—Borís, ¿qué hay de postre? —preguntó Natasha con un gesto significativo alzando las cejas.
—Lo cierto es que no lo sé.
—¡Pero si es encantadora! —murmuró sonriendo Pierre como si alguien se lo estuviera discutiendo.
Natasha se dio cuenta en ese momento de la impresión que causaba en Pierre y le sonrió alegremente e incluso hizo un leve gesto con la cabeza, sacudió los rizos y le miró. Él podía tomarlo como quisiera. Pierre aún no había intercambiado ni una sola palabra con Natasha, pero sus mutuas sonrisas le hacían saber que se gustaban el uno al otro.
Mientras tanto en el extremo de la mesa en el que se encontraban los hombres, la conversación se iba animando por momentos. El coronel contaba que en San Petersburgo ya había salido el manifiesto de declaración de la guerra y que el ejemplar que él mismo había visto era el que había recibido por correo el comandante en jefe ese mismo día.
—¿Y por qué tenemos que exponernos penosamente a guerrear contra Napoleón? —dijo Shinshin—. Ya le ha bajado los humos a Austria. Me temo que ahora sea nuestro turno.
El coronel era un alemán grueso, alto y sanguíneo, evidentemente veterano del ejército y patriota. Le ofendieron las palabras de Shinshin.
Porrque
, muy señor mío —dijo él en un correcto ruso, pero pronunciando la
r
como
rr
—
[5]
porrque
el
emperrador
sabe de esto. Dijo en el manifiesto que no puede
quedarrse indiferrente
ante el peligro que amenaza a Rusia y que la
segurridad
del
imperrio
, su dignidad y lo sagrado de las alianzas —dijo él, poniendo por alguna razón un particular énfasis en la palabra «alianzas» como si en ella residiera toda la esencia de la cuestión. Y con su impecable memoria oficial repitió las palabras introductorias del manifiesto—: «y el deseo, único e indispensable del
soberrano
, es instaurar la paz en
Eurropa
sobre bases sólidas y su decisión es enviar ahora parte del
ejérrcito
al
extranjerro
y hacer un nuevo
esfuerrzo
para lograr nuestros fines». Aquí tiene el porqué, señor mío —concluyó él vaciando el vaso de lafit
[6]
y mirando al conde para que este le apoyara.
—¿Conocen el proverbio: «Eroma, Eroma, quédate en casa y vigila tus husos»? —dijo Shinshin, arrellanándose y haciendo muecas—. Nos viene estupendamente. Si hasta incluso Suvórov ya ha sido derrotado. ¿Qué se ha hecho ahora de nuestros Suvórov? Dígame —decía el conocido malediciente, pasando constantemente del ruso al francés y tartamudeando.
—Debemos luchar hasta la última gota de sangre —dijo el coronel golpeando la mesa con un gesto de dudoso gusto—. Y
morrir
por nuestro
emperrador
y entonces
harremos
lo correcto. Y
deliberrar
lo menos posííííííble —dijo alargando la palabra «posible»— lo menos posiíííííble —concluyó dirigiéndose de nuevo al conde—. Así lo juzgamos los viejos
húsarres
. ¿Y usted qué opina como joven y joven húsar? —añadió dirigiéndose a Nikolai que, habiéndose percatado de que se hablaba de la guerra, había abandonado a su interlocutora y era todo ojos y oídos para el coronel.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted —respondió Nikolai, totalmente arrebatado y arrastrando los vasos con un aspecto tan decidido y temerario como si en ese momento se hallara frente a un gran peligro—, estoy convencido de que los rusos debemos vencer o morir —dijo, y después de haber dicho esas palabras se dio cuenta, al igual que los demás, que eran demasiado exaltadas y grandilocuentes para aquella circunstancia y, por lo tanto, ridículas, pero la hermosa e impresionable juventud de su franco rostro provocaba que su salida resultara para los demás mucho más grata que risible.
—Qué hermoso es lo que usted ha dicho —dijo Julie suspirando y escondiendo los ojos tras los párpados a causa de la profunda emoción. Sonia se estremeció y enrojeció hasta las orejas, el cuello y los hombros en el momento en el que Nikolai habló. Pierre escuchaba el discurso del coronel y movía la cabeza afirmativamente, aunque según sus razonamientos él opinaba que el patriotismo era una estupidez. Pero se identificaba involuntariamente con cualquier frase sincera.
—Esto es glorioso. Muy bien, muy bien —dijo él.
—Este joven es un verdadero húsar —gritó el coronel golpeando de nuevo la mesa.
—¿Por qué hacen tanto ruido? —se escuchó de pronto la voz de bajo de María Dmítrievna—. ¿Por qué golpeas la mesa? —dijo dirigiéndose al húsar, siempre expresando lo que los otros solo se atrevían a pensar—. ¿Con quién te acaloras? Seguramente piensas que tienes a los franceses ante ti.
—Digo la verdad —dijo el húsar sonriendo.
—Es todo sobre la guerra —gritó el conde—, y es que mi hijo parte para ella, María Dmítrievna, mi hijo se va.
—Pues yo tengo cuatro hijos en el ejército y no me aflijo. Todo depende de la voluntad divina, puedes morir en la cama y puede que Dios te salve en la batalla —resonó, sin esfuerzo alguno desde el otro lado de la mesa, la recia voz de María Dmítrievna.
—Eso es cierto.
la conversación volvió a su ser, la de las mujeres en su extremo de la mesa y la de los hombres en el suyo.
—¡A que no lo preguntas —decía el hermano pequeño de Natasha—, a que no lo preguntas!
—Lo preguntaré —respondió Natasha.
Su rostro se ruborizó expresando una alegre y apasionada determinación, la determinación que siente un alférez lanzándose al ataque. Ella se levantó, y con los ojitos brillantes y una contenida sonrisa se dirigió a su madre.
—¡Mamá! —resonó su voz gritada a pleno pulmón.
—¿Qué te sucede? —preguntó la condesa asustada, pero habiendo visto en el rostro de su hija que era una chiquillada, le hizo un severo gesto con la mano, a la vez que le hacía señas severas y amenazadoras con la cabeza.
La conversación se apagó.
—¡Mamá! ¿Qué hay de postre? —la vocecilla intencionadamente inocente se elevó aun con mayor decisión, sin allanarse.
La condesa quería fruncir el ceño, pero una involuntaria sonrisa de afecto a su hija favorita se asomó a sus labios. María Dmítrievna la amenazó con el grueso dedo.
—¡Cosaco! —dijo ella amenazadoramente.
La mayor parte de los invitados miraba a los mayores, no sabiendo cómo tomar aquella salida.
—¡Ya verás tú! —dijo la condesa.
—¡Mamá! ¿Qué hay de postre? —gritó Natasha ya valiente y alegremente caprichosa dándose cuenta de que su salida iba a ser bien recibida. Sonia y el gordo Petia escondían la risa.
—¿Ves cómo lo he preguntado? —le susurró Natasha a su hermano pequeño sin dejar de mirar a su madre y sin cambiar la expresión inocente de su rostro.
—¡Helado! Pero a ti no te van a dar —dijo María Dmítrievna. Natasha se dio cuenta de que no tenía nada que temer y por eso ni la propia María Dmítrievna consiguió amedrentarla.
—¿De qué es el helado, María Dmítrievna? A mí no me gusta el de mantecado.
—De zanahoria.
—No, ¿de qué? ¿De qué, María Dmítrievna? —prácticamente gritó—. Quiero saberlo.
María Dmítrievna y la condesa se echaron a reír y con ellas todos los invitados. Pero no se reían de la respuesta de María Dmítrievna sino de la incomprensible valentía y destreza de esa muchacha que sabía y osaba dirigirse de ese modo a María Dmítrievna.
—Su hermana es encantadora —dijo Julie a Nikolai.
Natasha solo se calmó cuando le dijeron que el helado era de piña. Antes del helado sirvieron champán. De nuevo comenzó a sonar la música, el conde besó a la condesa y los invitados, levantándose, felicitaron a la condesa y brindaron por encima de la mesa con el conde, con los niños y entre sí. Julie brindó con Nikolai, dándole a entender con una mirada que ese brindis tenía un importante segundo significado. De nuevo se pusieron en movimiento los sirvientes, hubo ruido de sillas y en el mismo orden, pero con los rostros más colorados, los invitados volvieron a la sala y al despacho del conde.
S
E
prepararon las mesas para jugar al Boston, se organizaron las partidas y los invitados del conde se diseminaron en dos salas, la de los divanes y la biblioteca. María Dmítrievna regañaba a Shinshin, con el que jugaba.
—Sabes criticar a todos estupendamente, pero no has podido adivinar que debías salir con la dama de corazones.
El conde, habiendo dispuesto las cartas en forma de abanico, se mantenía erguido con dificultad, dado que tenía la costumbre de echarse la siesta, y se reía con todo. Los jóvenes, instigados por la condesa, se reunieron en torno al clavicordio y al arpa. Julie fue la primera, a petición de todos, en tocar una composición con variaciones en el arpa y junto con otras muchachas solicitó a Natasha y Nikolai, que eran conocidos por sus dotes musicales, que cantaran algo. Natasha, a la que se habían dirigido antes que a nadie, ni negaba ni asentía.
—Esperen, voy a probar —dijo ella alejándose hacia el otro extremo del clavicordio y probando su voz. Inició a media voz algunas limpias notas de pecho que impresionaron a todos de manera inesperada. Todos callaron hasta que los sonidos se apagaron en lo alto de la vasta sala.
—Se puede, se puede —dijo ella, sacudiendo alegremente los rizos que le caían sobre los ojos.
Pierre, cuya cara era prácticamente carmesí después de la comida, se acercó a ella. Quería verla más de cerca y observar cómo hablaba con el.
—¿Cómo es posible que no se pueda? —preguntó tan directamente como si se conocieran desde hacía cien años.
—A veces hay días en los que la voz no acompaña —dijo ella, y fue hacia el clavicordio.
—¿Y hoy?
—Hoy está estupendamente —dijo ella hablándole con tal entusiasmo como si alabara la voz de otra persona. Pierre, satisfecho de haber comprobado su forma de hablar, fue hacia Borís que aquel día le gustaba casi tanto como Natasha.
—Qué encantadora niñita, menuda y cetrina —dijo él—. Qué importa si no es guapa.
Pierre se encontraba, tras el aburrimiento solitario en la enorme casa de su padre, en esa feliz situación en la que se encuentran los jóvenes cuando todo te gusta y ves únicamente bondad en todo el mundo. Aun antes de la comida despreciaba al público moscovita desde el punto de vista peterburgués. Pero ahora ya le parecía que solamente allí en Moscú la gente sabía vivir y ya pensaba que sería estupendo si pudiera visitar esa casa a diario, escuchar cantar y hablar a esa muchachita menuda y cetrina y poder mirarla.
—Nikolai —dijo Natasha llegando al clavicordio—, ¿qué vamos a cantar?
—¿Qué te parece «El manantial»? —respondió Nikolai. Era evidente que ya le resultaba insoportable que Julie estuviera a su lado, mientras que ella pensaba que él debía estar encantado de que ella le prestara atención.
—Bien, vamos, vamos. Borís, ven aquí —gritó Natasha—. ¿Dónde está Sonia? —miró en derredor y al ver que su amiga no estaba en la sala fue corriendo a por ella.
El manantial, como lo llamaban en casa de los Rostov, era un antiguo
quatuor
que les había enseñado su profesor de música, Dimmler. Esta canción la cantaban habitualmente Natasha, Sonia, Nikolai y Borís, el cual, aun no teniendo verdadero talento musical, ni buena voz, poseía buen oído y con su exactitud y tranquilidad características, que aplicaba en todos los campos, podía aprenderse una partitura y cantarla fielmente. Mientras Natasha estaba fuera le pidieron a Nikolai que cantara algo él solo. Él se negó casi con descortesía y enfado. Julie Ajrósimova se le acercó sonriendo.
—¿Por qué se enfada usted? —dijo ella—. Aunque yo opino que para la música y en especial para el canto hace falta tener buena disposición. A mí me pasa igual. Hay ciertos momentos...
Nikolai frunció el ceño y fue hacia el clavicordio. Antes de sentarse se dio cuenta de que Sonia no estaba en la habitación y quiso irse.
—Nikolai, no te hagas de rogar, es ridículo —dijo la condesa.
—No me hago de rogar,
maman
—respondió Nikolai y con un impetuoso movimiento levantó la tapa abriendo el clavicordio y se sentó.
Después de un minuto de duda comenzó a cantar una cancioncita de Kavelin:
Para qué al despedirse de la amada,
para qué decirle «adiós»,
como si nos despidiéramos de por vida,
¿ya nunca más seré feliz?
No sería mejor decir simplemente: «Hasta la vista»,
decir «hasta otros momentos felices».
soñar con el encantamiento,
de olvidarse hasta del tiempo
Su voz no era ni buena ni mala y cantaba perezosamente como cumpliendo una tediosa obligación, pero a pesar de ello se hizo el silencio en la sala, las señoras mecieron la cabeza y suspiraron y Pierre cubrió sus dientes con una débil y tierna sonrisa que era particularmente ridícula en su grueso y pletórico rostro y así permaneció hasta el final de la canción.
Julie, con los ojos cerrados, suspiró de tal modo que se la oyó en toda la sala.
Nikolai cantaba con ese sentido de la medida que no había logrado en toda su vida y que en arte no se adquiría con ningún estudio. Cantaba con tal delicadeza y libertad que mostraba que no tenía que hacer ningún esfuerzo y que cantaba tal como hablaba.
Solo cuando cantaba dejaba de expresarse como un niño, que era lo que parecía de ordinario, y lo hacía como un hombre, en el cual ya bullía la pasión.
E
NTRETANTO
, Natasha, que había entrado corriendo en la habitación de Sonia y no la había encontrado allí, corrió al cuarto de juegos donde tampoco la halló. Natasha entendió que debía estar en el pasillo, sentada sobre el baúl. Ese baúl del pasillo era el lugar en el que penaba la joven generación femenina de los Rostov. En efecto Sonia, aplastando su vaporoso vestido rosa, estaba echada boca abajo sobre el edredón a rayas de la niñera que se encontraba sobre el baúl, tenía la cara tapada con las manos y lloraba a lágrima viva sacudiendo sus desnudos hombros morenos. El rostro de Natasha, festivo y animado durante todo el día y aún más resplandeciente ante la perspectiva de cantar, que siempre la estimulaba, se oscureció de pronto. Sus ojos se quedaron fijos, después, su largo cuello, hecho para el canto, se estremeció, sus labios dejaron de sonreír y sus ojos se humedecieron instantánea- mente.