Goma de borrar (37 page)

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Authors: Josep Montalat

—Ruego al testigo que conteste correctamente lo que se sobreentiende que le pide el magistrado —pidió el juez.

—Sí, señoría.

—Repito la pregunta —dijo el abogado visiblemente acalorado, sabiéndose el punto de mira de todos—. ¿A qué hora entró usted en la casa?

—A las doce del mediodía aproximadamente —respondió esta vez correctamente.

—Cuando usted vio al señor Johan van Veldeke en el sofá del salón, ¿avisó enseguida a la ambulancia?

—No, señor.

—¿Fue usted en su auxilio?

—No, señor, ya estaba muerto.

—No le he pedido su suposición sobre el estado físico del señor Veldeke. Le he preguntado si fue usted en su auxilio.

—Sí, señor.

—Antes ha dicho que no, en qué quedamos —dijo el abogado, visiblemente alterado.

—En su última interpelación no ha habido pregunta; el «sí, señor» ha sido para asentir a que su pregunta específica no era mi suposición sobre el estado físico del señor Veldeke, que era la parte alícuota de su comentario y no la alicuanta que se supone que no requería respuesta —explicó Gaspar, haciendo reír a Cobre y a otra gente del público.

El juez pidió de nuevo orden y resaltó que se hicieran preguntas claras y se respondieran las preguntas con igual claridad. El abogado retomó la palabra.

—Responda a la siguiente pregunta simplemente con un «sí» o con un «no». Cuando usted vio al señor Johan van Veldeke en el sofá del salón, ¿fue en su auxilio?

—No.

—¿Verificó su pulso?

—No, ya estaba muerto.

—¿Cómo puede estar seguro de esto?

—Hice los tres primeros años de medicina y he visto algunos cadáveres.

—Tres años... sólo tres años; la carrera de medicina consta de cinco años, más especializaciones —dejó claro el abogado, dirigiendo su comentario a la sala en general. Luego volvió su mirada a Gaspar—. ¿Verificó su pulso para comprobar lo que usted supone por sus exiguos estudios?

—No, señor.

—¿Verificó su presión sanguínea?

—No, señor.

—¿Verificó si había respiración?

—No.

—Entonces, ¿es posible que Johan van Veldeke estuviese vivo cuando usted lo vio en el comedor de la casa?

—No, señor.

—¿Ah, no? ¿Cómo puede usted estar tan seguro? —preguntó con insidia el abogado.

—Porque sus sesos estaban esparcidos por todas partes. Incluso me llevé al hotel unos cuantos trozos pegados en mis zapatos —respondió, haciendo reír nuevamente.

El juez tuvo que imponer otra vez orden para detener las carcajadas de los médicos y enfermeras presentes. El abogado, cuando finalmente se hizo el silencio, recuperó la palabra.

—Bien, muy bien el comentario añadido, muy gracioso. Ahora responda explícitamente a la pregunta. Cuando usted vio en el comedor a Johan van Veldeke, ¿podía haber estado aún vivo?

—No podía estarlo. Todo el mundo sabe que el cuerpo humano está clínicamente muerto cuando le falta el cerebro... No obstante, quizás usted sea una excepción.

Las carcajadas resonaron de nuevo en la sala. El juez ahora también se había puesto las manos en la boca reprimiendo su risa.  

Después de un rato se restableció el orden.

—No voy a hacer más preguntas —anunció el abogado al juez, al tiempo que mirando hacía la sala añadía—: Por lo visto, hemos tenido a un listillo en el estrado.

—Gracias por el cumplido —le respondió Gaspar levantándose—. Si no estuviera bajo juramento se lo devolvería.

CAPÍTULO 14

Halloween

Los dos amigos salieron muy animados del juicio, ya que el juez no «dio lugar» a imputarlos por denegación de auxilio, por lo que el vasco y su novia se marcharon aquel mismo día. Mamén también se fue a Barcelona y Cobre siguió con sus trapicheos por la zona. Una noche encontró a un conocido cliente suyo en un
pub
de Empuriabrava. Iba con un extranjero que le propuso cambiarle medio gramo de cocaína por diez «tripis», LSD.

—¿Qué tal la experiencia con ellos? —le preguntó Cobre, dudando del trato.

—Guay, muy guay. Te va a gustar mucho —le respondió el tipo—. Mejor que las setas alucinógenas. Ayer por la tarde tomamos y nos lo pasamos de coña.

—¿Qué se toma? ¿Uno?

—Sí, o medio si quieres, pero no sube tanto.

—¡Jondia! Pero son minúsculos —advirtió cuando le dio uno de muestra, envuelto en un papel de celofán.

—Sí, siempre son así de pequeños.

—¿Y vale la pena?

—Sí, ya lo verás; normalmente es muy divertido y da mucha risa. Es mejor tomarlo en grupo, así reís todos de lo mismo. Éstos son muy buenos —le explicó el chico, sin más detalles.

Cobre aceptó el trato y guardó en su cartera las diminutas pastillas. Al volver a Empuriabrava las puso en el cajón de su mesilla de noche y no volvió a pensar en ellas. Siguió con su vida normal, los fines de semana, saliendo con Mamen, terminando las noches en la discoteca Chic de Roses, en la que era ya muy conocido, y entre semana, vendiendo cocaína con facilidad, aunque debido a esa mayor demanda, la provisión de la droga comprada en Holanda se le estaba terminando. Una noche en el Malibú un tipo de La Escala le dijo que podía suministrarle y fue a verlo. Le vendía buen material, pero caro. No obstante, a pesar del precio, le compró cuatrocientos gramos , ya que pensó en adulterarla y así obtener beneficio. Fue a ver a Frank para que le diera un poco del bórax de Johan que le había dado cuando Sindy encontró la cocaína. El piso del camello seguía ofreciendo el mismo caos que había detectado en su anterior visita y lo único ordenado seguía siendo el techo.

—Tío, ya no me queda bórax. Lo vendí —le dijo Frank.

—Jondia, pues menos mal que te lo regalé —se quejó Cobre, por haber hecho negocio con él.

—Bueno, no pasa nada. Te voy a dar manitol.

—¿Manitol? ¿Qué es?

—Tío, eres un pardillo. Te lo tengo que enseñar todo —le espetó Frank.

—¿Pero qué es el manitol?

—Es un laxante italiano —le respondió el camello.

—Jondia, irán bien de vientre tus clientes, ¿no?

—Ja, ja, ja —se rio Frank— Es lo que hay. Esto de la coca ya no es como antes. Ahora todo el mundo quiere y hay que repartirla, ¿o no?

—Menudo estás hecho.

—¿Y tú no harás lo mismo o qué? Además, tiene mejor aspecto que el bórax.

—Bueno pues dame un poco del manitol ese.

—Por el mismo precio, te voy a dar también un poco de novocaína.

—No me digas que encima vas a cobrarme.

—Debería cobrarte por todo lo que te explico. Si no, ¿cómo te lo harías sin mí?

—¿Y eso de la novocaína qué es?

—No, si ya te digo yo que debería cobrarte. Estás hecho un «tuki». La novocaína es un congelante; sirve para imitar el efecto de adormilar la boca.

—Ya —dijo Cobre, siguiéndole hasta la cocina.

De una genuina nevera «cutrelux», cuyo interior se asemejaba a una tienda de la antigua URSS, Frank sacó el manitol, la novocaína y también un poco de anfetamina en polvo, y le explicó las partes de cada producto que tenía que mezclar. Cobre siguió sus instrucciones y los cuatrocientos gramos de cocaína que había comprado en La Escala se convirtieron en novecientos cincuenta gramos de producto listo para su venta.

A finales de octubre, en una noche en que estaban en el club del Chic, Tito le propuso ir a buscar setas.

—Jondia, si no sé nada de setas —le respondió Cobre.

—Ya te enseñaré, es muy divertido. Podemos ir los cuatro, con las novias me refiero. Conozco un pueblo donde siempre encontrábamos cuando iba con mi padre. Se llama Maçanet de Cabrenys, está a una hora de aquí. Podemos ir un viernes por la noche, dormimos allí y el sábado nos levantamos temprano para buscarlas.

—No sé qué decirte. Nos aburriremos con Mamen y Belén. No debe de haber nada ahí en ese pueblo.

—Venga… nos lo pasaremos bien. Haremos ejercicio, respiraremos aire, veremos paisajes. Será divertido hacerlo los cuatro —insistió Tito.

—Vale, quizás me convenga un poco de ejercicio. Hace tiempo que no hago nada de deporte —dijo, frotándose una pequeña pero ya visible panza.

Así, a primeros de noviembre, las dos parejas se fueron a pasar el fin de semana a Maçanet de Cabrenys. Fueron en un Renault 4 que le habían prestado a Tito para no subir con el Volkswagen Golf y poder ir por pistas de tierra. Salieron el sábado a las ocho de la noche de Empuriabrava.

—Menuda tartana —se quejó Cobre, mientras enfilaban en dirección a Figueres.

—Aunque no lo parezca, esto es un todoterreno. Ya verás mañana —le dijo su amigo, ilusionado por la excursión.

Después de unos kilómetros por la carretera Nacional II, giraron en dirección a Darnius y siguieron las sinuosas curvas que fueron encontrando a medida que aumentaba el desnivel.

—Es peor que la carretera de Cadaqués —se quejó Cobre, sentado al lado de su amigo.

—Me estoy mareando con tanta curva —dijo Mamen, sentada detrás.

La carretera continuaba, giro a la derecha, giro a la izquierda y otra vez lo mismo, seguido de la repetitiva pregunta de Belén, que ya estaba empezándose a marear, de «si faltaba mucho para llegar» y la idéntica respuesta de Tito: «ya estamos llegando».

—Parece la carretera sin fin. Si es que hasta da miedo; imagínate tener un accidente o una avería —comentó Mamen—. ¿Seguro que existe un pueblo por aquí?

—Venga, que ya casi estamos —dijo Tito, fatigado de tantas quejas—. Esto que ahora pasamos se llama la Font del Carme y en la cima de esta subida ya veremos las luces del pueblo.

—¡Ah! Pero ¿tienen luz? —preguntó Cobre, haciendo reír a todos—. A menudo sitio nos llevas.

Se alojaron en el Hotel Pirineos, un pequeño establecimiento situado en la calle principal. Tito, después de dejar las maletas y reencontrarse en el bar, les dio a elegir el restaurante para cenar.

—¿Qué preferís, La Cuadra o Cal Ratero?

—Jondia, tío, menudos nombres, ¿no? —observó Cobre, haciéndole reír.

—Desde luego es para no ir —apuntó Mamen—. Con el mareo, ya se me ha quitado el hambre, pero con estos nombres no sé si voy a poder comer algo.

Se encaminaron hacia el restaurante.

—«La Cuadra» —leyó Cobre desde lejos.

—Tranquilo, se come muy bien. Siempre venía aquí a comer con mi padre. Hacen unas patas de cerdo buenísimas —comentó Tito.

—Con el nombre, no me extraña que tengan cerdos... Y piojos también... —agregó Cobre, haciendo reír a las chicas.

—Venga, no te quejes —le dijo, mientras sus novias entraban—. Esto es vida. Mira qué aire más limpio se respira aquí —animó Tito a su amigo, inspirando el aire de la calle.

Cobre también inspiró el aire, sin notar nada especial, y su amigo se rio de él.

—Se nota que eres de ciudad. El aire puro y limpio no te sienta bien —le dijo Tito, reconfortándose por haber nacido en Vic, aunque ahora viviera en Barcelona.

Los hicieron pasar a una sala abovedada con piedra natural. Tito se explayó hablando de los distintos nombres que daban los de Gerona a los de Barcelona.

—Nos llaman «
pixapins
» («meapinos»), porque dicen que cuando hay un coche con matrícula de Barcelona aparcado en la cuneta es que alguien está regando el primer pino que encuentra. También nos llaman «
camacus
» («qué bonito») porque dicen que siempre decimos «
què maco això, què maco allò
», («qué bonito esto, qué bonito aquello»).

—Son unos payeses incultos —opinó Cobre.

—Lo que también dicen es que no estamos acostumbrados al aire puro y fresco que se respira por aquí y que cada media hora, para estar bien, tenemos que ir a poner la nariz en el tubo de escape de un coche en marcha.

—¡Cómo se pasan! —dijo Mamen.

—También nos llaman los «diesel» porque dicen que llegamos muy lejos y gastamos poco.

—Pues tienen suerte de los de Barcelona que venimos aquí y les abrimos un poco la mente, si no… esto todavía sería tercermundista —opinó Belén.

Después de la cena, Tito los llevó a dar una vuelta por el pueblo y en la plaza principal les mostró una enorme barra de hierro con un aro en su extremo y les dijo que traía buena suerte subirla. Cobre, ya de por sí supersticioso y propenso a creer lo que dicen las gentes que se peinan raro y visten con batines de retales, se sintió motivado a conseguir subirla y al tercer intento, con la ayuda de su amigo que desde debajo lo empujaba, consiguió trepar hasta lo alto. Relajados, se fueron directos al hotel. Los saludables aires de aquel pueblo excitaron a Cobre y con mucho ímpetu hizo el amor con su novia, que después de los últimos altibajos habidos en su relación se sentía mejor con él.

A la mañana siguiente, el grupo se levantó temprano, por supuesto con la ayuda de un despertador, ya que al ser de ciudad no sabían cómo poner en hora al gallo, y el magnífico día que hacía los animó a todos. A las diez, después de un suculento desayuno, subían alegres en el Renault 4 por una pista forestal.

—Con mi padre, solíamos venir por aquí y encontrábamos muchas setas —dijo Tito al girar a la altura del quinto pino, a mano izquierda.

—Ya nos dirás cuáles son buenas —dijo Cobre, más animado.

—Sí, no te preocupes, es fácil. Mirad qué vista más preciosa

—señaló unas montañas que se veían al fondo.

—¡Oh! ¡Qué bonito! —exclamó Belén.

—¡Oh! «
Camacu
» —la imitó Tito, haciendo reír a todos.

Pararon el coche en una bifurcación de caminos y después de repartir los cestos, siguieron a Tito.

—Por aquí debe de haber serpientes, ¿no? —dijo Belén, un poco aprensiva, entrando en el bosque.

—No te preocupes, se asustan al oírnos de lejos y se esconden. No creo que veas ninguna —respondió Tito.

—¡Ostras, pero entonces hay!

—No, no hay, lo decía en broma —pensó que era mejor mentirle.

—Pues no gastes esas bromas.

—Hay jabalís —soltó Cobre.

—¿Hay jabalís? —preguntó ahora la chica, mirando el bosque de lejos.

—No, no hay. Venga, empecemos a buscar —dijo Tito, viendo a su novia más asustadiza de lo que pensaba.

—Hay hipopótamos —soltó Cobre.

—No las asustes más o no empezaremos nunca.

—Aquí hay una seta, ¿es buena? —preguntó Mamen de lejos.

—No sé. No la veo desde aquí —respondió Tito.

—Yo también he encontrado varias. ¿Son buenas? —preguntó Belén.

Tito no paraba de ir de uno a otro, sólo para decirles que las setas no eran comestibles.

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