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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

Las obras maestras de la literatura

Cuba, 7 noviembre

T
enía necesidad, para ciertos propósitos míos, de conocer lo que los profesores de los
collèges
llaman las “obras maestras de la literatura”. Di a un laureado bibliotecario, que me aseguraron que era un conocedor perfecto de ellas, la orden de prepararme una lista, lo más restringida posible, de obras, y de procurármelas en las mejores condiciones. Apenas me hallé en posesión de estos tesoros, no permití la entrada a nadie, y ya no me levanté de la cama.

Las primeras se me antojaron malas y me pareció increíble que tales
humbugs
fuesen verdaderamente los productos de primera calidad del espíritu humano. Aquello que no comprendía me parecía inútil; lo que comprendía no me gustaba o me ofendía. Género absurdo, aburrido; tal vez insignificante o nauseabundo. Relatos que si eran verdaderos me parecían inverosímiles, y si inventados, insulsos. Escribí a un profesor célebre de la Universidad de W. para preguntarle si aquella lista estaba bien hecha. Me contestó que sí y me dio algunas indicaciones. Tuve valor para leer aquellos libros, todos, menos tres o cuatro que no pude soportar desde las primeras páginas.

Huestes de hombres, llamados héroes, que se despanzurraban durante diez años seguidos bajo las murallas de una pequeña ciudad, por culpa de una vieja seducida; el viaje de un vivo en el embudo de los muertos como pretexto para hablar mal de los muertos y de los vivos; un loco hético y un loco gordo que van por el mundo en busca de palizas; un guerrero que pierde la razón por una mujer y se divierte en desbarbar las encinas de las selvas; un villano cuyo padre ha sido asesinado y que, para vengarle, hace morir a una muchacha que le ama y a otros variados personajes; un diablo cojo que levanta los tejados de todas las casas para exhibir sus vergüenzas; las aventuras de un hombre de mediana estatura que hace el gigante entre los pigmeos y el enano entre los gigantes, siempre de un modo inoportuno y ridículo; la odisea de un idiota que a través de una serie de bufas desventuras sostiene que este mundo es el mejor de los mundos posibles; las peripecias de un profesor demoníaco servido por un demonio profesional; la aburrida historia de una adúltera provinciana que se fastidia y, al fin, se envenena; las salidas locuaces e incomprensibles de un profeta acompañado de un águila y de una serpiente; un joven pobre y febril que asesina a una vieja, y luego, imbécil, no sabe siquiera aprovecharse de la coartada y acaba cayendo en manos de la Policía.

Me pareció comprender, con mi cabeza virgen, que esa literatura tan alabada se hallaba apenas en la edad de la piedra, lo que me dejó desesperadamente desilusionado. Escribí a un especialista en poesía, el cual intentó confundirme diciéndome que aquellas obras valían por el estilo, la forma, el lenguaje, las imágenes y los pensamientos y que un espíritu educado podía experimentar con ellas grandísimas satisfacciones. Le contestó que, por mi parte, obligado a leer casi todos aquellos libros en traducciones, la forma importaba poco, y que el contenido me parecía, como es, anticuado, insensato, estúpido y extravagante. Gasté cien dólares en esta consulta, sin ningún fruto.

Por fortuna conocí más tarde a algunos escritores jóvenes que confirmaron mi juicio sobre aquellas viejas obras y me hicieron leer sus libros, donde encontré, entre muchas cosas turbias, un alimento más adecuado a mis gustos. Me ha quedado, sin embargo, la duda de que la literatura sea tal vez incapaz de perfeccionamientos decisivos. Es muy probable que nadie, dentro de un siglo, se dedique a una industria tan atrasada y poco remuneradora.

Músicos

New Parthenon, 26 abril

C
uando se supo que yo era protector de las artes vino a ofrecérseme un músico macedonio.

Tenía una cara triangular coronada por un gran mechón de cabellos rubios. De altísima estatura, su capa de color ortiga apenas le llegaba a las rodillas.

—¿Qué sabe usted hacer?

—He inventado una nueva música, sin instrumentos. La vieja música no sabe más que hacer gemir tripas, hacer pasar el aliento por tubos de metal o percutir sobre burros muertos. Yo me he libertado de los productores artificiales de sonidos. He escrito una sinfonía con sonidos naturales que produce sensaciones absolutamente insospechadas y será el principio de una revolución en este arte ahora decrépito.

—¿Qué título tiene su sinfonía?


La Carrera de los Cometas.

—¿Cuándo podré oírla?

—Dentro de dos días.

Al tercer día me avisaron que todo estaba dispuesto. La sala de música había sido cerrada, en el fondo, con un telón de seda amarillo de plata. No podían verse, de este modo, ni instrumentos, ni músicos.

Un silbido largo, gemebundo, como el que produce el viento del Norte por las rendijas, anunció el principio del concierto. Luego, tras el telón, se elevó un zumbido profundo y alterno, semejante al de las colmenas. Un borbotón de agua, chorro de una fuente invisible, le acompañó con sus rebotes sordos, y se oyó al mismo tiempo una melopea estridente como producida por furiosas limas. Pero todo fue dominado, de pronto, por un coro solemne de rugidos de leones evocadores del hambre inmensa de los desiertos, de la desesperación, de la ferocidad, del terror de los imposibles. La seda del telón se estremecía; algunos de mis compañeros se pusieron pálidos.

De repente el silencio. Había terminado el primer tiempo.

El segundo comenzó con un batir precipitado de numerosos martillos sobre yunques, inmediatamente seguido de un zurrido de veletas presas de delirio, reforzado con golpes asmáticos de un motor. Un estrépito de vidrios en alboroto, como si alguien revolviese un ejército de cristalería con un compás de danza, dio principio al
allegro
. Pero todo se vio cubierto por un lamento gutural de voces femeninas, interrumpido a intervalos regulares por los insultos de una risa galvánica. Un tañido seco y pataleante, como de caballos en fuga, puso fin al segundo tiempo.

El tercero se abrió con un repiqueteo presuroso, como si, al otro lado del telón, innumerables manos batiesen sobre sendas máquinas de escribir; luego gradualmente se fue apaciguando corno un chaparrón que cesa, y se elevaron rugidos inhumanos, como de lobos gigantes enloquecidos por el hombre. Apenas hubieron terminado, un rumor como de ventiladores llenó la sala, envuelto en un alegre estallido de sarmientos inflamados y en un susurro crepitante que evocaba el de un pueblo de gusanos de seda entre las hojas de las moreras. Una algarabía sorda, como de una caldera de agua hirviente, hacía de bordón. Luego un silbar de mirlos, un arrullar de palomas, un estridor de mochuelos y una insistencia de maderas golpeadas en
crescendo
. Y entonces los martillos volvieron a golpear, los leones a rugir, las limas a chirriar, los motores a restallar. Lentamente se fueron uniendo silbidos de locomotoras, lamentos de sirenas, descargas de fusilería, chillidos de
claxon
, estrépito de hierros revueltos, un paroxismo de tal intensidad que ya no pudo distinguirse ningún sonido aislado, pues todo se confundió en un ruido feroz y compacto que se dilataba contra las paredes como si quisiese derribarlas.

El silencio repentino pareció un refrigerio contranatural, una resurrección de la nada. La sinfonía había terminado.

Nadie aplaudió. Después de algunos minutos salió de detrás del telón, cauto y sudoroso, el penacho de maíz del macedonio. Sus ojos color de pizarra parecían suplicar la limosna de una felicitación. No tuve piedad; aquel
clown
balcánico carecía en absoluto de orgullo.

Al día siguiente me propuso la audición de una segunda sinfonía
: El Delirio de los Gallos Titanes
. Rehusé. Se marchó triste, con un cheque de mil dólares en el bolsillo, firmado por mí.

Sin embargo, una semana después, compareció otro músico. Llegó a la puerta Este del New Parthenon con un bagaje enorme de cajas. Le hice pasar. Era un boliviano con el rostro cincelado a cuchillo, dominado por una nariz en forma de puñal.

—He inventado —me dijo— la música del silencio. ¿Quiere usted ser el primero en oírla?

—¿La música del silencio?

—Toda la música tiende al silencio y toda su potencia está en las pausas entre uno y otro sonido. Los viejos compositores tienen todavía necesidad de estos recursos armónicos para sacar al silencio su secreto. He encontrado la manera de prescindir de la armazón superflua de las notas transformadas en sonidos y le ofrezco el silencio en su estado genuino de pureza.

Al día siguiente entré en la sala de música. En el fondo, unos veinte ejecutantes se hallaban alineados en forma de media luna en torno del podio. Tenían en las manos los acostumbrados instrumentos de todas las orquestas: violines, violoncelos, flautas, trombones. No faltaba tampoco el timbal. Todos estaban inmóviles, rígidos, fijos, tiesos, dentro de sus vestidos negros. Miré con más atención. Sobre las pecheras blanquísimas todas las cabezas eran iguales; cabezas enigmáticas de maniquíes de cera, de cadáveres artificiales. Los mismos ojos de cristal, las mismas bocas de carmín, la misma nariz rosada y ligeramente brillante.

El boliviano apareció en el podio y dio la señal de comenzar golpeando el atril con una larga varita blanca. Nadie se movió; no se oyó sonido alguno. Solamente el director se movía, mirando hacia arriba como si oyese una melodía que le era revelada a él solo. Luego se volvía a derecha e izquierda, miraba a los intérpretes espectrales y a sus rostros de cera, y marcaba con la batuta, ahora un
pianíssimo
, ahora un presto, con leves sacudidas de hombros que hacían pensar en un fantasma en la agonía. Los cuarenta ojos de porcelana le miraban fijamente con expresión unánime de odio imponente.

Finalmente, el maestro, después de haber tendido por última vez, con la cabeza baja, sus grandes orejas encarnadas, se volvió hacia nosotros con una sonrisa de triunfo.

Me dirigí hacia él y arranqué de mi talonario un cheque que no me preocupé de llenar. A la mañana siguiente se marchó con sus cajas, muy alegre. Me dijeron que canturreaba entre dientes estos versos:

“Para marchar yo solo por la tierra

no hay fuerzas en mi alma… ”
[1]

Desde aquel día no quise más conciertos en mi casa.

Visita a Ford

Detroit (Mich.) 11 mayo

H
abía ya encontrado tres o cuatro veces al viejo Ford (Henry) en los tiempos en que me ocupaba de negocios, pero esta vez he querido hacerle una visita personal y “desinteresada”.

Le he encontrado fresco de aspecto y de buen humor, dispuesto por consiguiente a hablar y expansionarse.

—Usted sabe —me ha dicho— que no se trata de desarrollar una industria, sino de realizar un vasto experimento intelectual y político. Nadie ha comprendido bien los místicos principios de mi actividad. Sin embargo, no pueden ser más sencillos: se reducen al Menos Cuatro y al Más Cuatro y a sus relaciones. El Menos Cuatro son: disminución proporcional de los operarios; disminución del tiempo para la fabricación de cada unidad vendible; disminución de
tipos
de los objetos fabricados; y, finalmente, disminución progresiva de los precios de venta.

»El Más Cuatro, relacionado íntimamente con el Menos Cuatro, son: aumento de las máquinas de los aparatos, con objeto de reducir la mano de obra; aumento indefinido de la producción diaria y anual; aumento de la perfección mecánica de los productos; aumento de los jornales y de los sueldos.

»A un espíritu superficial y anticuado estos ocho objetivos pueden aparecer como contradictorios entre sí, pero usted, hombre práctico, podrá comprender su perfecta armonía. Aumentar la cantidad y el rendimiento de las máquinas significa poder disminuir el número de operarios; reducir el tiempo necesario para la fabricación de un objeto quiere decir producir mucho más durante el día; disminuir el número de los 
tipos
, obligando a los consumidores a renunciar a sus gustos individuales, tiene como consecuencia un aumento de la producción y una reducción de los precios de coste; y, finalmente, disminuyendo los precios y aumentando los salarios, se aumenta el número de aquellos que tienen posibilidad de comprar y su capacidad de adquirir, con lo que se puede aumentar la producción sin peligros. Si los automóviles son caros y mis dependientes ganan poco, muy pocos podrán comprarlos. Pague usted mucho y venda a bajo precio y todos se convertirán en sus clientes. El secreto para enriquecerse es ganar como si se fuese pródigo y vender como si se estuviese en vísperas de quiebra. Esta paradoja, que asusta a los tímidos, es el secreto de mi fortuna.

»Volviendo a mis ocho principios, es fácil deducir que el ideal máximo sería el siguiente:
Fabricar sin ningún operario un número cada vez mayor de objetos que no cuesten casi nada
. Reconozco que serán precisas todavía algunas decenas de años antes de que se consiga este ideal. Soy un utopista, pero no un loco. Me voy, sin embargo, preparando para ese día. Estoy construyendo en Detroit una nueva fábrica que llevará por nombre
La Solitaria
. Una verdadera alhaja, un sueño, un milagro: la fábrica donde no habrá nadie. Cuando esté terminada y hayan sido montadas las máquinas del más reciente modelo, y en parte absolutamente nuevas, que se están preparando, no habrá necesidad de obreros. De cuando en cuando un ingeniero hará una breve visita a
La Solitaria
, pondrá en movimiento algunos engranajes y se marchará. Las máquinas lo harán todo por sí solas y trabajarán no únicamente durante el día, como hacen ahora los hombres, sino también toda la noche, y aun los domingos, pues ninguna ley de Michigan prohíbe el trabajo de los motores y de los tornos en días de fiesta. Un tren eléctrico llevará automáticamente a los depósitos los miles de automóviles y los miles de aeroplanos producidos por
La Solitaria
. Dentro de veinte años, todas mis fábricas serán iguales y podré lanzar al mercado millones de aparatos al mes con sólo la ayuda de algunas docenas de técnicos, de mozos de almacén y de contadores.

—La idea es genial —manifesté— y el sistema sería excelente, si no hubiese una dificultad. ¿Quién comprará esos millones de automóviles, de tractores y de aeroplanos? Si usted suprime la mano de obra reduce también el número de compradores.

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