Authors: Josep Montalat
El día de la citación, Cobre se presentó en los juzgados de Figueres. Una agente judicial le hizo una serie de preguntas referentes a lo que había sucedido el día del asesinato del holandés y él procuró responderlas con la máxima atención para no buscarse problemas innecesarios.
Un mes más tarde su madre volvió a llamarle a Empuriabrava. Le dijo visiblemente asustada que había firmado otra carta certificada a su nombre, también esta vez de un juzgado de Figueres. Como pudo, la tranquilizó diciéndole que no era nada importante, y al cabo de dos días fue a recogerla. Lo citaban como testigo para el juicio que iba a celebrarse el día 8 de septiembre.
Gaspar también había recibido la misma carta y por teléfono le informó que esta vez debía desplazarse a Figueres para asistir al juicio.
—Creo que sería conveniente que lo hablásemos con un abogado —sugirió el vasco al otro lado de la línea telefónica—. Mejor no jugársela con estas cosas legales. Mira si encuentras alguno por ahí que sea bueno para que acceda al sumario y nos dé alguna pista sobre lo que tenemos que decir.
Cobre fue a ver a David, su ex socio en el restaurante, y le preguntó si podía aconsejarle un buen abogado para él y para Gaspar. David lo habló con su padre y les propuso al Sr. Juan Salvatella, un eficiente abogado penalista de reputada experiencia. Al día siguiente, Cobre fue a verlo con el escrito recibido y le pidió conocer los detalles de lo que se estaba llevando en el juzgado con referencia a aquel caso. El abogado le dijo que tratándose de una citación en calidad de testigo no podía tener acceso oficial al sumario, pero que lo tendría «extraoficialmente» ya que conocía a alguien.
Pocas semanas después, Cobre recibió una llamada de la secretaria del abogado, que le dio hora para pasarse por el despacho. El Sr. Salvatella le mostró una fotocopia del expediente y le comentó algunos detalles. Por lo visto, el abogado defensor del presunto asesino de Johan van Veldeke había pedido al juez, acogiéndose a un error que hubo en la autopsia practicada al cadáver, que no aclaraba la hora justa de su muerte, imputarlos por posible denegación de auxilio. Basándose en esto, la defensa pretendía demostrar que Johan quizás todavía estuviese vivo cuando los homicidas huyeron de la vivienda, lo cual rebajaría la posible pena del inculpado. El tiempo transcurrido entre el momento de los disparos, que coincidía en todas las versiones de las declaraciones realizadas, y el momento en que se avisó a una ambulancia, dos horas más tarde, favorecía esta teoría. El Sr. Salvatella, no obstante, le mostró a Cobre la respuesta del juez a esta petición y le señaló un «no ha lugar». Les dijo que en todo caso el juez, fundamentándose en las preguntas y pruebas que se vieran en el juicio, dictaminaría finalmente sobre ello. Cobre, nada más salir del despacho, llamó a Vitoria e informó a su amigo sobre lo hablado en aquella visita al abogado.
Dos días antes del juicio, Gaspar llegó a Empuriabrava con Susana. Habían venido en coche y el vasco pensaba aprovechar el obligado viaje para hablar con David de la marcha del negocio de El Pollo Feliz y ver las obras de ampliación que se habían hecho, tomar un poco el sol y luego regresar por Francia, donde pensaban visitar a unos proveedores de su negocio de vinos.
Al día siguiente, Gaspar y Cobre se citaron para cenar con sus respectivas novias. Durante la comida, Mamen pudo comprobar en directo el peculiar humor del vasco, del que tanto había oído hablar, y se rio mucho. Las dos chicas se sintieron muy cómodas entre ellas y en el
pub
al que fueron luego hablaron sobre sus respectivas relaciones amorosas. Susana le confió que había tenido sus más y sus menos con Gaspar debido a su irrefrenable afición a los deslices con otras chicas, pero desde hacia unos meses, en que habían hablado con mucha sinceridad y habían establecido una especie de tratado estaban muy bien. Mamen se interesó mucho en lo que le contaba pero, debido a la poca intimidad que ofrecía el local y al hecho de tener que marcharse temprano para poder descansar para el día siguiente, no pudo sonsacar más detalles. En el coche, de regreso con Cobre a la casa de sus padres en Canyelles, comentó la buena relación que Susana tenía con su amigo, diciéndole que se lo contaban todo entre ellos, sin esconderse nada. Él dudó de lo que le decía Mamen y pensó que Gaspar era muy habilidoso para tener a su novia engañada de aquella forma.
Cuando la mañana del juicio Cobre y Mamen llegaron al juzgado de Figueres ya estaban esperándoles fuera Gaspar y Susana. Al entrar, Cobre vio a Sindy sentada en un banco con un aspecto más que inmejorable, demostrando claramente que las viudas gozan de mejor salud que sus maridos. Fueron con Gaspar a saludarla y la holandesa les presentó a Otto, su actual compañero, que no hablaba español.
Había otras muchas personas esperando a que empezara el juicio, entre ellas los médicos y las enfermeras que habían atendido al herido que había huido del asesinato de Johan, el taxista que se había visto obligado a llevar a los culpables a punta de pistola hasta Barcelona y otra gente que Cobre supuso que eran abogados, periodistas, otros posibles testigos y amigos o familiares de los que habían acudido también citados.
A la hora prevista, todos accedieron a la sala y ocuparon sus asientos. Al poco rato, entró el juez, el alguacil les hizo levantar a todos y empezó el juicio de la forma habitual. Adelantada la vista, el abogado defensor del presunto asesino, un hombre de unos cuarenta años con cara de pocos amigos, llamó a declarar a Sindy al estrado. Cobre había mantenido largas conversaciones telefónicas con ella sobre lo que debía decir para que todo saliese bien. Afortunadamente, la holandesa no iba drogada y no se hizo notar, si exceptuamos los repiqueteos de los finos talones de sus botas negras y su insinuante andar hasta sentarse en la silla del estrado, cruzando sus esbeltas piernas enfundadas en unos elegantes pantys, que terminaban a la altura de medio muslo en un visible encaje negro, al tiempo que tiraba hacia atrás su rubia y suelta melena en un grácil gesto de anuncio de champú Sunsilk y toda la sala se impregnaba del olor de su perfume favorito, el
Eau Sauvage
más salvaje de la selva tropical.
El abogado, una vez adaptada su pituitaria al penetrante olor que desprendía Sindy, empezó aclarándole que sus respuestas debían ser orales, a lo que la holandesa asintió.
A continuación comenzó el interrogatorio. Una de las preguntas fue sobre la profesión de Johan.
—Vendedor —dijo Sindy.
—¿Y la suya?
—Aquí en España creo que se dice no se qué de labores.
—«Sus labores», supongo se refiere —aclaró el abogado.
—A eso, sus labores —repitió ella.
—Las mías no, debe decir las suyas —puntualizó el abogado haciéndose el gracioso.
—¿Las suyas? ¿Qué quiere decir? —preguntó Sindy, desconcertada, haciendo reír a alguien del público.
El abogado, ligeramente sonrojado, intentó resolver el malentendido.
—«Mis laborales», decimos en español, con el «mis» delante si habla usted y con el «sus» cuando es un tercero quien habla —aclaró el hombre—. En su país no sé cómo lo dicen.
—
Mÿn huishouden
—respondió en holandés.
Alguien en la sala rio por aquella respuesta. El abogado no hizo caso y poniéndose serio siguió su interrogatorio.
—¿Así pues, si usted no tenía ningún trabajo remunerado, dependía exclusivamente de los emolumentos de su marido?
—¿Qué monumentos? —preguntó Sindy, haciendo reír esta vez a más de uno entre el público.
El abogado, nervioso, aclaró su pregunta, y ella reconoció depender únicamente del trabajo de su esposo. Seguidamente, el letrado mostró un escrito recibido de Holanda.
—En este documento, figura que su difunto marido tenía suscrito un seguro de vida cuyo beneficiaria es usted, por valor de sesenta mil florines.
—No he cobrado nada todavía —dijo Sindy.
—Lo sé —aclaró el abogado—. Ese seguro fue suscrito sólo cuatro meses antes de la fecha de los autos —resaltó, alzando el papel en alto, mirando al juez.
—Sí, nos lo hizo mi hermano cuando el año pasado vino a vernos, en Semana Santa.
—Es lo que iba a decir. Casualmente, el agente de la compañía
«Achmea» que lo firma es su propio hermano. ¿No resulta este hecho un poco curioso?
—No, se dedica a eso. Es un poco pesado y ha hecho seguros a toda la familia —aclaró, oyéndose alguna risa entre los asistentes.
El abogado siguió con una nueva pregunta.
—¿Cuántos años llevaba casada con el difunto Johan van Veldeke?
—Nueve.
—¿Iba bien su matrimonio?
—Como todos los matrimonios, supongo.
—¿Y eso qué significa?
—Que no mucho —respondió Sindy, haciendo reír.
El juez reclamó silencio.
—Entonces, no iba del todo bien —resaltó el abogado.
—No, me engañaba con otras —respondió ella con sinceridad.
El abogado siguió en esta línea, buscando un motivo para dejar abierta la posibilidad de que no hubiera estado muy interesada en auxiliar a su marido cuando lo encontró en el salón.
—¿Así que usted sabía de esos engaños?
—Sí. Él me había prometido que no lo haría más, pero yo intuía que cuando iba a Holanda seguía engañándome con otra chica.
—¿Y eso podía ser motivo para que usted deseara verlo con la cabeza destrozada?
—No. Para verlo con la cabeza destrozada, no; pero, al igual que yo, con algún que otro cuerno, sí.
Se oyeron risas en la sala y el juez pidió silencio. El abogado entretanto había ido a su mesa y regresó junto a la holandesa con un papel en su mano.
—En la declaración que usted hizo a la policía, en Roses, el día siguiente del asesinato de su marido, usted... —hizo una pausa leyendo la hoja— usted dijo, y cito textualmente: «Mi marido me había pegado alguna vez». Esto no le debía de agradar, supongo.
—No, no soy masoquista precisamente —respondió, al tiempo que volvían a oírse una risas.
—No voy a hacer más preguntas a este testigo —dijo seguidamente el abogado.
Sindy se levantó y con manifiesta «discreción» regresó a su asiento. El abogado se preparó para pedir que subiera un nuevo testigo al estrado.
—Pido que suba a testificar, el señor... —dijo, mientras miraba sus papeles con unas gafas de cerca— el señor Santiago Repuyo Gómez.
Cobre se levantó, nervioso. Gaspar lo animó cuando pasó delante de su asiento. Después de hacer el juramento reglamentario, el abogado tomó la palabra.
—Cada una de sus respuestas debe ser oral —volvió a pedir el abogado—. ¿De acuerdo?
—Sí, señor —respondió Cobre, aclarándose la voz.
—¿A qué hora entró en la casa del difunto Johan van Veldeke?
—A las doce y algo.
—Cuando usted entró en el salón y vio a Johan van Veldeke estirado sobre el sofá, ¿qué fue lo primero que hizo?
—Vomité —respondió honestamente Cobre.
En la sala se rieron de aquella espontánea respuesta. El juez pidió orden, golpeando la mesa con su mazo. Se hizo de nuevo el silencio.
—Le repito la pregunta de otra manera. Esta vez responda sólo «sí» o «no» —dijo el abogado, nervioso. ¿Avisó enseguida a una ambulancia?
—No... El teléfono estaba estropeado y... —el abogado lo interrumpió sin dejarle acabar la frase.
—Le he pedido sólo un «si» o un «no» —objetó—. Responda, pues.
—Sí —dijo Cobre.
—Antes ha dicho que no. ¿En qué quedamos?
—Bueno, el sí era para decir «sí», a que sólo respondería «si» o «no» a su pregunta.
Se oyó una risotada en la sala. Era Gaspar. Susana se lo recriminó y paró.
—Empecemos de nuevo y limítese a un simple «sí» o un «no» a lo que le pregunte, ¿entendido? —dijo el abogado, un poco alterado.
—Sí.
—Sí,¿qué?
—Sí —dijo de nuevo Cobre.
—Sí, señor, debe responder.
—Ha dicho sólo «sí» o «no». Nada de «señor» —se justificó Cobre.
Las risas resonaron entre el público. El juez llamó al orden y luego se dirigió al abogado.
—Señor letrado, el testigo tiene parte de razón. Céntrese en las preguntas concretas que quiera hacerle, y un «sí» o un «no» serán suficientes. A ver si podemos seguir con la vista.
—Sí, señoría —acató el abogado.
—Cuando vio a Johan van Veldeke en el sofá de la casa, ¿avisó enseguida a una ambulancia?
—No.
—¿Fue usted en su auxilio?
—No.
—¿Verificó su pulso?
—No.
—¿Verificó su presión sanguínea?
—No.
—¿Verificó si había respiración?
—No.
—Entonces, si usted no comprobó ninguna de las funciones vitales del Señor Johan van Veldeke, ¿es posible que aún estuviese vivo cuando lo vio en el comedor de la casa?
Cobre no supo qué responder a esta última pregunta. No se le ocurrió pedir el comodín del público y compuso una mueca sin decir nada.
—Le recuerdo que su respuesta debe ser oral —demandó el abogado para que respondiera—. Le repito la pregunta: si usted no comprobó ninguna de las funciones vitales del señor Johan van Veldeke, ¿es posible que aún estuviese vivo cuando usted lo vio en el comedor de la casa?
—Sí... Podría ser —dijo finalmente.
—No hay más preguntas para este testigo —anunció el letrado, satisfecho con la respuesta.
Mientras el abogado iba hacia su mesa, Cobre se había levantado y se dirigió a su asiento.
—Muy bien —lo animó Gaspar al pasar por delante de él y sentarse.
—Muy bien —le dijo asimismo Mamen, dándole la mano.
El abogado sujetaba un papel en su mano.
—Pido que salga a testificar el señor Gaspar Inzarrieta Bazagotia.
—Inzaurrieta Bazagoitia, debe ser —dijo en voz alta Gaspar desde su sitio, rectificando los apellidos.
A su lado se oyeron unas risas; era Cobre.
—Gaspar Inzaurrieta Bazagoitia —leyó con cuidado el abogado.
—Ánimo, Gaspar —le alentó su amigo, mientras salía hacia el estrado.
Después del juramento reglamentario, el abogado tomó de nuevo la palabra.
—Le recuerdo que la respuesta a mis preguntas siempre debe ser oral.
—Sí, señor —respondió Gaspar con claridad.
—¿A qué hora entró usted en la casa de los Señores van Veldeke?
—Oral.
Se oyeron risas, entre ellas una carcajada de Cobre y algunos comentarios jocosos en la sala. Mamen esta vez tampoco pudo reprimir su risa y cogía fuertemente la mano de su novio. El alguacil, reprimiendo la risa, se había girado levemente. Al juez también se le escapó una sonrisa. No obstante, tuvo que pedir orden, golpeando varias veces con el mazo.