»Contada de este modo, la cosa parece sencilla y en cierto modo hasta lógica. Pero es preciso vivir allí, como hice yo durante algún tiempo, para tener una idea de lo espantoso de esa ley, y de todas las consecuencias trágicas que acarrea. Ante todo, la mujer que queda embarazada se encierra en su tienda y no se atreve a presentarse ante nadie. Es una enemiga, todos la odiarían. Cada muchacho que está a punto de nacer es una amenaza para los que ya han nacido, un peligro público. Y, sin embargo, la madre y el padre están tranquilos, aunque la suerte puede designar a uno de ellos —como ya ha ocurrido alguna vez— a desaparecer para hacer sitio al hijito. De aquí se deriva que las mujeres estériles son las más respetadas de todas y que los hombres no se deciden al matrimonio más que en último extremo.
»Además se halla bastante difundido en la isla el homicidio, porque los asesinos se proponen también procurar nivelar el número de los nacidos y sustraerse, al menos por cierto tiempo, a las terribles sorpresas de la muerte. En mis viajes no vi nunca nada tan lúgubre como esa asamblea en la que se debe proceder a la designación de los sacrificios al espectro de la carestía. Asistí a una de esas asambleas, y, aunque esté muy lejos de ser un sentimental, me ha dejado una sensación penosa. Algunos días antes hay quien intenta esconderse en las grutas de la isla con la esperanza de sustraerse al peligro. Pero la isla es pequeña y la vigilancia es una cosa que interesa a todos, pues las ausencias aumentan el peligro de los presentes. Algunos son arrastrados por la fuerza hasta la reunión, y allí vi cómo se debatían furiosamente para no entregar la tablilla con su nombre. Aquella vez los excedentes eran nueve únicamente y pude comprobar que ninguno de ellos aceptaba con resignación la sentencia de la suerte. Una mujer joven se agarraba desesperadamente a las rodillas del jefe pidiendo piedad. Tenía, según parece, un nene todavía muy pequeño y suplicaba sollozando que le permitiesen vivir un año más para no dejarle solo. Un hombre, ya anciano, declaró que se hallaba gravemente enfermo y que libertaría pronto a la tribu del peso de su existencia, pero pedía gracia de que le dejasen morir de muerte natural. Un joven clamaba a grandes voces que le dispensaran de la muerte inmediata, no por él, decía, sino porque era el único sostén de su madre anciana y de tres hermanitas que no se hallaban todavía en edad de trabajar. Dos padres lanzaban desesperados gritos porque entre los señalados por la suerte se hallaba el más pequeño y más bello de sus hijos. Una jovencita imploraba que esperasen al menos a que se hubiese casado; debía desposarse dentro de pocos días y no quería morir sin haber cumplido la promesa hecha solemnemente a su futuro esposo. Un viejecillo del Consejo buscaba salvarse proclamando que sólo él conocía ciertos secretos necesarios para la vida de la tribu y que si se le mataba moriría sin revelarlos a nadie para vengarse.
»Durante tres días no se oyeron en toda la isla más que gemidos y lamentos. Pero la ley es inexorable y no admite prórrogas ni dispensas. Sólo en un caso uno de los designados puede ser salvado: cuando otro acepta morir en su lugar. Pero según me dijeron, este caso no se presenta casi nunca. Al tercer día, siete condenados se habían dado ya muerte por sí mismos, en medio de los gritos de los parientes y de los amigos, y al cuarto día fueron arrojados dos sacos al mar, en presencia de todo el pueblo taciturno. Pero ocurrió entonces que los que habían escapado a la muerte comenzaron a tranquilizarse, las caras eran más serenas: un año de vida segura estaba ante ellos.
Pat Cairness me contó muchas otras historias, pero ésta fue la que más me impresionó por su singularidad.
Chicago, 3 abril
E
sta mañana, mientras me hallaba preparando tranquilamente mi itinerario asiático, se me ha presentado un hombre de unos cincuenta años, amable y casi obsequioso, quien me ha manifestado que debía hablarme a solas de cosas muy importantes. Hice salir a mi secretario y me dispuse a escucharle.
—¿Conoce usted la
Fom
? —me ha preguntado en voz baja el visitante.
He tenido que admitir que no había oído hablar nunca de ella.
Me lo imaginaba. Y es mejor que sea así. Se trata, como le explicaré, de una Liga secreta. Mis jefes creen que la adhesión de usted sería infinitamente de desear.
He creído que se trataba de una especie de Ku-Klux-Klan y he manifestado que en manera alguna quería mezclarme en sociedades secretas.
Cuando le habré dicho lo que es la
Fom
estoy seguro de que cambiará de manera de pensar. El nombre, como ya debe imaginarse, es una sigla de iniciales. Nuestra Liga se llama:
Friends of Mankind
y sus fines son completamente desinteresados. Los fundadores, cuyos nombres me es imposible revelarle, han partido del siguiente principio: el aumento continuo de la Humanidad es contrario al bienestar de la Humanidad misma. Por medio de la industria, la agricultura y la política colonial, se intenta suplir el
déficit
, pero está claro que dentro de algún tiempo habrá un balance demasiado desigual entre el banquete y el número de los que al banquete asisten. Malthus tenía razón, pero se equivocó al creer demasiado cercano el desastre. En realidad, la Naturaleza, en forma de terremotos, erupciones, epidemias, carestía y guerras, viene a diezmar de un modo periódico al género humano. También el tráfico automovilístico, el comercio de estupefacientes y los progresos del suicidio contribuyen, desde hace algún tiempo, a la reducción de los habitantes del planeta. Pero todas estas, llamémoslas providencias, no consiguen compensar el aumento de nacimientos, sin contar que son, para las víctimas, formas dolorosas de supresión.
»¿Cómo remediarlo? Aunque no hayamos llegado al hambre, está cercano el momento en que nuestras raciones se verán reducidas. Y entonces es cuando interviene la
Fom
. Ésta se propone acelerar racionalmente la desaparición de los que sean menos dignos de vivir. La nuestra podría llamarse —en su primera fase— la Liga para la eutanasia inadvertida. El inconveniente de las calamidades naturales —como las epidemias y las guerras— es que provocan la desaparición de los jóvenes, de los inocentes, de los fuertes. Pero si es necesario hacer un expurgo sobre la tierra, es justo, ante todo, eliminar a los inútiles, a los peligrosos o a aquellos que han vivido ya bastante. El terremoto y la cólera son ciegos; nosotros tenemos ojos y muy buena vista. Nuestra Liga se propone, pues, apresurar de un modo dulce y discreto, y en el secreto más absoluto, la extinción de los débiles, de los enfermos incurables, de los viejos, dé los inmorales y de los delincuentes; de todos esos seres que no merecen vivir, o que viven para sufrir, o que imponen gastos considerables a la sociedad.
»Los medios de que nos servimos son los más perfeccionados: venenos que no dejan rastro, inyecciones a altas dosis, inhalaciones de gases anestésicos y tóxicos. A nuestra Liga pertenecen muchos médicos, enfermeros y criados, los que se hallan en las condiciones más favorables para esos actos humanitarios, y los resultados son excelentes. Pero forman también parte de ella numerosos particulares que se prestan, con toda la cautela necesaria, a suprimir a un amigo, a un pariente y también a simples desconocidos. La moral pública, ofuscada por las viejas supersticiones, no ha llegado todavía a reconocer, o al menos a tolerar, nuestras operaciones benéficas, y por eso nos vemos obligados a obrar con el más profundo secreto. Ninguno de los nuestros, hasta ahora, ha sido descubierto, y, a despecho de los obstáculos, las estadísticas de mortalidad, desde que se constituyó la
Fom
, demuestran que nuestro trabajo filantrópico no ha sido inútil.
»Aneja a la sección, llamémosla
tanatófila
, de la
Fom
, existe otra igualmente preciosa y que podríamos llamar moralizadora. Hay, por ejemplo, culpas que nuestros códigos no castigan o que la Policía no sabe descubrir. Nuestra Liga atiende también a esa necesaria represión. Una junta formada de profesores de moral y de juristas se ocupa en establecer una lista de culpables en ésta y otras ciudades. Para las ejecuciones hemos tenido que recurrir a delincuentes profesionales o voluntarios que se encargan, siempre con el más absoluto secreto, de castigar a los inculpados. Ésos roban a los ladrones, a los avaros, a los estafadores; secuestran y apalean a los perseguidores sistemáticos de los niños y de los dependientes; someten a humillantes penas a los especuladores deshonestos, a los encubridores y a otras personas dañosas e inmorales. Somos, en este caso, homeópatas: delito contra delito. Para castigar el mal debemos resignarnos a infligir el mal, pero la nobleza del fin nos absuelve.
»Como ve, la
Fom
tiene dos cometidos necesarios y honrosos: impedir la ruina del
standard of life
, amenazado por el exceso de población, y combatir a los viciosos y criminales que la ley no castiga. Eliminación de lo superfluo y purificación de la sociedad. Nosotros contribuimos por eso, y con una doble obra, a la mejora material y ética del género humano y podemos llamarnos, con tranquila conciencia,
Friends of Mankind
.
Dejé hablar al locuaz apóstol de la
Fom
hasta el final; deseaba saberlo todo, y confieso que algunos de sus razonamientos no me disgustaron. Quien está libre —como yo lo estoy— de toda preocupación moral o religiosa, no puede oponerse seriamente a una tal dialéctica. Si no tenemos más que una vida y la vida consiste en tener una buena ración en el convite universal, el programa de los
Amigos de la Humanidad
es lógico y científico. Sin embargo, mi repugnancia a asociarme con otros y a ligarme con el vínculo secreto, hizo que no me inscribiese. Di, sin embargo, buenas esperanzas al emisario de la
Fom
, ante el temor de ser objeto de represalias. Dentro de cuatro días salgo para San Francisco y China; ya tendré tiempo de pensarlo a la vuelta.
Tien-Tsin, 13 diciembre
L
a ciudad más maravillosa que he visto en toda el Asia es sin duda alguna aquella que descubrí, una noche de octubre, al oriente de Khamil, en pleno desierto.
La caravana de camellos reunida con gran trabajo en Turfan, era demasiado lenta para un hombre habituado, en América y Europa, a la rapidez de los trenes de lujo. Además, los conductores mongoles de camellos se me habían hecho odiosos en las tres etapas, durante las cuales había tenido que dominarme para no fustigar a los más desaprensivos. Al llegar a Khamil, con la excusa de hacer nuevas provisiones, parecía que ya no se querían mover de allí. Desesperado al verme detenido en aquella puerca ciudad donde no tenía nada que hacer ni que ver, pregunté al jefe de los sirvientes, Ghitaj, si era posible marchar adelante a caballo, para esperar a la caravana en pleno desierto.
A la mañana siguiente dejamos la repugnante Khamil montados en dos caballos peludos y pequeños, pero rapidísimos, y corrimos hacia el Este.
El aire era frío, pero sereno. La pista se alargaba casi recta entre la hierba corta y dura de la inmensa estepa. Cabalgamos muchas horas en silencio, sin encontrar alma viviente. Al recuesto de una duna arenosa hicimos alto para comer el carnero asado que llevábamos. Ghitaj consiguió hacer un poco de fuego con las malezas y me ofreció la bebida famosa de los mongoles: el té con manteca fundida. Los caballos pacían bajo el sol blanco. Reanudamos la carrera hasta el crepúsculo. Ghitaj decía que junto al camino debíamos encontrar un campamento de pastores de caballos. Pero no se descubría ninguna humareda en parte alguna del horizonte. En el crepúsculo, todavía límpido, se distinguía aún la pista. Una luna casi llena se elevó, a Levante, sobre la línea de la llanura.
Los caballos ya daban señales de cansancio. No podía hacerse nada más que seguir. Volver a Khamil significaba deshacer todo el camino que habíamos hecho, es decir, cabalgar durante toda la noche. Ghitaj continuaba espiando en la polvareda blancuzca de la inmensidad una señal del campamento, que según él, debía hallarse cercano. La luna se había elevado y los caballos relinchaban; se levantó el viento gélido de la noche, no contenido por los montes ni por las plantas. De cuando en cuando, Ghitaj se detenía para escuchar y para beber algún sorbo de
vodka
. Ninguna tienda, ningún rumor, ninguna voz. Miré el reloj: eran las diez. Hacía dieciséis horas que cabalgábamos. Los caballos marchaban al paso y temíamos que, de un momento a otro, se tendiesen en el suelo, agotados.
De pronto se levantó ante nosotros, a una media milla, una larga sombra alta, maciza, rectilínea. Ghitaj no supo decirme de qué se trataba. En algunos puntos la sombra se elevaba recta, como una torre. Conforme nos acercábamos, más seguro me parecía que se trataba de las murallas de una ciudad. Ghitaj, más taciturno que de costumbre, no respondía a mis preguntas.
No me equivocaba. En la blancura velada de la luna otoñal, se alzaba ante nosotros la cinta inmensa de una alta muralla, con sus redondas atalayas. ¡Una ciudad!
Me sentí feliz. Aquellas murallas significaban un cobijo, un albergue, una cama, la salvación. Pero Ghitaj permanecía siempre callado y no me pareció muy satisfecho de hallarse allí. Le pregunté el nombre de la ciudad, pero no quiso decírmelo.
—Es mejor no entrar —me dijo de pronto.
No comprendí. Había llegado ante una puerta altísima, de vieja madera, constelada de grandes clavos de hierro. Se hallaba cerrada. Golpeé con la culata del fusil. Nadie contestó. Ghitaj se había apeado del caballo y permanecía de pie, meditabundo.
Viendo que nadie abría, pensé en dar la vuelta a la muralla para encontrar otra puerta. A una media milla, entre dos torres, se abría una vasta bóveda vacía, especie de boca de un agujero. Entré allí dentro, pero después de haber dado unos veinte pasos el caballo se paró. En el fondo del arco aparecía una puerta cerrada. Mis golpes quedaron sin contestación. No se oía ningún rumor más allá de los batientes gigantescos.
Salí de nuevo para continuar la vuelta al recinto. Las murallas se alzaban siempre altas, vetustas, desiguales, hoscas, como una escollera que no tuviese fin. A poca distancia de la puerta grande se abría una poterna poco aparente, pero visible, porque sobre ella aparecían esculturas de mármol ennegrecido: me parecieron, a la luz contusa de la luna, dos serpientes antropocéfalas que se besasen. Estaba cerrada como la otra, pero haciendo fuerza parecía que cediese. Ordené a Ghitaj que me ayudase. A fuerza de golpes de hombro los dos batientes de madera podrida se desencajaron y resquebrajaron.