Comienza una nueva función en el viejo patio. Se oyen voces por la escalera. Siete personajes irrumpen en la escena. Por orden de aparición: Arcadio Pérez, el cachorro de funcionario, el sargento Paredes, un ayudante de uniforme, Violeta Lax, una jovencita con dicción francesa de nombre Amélie que ha sido presentada como «la secretaria de mi padre» y Modesto Lax, cuya presencia logra acaparar toda la atención incluso antes de abrir la boca.
—Mejor «asistente», por favor —puntualiza éste, con respecto a la joven.
Si fueran actores, sus distintas actitudes podrían obedecer al papel que desempeñan. Modesto cuchichea al oído de Amélie. Violeta y Arcadio parecen inquietos; son observadores deseosos de que ocurra de una vez lo que debe ocurrir. Los hombres de uniforme se dan aires de importancia, cada cual según su rango. El funcionario busca en el bolsillo su teléfono móvil apenas traspasa la puerta acristalada. Descuelga. Espeta:
—Estoy en una reunión, luego te llamo. —Cara de contrariedad, ligeramente ablandada por lo que oye al otro lado—. Sí, claro, el partido es en mi casa. Trae lo que quieras.
Y cuelga, fingiendo que ha despachado un asunto importante. Modesto arquea una ceja.
—Ah, el Barça. Casi me había olvidado de que ésa es la verdadera religión de esta ciudad. —Lo contempla todo con el aire ausente del que quiere mantener la distancia, como temiendo que el polvo estropee su impecable aspecto. O tal vez no es el polvo, sino el pasado, lo que teme. Tal vez como parte de su maniobra de defensa, pregunta—: ¿A que no saben, por cierto, de dónde proceden los colores del Barça?
Violeta pone cara de fastidio. Paredes parece divertido. Arcadio levanta las cejas, admirado, y susurra:
—Me encantan sus anécdotas. Son divertidísimas.
Modesto, crecido por el comentario, responde:
—¿No? ¡Pues menudos culés están ustedes hechos! Son los colores del escudo de Tesino, un cantón de la suiza italiana cercano a Winterthur: mitad azul, mitad rojo. De allí era oriundo un señor de nombre complicadísimo que una vez aquí se hizo llamar Joan Gamper, por simplificar la cosa a los lugareños. Fue el fundador del club. Antes, por cierto, había sido delantero del Basel, un equipo suizo que también juega de azulgrana. Se suicidó acosado por las deudas, pobrecillo.
—¿De dónde saca todas esas historias? —pregunta el funcionario autonómico—. ¡Parece una enciclopedia!
Modesto ríe, busca con los ojos a Amélie, cuya complicidad desborda admiración. Ese tipo de admiración que en las mujeres siempre termina por convertirse en enamoramiento.
—Ésta es
vox populi,
no tiene mérito. Las demás... ya sabe, quien busca encuentra —dice Modesto.
Paredes, que da por terminado el preámbulo, se sumerge de lleno en la ceremonia de la cual es el oficiante. Invita a Modesto a entrar en el cuarto de escobas pasando bajo el cordón policial. Modesto rechaza el ofrecimiento con un gesto elegante, pero observa el cuartucho tomando distancia. Luego menea la cabeza e informa:
—No tenía ni idea de que eso estaba ahí. A Modesto todo este asunto le aburre mucho, como demuestra su indiferente cordialidad.
—Sin embargo, aparece ya en los planos originales del edificio —explica el sargento.
—Qué curioso —musita Modesto, con el mismo tono que habría empleado para evaluar la novena pata de una araña.
—Bien. Vamos allá, señores. —El sargento eleva la voz mientras de una carpeta saca algunos papeles—. Les agradezco mucho que hayan venido. Dada la importancia de lo que debo decirles, me pareció que vernos todos las caras era lo más oportuno. Además, teníamos mucho interés en que el señor Lax contemplara con sus propios ojos el lugar donde apareció el cadáver. Dadas las circunstancias, su memoria es la fuente más antigua de que disponemos.
—Entonces es una investigación condenada al fracaso —bromea Modesto.
—También tengo algunas novedades que quería comentarles —continúa Paredes, revisando sus papeles—. Empezando por lo anecdótico: el gato que encontramos junto al cadáver. Estaba muerto cuando lo metieron ahí. Parece que aún era un cachorro, estaba bien alimentado y respondía por
Dickens.
Eso, al menos, decía en la plaquita de plata que llevaba al cuello, junto al collar. ¿Qué les parece?
—Que es un buen nombre para un gato. Una vez conocí uno que se llamaba
Tolstoi
—dice Modesto.
El sargento Paredes no sonríe. Quiere terminar con esto. Prosigue:
—Está también la alianza de oro que el cadáver llevaba al cuello, con su cadena correspondiente. Hemos averiguado quién era Francesc Canals Ambrós. Seguramente les sorprenda lo que les voy a contar.
Arcadio y Violeta intercambian una mirada acompañada de una media sonrisilla cómplice. «Qué lentos», parecen decirse. El sargento aporta datos y más datos sobre el santito popular. Modesto escucha con atención. La historia es del tipo de cosas que le interesan.
—Entonces, ¿está demostrado que concede milagros? —pregunta.
—Eso dicen —responde Paredes—. En la red hay mucha información. Nosotros hemos investigado un poco y hemos conseguido algún dato más. Vivía en la calle Valencia número 344 y pertenecía a la Parroquia de la Concepción. Seguramente en los archivos parroquiales había información sobre él y su familia, pero fueron destruidos durante la Guerra Civil. Era soltero. De profesión, en el archivo del cementerio consta «comercio» (no hemos podido comprobar dónde trabajaba). Fue inhumado el 28 de julio de 1899 en el nicho número 1.682 del Departamento 1º, Isla 3ª del Cementiri de l'Est. En este primer nicho, situado en un sexto piso, habían sido enterradas entre 1876 y 1924 otras seis personas, dos niños y tres adultos. Tengo los nombres, si les interesan. En septiembre de 1908 sus restos fueron trasladados al nicho número 138 de la Isla 4ª, Departamento 1º, Interior, que es donde se encuentra actualmente. El motivo del traslado no consta, pero lo más seguro es que tuviera algo que ver con sus feligreses. Es muy incómodo rendir culto a alguien que está enterrado en un sexto piso. Sus padres ocuparon el mismo nicho, años más tarde. Se llamaban Francisco y Antonia. Coincidiendo con el traslado de los restos mortales la sepultura fue redimida de impuestos a perpetuidad, y convertida en una especie de santuario apócrifo de peregrinación. ¿Han estado allí? Es impresionante.
Otra negativa general. Violeta calla.
—Por ahora, la única conexión que se me ocurre entre este joven y su familia es que ambos pertenecían a la Parroquia de la Concepción.
—Hay otra —añade Violeta, sorprendiendo a casi todos—. Los Grandes Almacenes El Siglo. Mi familia tenía una estrecha relación con sus propietarios, la familia Conde. Mi abuelo retrató a uno de ellos, don Octavio Conde, que era amigo suyo, en 1927. El retrato está ahora en Chicago, precisamente, en una exposición organizada por el museo para el que trabajo.
Paredes arquea las cejas.
—¿En serio? —pregunta—. Sea como sea, es una conexión poco clara. Ese joven, el santurrón, murió en 1899, cuando la víctima que nos ocupa ni siquiera habría nacido. No creo que debamos seguir esa línea de investigación, ni creo que tenga mucho sentido hurgar más en esto.
—¡Totalmente de acuerdo! —subraya Modesto, dispuesto a darlo todo por zanjado.
Pero Paredes no ha terminado.
—Tenemos los resultados de las pruebas de ADN, y son concluyentes —se vuelve hacia el funcionario, que manipula de nuevo su teléfono—. Disculpe, ¿le importaría salir un momento? Esto es un asunto que sólo atañe a la familia.
Arcadio emprende una retirada que Violeta detiene.
—Tú eres como de la familia —dice.
Arcadio busca la aprobación de Modesto, y la obtiene en forma de cabeceo. También Amélie se queda.
En cuanto la puerta acristalada se cierra tras el funcionario, Paredes prosigue:
—Como verán —señala el informe—, el grado de coincidencia entre el ADN del señor Lax y el de la difunta es altísimo. En pocas palabras: en el laboratorio están seguros de que esa mujer era su madre, señor Lax.
La confirmación de lo que Violeta ya sospechaba cae como una losa de silencio. Modesto mira a Paredes, pensativo. Le pregunta si puede ver los papeles y se toma unos minutos en leerlos. Le gustaría encontrar algo en ellos que desmintiera lo que acaba de escuchar. Se los entrega a Violeta, cuya respiración se ha acelerado.
—Lo temía —susurra, al ver por escrito lo que Paredes acaba de decir—. ¡Qué horror!
Paredes intenta sobreponerse y continuar:
—Con respecto al cadá... —Paredes se corrige—, a la difunta, la investigación ha arrojado datos muy concretos. Era una mujer de aproximadamente 1,60 metros de estatura, de raza blanca, que en el momento de la muerte tenía alrededor de treinta años. Iba vestida con algo que parece un camisón de raso, puede que también una bata (había corchetes y botones forrados de raso entre los restos) y llevaba zapatillas en los pies. Creemos que la muerte se produjo en verano, entre 1935 y 1940, lo cual coincide con la fecha en que se pintó el mural y también con la desaparición de Teresa Brusés. Si es ella, y sirviéndonos de los datos que ustedes mismos nos han aportado, podría haber muerto en 1936, a los veintinueve años de edad (lo cual, en efecto, cuadra). La causa de la muerte, también confirmada: estrangulamiento. La inhumación se realizó post mórtem, pero fue inmediata, cuando apenas había comenzado a manifestarse el rigor mortis. Entendemos que el cuerpo nunca se descubrió, en parte, por la presencia del fresco que cubría el muro, incluida la puerta, aunque no podemos descartar otros factores. Con respecto a la autoría del crimen, me temo que no podemos aventurar nada. No sabemos quién vivía en la casa entonces ni quién podría tener algún interés en hacer algo así, aunque me temo que no tiene mucha relevancia, porque el crimen prescribió hace años. Teresa Brusés no heredó casi nada de la fortuna de su familia, lo cual en principio descarta el móvil económico. Nos queda el gran clásico en este tipo de crímenes, que concuerda con el modus operandi: el pasional. Pero después de tanto tiempo es imposible averiguar nada y mucho menos apuntar a un sospechoso. Pueden ver todos los detalles de cuanto les acabo de contar en los informes del laboratorio y del entomólogo forense. Verán que hemos actuado con la máxima discreción. Y créanme —ahora mira a Modesto y a Violeta—: lo siento mucho.
Violeta lee el informe, muy impresionada: «Marcadores genéticos», «localización cromosómica», «alelo transmitido»...
—¿Qué es esto? —pregunta, señalando una de las páginas.
—Es el informe donde se detallan las circunstancias que evitaron la descomposición del cuerpo —informa Paredes—. Verán que la humedad relativa dentro del escondite era del 5%.
—Ha dicho que la mataron en verano —interviene Arcadio, que hasta ahora escuchaba con los labios fruncidos—. ¿Cómo puede saberse eso?
—Es un descubrimiento del entomólogo forense, tiene que ver con ciertos parásitos que surgen en los hematomas, pero al parecer sólo en los meses de calor. No siempre se tiene la suerte de encontrarlos.
Violeta lee, con la voz rota, ilustrando la conversación:
—«Tejidos muy deshidratados, con presencia de ejemplares del parasitoide facultativo conocido como
Megaselia Scalaris
y también de derméstidos y de sus restos».
—Exacto.
Megaselia Scalaris
—confirma Paredes—, eso es.
El sargento recopila los papeles y los devuelve a su carpeta.
—Mandaré que les entreguen una copia —dice—, imagino que querrán conservarlo.
—La verdad, no me imagino leyendo esos informes antes de dormir —dice Modesto, antes de preguntar—: ¿Hay algo más?
—Por desgracia, no. Salvo enterrar a la difunta en cuanto la jueza lo autorice —responde Paredes—. Nuestra investigación termina aquí. A efectos legales, pronto será caso cerrado. Les aseguro que siento mucho no haber podido hacer más.
—Ha hecho usted mucho más de lo necesario, se lo aseguro —añade Modesto, sin pretender sonar cordial, pero Paredes sonríe con agradecimiento.
—La jueza les llamará para las últimas diligencias. Luego podrán celebrar el sepelio y volver a su vida normal. Si no tuvieran inconveniente, me gustaría asistir.
Nadie contesta hasta que Modesto reacciona.
—Ah. Claro que no tenemos inconveniente. Venga usted, si gusta. —Da una palmada al aire, resolutivo—. Dígame, sargento, ¿hemos terminado ya o hay algún otro detalle morboso que debamos conocer?
—Por mi parte, es todo. Pero creo que el señor funcionario tiene algo que decirles.
El jovencito del teléfono móvil se impacienta. Alguien le avisa de que ya puede entrar.
—El cordón policial se retirará hoy mismo —le informa Paredes—. Podrán comenzar a preparar su festejo en seguida.
El funcionario resopla, aliviado, pero al mismo tiempo parece incómodo. La razón es la expresión de algunos de los presentes.
—¿Festejo? —pregunta Arcadio.
—Bueno, yo no me atrevería a llamarlo así —se justifica el joven—. En realidad, sólo se trata de una especie de inauguración de las obras, algo simbólico. Nos pareció buena idea, como un modo de devolver el edificio a la ciudad.
Violeta arruga la frente.
—¿Se acercan elecciones autonómicas? —pregunta Arcadio.
La experiencia del funcionario aún no alcanza a resolver con diplomacia una situación tan tensa como ésta. Más bien todo lo contrario. Cada vez que abre la boca mete más la pata. Como cuando dice:
—Me alegro que hayan terminado la parte desagradable de todo esto. Verán, yo debo pedirles algo. Desde la Generalitat se cree conveniente no dar publicidad al asunto del cadáver. Para los futuros usuarios de la infraestructura no sería muy agradable saber que están leyendo en un lugar donde se cometió un asesinato, ¿comprenden? No creo que pudieran concentrarse.
Modesto comprende:
—Por supuesto, por supuesto. Cuando se lee, hay que evitar distracciones.
—He traído un documento para someterlo a su firma. Es un compromiso a cuatro bandas. Ustedes dos —mira a Modesto y Violeta—, en calidad de herederos de la difunta. Don Arcadio Pérez, en calidad de comisionado y albacea del testamento del artista, cuyos derechos siguen vigentes. Y nosotros, como herederos y administradores del patrimonio de Amadeo Lax.
Todos los firmantes se comprometen a no revelar nada acerca del hallazgo de los restos humanos ni sus pormenores y a no publicar sobre ello artículo, libro ni comentario alguno hasta que hayan transcurrido veinticinco años a contar desde este preciso momento.