Goma de borrar (34 page)

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Authors: Josep Montalat

—¿Nos pedimos uno? —preguntó Tito.

—A mí los porros no me gustan mucho, pero si es para reír, vale —dijo Cobre.

—¿Pedimos uno de maría? ¿Qué os parece éste, «
The bomb
»? —señaló Tito.

—La bomba. Jolines, éste debe de ser fuerte —comentó Gus.

—Así nos reiremos más. Fumamos hasta que nos coloquemos un poco y luego entramos en uno de los locales de titis —sugirió Tito.

Los tres aceptaron la proposición y pidieron el porro a la camarera. Ella les abrió una caja de madera y Tito eligió uno, dándole las gracias.

—¡Jondia, menudo canuto! —admiró Cobre su tamaño.

—Una vez encendido se lo fueron pasando, dando dos o tres caladas cada uno.

—¿Qué? ¿Te sube? —preguntó Cobre a Gus al cabo de un rato.

—No, de momento no. ¿Y a ti?

—A mí tampoco... pero mejor esperemos un rato, que luego esto puede subir de golpe —advirtió Cobre, recordando su experiencia con lo del «chachi-piruli».

Al cabo de unos minutos, Gus repitió la pregunta.

—A mí creo que ya me ha subido —dijo Cobre.

Gus recogió el porro del cenicero, vio que estaba apagado y, encendiéndolo de nuevo, le dio unas caladas.

—Mejor que pares de fumar, que ya te veo borroso —comentó Cobre.

—Menuda tontería acabas de decir. Se nota que te ha subido —le dijo Tito, riéndose—. Dame un par de caladas más —le pidió a su amigo.

—Yo de ti no las daría; esto ahora me ha subido del carajo —anunció Cobre, provocando las risas por la manera en que lo había dicho.

—Pues la gente que está ahí sentada fuma y está tan normal —dijo Gus.

—¿Qué quieres? ¿Que bailen una sardana? —dijo ahora Cobre, provocando la risa de Tito.

—Una sardana no creo que sepan, pero algún baile típico tendrán.

—¡Ja, ja, ja! Ya te ha subido —le advirtió Cobre.

—Jolines, sí, ahora sí —reconoció Gus, riéndose al tiempo que se atragantaba con un sorbo de «Coca-cola» y mojaba a Cobre con un soplido.


¿Je pe te limpié?
—le preguntó Tito.

Ahora los tres se reían de cualquier tontería.

—Ahora que estamos así vamos a buscarnos una titi de ésas —propuso Tito.

—Sí, vayamos al local donde estaba la rubia esa que me gustaba —sugirió Gus.

En la puerta, la chica del bar les avisó de que no habían pagado las consumiciones.

—Ya dicen que la marihuana causa amnesia temporal —comentó Gus.

—Amnesia... y otras cosas que no recuerdo —dijo Cobre, riéndose los tres por la frase tan redundante.

—Jopé con «La Bomba». Menudo pelotazo nos ha pegado. Debe de ser atómica, por lo menos —opinó Gus.

Enfilaron por una calle sin parar de reírse hasta llegar a un cruce.

—¡Eh! Que la rubia no estaba por aquí —advirtió Gus a sus amigos, que iban cogidos de los hombros.

—Sí, es por aquí —confirmó Tito, siguiendo en esa dirección.

—No, era por allá —señaló Gus, parado en la esquina.

Tito miró de nuevo las calles.

—Es por aquí seguro, pero qué más da. Por donde tú dices encontraremos a la japonesa que le gustaba a Cobre y a la mulata que estaba con ella, que tenía un buen polvo.

Riéndose enfilaron por la calle que había indicado Gus. Un magrebí apoyado en una pared les hizo unas señas, ofreciéndoles un surtido variado de drogas, pero ellos le respondieron que con la bomba ya iban servidos. Siguieron andando mirando las vidrieras.

—¿Qué, Gus, ves a tu titi? —le preguntó Tito.

—Jolines, era por aquí seguro —respondió él, unos pasos por delante de ellos, pendiente de los escaparates.

—Hemos pasado ya dos veces por aquí. Mira... ahí está la misma negra de antes —señaló Cobre.

—Pasemos por aquella calle... Quizás me habré despistado... —propuso, girando ahora por la calle que se encontraba a la derecha del cruce.

Cobre y Tito, atontados, seguían sus pasos, mientras Gus mirando a todos lados no perdía de vista a las chicas que se exhibían en este llamativo putiempleo.

—Esta calle me suena; creo que era por aquí —indicó a sus amigos, girando a la izquierda.

Siguieron por allí y giraron nuevamente a la izquierda en otro cruce.

—¡Jondia! Mira, otra vez la negra —señaló Cobre.

—Jopé, es verdad, por aquí hemos pasado ya tres veces por lo menos —comentó Tito.

—Quizás las putas van cambiando de sitio —dijo Cobre, haciendo reír a sus amigos.

Gus, más serio, estaba plantado en el cruce y se le veía completamente desorientado.

—¿Por dónde? —preguntaron sus amigos.

—No sé, estoy un poco liado —reconoció, dándose ya por vencido.

—¡Menudo colocón hemos pillado! —dijo Cobre.

—No lo entiendo, pero yo diría que es por ahí —señaló Gus.

—Jopé, tío, hemos pasado varias veces por esta calle —se quejó Tito—. Hemos dado tantas vueltas que las putas se deben de estar riendo de nosotros.

—¿No tenéis hambre? —preguntó Gus entonces, señalando un bar con un mostrador que daba a la calle en el que había un anuncio de comida para llevar.

—No creo que te convenga comer, luego siempre dices que estás gordo —le dijo Tito.

—¿Yo? Yo nunca he dicho que esté gordo —manifestó él, mientras sus amigos se reían.

—Venga. Entremos a comer algo, esta «maría» despierta el apetito y quizás luego se nos aclaren las ideas —propuso Cobre.

Pidieron unos
hotdogs
y unas latas de cerveza. Mientras esperaban en la acera, seguían hablando del lío de calles. Tito entró en el bar para sacar una cajetilla de Marlboro de una máquina expendedora. Al salir, Cobre esperaba que regresara para cogerle un cigarrillo.

—¿No has dicho que ibas a por tabaco?

—Es verdad, el tabaco —exclamó, regresando al interior del local, mientras sus amigos se reían.

Tito salió ahora con el paquete en la mano.

—Jopé con «La Bomba» —soltó—. He puesto las monedas en la máquina, he dado al botón y he salido otra vez tan tranquilo.

—Nos ha subido mucho el porro ese —dijo Gus.

—Quizás nos estén grabando con una cámara oculta como en esos videos caseros que dan por la tele, para luego reírse de nosotros —dijo Tito.

—Sí, y a medida que vamos pasando por las calles, van cambiando los decorados —añadió Gus, casi creyéndoselo.

—La rubia ya debe de haber cerrado su «polvonería»; es casi la una —advirtió Cobre, mirando su reloj.

—Ja, ja, ja —rio Tito—. Tendrás que conformarte con la negra. Te ha visto pasar tantas veces que seguro que ya te tutea... y quizás incluso te haga descuento.

—Bueno, ¿qué hacemos? ¿Lo dejamos? —preguntó Gus, mucho más serio.

—Sí, dejémoslo para mañana y hoy vayamos a dormir —se apuntó Cobre, cansado de dar tantas vueltas—. He quedado con Sindy para a ir ver a unos clientes de la inmobiliaria y necesito estar descansado —añadió, siguiendo por la misma calle.

—¿Dónde vas? —le dijo Gus—. El coche está por ahí —señaló hacia otro lado.

—No, jondia, por ahí está el canal. Lo hemos dejado al otro lado, donde comenzaba el barrio.

—Pues a mí me parece que es por allá —señaló Tito una tercera dirección.

—Jolines… vamos bien —exclamó Gus.

Siguieron por donde indicaba Cobre. Giraron a la izquierda y luego otra vez a la izquierda.

—¡Jopé, no! ¡Otra vez la negra! —observó Gus en un escaparate.

Riéndose de él, cambiaron de sentido y siguieron la dirección que ahora proponía Tito. Acabaron en el canal donde estaba el
Coffee Shop
.

—Joder con la bomba. De aquí no salimos —comentó Gus.

—Venga, si aquí está el canal, es justo al otro lado —dijo Tito, empezando a caminar en dirección opuesta.

Sus amigos lo siguieron. Al cabo de un rato se quedaron plantados.

—¡Ya veo visiones...! Otra vez la negra —exclamó Gus, sorprendido.

Siguieron andando todavía un buen rato. Finalmente, le preguntaron a un transeúnte por el nombre de la calle en la que se acordaba Cobre haber aparcado su coche y al cabo de unos diez minutos vieron el Volkswagen Golf matrícula de Gerona. Todavía perdieron otro rato conduciendo por distintas calles, pero a las tres y media, por fin, localizaron el hotel.

Al día siguiente, después de comer, Cobre llamó a Sindy. Durante aquella semana la holandesa había estado telefoneando a algunos de los nombres de la agenda de Johan y le dijo que dos de ellos se habían ofrecido a venderle cocaína. Se citaron en la casa donde vivía con su actual novio, en el residencial barrio de Jordaan, adonde Cobre llegó en un taxi. Le abrió una chica mulata, y al poco apareció Sindy, que lo saludó muy efusivamente. Mientras la seguía hasta el salón, admiró la agradable decoración de la vivienda, en la que se evidenciaba un estatus elevado.

—¡Menuda casa! Chacha y todo.

—Sí, estamos bien.

Sindy le hizo sentarse y pidió a Noai, la chica mestiza, que les sirviera unas cervezas.

—¿Y Otto no está? —le preguntó Cobre por su novio.

—No, ha ido a ver el partido del Ajax.

—¿Y tú no vas?

—No me gusta el fútbol. Otto es de la directiva del club.

—Veo que lo has buscado bien situado.

—Bueno, ha ido así. Nos conocimos en casa de una amiga de mi hermana y enseguida nos sentimos bien el uno con el otro. Es muy buena persona. Está separado y tiene una niña pequeña que vive con su ex.

—¿Sabe lo de la heroína?

—No. No me he atrevido todavía a decírselo.

—¿Y si se entera? ¿No nota nada?

—Se cree que fumo chocolate. Él fuma de vez en cuando marihuana.

—¿Y la heroína, de dónde la sacas ahora?

—De aquí y de allá. Depende del día —respondió la chica.

—¡Ah! Toma, aquí está el resto de tu dinero... los tres millones —le entregó Cobre los billetes que llevaba envueltos en una bolsa de plástico.

Sindy fue a guardar el dinero y regresó con la agenda de Johan. Se sentó junto a él y descolgó el teléfono. Llamó a un tal Ruud y quedaron en verse en su casa, que no estaba muy lejos. Ella se ofreció a acompañarlo y hacerle de intérprete. Salieron de la casa por el garaje. Sindy le dejó la bicicleta de Otto y después de pedalear durante unos diez minutos la holandesa se detuvo en un cruce. Se bajó de la bicicleta y señaló el rótulo de una de las calles: «
Eerste Constantijn Huygensstraat
». Cobre leyó el letrero, pero casi se atragantó intentando pronunciarlo.

Caminando por la acera, con las bicis a un lado, se detuvieron frente a un portal verde y la chica pulsó el timbre. Nada más abrirles, el tal Ruud dio a Sindy su más sentido pésame por la muerte de su marido. Era un tipo muy simpático y estuvo muy atento con ellos. Les dio a probar una muestra de la cocaína que podía venderles. Cobre hizo la prueba del fuego, utilizando un papel de aluminio que precavidamente llevaba consigo. El resultado no fue de su agrado pero, no obstante, delante del hombre no descartó la posibilidad de comprarle. Al poco rato, salieron de la casa.

—No es muy buena —comentó en la acera.

—Ya me ha parecido que no estabas muy convencido.

—¿Podemos probar con el otro? —preguntó Cobre.

Desde una cabina, Sindy llamó al otro contacto de la agenda de Johan y Cobre escuchó sin entender lo que hablaban mientras la holandesa apuntaba con rapidez una dirección.

—¿Qué ha dicho? —preguntó, cuando ella hubo colgado el aparato.

—Que hoy no puede ser. Tendrá que ser mañana, a las once. Pero yo no podré acompañarte; mañana trabajo en la galería. Le he dicho que irías tú y no ha puesto ningún impedimento.

—¿Y cómo me entenderé?

—Habla inglés, me ha dicho.

—Pero yo no mucho, la verdad —reconoció Cobre—. Bueno, le pediré a mi amigo Tito que me acompañe. Él lo habla bastante bien.

Regresaron con las bicicletas a la casa de Sindy. Mientras las dejaban en el garaje, ella le preguntó si quería subir a tomar algo, pero Cobre se excusó diciéndole que había quedado con sus amigos, así que se despidieron.

Cogió un taxi de regreso al hotel. Sus amigos no estaban en la habitación. Se tumbó en la cama y encendió el televisor. Emitían el partido del Ajax y se quedó viéndolo. Hacia las siete, aparecieron. Quedaron en volver al barrio de las luces rojas. Después de una ducha y de comer en un restaurante cercano, un taxi los dejó en el canal de Kloveniersburgwal. Lo cruzaron por uno de sus puentes y enseguida vieron algunos escaparates con chicas.

—¿Vamos a ver si vemos a la negra? —preguntó Tito en broma a Gus.

—No, la negra no, por favor. He soñado con ella toda la noche.

—Mejor que no vayamos en busca de ninguna en concreto o nos va a pasar como ayer —sugirió prudentemente Cobre.

—Pues a mí me gustaba —dijo Tito—. Nunca lo he hecho con una negra... y dicen que lo hacen muy bien.

Deambularon por diversas calles y finalmente se detuvieron en uno de los escaparates donde los tres estuvieron de acuerdo en entrar, ya que les gustó lo que vieron. Tito, a una negra muy estilizada; Gus, a una rubia despampanante, y Cobre, a la japonesa del día anterior.

Traspasada la puerta, una señora mayor les atendió y Tito habló en inglés con ella, intercambiando unas frases sobre el precio.

—Son doscientos cincuenta florines, unas dieciocho mil pesetas —tradujo.

—¡Jondia, dieciocho mil pelas! —se quejó Cobre.

Una vez asimilado y aceptado el coste, la encargada de esta singular tienda exigió el pago adelantado de las «tres prendas» elegidas y Tito entregó su tarjeta de crédito para que cobrase. La mujer pasó la banda magnética por el artilugio electrónico y sin procesar ningún «código de guarras» tecleó el importe total.

Las chicas se dirigieron hacia ellos. La rubia de Gus le pasaba un palmo.

—Menos mal que esto del sexo se hace tumbado en la cama; si no, no llegas —dijo Cobre.

La japonesa le habló, pero su cara expresó el típico «mi no entender».

—Pregunta si quieres algo para beber —tradujo Tito.

—¿Va en el precio, supongo?

La bebida no estaba incluida y decidieron no beber nada. La japonesa habló otra vez en inglés.

—¿Qué dice? —preguntó de nuevo Cobre.

—Menos mal que no has entrado precisamente para hablar con ella —le respondió, riéndose—. Pregunta si te apetece subir ya.

Al día siguiente, Tito acompañó a Cobre a su cita. Un taxi los dejó en la dirección que Sindy le había entregado escrita en un papel: «calle Prinsengracht, 189», en el centro de Amsterdam. Era un edificio vetusto y accedieron al tercer piso por unas estropeadas escaleras. Golpearon la maltrecha puerta y un hombre de unos sesenta años, con barba de tres días, les abrió, miró precavidamente por la escalera si venía alguien más y los hizo pasar. Tras aquella destartalada y mohosa puerta descubrieron que se escondía una destartalada y mohosa vivienda. Los hizo sentar en el sofá de una especie de salón comedor por el que vieron moverse un par de cucarachas. Tito fue traduciendo lo que el hombre decía. Hablaron de cantidades y de precio, y les dio a probar una muestra de una papelina que sacó del bolsillo de su camisa. Cobre la probó con el dedo mojado en saliva y luego esnifaron una raya cada uno. Cobre no quedó muy convencido y sacó un papel de aluminio del bolsillo de su chaqueta.

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