Goma de borrar (35 page)

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Authors: Josep Montalat


I see you’ve done this before.
(«Veo que sabéis de qué va el asunto.») —comentó en inglés, sonriéndoles al tiempo que se levantaba del descalabrado sofá.

Tito tradujo lo que había dicho, mientras el hombre abría un armario y rebuscaba dentro. Regresó con una caja metálica y de ella sacó una bolsa con cocaína. Cobre entendió que era otra muestra de diferente calidad. Les dio a probar y Cobre hizo directamente la prueba del papel de aluminio. Pensó que era notablemente mejor que la del día anterior, pero que no llegaba a la calidad de la que le facilitaba Johan en Empuriabrava, y que por tanto éste tampoco era su contacto, aunque él les dijo que le vendía al holandés. Hablaron un rato más de condiciones y Cobre le pidió a Tito que le dijera que ya se lo pensarían y le dirían algo.

Al salir del edificio, comentaron la visita. Tito le preguntó por las cantidades de las que habían hablado, ya que él pensaba que se trataba de una pequeña cantidad para consumo propio y no de los quinientos gramos de los que habló Cobre.

—Lo he dicho para conocer el precio al que lo venden cuando se compra una buena cantidad —mintió a su amigo.

—¡Ah! Pues mira, por un momento he creído que iba en serio.

Cobre no dijo más y, por supuesto, no le habló del millón y pico de pesetas que tenía escondido en la habitación del hotel para una posible compra.

Por la tarde, mintió de nuevo a sus amigos diciéndoles que tenía que volver a ver a Sindy para hablar con otro cliente de la inmobiliaria. En realidad, la llamó a la galería de arte donde trabajaba y le pidió que llamase al señor que aquella mañana había visitado con Tito para pasar a hacerle la compra. Sindy lo hizo, luego él cogió el dinero y en un taxi se dirigió al cochambroso piso. Hizo la transacción con bastante temor de que le timase y quiso hacer dos pruebas para estar seguro de la calidad de lo que se llevaba. Mientras el hombre pesaba la cocaína en una balanza, Cobre distraídamente contemplaba las idas y venidas de las cucarachas que circulaban por el suelo del salón, llegando a la conclusión que aquello bichos sólo funcionaban con dos marchas: el punto muerto y la directa.

Al salir, fue en busca de un supermercado y compró tres bolas de queso tierno Gouda y un tubo de pegamento. Con toda la compra se dirigió al hotel. Tal como había previsto, sus amigos no estaban en la habitación, por lo que la cerró con llave. Sentado sobre la cama se entretuvo en quitar la etiqueta adhesiva con la marca Drachten de uno de los quesos y seguidamente desenvolvió con cuidado el papel de celofán amarillento que lo cubría. Después, con una navaja, hizo el tipo de corte que normalmente se hace cuando se prueba una sandia. Sacó con cuidado el cono hecho al queso y con la ayuda del cuchillo fue vaciando su interior. Cuando supuso que había hecho espacio suficiente, puso un tercio de la cocaína, bien envuelta en plástico, en aquel agujero. Luego cortó la punta del cono que había sacado y tapó de nuevo el queso con aquella pieza. Con el encendedor fundió sutilmente la cera amarilla que lo cubría y con los dedos intentó disimular al máximo las juntas del corte practicado. Finalmente envolvió de nuevo el queso con el papel de celofán amarillo y pegó la etiqueta que había desprendido, en la que se veía el dibujo de una corona con una cruz, tapando con ella la parte en la que había practicado el corte. Al acabar admiró su obra y la comparó con los otros dos quesos. Quedó satisfecho del resultado y empezó a hacer lo mismo con la siguiente bola.

Cuando sus amigos regresaron, ya había completado la operación de camuflaje de la cocaína y las tres bolas de queso holandés relucían dentro de la bolsa del supermercado, junto al armario de la habitación.

Por la noche, salieron de nuevo por la ciudad. Fueron a visitar otra parte de la Amsterdam nocturna y entraron en los animados bares que fueron encontrando en busca de algún posible ligue con el que no fuera necesario utilizar la Visa, aunque los intentos no dieron el resultado deseado. Sí lo dio la gran cantidad de bebidas alcohólicas ingeridas. Cerca de las dos y media los tres estaban sentados, más que beodos, en la barra de uno de aquellos locales.

—Es curioso, he estado tomando gin-tonics toda la noche y ahora que sólo bebo cerveza me siento más borracho —comentó Cobre.

—El alcohol provoca efectos raros. Yo al principio de la noche sólo me fijaba en las chicas más atractivas y ahora ya las miro a todas —dijo Gus.

—Sí, el listón va bajando a medida que pasan las horas —opinó Cobre—. Esto, un amigo mío del País Vasco, que se llama Gaspar, dice que es la prueba palpable de la denominada «Ley murciélago-búho» que dice que: «El nivel de fijación en el sexo contrario es directamente proporcional a las horas que pasan y al alcohol ingerido».

—Esta noche estás bastante agudo —le dijo Tito, riendo.

—Pues la verdad, con lo que he bebido me siento más bien esdrújulo.

A las doce de la mañana tuvieron que dejar el hotel. Cargaron las maletas en el Golf y fueron a comer algo. Se entretuvieron comprando algunos regalos y pasadas las cuatro de la tarde abandonaron Amsterdam en dirección a España. La vuelta se hizo más pesada y las paradas se multiplicaron. En una de ellas, próxima a Vienne, Cobre, pensando en la cocaína, sustituyó la bolsa del supermercado de Amsterdam donde llevaba los quesos por otra con un distintivo francés que encontró en una papelera. En la última de las paradas que hicieron para desayunar, cerca de Narbonne, propuso a sus amigos que si los paraba la policía en la aduana quizás fuera preferible decir que venían de París.

—¿Por qué? Si no llevamos nada —preguntó Tito.

—Para evitar pérdidas de tiempo innecesarias —les respondió él, sintiéndose cada vez más nervioso.

—Puede ser peor si ven las compras que llevamos —argumentó su amigo.

—Podemos cambiar las bolsas de Holanda por otras francesas, en esa papelera seguro que encontramos alguna.

—Venga, no seas neura. ¿Ahora quieres que abramos las maletas y hagamos toda esta movida por nada? —intervino Gus.

Cobre renunció a convencerlos, ya que le faltaban argumentos de peso si no quería mencionar el del medio kilo de droga, y al poco rato reanudaron el viaje. Eran las ocho de la mañana y los latidos de su corazón, mientras conducía acercándose a La Jonquera, fueron aumentando. Ascendieron a ritmo de claqué cuando vio el cartel que anunciaba la frontera. Pasaron sin problemas la garita del control de pasaportes de la Policía Nacional en la cual no había nadie, pero un poco más allá, en la siguiente garita, un joven guardia civil les pidió que se detuvieran y el corazón estuvo a punto de estallarle. El guardia se acercó a su ventanilla.

—¿De dónde vienen?

—De Holanda —respondió Cobre, viendo que no podía mentir.

—¿Para qué han ido a Holanda? —preguntó de nuevo, al tiempo que miraba en el interior del vehículo a Tito sentado a su lado y a Gus, detrás.

—De turismo... a visitar algunos museos y...

—Estacione ahí, por favor —le pidió el guardia civil, indicándole un espacio más adelante.

Cobre pensó en poner a prueba el
reprís
del Golf y salir disparado, pero no lo hizo, y detuvo el coche donde le había indicado el policía.

—Bájense, por favor, del vehículo —pidió el guardia una vez detenido el Volkswagen Golf.

—¿Pasa algo? —preguntó Tito.

—Voy a inspeccionar el coche —respondió simplemente el guardia civil.

—Ya os lo dije —comentó en voz baja Cobre, fulminando a Tito con su mirada mientras, con la presión arterial a 22-15, abría la puerta para bajarse.

El guardia civil empezó a mirar con detenimiento en los asientos y debajo de ellos.

—Abra, por favor, el maletero —pidió una vez satisfecho con lo visto en el interior del Golf.

Disimulando sus nervios, Cobre abrió el maletero. El guardia civil apartó las maletas y miró entre ellas. Abrió la de Gus y miró dentro, luego abrió la de Cobre y sacó de ella la bolsa con los tres quesos.

—Son quesos para mi madre —reaccionó Cobre rápidamente, al tiempo que casi le daba un ataque cardíaco.

El guardia civil sacó una de las bolas. La sostuvo, como pesándola, en una mano y luego la agitó a la altura de sus oídos para escuchar si en su interior había algo. Tito reía por lo que hacía el policía y Cobre casi se desmayó.

—¿Qué pasa por aquí? —oyeron preguntar a otro guardia civil que apareció detrás de ellos junto a otro que lo acompañaba.

—A la orden, mi teniente —dijo el agente, cogiendo el queso con una mano y saludando a su superior con la otra.

—¿Inspeccionando quesos? —preguntó, consiguiendo que el comentario provocara una carcajada a Tito.

El teniente se percató de la risotada, pero no giró siquiera su cabeza.

—Vienen de Holanda, mi teniente, y comprobaba si había algo en su interior —explicó el joven guardia civil.

El teniente le cogió la bola de queso y la presionó entre sus manos. Luego la agitó de la misma forma que había hecho antes el otro agente, acercándosela a su oído.

—¿Qué pensabas, que podía haber droga escondida o mirabas si estaba maduro? —preguntó el teniente.

—Ja, ja, ja —se rio otra vez Tito con el comentario.

—Ya lo ves, se ríen —dijo el hombre—. Norma número uno, si llevasen droga no se hubieran reído —añadió, girándose y mirando hacia Cobre, que pensaba que era quien se había reído.

—Je, je —intentó Cobre como pudo forzar su risa.

—¿Lo ves? Todavía se descojona —dijo el teniente, alargándole el queso.

Cobre lo agarró disimulando el tembleque de sus brazos, al tiempo que el teniente puso la mano sobre el maletero levantado del vehículo.

—Norma número dos, fijarse en la matrícula del coche —dijo luego, bajándolo hasta que se vio la placa—. Gerona, ¿ves? —indicó al guardia—. Nadie de Gerona que llevase droga o algo que temieran encontrarle sería tan estúpido como para pasar por aquí.

—Sí, mi teniente —respondió diligente el joven guardia civil.

—¿O no? —preguntó, girándose hacia Cobre.

—Claro, pasaría por Portbou —respondió él, recordando que Johan cruzaba la frontera por aquel lugar.

—¿Lo ves? Pasaría por las montañas o por el mar en Portbou.  

El teniente ahora volvió a tomar el queso que Cobre sostenía leyendo su etiqueta.

—Holland —dijo, mirando al joven guardia civil—. Holanda —tradujo—. Si quisieran pasar droga de Holanda no hubiesen dicho que venían de este país y hubieran eliminado cualquier prueba de esta visita. Dirían que venían de Paris, de Andorra o de cualquier otro sitio. ¿O no?

—Sí, supongo que sí, mi teniente —respondió el guardia civil.

—Bueno, ya has aprendido tu primera lección —dijo, orgulloso de sí mismo.

—Sí, mi teniente —respondió el aludido.

—Pueden irse —anunció.

—Gracias, oficial —respondió Cobre, acordándose del tratamiento militar de su servicio militar en Canarias, con sus latidos completamente desbocados.

Los tres se subieron de nuevo al Golf. Cobre arrancó, pero las piernas le temblaban ostensiblemente cuando pisó el embrague para poner la primera marcha. Salió despacio, dando poco gas al vehículo. Fue subiendo poco a poco la velocidad y por el retrovisor vio a los tres guardias civiles hablando entre ellos.

—¡Jondia! —exclamó, aliviando su estado.

—Ja, ja, ja. Cómo miraba el tipo ese el queso —se rio Gus.

—Ja, ja, ja —reía igualmente Tito—. A mí se me ha escapado la risa cuando lo he visto agitándolo como si fuese un coco y el otro le ha soltado «¿qué, inspeccionando quesos?» —rieron él y Gus mientras Cobre sonreía forzadamente—. «¿O miras si está maduro?» —añadió, imitando la voz del guardia, volviendo a reírse.

—Sí, tenía gracia —mintió Cobre—. Yo tampoco he podido evitar reírme —añadió, sintiendo todavía las piernas alteradas por los nervios.

—Jopé, Cobre, menos mal que no compramos droga al tipo ese de Amsterdam —dijo Tito, todavía riéndose.

—Sí, menos mal —respondió él, notando aún el fuerte latir de su corazón.

—El escondite del queso hubiese sido bueno para pasarla.

—Sí, buenísimo —respondió, mientras sus amigos seguían riéndose—. Pero no hubieses reído tanto si la hubiésemos traído dentro del queso —añadió.

—Jopé, a mí me hubiera dado algo —se rio Tito.

—El tío ese no tiene un pelo de tonto —intervino Gus—. Desde luego, no te ríes con algo así.

Cobre dejó a sus amigos en Figueres, donde tenían aparcado su coche, y se fue en dirección a su casa de Empuriabrava. Por la tarde, abrió los tres quesos y sacó la cocaína. Separó treinta gramos para su propio consumo. Luego se entretuvo un buen rato mezclando el resto de la cocaína con el bórax del bote de cristal que había mostrado a Frank para identificar aquella sustancia. Cuando finalizó la adulteración, pesó el contenido total. La báscula señaló un peso de 1.017,16 gramos. En un papel hizo una serie de operaciones matemáticas y quedó satisfecho con el resultado.

CAPÍTULO 13

El juicio

Justo después del viaje a Holanda, Mamen, dejando en secreto su camuflaje de cerilla roja, fue a pasar el fin de semana con Cobre en Empuriabrava. Belén también había reanudado su relación con Tito y las dos parejas el sábado fueron juntas a cenar en el restaurante de Le Rachdingue. Después, Mamen y Cobre hicieron de cicerones a sus amigos por aquella ahora conocida discoteca surrealista. Con la ayuda desinhibidora de la bebida de varios combinados y a petición de Belén, que convenció a su amiga, los cuatro se bañaron en la transparente piscina. Lo hicieron en ropa interior, pero al cabo de un rato los chicos se quitaron sus slips y juguetearon intentando quitar las prendas con que se bañaban sus novias. Se divirtieron y rieron mucho.

Pocas semanas después, Cobre recibió una llamada telefónica de su asustada madre. Le dijo que había tenido que firmar el acuse de recibo de una carta certificada del juzgado de Figueres que iba a su nombre. Dijo que la había abierto, que no había entendido demasiado bien lo que decía y le preguntó si sucedía algo malo. Él la tranquilizó y le comentó que iría a verla y recogería la carta.

A la mañana siguiente, se fue con el Volkswagen Golf en dirección a Hospitalet de Llobregat. Aprovechó el viaje para dejar una buena cantidad de cocaína a su cliente Bartolo. Luego se presentó en su casa y leyó la carta que le dio su madre. Lo citaban para las pruebas preliminares que instruía el Juzgado número 2 de Figueres con referencia al asesinato de Johan van Veldeke. Llamó desde allí mismo a Gaspar al País Vasco para saber si él también había recibido la misma carta. Su amigo le dijo que no había recibido nada, pero que si lo citaban a él era muy probable que también tuviese que presentarse. Efectivamente, dos días más tarde Gaspar le devolvió la llamada anunciándole que había recibido el mismo escrito, pero que podía responder a través del juzgado de Vitoria, sin tener que desplazarse.

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