Habitaciones Cerradas (20 page)

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Authors: Care Santos

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Sólo la frialdad del señor Lax le imponía respeto a Laia. Cuando llegaba a él, en último lugar, rezaba para que no se le cayera la bandeja o le flojearan las piernas. Se agarraba a la plata atiborrada de canelones como a una tabla de salvación. Al principio, Amadeo ni siquiera la miraba. Laia dudaba de si la veía, hasta que una vez le oyó preguntar, a su espalda:

—¿Quién es esa mocosa?

—La hija de Vicenta y Julián —informó Teresa—. Ya tiene edad de hacer algo de provecho.

—¡Es precioso que las cocineras tengan hijos con los cocheros! —añadió Maria del Roser, jacarandosa, refiriéndose a los progenitores de Julián, Felipe y Juanita, quienes también habían sido, a su vez, cochero y cocinera de la casa.

La invisibilidad de Laia duró poco. Apenas lo que tardó en dejar pequeño el uniforme. En un año había crecido más de diez centímetros y su cuerpo se había transformado por completo.

Ahora Amadeo la miraba cada vez que se acercaba con la bandeja. Se cruzaba de brazos y le pedía que le sirviera, para así poder observarla de arriba abajo.

La siguiente escena es una funesta consecuencia.

Una madrugada, muy tarde, Laia oye pasos que bajan la escalera. Al principio piensa que puede ser Conchita, que busca un remedio para su ardor de estómago, como otras veces. O tal vez algo para la señora, que está indispuesta desde por la tarde.

No. Estos pasos suenan distintos.

Ve una luz débil bajo su puerta. Oye la mano en el tirador. Cuando por la estrecha rendija ve al señor Lax con una palmatoria y su bata de terciopelo, no entiende qué ocurre. Se tapa con la sábana. Finge dormir. Para su sorpresa, el señor cierra la puerta muy despacio, casi sin hacer ruido, y se da la vuelta. Un paso, dos. El corazón de la niña late con todas sus fuerzas. El está junto a la cama. La observa. Respira fuerte.

—No me engañes, sé que no estás dormida —susurra.

Deja la palmatoria en el suelo, se sienta a su lado, en el borde de la cama. Extiende un brazo, despacio, en busca de su cuerpo. Se posa sobre el estómago. Un poco más abajo. La niña abre los ojos.

—Buena chica —sonríe él.

Es la primera vez que ve sonreír al señor Lax. También es la primera vez que le dirige la palabra fuera del comedor.

—Si no gritas, te haré un regalo —susurra.

Está tan asustada que se ha olvidado de respirar. A él le ocurre lo mismo, piensa Laia, porque le oye jadear cada vez más fuerte.

—¿Quieres un regalo? —insiste él.

Asiente con la cabeza. El tira de la colcha. Dos manazas calientes caen sobre sus muslos, tiran de sus pantalones. Siente frío. Y vergüenza.

El señor Lax se desanuda el cinturón. Se acerca. Tiene una mirada extraña, como si no se encontrara bien. Todo su cuerpo se le echa encima. Pesa mucho y es desagradable. Lo único suave es el tacto del terciopelo en sus piernas.

De pronto, Laia siente algo horrible rompiéndola por dentro. Duele. Por poco se le escapa un grito (por poco se queda sin regalo). La manaza le oprime la boca. Tiembla pero ya no de frío. El se ahoga más aún. Luego gruñe, suspira muy hondo, se levanta.

Se acomoda la ropa.

—Ve pensando lo que quieres —le dice, mientras recupera la palmatoria— y me lo dices mañana por la noche, cuando vuelva.

Sale sin hacer ruido. Va satisfecho, pensando que por fin ha habido algo bueno en su día nefasto. Esta vez no tropieza en la escalera.

Laia no puede dormir en toda la noche. Permanece atenta a la puerta, por si el señor decide regresar.

A partir de ahora, así será cada madrugada. Hasta que se acostumbre.

De:
Violeta Lax
Fecha:
20 de marzo de 2010
Para:
Arcadio Pérez
Asunto:
Desde el lago de Como

Me he comprado un ordenador portátil. Lo necesitaba y además me moría de ganas de escribir. Con este mensaje lo estoy estrenando. Necesito ordenar un poco mis pensamientos. Si no retengo algo de lo que me está ocurriendo voy a terminar por creer que no es cierto. Por otra parte, no encontraré ningún lugar más inspirador que éste para enviar cartas largas y decimonónicas, por mucho que viaje.

Estoy en Nesso, un pueblito diminuto a orillas del lago de Como, a unos tres cuartos de hora de navegación desde Varenna. Varenna tiene buena comunicación ferroviaria con Milán y con Bérgamo y a escasos metros de la estación se encuentra el muelle de los trasbordadores. Hay decenas de barcos cruzando el lago en todas direcciones. Los hay lentos, rápidos, semirrápidos, algunos salvan largas distancias y otros sólo cruzan a la otra orilla. Todo en ellos es estupendo siempre y cuando no pretendas comprender sus horarios.

Mis anfitrionas regentan el único hotel de Nesso, un establecimiento modesto —diez habitaciones— situado literalmente sobre el agua. Tienen su propio embarcadero y la casa sirve de apoyo a un puente románico. Se llama Villa Eulalia, y no es ni mucho menos uno de esos lujosos palacios que se ven por aquí, sino más bien un sobrio capricho de ricos construido con la aspiración de pasar inadvertido. Hay que reconocer, desde luego, que si la intención de quienes lo pusieron ahí era desaparecer del mundo, el lugar está muy bien elegido.

La actual propietaria del hotel es Silvana, madre de dos gemelos de seis años, cuyo marido, Aldo, es el médico del pueblo. Además, juntos regentan varios pequeños negocios por los alrededores. Alquilan lanchas, organizan excursiones y cosas así, todo muy centrado en el lugar. Durante los meses de invierno, en que escasean los visitantes, disfrutan de un largo periodo de calma. Por las mañanas, llevan a sus hijos al colegio a Como —es la única ciudad de los alrededores que merece ese nombre, con sus semáforos, sus centros comerciales y sus prisas—, a veces aprovechan para hacer compras o comer en algún restaurante y por la tarde regresan después de recoger a sus pequeños. O va uno de ellos, mientras el otro espera en casa, preparando la cena en la cocina de la villa, mirando la superficie del agua. En resumen, su vida es tan idílica que me corroe la envidia.

Cuando llegó mi tren, Silvana estaba esperándome en la estación. Es una mujer encantadora. De hecho, ya me lo había parecido la tarde anterior, cuando le anuncié mi llegada y se ofreció a recogerme en Milán. Por supuesto, me negué. Fue un acierto: el trayecto en tren bordeando el lago merecía la pena.

Silvana es un año más joven que yo, pero diría que aparenta treinta y cinco o menos. Será su manera informal de vestir, o esa serenidad que la acompaña todo el tiempo. Subimos el coche en el ferry. Llegamos a Bellagio, y de allí por carretera hasta Nesso (no me digas que los nombres de estos pueblos no son, por sí solos, evocadores). «Has tenido suerte de encontrar buen tiempo. En esta época hay muchos días grises», me dijo. En el trayecto hablamos de la coincidencia de que ambas seamos madres de gemelos. Le enseñé las fotos de lago y Rachel, ella hizo lo mismo con las de sus hijos —dos varones— y ambas estuvimos de acuerdo en que los cuatro son guapísimos.

Me llamó la atención lo bien que habla el español, con un ligerísimo acento italiano. Se lo dije. Su respuesta fue: «Claro, el español es mi idioma. Con mi madre y, sobre todo, con mi abuela jamás he hablado otra cosa.»

Ya en este primer momento me di cuenta de que el único hombre en la vida de Silvana parecía ser Aldo. Por lo menos, el único del que está dispuesta a hablar con una desconocida. Por el camino me explicó cómo le conoció, el año en que él y otros compañeros llegaron al lago para practicar el esquí náutico. Aldo acababa de romper con su novia y sus amigos buscaban distraerle. No sospechaban lo rápido que se consolaría y lo decisivo que sería ese verano en su vida. Al año siguiente, recién licenciado, se estableció en Nesso.

«Todos sus amigos se preguntan cómo no echa de menos la ciudad, pero para conocer la respuesta hay que pasar aquí algo más que unas vacaciones de verano», rió Silvana.

En la casa nos recibió un olor delicioso a comida recién hecha.

«La cocinera es mi madre, que se resiste a retirarse. Hoy comprenderás por qué no insisto en que lo haga», bromeó.

El enlosado del zaguán es de motivos geométricos. Hay un espejo, una alfombra y un mostrador. Es como entrar en tu propia casa.

«Pasa, mamá debe de estar en la cocina», me indicó Silvana, abriendo una puerta a la derecha.

El comedor es pequeño, apenas seis mesas, muy acogedor. Las ventanas dan al lago y al embarcadero. Una chimenea y, sobre ésta, un retrato femenino. Me hubiera fijado en él, aunque fuera por deformación profesional, si en ese momento no hubiera salido la madre a recibirme.

«Qué alegría tenerla en casa, Violeta», dijo Fiorella Otrante, besándome con más efusividad de la que yo esperaba.

En seguida reparé en que madre e hija se parecen mucho, también en lo de no aparentar su edad. Fiorella tiene —lo supe luego— alguno más de setenta y te aseguro que sigue siendo muy guapa. «Y eso que no me conoce usted en mi mejor momento», fue su respuesta a mi cumplido.

Se refería a la pérdida de su madre. Aproveché para darle el pésame y pedirle que me tuteara. Me sentía como el personaje de una comedia de Oscar Wilde.

Cenamos una trucha rellena que, me dijeron, es un plato típico de esta zona. Fiorella la cocinó en mi honor. Luego la conversación se alargó hasta que oímos tocar las doce en un campanario cercano.

Me extrañó que no estuvieran los niños en casa.

«Hoy se han quedado en Milán, con su otra abuela», dijo Silvana.

Mientras la hija preparaba café, la madre entró en harina.

«¿Quieres que abordemos hoy la cuestión de la que te hablaba en mi carta o prefieres esperar a mañana?», preguntó.

Fui absolutamente sincera.

«La verdad es que me muero de curiosidad», contesté.

«Es ese caso, alcánzame unos papeles que encontrarás en el primer cajón del aparador. Y también mis gafas, si eres tan amable.»Fiorella apartó con cuidado las migas de pan, depositó frente a ella los documentos, se puso los lentes, achinó un poco los ojos, como si quisiera fijar la vista en algo, pero se detuvo. Se quitó de nuevo las gafas, me observó.

«Antes de nada, quiero que sepas que mi hija y yo estamos dispuestas a cumplir las últimas voluntades de mi madre hasta el más pequeño detalle. Confiamos en que nos ayudes a lograrlo.»

No comprendí a qué se refería, pero asentí. Se puso las gafas y continuó:

«El testamento de mamá nos deparó algunas sorpresas curiosas. Junto con las disposiciones que ya conocíamos, que afectaban al hotel y a las cuentas bancarias, el notario nos habló de una disposición adicional, sujeta a condición. En mi vida había oído hablar de nada semejante. Nos entregó una carta de mi madre y un puñado de llaves. En el llavero había escrita una dirección extraña, un punto kilométrico de la Via Borgonuovo, la carretera que separa Nesso del pueblo vecino de Cavagnola. Es una zona agreste, de acantilados, donde no vive nadie. Nos extrañó mucho, no sólo por la orografía del lugar, sino porque jamás nos había dicho que tuviéramos allí propiedad alguna. Decidimos ir a conocerla nada más salir del notario. Descubrimos una cabaña de piedra y adobe escondida entre la vegetación, encaramada al acantilado. En algún momento debió de ser una ermita semiderruida que alguien decidió reaprovechar, cuando esas cosas podían hacerse impunemente. Si te parece bien, nos gustaría llevarte a ese lugar mañana por la mañana. De momento, quisiera que le echaras un vistazo al testamento y a la disposición de la que te he hablado.»

Desde luego, mi anfitriona es una maestra del suspense. El testamento era lo esperado: un montón de retórica jurídica escrita en italiano y firmada por una señora cuyo nombre me llamó la atención: Eulalia Montull Serrano.

Puedes imaginar con qué zozobra dormí aquella noche.

Por la mañana me llevaron a la cabaña. Quien la puso allí no quería saber nada del mundo, desde luego. El tejado había sido reparado, algo que también las sorprendió a ellas, porque significa que su madre se preocupó de mantener el lugar en buenas condiciones, aunque nunca pusiera los pies allí.

«Creo que vas a llevarte una buena sorpresa», me advirtió Silvana, cuando entramos en aquel santuario.

No creas que exagero al llamarlo así, «santuario». Entramos en un estudio de pintor. Tenía un aspecto irreal, pero sólo porque estaba ordenado: los pinceles amontonados en cajas, los caballetes recogidos, todo el material clasificado. Si no fuera por el olor y las capas de polvo, se diría que esperaba la llegada de alguien. Junto a una pared distinguí un gran bulto cubierto por una sábana. Al apartarla, quedaron a la vista varias decenas de lienzos. Treinta y dos, para ser exactos. Estaban alineados con cuidado, ordenados según el tamaño, separados cuidadosamente por papeles de periódico.

«Mi madre debió de ordenarlo todo. También tapó los cuadros. Para protegerlos o porque no deseaba verlos, quién sabe.»

Me enseñaron uno. El primero. Era un desnudo femenino. Reconocí el estilo al instante. El trazo, el detalle, los contornos... la obsesiva preparación del lienzo (demasiadas grapas, demasiada tela...), y antes de fijarme en la firma ya me estaba formulando decenas de preguntas.

¿Lo has adivinado? Son cuadros de mi abuelo. Auténticos. Y todos son desnudos femeninos.

«La modelo fue mi madre —desveló Fiorella—. Cuando los veas comprenderás que quisiera ocultarlos.»

«¿Y todo esto?», señalé la cabaña.

«En este lugar trabajó tu abuelo durante su estancia aquí», explicó.

Fruncí el ceño.

«Pero... No me consta que Amadeo Lax estuviera aquí. Ningún biógrafo lo ha dicho nunca.»

«Tienes ante tus ojos la evidencia —Fiorella señaló a nuestro alrededor—: Los biógrafos pueden equivocarse.»

«Tómate el tiempo necesario, Violeta —terció Silvana—. Ya te dije que podías quedarte en casa cuanto quisieras. Tal vez desees estudiar mejor los cuadros, para asegurarte de que son auténticos.»

Asentí, pero sólo para ganar tiempo. Mis pensamientos iban a mil por hora. Con respecto a la autenticidad de los cuadros, te aseguro que apenas albergaba ninguna duda. Estaba clarísimo. Cuando los veas, te darás cuenta de qué hablo.

A modo de aperitivo te contaré algo: se trata de treinta y dos desnudos, ¡treinta y dos! ¡Increíble! Uno de ellos es idéntico a II falso ricordo, pero en bueno. Quiero decir que aquél parece una copia burda de éste, que sin duda es el original. Las fechas lo confirman, además. Porque, como puedes imaginar, todos los cuadros están datados y titulados escrupulosamente, como todos los de Lax.

He pasado los últimos dos días analizándolos uno por uno y he redactado un inventario. Creo que será del interés del Patronato del MNAC. Te lo adjunto para que lo hagas llegar a las manos oportunas, que tienen mucho que decir en esto, y por si estimas conveniente, una vez esté todo cerrado, dar a conocer el asunto a la prensa. Silvana y Fiorella están de acuerdo. Y es que cuando sepas la condición que la difunta estableció en su testamento vas a chillar de emoción (y vas a desear pregonarlo a los cuatro vientos): lega las treinta y dos obras al Patronato del Museu Nacional d'Art de Catalunya, sí, pero con tres condiciones. La primera, que se expongan con el resto de la obra de Lax y en una zona bien diferenciada de un museo principal. Ha dejado bien claro que no quiere verlas mezcladas con cuadros de otros artistas ni alejadas de las colecciones de arte más importantes. La segunda, que yo sea la responsable del proyecto museístico que las albergue. Y la tercera, que todo ello se realice en un plazo de tres años a contar desde el día de su muerte. Si transcurrido ese tiempo la Generalitat no ha hecho nada, las obras pasarán automáticamente a formar parte de los fondos del Museo del Prado. Ah, y me nombra a mí albacea testamentaria, para asegurar el tiro. ¿A que parece un sueño?

Un sueño o una broma, lo sé. Al cabo, es lo que tú llevas intentando todo este tiempo. Lo que mi abuelo quería.

Para terminar, creo que este lugar me está ayudando también a digerir todas las novedades de los últimos días. He estado tan confusa que ni siquiera he sido capaz de llegar a las conclusiones más obvias.

Como cuando la otra noche, después de pasar horas viendo los cuadros, le dije a Silvana:

«No me extraña que mi abuelo decidiera quedarse aquí un tiempo y ser el invitado de tu abuela. A mí me dan ganas de quedarme también. Ya ves, la historia se repite.»

Silvana me miró con incredulidad.

«¿Invitado? No, no, Violeta. Es mucho más complicado que eso. Fue el amor de su vida. Amadeo Lax también era mi abuelo.»

Inventario de las 32 obras inéditas de Amadeo Lax legadas por doña Eulalia Montull Serrano al patronato del Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC).

Por Violeta Lax, doctora en Historia del Arte (especializada en pintura modernista y novecentista) y directora del Art Institute de Chicago. Nesso, Como, Italia. 26 de marzo de 2010

Descripción general del legado:

Se trata de 32 óleos correspondientes a los años de madurez del pintor Amadeo Lax (Barcelona, 1889-1974). Todos están fechados entre 1935 y 1940, correspondiendo al primer año un 47% de los mismos (14 cuadros) y repartiéndose el resto del siguiente modo: 5 cuadros de 1936; 2 de 1937; 4 de 1938; 3 de 1939 y 3 más de 1940. La temática del desnudo femenino también es común. En 29 de ellos la modelo es la misma, los 3 restantes son detalles anatómicos en los que no es posible la identificación.

Todas las obras están firmadas y datadas por Amadeo Lax, además de tituladas en el reverso, como era costumbre del artista. Los bastidores también presentan las características comunes de los utilizados por su autor, incluyendo su celo a la hora de clavetear la tela en los ángulos (un detalle que facilita la identificación y la autenticación del material).

Se han numerado los cuadros respetando el orden en que habían sido dispuestos ¡unto al muro del estudio. Esta ordenación se hizo obedeciendo al tamaño de las obras, estando la mayor más cercana al muro.

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