitio. España estaba dispuesta: no faltaba más que la invasión francesa.

Badoret entró impertérrito en la bodega y volvió al poco rato diciendo: —Están en guerra unos con otros. Vengan acá, que esto merece verse—. Entramos, y en efecto, vi la colosal batalla. Yo sabía que aquel enérgico y emprendedor animal se vuelve en su desesperación contra su propia casta cuando no encuentra en ninguna parte medios de subsistencia; pero jamás había visto los choques de aquellos feroces ejércitos, que se embestían con la saña salvaje de las primitivas guerras entre los hombres. Se arrojaban unos sobre otros, enredándose en horroroso vórtice, y se clavaban sin piedad las terribles armas de sus agudos dientes. Esta lucha no era en modo alguno una revuelta explosión de odios y hambres individuales, sino que tenía conjuntos poderosos, y las masas parduscas indicaban empujes colectivos dirigidos por el instinto militar que algunas castas zoológicas poseen en alto grado.

—Los que están bajo el tonel —dijo Badoret— son los del lado de allá del Oñá que han venido nadando. Con ellos están todos los de la parroquia de San Félix, y los de este lado son los de la plaza de las Coles, los más gordos, los más bravos, y tienen por jefe a Napoleón.

—Pues esos que han venido nadando —dije yo— no son otros que los ingleses, y los de la parroquia de San Félix son la gente del Norte. Me parece que va ganando Francia, es decir, la plaza de las Coles.

Sus gruñidos formaban un rumor espeluznante. Las desigualdades del terreno permitían a los ejércitos desarrollar en gran escala poderosa estrategia. Subían unos a apoderarse de un cajón vacío, y embestidos hábilmente por la espalda, eran arrollados y expulsados de su posición. Las masas pequeñas se reunían formando enorme cuña que al punto desbarataba la extensa línea de los contrarios; estos, desorientados y en desorden, reuníanse de nuevo concertando sus falanges, y sobre los cadáveres exangües, las mil patitas marchaban con vertiginosa carrera. Los más pequeños caían rodando impulsados por los grandes, y las panzas blanquecinas vueltas hacia arriba, variaban el informe aspecto de los valientes escuadrones. Las luchas individuales sucedían a los empujes colectivos, y la heroica sangre teñía los feraces campos. ¿A quién pertenece la victoria? Ahora lo veremos. Los de la plaza de las Coles dominaron el tonel, y plantándose allá con provocativa presunción, miraron jadeantes aún de cansancio, cómo huían hacía el fondo de la bodega las huestes destrozadas de la parroquia de San Félix y del otro lado del Oñá.

—Badoret, Manalet —exclamé yo—. Francia es vencedora. ¿Veis? Ya domina la hermosa Italia; observad cómo corre hacia el Norte esa nube de tudescos y sajones. Pero esto no ha concluido. Vedle allí. Ved cómo se relame, cómo enrosca el largo rabo reluciente cual una cuerda de seda. Con los ojuelos negros en que resplandece el genio de la guerra, observa desde aquella altura las diversas comarcas que tiene a sus pies, y los movimientos de sus desorganizados enemigos. Está midiendo el terreno, y su previsión admirable adivina los sitios que escogerán los otros para esperarle. Atended bien, Badoret y Manalet: reparad que después que ha descansado un rato, gozándose allá arriba con sus rápidos triunfos, se prepara a bajar de su trono. Inmensas falanges llenas de entusiasmo le rodean, y allá en el Norte el espacio resuena con el chirrido de mil dientes que chocan, y las colas azotan con impaciencia el suelo. Nuevas batallas se preparan, Badoret, Manalet. Esto no quedará así, y si no me engaño, el pérfido aspira a dominar todos los subterráneos, desde el Galligans hasta el puente de piedra y ambas orillas del hermoso Oñá. ¿Oís? Las belicosas uñas se afilan en el suelo, y en las cuentecitas de vidrio que tienen por ojos brilla el ardor de los combates. La hora terrible se acerca, y el ogro, hambriento de carne y nunca saciado, devorará a los hijos del Norte. ¡Ay! ¡Las pobres madres han concebido y dado a luz nada más que para esto! Ya van; ya se acercan. Ved cómo todos los de la otra crujía se reúnen, acudiendo de distintas partes. El ogro desciende pausadamente de su trono, y una aureola de majestad le rodea. A su vista los débiles se hacen fuertes y los tímidos se arrojan a los primeros puestos. Ya se encuentran y está trabada de nuevo la feroz pelea.

Avanzamos para ver mejor, y vimos cómo se devoraban llevando siempre la mejor parte los de abajo, es decir, Francia. Si los otros eran más fuertes, estos parecían más ligeros. Los del lado allá del Oñá, los de San Félix y el Matadero, se sostenían enérgicamente, pero al fin no les era posible resistir el empuje de sus contrarios, que parecían poseídos de sublime enajenación, y sus hociquitos negros y bigotudos lo arrasaban todo delante de sí. Si lo que les impulsaba a la lucha era pura y simplemente el anhelo de satisfacer su apetito, una vez trabada aquella, despierto y exaltado el genio militar, los escuálidos soldados no se acordaban de llenar sus panzas con los despojos del vencido, y un ideal de gloria les impelía a avanzar sobre los rotos escuadrones, sobre las tinajas teñidas de sangre, sobre el tonel jamás conquistado, dominándolo todo con su planta atrevida.

Creerán los oyentes que miento, que desfiguro los hechos, que pinto lo que me conviene; juzgarán que mi cabeza trastornada por las penalidades y debilitada por la inanición, forjó ella misma para su propio entretenimiento estas batallas de roedores, estas ambiciones de la última escala animal, para representar en pequeño las de la primera. Pero yo juro y perjuro que nada he dicho que no sea cierto, así como también lo es que Badoret, al ver cómo se destrozaban, encendió una buena porción de yerba, apartándola del resto, para que no se declarase incendio, y al instante el mucho y denso humo nos obligó a salir afuera apresuradamente.

—Ahora no quedará uno dentro —dijo Badoret—. Andrés y tú, hermano, coged un palo, y cuando salgan, de cada garrotazo caerá un regimiento. Yo tiraré del hilo de la trampa. Si algún otro que el gran emperador se acerca a comerse el cebo, espantadle con un golpe. En la trampa no ha de caer sino Su Majestad.

Pronto la puerta de la oscura cueva empezó a vomitar gente y más gente, es decir, guerreros de aquella formidable pelea que habíamos visto. Corrieron por el patio en distintas direcciones, subieron la escalera, tornaron a bajar, y no pocos de ellos se acercaron al artesón en quien veían los chicos nada menos que la representación genuina de nuestra querida y desgraciada madre España. Badoret de improviso impúsonos silencio diciendo:

—Ahí viene; apártense todos, y abran paso a su grandeza.

En efecto, el más grande, el más hermoso, el más gordo de aquellos caballeros, apareció en la puerta del subterráneo. Desde allí revolvió con orgullo a todos lados los negros ojos, y moviéndose despaciosamente, arrastraba con elegantes ondulaciones el largo rabo. Contrajo el hocico, mostrando sus dientes de marfil, y rasguñó el suelo con majestuoso gesto. Anduvo largo trecho entre la turbamulta de los suyos, que con desdén miraba, y al llegar a la mitad del patio, vio aquel inusitado aparato que teníamos dispuesto. Acercose, y estuvo mirándolo por diversas partes, sorprendido sin duda de su extraña forma, y solicitado de los olorosos reclamos del cebo hábilmente puesto dentro. Muy por lo bajo, dije yo a Manalet:

—Este emperador tiene demasiado talento para meterse aquí.

—Quién sabe, Andresillo —me contestó el chico—. Como está tan enfatuado con las batallas que acaba de ganar, y se le habrá puesto en la cabeza que para él no hay ratoneras, ni trampas, ni lazos, puede que se ciegue y se meta dentro.

Napoleón se acercó con paso resuelto. Aunque dotado de inmensa previsión y de penetrante vista, el humo de gloria que llenaba su cerebro había enturbiado sus poderosas facultades, y encontrándolo todo fácil, sin ver más que a sí mismo y a su feliz estrella, precipitose decididamente dentro de España. El hilo funcionó, y cayendo con estrépito la artesa, Su Majestad quedó en la trampa.

—¡Ah, pícaro, tunante, ladrón! —exclamó Badoret saltando de gozo—. Ahora las vas a pagar todas juntas.

—Irá vivo al mercado —añadió el otro— y nos darán por su cuerpecito nueve reales. Ni un cuarto menos, hermano Badoret.

- XIX -

Atado por el rabo el vencedor de Europa, los chicos querían llevarlo al mercado; pero yo lo tomé para mí, diciéndoles:

—Si trabajáis un poco más no os faltarán otros respetables sujetos que llevar al mercado. Dejad este para mí, que lo necesito, y coged a Saint-Cyr, a Duhesme, a Verdier y a Augereau.

Haciendo, pues, nuevas y valiosas presas se marcharon.

Yo atravesaba la puertecilla, mejor dicho, el agujero que comunicaba al patio de la casa de Ferragut con la mía, cuando mi cabeza tropezó con otra cabeza. Nos topamos el señor Nomdedeu y yo, él queriendo entrar y yo queriendo salir.

—Detente un rato más, Andrés —me dijo con agitación— y ayúdame. Pero qué hermoso animal tienes ahí. ¿Cuánto pides por él?

—No lo vendo —repuse con orgullo.

—Es que yo lo quiero —me dijo con firmeza, deteniéndome por un brazo—. ¿Sabes que se ha muerto Gasparó? Mi hija se muere también, es decir, quiere morirse; pero yo no lo permito, no lo permitiré, no señor; estoy decidido a no permitirlo.

—Nada de eso me importa, Sr. Nomdedeu —repuse—. ¿Cómo está Siseta?

—¿Siseta? Se morirá también. He aquí una muerte que importa poco. Siseta no tiene padre que se quede sin hija. ¿Me das lo que llevas ahí?

—Usted bromea. Adiós, Sr. Nomdedeu. Por aquella puerta se baja a donde hay mucho de esto.

—¡Oh! ¡qué repugnante sitio! —exclamó el doctor—. ¿Pero qué llevas ahí? Un niño Jesús de alfeñique. Dámelo, Andrés, dámelo. ¡Azúcar! Dios mío. ¡Azúcar! ¡Qué rayo de luz divina!

—No puedo darlo tampoco. Es para Siseta.

El doctor se puso lívido, más lívido de lo que estaba, y mirome con una expresión rencorosa que me llenó de espanto. Le temblaban los labios, y a cada instante llevábase las convulsas manos a su amarillo cráneo desnudo. Me infundía lástima; me infundía además su vista poderoso egoísmo, y le detestaba, sí, le detestaba, sobre todo desde que tuvo la audacia de mirar con ávidos ojos el niño Jesús sin piernas que yo llevaba.

—Andrés —me dijo— yo quiero ese pedazo de azúcar. ¿Me lo darás?

Examine rápidamente a Nomdedeu. Ni él tenía armas, ni yo tampoco.

—Si no me lo das, Andrés —prosiguió— yo estoy dispuesto a que se pierda mi alma por quitártelo.

Diciendo esto, el doctor, sin darme tiempo a tomar actitud defensiva, arrojose sobre mí, y me hizo caer al suelo. Clavome las manos en los hombros, y digo que me clavó, porque parecía que manos de hierro, horadando mi carne, se hundían en la tierra. Luché, sin embargo, en aquella difícil posición, y conseguí incorporarme. La fuerza de Nomdedeu era vigorosa pero de poca consistencia, y se consumía toda en el primer movimiento. La mía, muscular e interna, carecía de rápidos impulsos; pero duraba más. ¡Oh, qué situación, qué momento! Quisiera olvidarlo, quisiera que se borrara por siempre de mi memoria; quisiera que aquel día no hubiese existido en la esfera de lo real. Pero todo fue cierto y lo mismo que lo voy contando. Yo pesé sobre D. Pablo, como él había pesado sobre mí, y pugné por clavarlo en el suelo. Yo no era hombre, no, era una bestia rabiosa, que carecía de discernimiento para conocer su estúpida animalidad. Todo lo noble y hermoso que enaltece al hombre había desaparecido, y el brutal instinto sustituía a las generosas potencias eclipsadas. Sí, señores, yo era tan despreciable, tan bajo como aquellos inmundos animales que poco antes había visto despedazando a sus propios hermanos para comérselos. Tenía bajo mis manos, ¿qué manos?, bajo mis garras a un anciano infeliz, y sin piedad le oprimía contra el duro suelo. Un fiero secreto impulso que arrancaba del fondo de mis entrañas, me hacía recrearme con mi propia brutalidad, y aquella fue la primera, la única vez en que sintiéndome animal puro, me goce de ello con salvaje exaltación. Pero no fui yo mismo, no, no, lo repetiré mil veces; fue otro quien de tal manera y con tanta saña clavó sus manos en el cuello enjuto del buen médico, y le sofocó hasta que los brazos de éste se extendieron en cruz, exhaló un hondo quejido, y cerrando los ojos, quedose sin movimiento, sin fuerzas y sin respiración.

Me levanté jadeante y trémulo, con el juicio trastornado, incapaz de reunir dos ideas, y sin lástima miré al desgraciado que yacía inerte en el suelo. El niño de alfeñique cayóseme de las manos, y Napoleón, que durante la lucha se había visto libre, cargó con él, huyendo a todo escape, con el hilo aún atado en la cola.

Esperé un momento. Nomdedeu no respiraba. La brutalidad principió a disiparse en mí, y así como en las negras nubes se abre un resquicio, dando paso a un rayo de sol, así en los negrores de mi espíritu se abrió una hendidura, por donde la conciencia escondida escurrió un destello de su divina luz. Sentí el corazón oprimido; mil voces extrañas sonaban en mi oído, y un peso, ¡qué peso!, una enorme carga, un plomo abrumador gravitó sobre mí. Quedeme paralizado, dudaba si era hombre, reflexioné rápidamente sobre el sentimiento que me llevara a tan horrible extremo, y al fin atemorizado por mi sombra, huí despavorido de aquel sitio.

Pasé al otro patio, y entrando en casa de Siseta, la vi exánime sobre el suelo. A un lado estaba el cadáver del pobre niño, y más al fondo advertí la presencia de una tercera persona. Era Josefina, que hallándose sola por largo tiempo en su casa, había bajado arrastrándose. Examiné a Siseta, que lloraba en silencio, y a su vista experimenté un temor inmenso, una angustia de que no puedo dar idea, y la conciencia que hace poco me enviara un solo rayo, me inundó todo de improviso con espantosas claridades. Un gran impulso de llanto se determinaba en mi interior; pero no podía llorar. Retorciéndome los brazos, golpeándome la cabeza, mugiendo de desesperación, exclamé sin poder contener el grito de mi alma irritada:

—Siseta, soy un criminal. He matado al Sr. Nomdedeu, ¡le he matado! Soy una bestia feroz. Él quería quitarme un pedazo de azúcar que guardaba para ti.

Siseta no me contestó. Estaba estupefacta y muda, y la extenuación, lo mismo que el profundo dolor, la tenían en situación parecida a la estupidez. Josefina acercándose a mí y tirándome de la ropa, me preguntó:

—Andrés, ¿has visto a mi padre?

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