Cesaron los cánticos religiosos y se oyó la voz del sacerdote que felicitaba al enfermo respetuosamente por haber recibido los sacramentos. El enfermo yacía inerte e inmóvil. Alrededor suyo todos se agitaron, se escucharon pasos y murmullos sobre los que dominaba la voz de Anna Mijáilovna.
Pierre escuchó cómo decía:
—Es imprescindible llevarlo a la cama. Aquí no puede de ninguna de las maneras...
Los médicos, las princesas y los criados, rodearon de tal forma al enfermo que Pierre ya no vio su cabeza rojo amarillenta, con la melena gris, la cual a pesar de estar viendo otros rostros, no se le fue de la mente ni un momento durante la ceremonia. Pierre adivinó por los movimientos cuidadosos de la gente que rodeaba la silla, que habían levantado al enfermo y que le estaban trasladando.
—Cógete de mi mano, así lo dejarás caer —escuchó el asustado cuchicheo de un criado—, más abajo... todavía más. —Se oían voces y respiraciones fatigadas y los pasos de las personas que portaban el cuerpo se volvieron más apresurados como si el peso que cargaban fuera superior a sus fuerzas.
Los portadores, entre los que se encontraba Anna Mijáilovna, llegaron a la altura del joven y, por un segundo, entre las espaldas y las nucas de los que le llevaban, pudo divisar el alto y fornido pecho desnudo, los robustos hombros del enfermo, portado en volandas por esas personas, que le llevaban sujeto por debajo de las axilas, y después la leonina cabeza de cabellos grises y rizados. Esa cabeza de frente y pómulos extraordinariamente altos, de boca hermosa y sensual y de mirada majestuosa y fría, no estaba desfigurada por la cercanía de la muerte. Era exactamente la misma que conocía Pierre, exactamente igual que hacía tres meses cuando el conde le había mandado a San Petersburgo. Pero esa cabeza se balanceaba inerme ante el irregular paso de los portadores y la mirada fría e inerte no sabía en qué posarse.
Hubo unos minutos de ajetreo alrededor del alto lecho; la gente que llevaba al enfermo se alejó; Anna Mijáilovna tocó la mano de Pierre y le dijo: «Vamos». Junto a ella se acercó a la cama donde estaba recostado el enfermo en una pose solemne, en consonancia con los sacramentos que le acababan de aplicar. Estaba tumbado, con la cabeza apoyada en la almohada. Sus manos se encontraban simétricamente colocadas sobre la manta de seda verde con las palmas hacia abajo. Cuando Pierre se acercó el conde le miró directamente, pero con una de esas miradas cuyo significado no puede ser aprehendido por un hombre. Mirada que, o simplemente no quiere decir nada, que dado que se tienen ojos hay que fijar estos en algún sitio o quiere decir demasiadas cosas. Pierre se detuvo, sin saber qué hacer y miró interrogativamente a su guía, Anna Mijáilovna. Anna Mijáilovna le hizo apresuradamente un gesto con los ojos mostrándole la mano del enfermo y con los labios hizo un ligero esbozo de beso. Pierre, estirando el cuello cuidadosamente para no engancharse con la colcha, siguió su consejo y se acercó a la mano ancha y carnosa. No se movieron ni la mano, ni un solo músculo de la cara del conde. Pierre volvió a mirar interrogativamente a Anna Mijáilovna preguntando qué debía hacer ahora. Anna Mijáilovna le señaló con los ojos una silla que estaba al lado de la cama. Pierre, sentándose obedientemente en la silla, siguió dirigiéndole una mirada interrogativa a Anna Mijáilovna, para saber si había hecho lo que debía. Anna Mijáilovna asintió con la cabeza. Pierre adoptó de nuevo la misma posición simétrica de estatua egipcia, sintiendo visiblemente que su torpe y grueso cuerpo ocupara tanto espacio e intentando con todas sus fuerzas que este pareciera más pequeño. Miraba al conde y el conde miraba hacia el sitio en el que se encontraba el rostro de Pierre, cuando aún estaba de pie. Anna Mijáilovna mostraba con su expresión la conciencia de la conmovedora importancia de esos últimos momentos de despedida entre padre e hijo. Pasaron así dos minutos que a Pierre le parecieron una hora. De pronto en los gruesos músculos y en las arrugas del rostro del conde se apreció un temblor. El temblor se intensificó, la hermosa boca se torció (solo entonces comprendió Pierre cuán cerca estaba su padre de la muerte) y de su boca torcida se oyó un indescifrable ruido ronco. Anna Mijáilovna miró al enfermo diligentemente a los ojos intentando adivinar qué era lo que quería, señalaba bien a Pierre, bien al agua, bien a la manta o susurraba interrogativamente el nombre del príncipe Vasili. El rostro y los ojos del enfermo expresaron impaciencia. Hizo un esfuerzo para mirar al criado que se encontraba sin moverse a la cabecera de la cama.
—Se quiere volver del otro lado —susurró el criado y se acercó para volver cara a la pared el pesado cuerpo del conde.
Pierre se levantó para ayudar al criado.
Mientras le daban la vuelta al conde, una de sus manos cayó a su espalda y él hizo vanos esfuerzos para conseguir moverla. O bien el conde advirtió la mirada de horror que Pierre dirigía a esta mano inerte u otro pensamiento le vino a su mente agonizante, el hecho es que miró a su desobediente mano, a la expresión de horror del rostro de Pierre, de nuevo a la mano y apareció en su rostro una sonrisa que no iba con sus rasgos, débil y dolorosa, que era como una burla de su propia debilidad. Inesperadamente, ante la visión de esta sonrisa Pierre sintió un temblor en el pecho, un picor en la nariz y las lágrimas le nublaron la vista. Volvieron al enfermo de lado hacia la pared. Suspiró.
—Se ha adormecido —dijo Anna Mijáilovna, viendo que una princesa venía a relevarla—. Vamos.
Pierre salió.
Y
A
no había nadie en la sala de recepciones, aparte del príncipe Vasili y de la mayor de las princesas que estaban sentados bajo el retrato de Catalina la Grande, hablando animadamente de algo. Tan pronto como vieron a Pierre y a su guía, callaron. A Pierre le pareció que la princesa escondía algo. Ella susurró:
—No puedo ver a esa mujer.
—Katish ha hecho servir el té en el saloncito —dijo el príncipe Vasili a Anna Mijáilovna—. Por qué no va usted, mi pobre Anna Mijáilovna; tome algo, o de lo contrario no podrá aguantar.
A Pierre no le dijo nada, solo le estrechó la mano con afecto. Pierre y Anna Mijáilovna fueron al saloncito.
—No hay nada que anime tanto después de una noche sin dormir como una taza de este excelente té ruso —dijo Lorrain con expresión de animación contenida, sorbiendo de la fina taza de porcelana china sin asa, de pie en el saloncito circular ante la mesa, en la que se encontraba el servicio de té y una cena fría. Para recuperar fuerzas se habían reunido en torno a la mesa todos los que se encontraban aquella noche en casa del conde Bezújov. Pierre recordaba muy bien ese saloncito redondo con espejos y mesitas. Cuando se celebraban bailes en casa del conde, a Pierre, que no sabía bailar, le gustaba sentarse en este saloncito de los espejos y observar cómo las damas con sus vestidos de baile, diamantes y perlas en sus desnudos hombros, al atravesar esa habitación observaban, en el claro espejo iluminado, su reflejo repetido varias veces. Ahora esa misma habitación solo se encontraba iluminada por dos lámparas y en medio de la oscuridad en una diminuta mesita había sido colocado el servicio de té y los platos y la variada gente de indumentaria tan poco festiva que se sentaba en ella hablando en susurros, mostraba con cada movimiento y con cada palabra que nadie se olvidaba de lo que estaba sucediendo y que aún debía suceder en el dormitorio. Pierre no comió a pesar de que tenía apetito. Miró interrogativamente a su guía y vio que ella salía otra vez de puntillas a la sala de recepción donde se habían quedado el príncipe Vasili y la mayor de las princesas. Pierre supuso que esto también era necesario y después de esperar un poco la siguió. Anna Mijáilovna estaba al lado de la princesa y ambas hablaban al mismo tiempo en susurros, pero con tono alterado.
—Déjeme a mí, princesa, saber lo que es necesario y lo que no lo es —decía la mayor de las princesas, encontrándose en el mismo estado de excitación en el que estaba cuando cerró de un portazo la puerta de su habitación.
—Pero, querida princesa —decía Anna Mijáilovna dulce y persuasivamente, impidiéndole el paso al dormitorio—, ¿no será esto algo demasiado duro para el pobre tío en estos momentos en los que necesita tanto reposo? Una conversación terrenal en estos momentos en los que su alma ya está preparada para...
El príncipe Vasili estaba sentado en una butaca en su posición habitual, con las piernas cruzadas. Las mejillas le saltaban violentamente y cuando se relajaban parecían más gruesas en la parte de abajo, pero daba el aspecto de un hombre que no se ocupa demasiado de la conversación de dos mujeres.
—Escuche, mi querida Anna Mijáilovna: deje a Katish, ella sabe lo que hace. Ya sabe usted lo mucho que la quiere el conde.
—Ni siquiera sé lo que hay en este papel —decía la princesa volviéndose al príncipe Vasili y señalando la cartera labrada que tenía en las manos—. Solo sé que su verdadero testamento está en su escritorio y esto es solo un documento olvidado. —Quiso rodear a Anna Mijáilovna, pero esta, dando un salto, le cerró otra vez el paso.
—Lo sé, mi querida y bondadosa princesa —dijo Anna Mijáilovna, agarrando con una mano la cartera con tal firmeza, que se hizo evidente que no la iba a soltar fácilmente—. Querida princesa, se lo ruego, se lo imploro, apiádese de él. Se lo imploro.
La princesa no decía nada, solo eran audibles los esfuerzos en la lucha por recuperar la cartera. Era evidente que si decía algo no iba a ser nada halagüeño para Anna Mijáilovna. Anna Mijáilovna la sujetaba con firmeza, pero a pesar de eso su voz conservaba toda su empalagosa dulzura y suavidad.
—Pierre, venga aquí, amigo mío, creo que no es usted ajeno al círculo familiar, ¿no es cierto, príncipe?
—¿Por qué se calla, primo? —gritó de pronto la princesa en voz tan alta que hasta en el saloncito se oyó su voz y los presentes se espantaron—. ¿Por qué se calla cuando aquí Dios sabe quién se permite inmiscuirse y montar una escena en el umbral de la puerta de un moribundo? ¡Intrigante! —le susurró con rabia y tiró de la cartera con todas sus fuerzas, pero Anna Mijáilovna dio unos cuantos pasos para no separarse de la cartera y la asió con la mano.
—¡Oh! —dijo el príncipe Vasili, con reproche y asombro. Se levantó—. Esto es ridículo. Déjenla de una vez. Se lo ruego.
La princesa la soltó.
—Usted también.
Ana Mijáilovna no le hizo caso.
—Déjela, se lo ruego. Yo asumo la responsabilidad. Yo iré y se lo preguntaré. Yo... y eso debe bastarle.
—Pero, príncipe... —decía Anna Mijáilovna—, dele un poco de tranquilidad después de un sacramento tan importante como este. Pierre, dé su opinión —dijo ella dirigiéndose al joven, que se acercaba a ellos y que miraba asombrado a la enfurecida princesa, que se había olvidado por completo de las formas, y a las saltarinas mejillas del príncipe Vasili.
—Recuerde que usted responderá de las consecuencias —dijo el príncipe Vasili con severidad—, no sabe lo que hace.
—¡Mujer abominable! —gritó la princesa arrojándose inesperadamente sobre Anna Mijáilovna y arrebatándole la cartera. El príncipe Vasili dejó caer la cabeza y separó los brazos.
En este momento la puerta, la terrible puerta, a la que Pierre había estado tanto tiempo mirando y que se abría sin hacer ruido, se abrió repentinamente, con gran ruido y golpeando contra la pared, y la hermana mediana salió de allí y levantó los brazos.
—¡Qué es lo que hacen! —dijo con desesperación—. Se está muriendo y me dejan sola.
La hermana mayor soltó la cartera. Anna Mijáilovna se agachó con presteza, y habiendo recogido el objeto de la discordia corrió a entrar en el dormitorio. La mayor de las princesas y el príncipe Vasili, ya vueltos en sí, entraron tras ella. Unos minutos después que la primera salió de allí la mayor de las princesas con el rostro pálido y seco y mordiéndose el labio inferior. Al ver a Pierre su rostro expresó una furia incontenible.
—Sí, alégrese ahora —dijo ella—, esto era lo que usted quería. —Y echándose a llorar ocultó el rostro tras el pañuelo y salió de la habitación.
Tras la princesa salió el príncipe Vasili, fue tambaleándose hacia el diván en el que estaba sentado Pierre y dejándose caer en él se tapó los ojos con la mano. Pierre advirtió que estaba pálido y que la mandíbula inferior le temblaba como si tuviera fiebre.
—¡Ay, amigo mío! —dijo tomando a Pierre por el codo y con una sinceridad y una debilidad en la voz que Pierre nunca antes había advertido—. Qué pecadores somos, qué embusteros y ¿para qué? Tengo casi sesenta años, amigo mío... ya a mí... Todo se acaba con la muerte, todo. La muerte es terrible. —Y se echó a llorar.
Anna Mijáilovna fue la última en salir. Fue hacia Pierre con pasos lentos y silenciosos.
—¡Pierre...! —dijo ella.
Pierre la miró interrogativamente. Ella besó al joven en la frente, mojándole con sus lágrimas. Guardó silencio un momento.
—Él ya se ha ido...
Pierre la miró a través de las gafas.
—Vamos, le acompañaré. Intente llorar, nada alivia tanto como las lágrimas.
Ella le condujo hasta la oscura sala y Pierre se alegró de que allí nadie pudiera ver su rostro. Anna Mijáilovna le dejó durante un rato y cuando regresó él dormía profundamente con la cabeza apoyada sobre la mano.
A la mañana siguiente Anna Mijáilovna le dijo a Pierre:
—Sí, amigo mío, esta es una gran pérdida para todos nosotros, sin hablar de usted. Pero Dios le dará fuerza, usted es joven, y ahora, espero, poseedor de una inmensa fortuna. Todavía no se ha abierto el testamento. Le conozco lo suficiente y estoy segura de que esto no le hará perder la cabeza pero le colmará de obligaciones y hay que ser hombre.
Pierre guardaba silencio.
—Más adelante puede que le explique que si yo no hubiera estado allí, Dios sabe lo que habría pasado. Usted sabe que hace tres días mi tío me prometió no olvidar a Borís, pero no le dio tiempo. Espero, amigo mío, que cumpla usted con los deseos de su padre.
Pierre no entendía nada y en silencio, ruborizándose con timidez, cosa que no le pasaba con mucha frecuencia, miraba a la princesa Anna Mijáilovna. Después de hablar con Pierre, Anna Mijáilovna fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana le contó a los Rostov y a todos sus conocidos los detalles de la muerte del conde Bezújov. Decía que el conde había muerto como a ella le gustaría morir, que su fin había sido conmovedor y edificante, que el último adiós del padre al hijo había sido tan emotivo que no podía recordarlo sin echarse a llorar y que no sabía quién se había comportado mejor en esos terribles y solemnes momentos: el padre, que conocía a todos y todo lo entendía hasta el último momento, y le dijo al hijo palabras tremendamente conmovedoras, o Pierre cuya pena era evidente y que estaba destrozado y que a pesar de todo trataba de ocultar su tristeza para no entristecer a su padre moribundo.