Read Gerona Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Gerona (16 page)

—¿Al Sr. Nomdedeu? —contesté temblando como si el ángel de la justicia me interrogara—. No, no lo he visto… Sí… allí está… allí… pasando al otro patio.

Y luego, anhelando arrojar lejos de mí las terribles imágenes que me acosaban, volvime a Siseta y le dije:

—Siseta de mi corazón, ¿ha muerto Gasparó? ¡Pobre niño! ¿Y tú cómo estás? ¿Te hace falta algo? ¡Ay! Huyamos, vámonos de esta casa, salgamos de Gerona, vámonos a la Almunia a descansar a la sombra de nuestros olivos. No quiero estar más aquí.

Un extraordinario y vivísimo ruido exterior no me dejó lugar a más reflexiones ni a más palabras. Sonaban cajas, corría la gente, la trompeta y el tambor llamaban a todos los hombres al combate. Siseta alargó lentamente el brazo y con su índice me señaló la calle.

—Ya, ya lo entiendo —dije—. D. Mariano quiere que todos estos espectros hagan una salida, o resistan el asalto de los franceses. Vamos a morir. Anhelo la muerte, Siseta. Adiós. Aquí están los chicos. ¿Los ves?

Eran Badoret y Manalet que entraron diciendo:

—Hermana Siseta, trece reales, traemos trece reales. ¿Has arreglado a Napoleón? ¿Dónde está Napoleón?

Saliendo con mi fusil al hombro a donde el tambor me llamaba, corrí por las calles. Estaba ciego y no veía nada ni a nadie. Mi cuerpo desfallecido apenas podía sostenerse; pero lo cierto es que andaba, andaba sin cesar. Hablando febrilmente conmigo me decía; ¿pero estoy loco?… ¿pero estoy vivo acaso? ¡Terrible situación de cuerpo y de espíritu! Fui a la muralla de Alemanes, hice fuego, me batí con desesperación contra los franceses que venían al asalto, gritaba con los demás y me movía como los demás. Era la rueda de una máquina, y me dejaba llevar engranado a mis compañeros. No era yo quien hacía todo aquello: era una fuerza superior, colectiva, un todo formidable que no paraba jamás. Lo mismo era para mí morir que vivir. Este es el heroísmo. Es a veces un impulso deliberado y activo; a veces un ciego empuje, un abandono a la general corriente, una fuerza pasiva, el mareo de las cabezas, el mecánico arranque de la musculatura, el frenético y desbocado andar del corazón que no sabe a dónde va, el hervor de la sangre, que dilatándose anhela encontrar heridas por donde salirse.

Este heroísmo lo tuve, sin que trate ahora de alabarme por ello. Lo mismo que yo hicieron otros muchos también medio muertos de hambre, y su exaltación no se admiraba porque no había tiempo para admirar. Yo opino que nadie se bate mejor que los moribundos.

Allí estaba D. Mariano Álvarez, que nos repitió su cantilena: «Sepan los que ocupan los primeros puestos, que los que están detrás tienen orden de hacer fuego sobre todo el que retroceda». Pero no necesitábamos de este aguijón que el inflexible gobernador nos clavaba en la espalda para llevarnos siempre hacia adelante, y como muy acostumbrados a ver la muerte en todas formas, no podíamos temer a la amiga inseparable de todos los momentos y lugares.

La misma fatiga sostenía nuestros cuerpos hablábamos poco y nos batíamos sin gritos ni bravatas, como es costumbre hacerlo en las ocasiones ordinarias. Jamás ha existido heroísmo más decoroso, y a fuerza de ver el ejemplo, imitábamos el aspecto estatuario de D. Mariano Álvarez, en cuya naturaleza poderosa y sobrehumana se estrellaban sin conmoverla las impresiones de la lucha, como las rabiosas olas en la peña inmóvil.

Por mi parte puedo asegurar que lleno el espíritu de angustia, alarmada hasta lo sumo la conciencia, aborrecido de mí mismo, me echaba con insensato gozo en brazos de aquella tempestad, que en cierto modo reproducía exteriormente el estado de mi propio ser. La asimilación entre ambos era natural, y si en pequenos intervalos yo acertaba a dirigir mi observación dentro de mí mismo, me reconocía como una existencia flamígera y estruendosa, parte esencial de aquella atmósfera inundada de truenos y rayos, tan aterradora como sublime. Dentro de ella experimentábanse grandes acrecentamientos de vida, o la súbita extinción de la misma. Yo puedo decirlo: yo puedo dar cuenta de ambas sensaciones, y describir cómo acrecía el movimiento, o por el contrario, cómo se iban extinguiendo los ruidos del cañón, cual ecos que se apagaban repetidos de concavidad en concavidad. Yo puedo dar cuenta de cómo todo, absolutamente todo, ciudad, campo enemigo, cielo y tierra, daba vueltas en derredor de nuestra vista, y cómo el propio cuerpo se encontraba de improviso apartado del bullidor y vertiginoso conjunto que allí formaban las almas coléricas, el humo, el fuego y los ojos atentos de D. Mariano Álvarez, que relampagueando entre tantos horrores lo engrandecían todo con su luz. Digo esto porque yo fui de los que quedaron apartados del conjunto activo. Me sentí arrojado hacia atrás por una fuerza poderosa y al caer, bañándome la sangre, exclamé en voz alta:

—¡Gracias a Dios que me he muerto!

Un patriota que por no tener arma se contentaba con arrojar piedras, arrancó el fusil de mis manos inertes, y ocupando mi puesto gritó con alegría:

—Acabáramos. ¡Gracias a Dios que tengo fusil!

- XX -

Fui primero hollado y pisoteado, y sobre mi cuerpo algunos patriotas se empinaban para ver mejor hacia fuera; pero pronto me apartaron de allí y sentí el contacto de suavísimas manos. Pareciome que unos pájaros del cielo bajaban a posarse sobre mi cuerpo dolorido, trayéndole milagroso alivio. Aquellas manos eran las de unas monjas.

Diéronme de beber y me curaron, diciéndose unas a otras:

—El pobrecillo no vivirá.

Ignoro dónde estaba, y no me es posible apreciar el tiempo que transcurría. Sólo en una ocasión recuerdo haber abierto los ojos adquiriendo la certidumbre de que me rodeaba oscurísima noche. En el cielo había algunas tristes estrellas que fulguraban con blanca luz. Sentía entonces agudísimos dolores; pero todo se extinguió prontamente, y cayendo en profundo sopor, vivía con largas interrupciones de sensibilidad. Otra vez abrí los ojos y vi que se estaban batiendo. Las monjas acudieron de nuevo a mí, y su asistencia me produjo muy vivo consuelo. Yo no hablaba: no podía hablar; pero un accidente harto original me obligó poco después a empeñarme en usar la palabra. Entre la mucha gente que por allí en distintas direcciones discurría, vi un muchacho en quien hube de reconocer a Badoret.

Badoret llevaba a cuestas el cuerpo de un niño de pocos años, cuyas piernas y brazos colgaban hacia adelante. Así cargaba comúnmente a su hermano cuando vivía, y así lo llevaba muerto. Hice un esfuerzo y llamé al muchacho. Este, que se inclinaba a examinar a los que allí en diversos puntos yacían, acercose a mí y me dijo:

—Andrés, ¿tú también has muerto?

—¿Por qué llevas a cuestas el cuerpecito de tu hermano?

—¡Ay! Andrés, me mandaron que lo echara al hoyo que hay en la plaza del Vino; pero no quiero enterrarlo, y lo llevo conmigo. El pobre ya no llora ni chilla.

—¿Y tu hermana?

—Hermana Siseta no se mueve, ni habla, ni llora tampoco. La llamamos y no nos responde.

Iba a preguntarle por Josefina; pero me faltó valor, se me extinguió la facultad de hablar, y nublándose mis ojos, vi desaparecer a Badoret, saltando con su lúgubre carga sobre los
[12]
hombros.

La fiebre traumática se apoderó de mí con gran intensidad, reproduciéndome los hechos que habían precedido a la situación en que me encontraba. Siseta aparecía a mi lado con su hermano en los brazos, y yo le decía: —Prenda mía, ya no podemos ir a sentarnos a la sombra de los olivos que tengo en la Almunia, porque mi conciencia va detrás de mí acosándome sin cesar, y tengo que huir y correr hasta que encuentre un sitio lejano a donde ella no pueda seguirme. No volveré a entrar jamás en tu casa, porque allí junto está, tendido en cruz sobre el suelo, D. Pablo Nomdedeu, a quien maté porque me quería quitar mi azúcar. Yo me voy a donde no me vea gente nacida. Dame tu mano. Adiós.

Al decir esto, estaba besando la mano de una señora monja.

Otras veces creía sentir el contacto de un brazo junto al mío, y exclamaba: ¡Ah!, es usted, Sr. D. Pablo Nomdedeu. Los dos hemos muerto y nos juntamos en lo que llamábamos allá
la otra vida
; sólo que usted camina hacia el cielo, y yo voy derecho al infierno. Aquí donde estamos, entre estas oscuras nubes, ya no hay odios ni resentimientos. Me pesa de haberle matado a usted, y válgame el arrepentimiento. ¿Cómo había de consentir en darle a usted el azúcar? No, Sr. D. Pablo, no lo consentiré jamás. ¿Aún insiste usted en quitármela, cuando despojados de la vestidura corporal, volamos los dos por esta región donde no hay ruido, ni luz, ni nada? ¿Aún aquí, equivocándonos de caminos, nos encontramos para reñir? Pero no, siga usted adelante y no se detenga a quitarme lo mío. Dios me perdonará mi crimen; yo fui atacado por usted, yo me defendía, y una bestia feroz que se metió dentro de mí, le mató a usted. Fue sin duda aquel infame Napoleón. ¡Oh! ¿Por qué quise apropiarme el aparente cuerpo de tan fiero demonio? Sí, ya te estoy viendo delante de mí… Allá voy, no me llames más. Vagando por estos espacios donde no hay ruido, ni luz, ni nada, yo creí que no te presentarías delante de mí; pero aquí estás. Cierra esos ojillos negros como cuentas de azabache, no claves en mí tus dientes más blancos que el marfil, ni enrosques esa culebra que llevas por cola. Ya sé que te pertenezco desde que cayó el artesón sobre ti, y tus tramas infernales me pusieron en el caso de matar a aquel santo varón, buen amigo, excelente padre y honrado patriota. Iré contigo al infierno, que será mi expiación. No vuelvas el horrendo hocico hacia atrás, que ya te sigo. Los arcángeles celestiales me azuzaron como a un perro cuando me acerqué a las puertas del Paraíso, y ahora camino hacia abajo. Adiós, Nomdedeu, ya te veo allá arriba. Brillas como una estrella; pero tu resplandor no ilumina esta oscuridad en que me veo. El calor de las llamas que despides por la boca, infame Napoleón, me está abrasando, me ahogo en una atmósfera de fuego, y una sed espantosa seca mi boca. ¿No hay quién me dé un poco de agua?

Un vaso tocó mis labios. Las monjas me daban agua.

Luego tornaba a los mismos delirios, siempre éstos diversos a cada instante, ora terribles, ora gratos, hasta que un día me reconocí en el uso completo de mis sentidos y con el entendimiento claro y sin nubes. Vi el cielo encima, en derredor mucha gente que hablaba, y a mi lado un fraile. No se oían cañonazos, y el silencio, con serlo, parecía un ruido indefinible.

—Hijo mío —me dijo el fraile— ¿estás mejor? ¿Te sientes bien? Esa herida del pecho no es mortal. Si hubiera recursos en Gerona y se te alimentara bien, curarías como otros muchos.

—¿Qué ocurre, padre? ¿Qué día es hoy? ¿A cuántos estamos?

—Hoy es el 9 de Diciembre, y ocurre una inmensa desgracia.

—¿Qué?

—Está enfermo D. Mariano Álvarez, y la ciudad se va a rendir.

—¡Enfermo! —exclamé con sorpresa—. Yo creí que D. Mariano no podía estar enfermo ni morir. Moriremos nosotros; pero él…

—Él también morirá. Hoy le ha entrado el delirio y ha traspasado el mando al teniente del Rey D. Juan Bolívar. Desde que Álvarez está en cama, nadie considera posible la defensa. Sólo hay mil hombres disponibles, y aun estos están también enfermos. A estas horas hay junta de jefes para ver si se rinde o no la plaza en este día. Me temo que se saldrán con la suya los pícaros que quieren la rendición. Es una vergüenza que esto pase. Hay aquí mucha gente que no piensa más que en comer.

—Padre —dije yo— si hay algo por ahí, démelo, aunque sea un pedazo de madera. No puedo resistir más.

El fraile me dio no sé qué cosa; pero yo la devoré sin averiguar lo que era. Después le hablé así:

—¿Su paternidad está aquí auxiliando a los moribundos? Yo, aunque Dios en su infinita misericordia me conserve por ahora la vida, quiero confesar un gran pecado que tengo. Si no me quito de encima este gran peso, no podré vivir. Por ahí creerán que D. Pablo Nomdedeu ha muerto de hambre o de miedo. No, yo debo declarar que le he matado porque me quiso quitar un pedazo de azúcar.

—Hijo mío —repuso el fraile— o estás aún delirando, o confundiste con otro al Sr. Nomdedeu, pues tengo la seguridad de haber visto a este hoy mismo, si no bueno y sano, al menos con vida. No descansa en lo de curar a diestro y siniestro.

—¡Cómo! ¿Es posible? —exclamé con estupefacción—. ¿Vive el Sr. D. Pablo Nomdedeu, ese espejo de los médicos? Padre, tan buena nueva me devuelve por entero la vida. Yo le dejé por muerto en medio del patio. No puedo creer sino que ha resucitado para que su hija no quedase huérfana. Padre, ¿conoce usted a Siseta, la hija del Sr. Cristòful Mongat? ¿Sabe por ventura si vive?

—Hijo, nada puedo decirte de esa muchacha. Sólo sé que la casa donde vivían el Sr. Mongat y el Sr. Nomdedeu, ha sido destruida por una bomba ayer mismo. Tengo idea de que todos sus habitantes se salvaron, excepto alguno que se ha extraviado, y no se le puede encontrar.

—¡Oh! ¡Si pudiera levantarme y correr allá! —dije—. Pero parece que me han clavado en esta maldita cama. ¿En dónde estoy?

—Esta es la cama en que murió Periquillo del Roch, asistente del Sr. D. Francisco Satué, que es, como sabes, edecán del gobernador. Cuando murió Periquillo, te pusimos aquí, y ayer dijo Satué que te tomaría por asistente.

—¿Con que Su Paternidad no me da noticias de la pobre Siseta? El corazón me dice que no ha muerto, y que no soy por lo tanto viudo.

—¿Eres casado?

—Con el corazón. Siseta será mi mujer si vive… ¿Y dice Su Paternidad que no ha muerto el Sr. Nomdedeu?

—Así parece, pues se le ve por la ciudad. Verdad es que más bien tiene aspecto de un muerto que anda, que de persona viva.

—¿Será cierto lo que oigo? ¿Y el Sr. D. Pablo se mueve?

—Anda, aunque cojo.

—¿Y abre los ojos?

—Sí; sus ojos parduzcos buscan las piernas rotas en la oscuridad de los escombros.

—¿Y habla?

—Con su voz clueca, que tan buenas cosas sabe decir.

—¿Pero es el mismo, o un remedo de don Pablo, una sombra que viene del otro mundo a figurar que pone vendas?

—El mismo, aunque de puro desfigurado, apenas se le conoce.

—¡Oh, qué inmensa alegría siento! ¿De modo que ha resucitado?

—No dudes que vive; pero también te aseguro que no doy dos ochavos por lo que le quede de razón.

En todo aquel día no me pude mover, aunque notaba de hora en hora bastante mejoría. La curiosidad y el afán me devoraban, anhelando saber la suerte de los míos, y aunque la certidumbre de no ser matador de Nomdedeu había dado gran tranquilidad a mi espíritu, el no saber el paradero de Siseta me entristecía en sumo grado. Sin moverme de allí supe que la plaza estaba a punto de rendirse, y que había ido a tratar con el general francés el español D. Blas de Fournás. Esto tenía muy irritados a los fantasmas que con el nombre de hombres discurrían aún arma al brazo por las murallas destruidas, y fue preciso a Fournás, cuando salió de la plaza, ocultar el verdadero motivo de su viaje.

Other books

Better Places to Go by Barnes, David-Matthew
Wildfire Gospel (Habitat) by Wright, Kenya
Eleanor by Ward, Mary Augusta
Outsourced by Dave Zeltserman
Knockout Mouse by James Calder
Bridesmaids by Jane Costello
Power Play (Center Ice Book 2) by Stark, Katherine
Magic by Danielle Steel
The CBS Murders by Hammer, Richard;