Habitaciones Cerradas (15 page)

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Authors: Care Santos

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Transcurridas algunas semanas, también durante otra de las lecciones, la señora anunció:

—El próximo martes por la noche hay una velada espiritista en el teatro Calvo-Vico. Si crees que puede interesarte lo que allí trataremos, te doy permiso para tomarte la noche libre.

Concha nunca había conocido a nadie que cumpliera sus promesas. Y, por supuesto, nunca había pisado un teatro.

—¿Y quién atenderá al niño? —preguntó con cara de susto.

Amadeo dependía de ella por completo y por las noches aún solía despertarse reclamando comida.

—Llegarás antes de eso —le aseguró la señora.

—Pero no tengo ningún vestido apropiado —añadió Concha, buscando nuevos pretextos.

—Estás muy guapa con tu uniforme. Y no serás allí la única que lo lleva.

—¿Asisten criadas a esas veladas?

—Claro que sí, mujer. Asisten hombres y mujeres de cualquier condición. ¿No recuerdas lo que te dije acerca de la igualdad entre las personas?

A Concha todo aquello no le cabía en la cabeza: ¿cómo podía la señora creer que en algo eran iguales? ¿Ella, una pobre analfabeta que lo único que había hecho en su vida era pasar hambre y Maria del Roser, una mujer distinguida, elegante y considerada por todos? Como la señora no halló palabras para sacar del error a la cabezota, se limitaba a negar con la cabeza lodo el tiempo.

—Da lo mismo, Conchita, tú ven el martes al teatro Calvo-Vico —zanjó— y descubrirás que lo importante de cada uno de nosotros no es lo que más relumbra.

Casi a regañadientes, sufriendo como una madre que deja a su bebé por vez primera, Concha se tomó la noche libre, sólo después de asegurarse de que Amadeo tomaba su cena y se dormía satisfecho. Para la ocasión había planchado su mejor uniforme y dado lustre a sus zapatos de salir. Creyó apropiado lucir también la medalla de oro de la Virgen de Montserrat, así si alguien la reconocía podría saber que su señora era generosa por partida doble. La prendió, bien visible, sobre la chaqueta que ella misma había tejido con varias madejas de una preciosa lana azul marino que doña Maria del Roser le regaló por su cumpleaños.

Con tanto arreglo y el rato de caminata hasta la Gran Vía, llegó cuando el acto ya había empezado. Le impresionó ver la fachada del edificio iluminada con luces eléctricas. Frente a la entrada remoloneaban algunos indecisos. A un lado de la puerta principal distinguió las grandes letras que anunciaban la «Velada Espiritista» y al otro, el reclamo de la exitosa zarzuela que aquellos días estaba en cartel, de la que ya había oído hablar, y que se llamaba
Señoritas toreras.

Sus pasos crujieron al atravesar el umbral. La sala principal del teatro era toda de madera y las butacas estaban tapizadas de un terciopelo de color sangre. No habían adoptado aún la moderna luz incandescente y las lámparas funcionaban a medio gas, creando un ambiente misterioso. La nodriza buscó un asiento libre y lo encontró muy cerca de la puerta, en la penúltima fila. Le aterrorizaba la idea de llamar la atención y mucho más la de molestar a alguien. Una vez sentada, se desprendió como pudo del chal de lana y del sombrero, respiró hondo para tranquilizar sus nervios y sólo entonces consiguió prestar atención a lo que allí estaba ocurriendo.

En el escenario, una señora tocada con un elegante sombrero hablaba con una seguridad asombrosa:

—Creedlo: nuestras ideas se van abriendo paso. Hace cuatro lustros no habríamos conseguido reunir en este local a veinte personas. Ved hoy cuántos somos.

En efecto, la sala estaba llena. Apenas quedaban unos pocos asientos libres, que los rezagados iban ocupando. Junto a Concha, un caballero escuchaba con atención. Había muchos más, dispersos por la sala, aunque el número de mujeres era superior. Y entre éstas las había que, como ella, vestían el uniforme del servicio de alguna casa buena, pero también obreras, con sus pañuelos anudados bajo la barbilla y sus mantones de lana sobre los hombros, y hombres que llevaban en las manos sus gorras azules con visera junto a otros que sostenían sobre las rodillas el sombrero de copa. Había damas tocadas con pamelas, cuya condición social costaba descifrar en aquella penumbra, y varias personas con arreglos mucho más humildes. En las hileras más próximas al escenario se sentaban las más elegantes, aunque vestían sin ostentación y escuchaban las explicaciones de la oradora con el mismo interés que todos los demás, como si fuera cierto aquello de que allí no había distinciones entre unos y otros.

Después de los aplausos, la mujer del sombrero anunció la siguiente intervención: la del vizconde de Torres-Solanot. La sola mención de su nombre fue muy aplaudida, así que Concha pensó que debía de ser alguien importante en toda aquella cuestión del espiritismo. El vizconde era un señor más bien grueso, de bigotes puntiagudos y voz de barítono. Su papel fue breve y se limitó a celebrar tanta asistencia y declarar inaugurada la velada. Vino luego la actuación de dos mujeres cantantes que interpretaron dos canciones preciosas de las que Concha no entendió una sola palabra, pensó ella que porque estaban compuestas en algún idioma extraño. A pesar de todo se emocionó mucho al escucharlas —al fin y al cabo, la música es un lenguaje que en todo el mundo se entiende— y tuvo que hacer esfuerzos para no echarse a llorar. En ese estado se encontraba cuando doña Maria del Roser fue invitada a subir al estrado, y ella la aplaudió hasta que le dolieron las manos. No fue la única en aplaudir, pero sí la última en dejar de hacerlo.

En su parlamento, la señora desgranó la historia de la extraña ciencia que allí les congregaba, dijo algo del materialismo que intentaban combatir con ideas y creencias innovadoras y habló del amor fraterno y de la salvación de las naciones. Obtuvo un gran éxito, a juzgar por la ovación que sonaba cuando descendió hasta su asiento.

Luego hubo un recital de poesías, nuevas actuaciones musicales y un discurso de clausura lleno de palabras incomprensibles para Concha que pronunció un señor llamado don Miguel Vives. Cuando ya todos creían que la velada había acabado, el vizconde volvió a subir al estrado, rogó silencio con su voz atronadora e hizo un anuncio sorprendente:

—Queridos amigos, hoy tenemos para vosotros una sorpresa muy especial. Por gentileza de uno de nuestros socios, el respetado señor Eduardo Conde, hemos tenido recientemente el privilegio de conocer a un jovencito que a pesar de sus pocos años y de su condición humilde demuestra un innegable talento para la ciencia espirita. Tengo la seguridad de que oiremos hablar mucho de él, puesto que posee un don prodigioso y por eso mismo se ha convertido ya en uno de nuestros faros. Hoy queremos invitarle, con mucho orgullo, a subir a esta tribuna y a disertar ante todos nosotros acerca de la significación que para él tienen nuestras ideas. Damas y caballeros, tengo el honor de presentarles, en su primera aparición pública, a Francisco Canals Ambrós.

El aplauso explotó alrededor de un muchacho que debía de tener poco más de veinte años. Era espigado, tenía un abundante pelo castaño, labios carnosos, ojos tristones y mejillas coloradas. Su aspecto no se correspondía con la grandilocuencia de la presentación que le había precedido. Llevaba una chaqueta que le quedaba enorme y sus movimientos eran titubeantes.

Sin embargo, en cuanto abrió los labios por primera vez toda aquella inseguridad pareció disiparse. Se refirió primero al espiritismo como moral, ciencia y filosofía, y explicó que la comunicación con el más allá y la reencarnación eran hechos demostrados. Habló mucho rato y dijo muchas cosas —para Concha, algunas eran difíciles de retener y otras directamente incomprensibles—, sin sufrir un solo tropiezo ni equivocar una sílaba. Tuvo al público suspenso de emoción y cuando terminó recibió aplausos y admiración unánimes.

Sólo el señor que se sentaba junto a Concha permaneció impasible. De pronto la miró y le preguntó, enérgico:

—¿A usted le ha gustado lo que ha dicho este joven?

—Sí —musitó ella, un poco turbada por estar hablando con un desconocido—. ¿A usted no?

—Mucho. Pero no aplaudo porque no es él quien habla —respondió.

—¿Quién lo hace, entonces? —inquirió, desconcertada.

El caballero levantó una mano adoctrinadora señalando hacia el estrado y espetó, cargado de razón:

—Está bien claro, señorita. Por su boca se expresa un espíritu superior desprendido de su envoltura material.

Dicho esto, el señor se levantó, le hizo una reverencia a la nodriza, le pidió permiso para salir y se marchó antes de que el público abandonara en masa el recinto.

Aquella noche, Concha apenas durmió pensando en lo que había visto y oído. Por la mañana, más serena, le agradeció muchas veces a la señora la oportunidad que le había dado. Ella estaba muy interesada por conocer sus impresiones. Se atolondró tanto al responder que doña Maria del Roser intervino:

—Necesitas un tiempo para asimilar tantas novedades, Conchita, pero has dado un primer paso muy importante —fueron sus palabras, antes de anunciar—: Te avisaré de nuevo cuando organicemos otra velada, para que continúes tu formación. El espiritismo necesita personas entusiastas, como tú.

Cuando, el miércoles siguiente, a las tres y media de la tarde, comenzaron a llegar los invitados de cada semana, algunos resultaron a Concha más familiares que de costumbre: el vizconde Torres-Solanot, la oradora de la pamela, don Miguel Vives y hasta el jovencito que dejó boquiabiertos a todos con su don de palabra. A diferencia de los demás, a éste era la primera vez que se le veía por la casa.

De:
Violeta Lax
Fecha:
15 de marzo de 2010
Para:
Valérie Rahal
Asunto:
Recuperar el tiempo perdido

Hola, mamá:

Te advierto que ésta va a ser una carta larga, de esas que tanto te gustan y que nunca te escribo. Nunca se me había ocurrido que ésta podía ser una vía de comunicación entre nosotras, pero ahora que la he descubierto, que tengo tiempo y que me encuentro a varios miles de kilómetros de distancia, no pienso desaprovecharla. Sé, además, que te hago feliz si te cuento muchas cosas. Y aunque no te lo creas, me gusta contribuir ni que sea un poco a tu felicidad.

Ya sabes que nunca quise vender el piso de Barcelona que el abuelo me dejó. Lo alquilé durante unos años. Luego quedó vacío y lo conservé así, como un lugar al que podía volver si lo necesitaba; un espacio donde dejar que los recuerdos acumulen polvo. Siempre supe que terminaría regresando.

La primera noche tuve que vencer el asco antes de echarme sobre mi vieja cama. Como la lavadora no funcionaba —habría sido un milagro que lo hiciera—, tuve que conformarme con sacudir las sábanas en el balcón. A pesar de todo, dormí vestida, con abrigo incluido. La incomodidad ahuyentó la nostalgia de mis primeras horas barcelonesas y me obligó a preguntarme si en efecto sería aquélla la misma cama de mis veinticinco años. De pronto, me pareció increíble haber sido capaz de dormir acompañada en un catre tan estrecho y me pregunté qué se había estropeado: la cama o mi romanticismo. Sí, ya sé que en teoría tú no sabes nada de mis aventuras de entonces, que bien me cuidé de escondértelas, pero sospecho que siempre imaginaste que en esta ciudad había algo —o alguien— que me retenía mucho más que la investigación sobre el abuelo.

Me apetecía decírtelo. Liberarme por una vez de la pesada condición de hija. ¿No te apetecería a ti también no ejercer de madre, ni que sea por un rato? Me temo que esta historia mía no es apta para madres.

Pero te hablaba de la cama.

El caso es que la he tirado y he comprado otra, el doble de grande. No me he librado de la nostalgia, eso ya sabía que no iba a ser tan fácil. Todavía no.

Bueno, al grano: ayer llegó papá.

Su saludo, nada más verme, fue:

—Qué mala cara tienes, hija, estás horrible.

Es decir, está como siempre.

Le expliqué que casi no había dormido, pero sin darle detalles. Sólo traía una maleta diminuta. Le pregunté si ése era todo su equipaje.

—Mis pastillas, una muda y el cepillo de dientes. Si necesito algo más, ya lo compraré —contestó—. Estas compañías baratas lo pierden todo, no quería arriesgarme.

Me extrañó que llegara solo, porque me habías dicho que tenía amiguita nueva.

—Amélie llegará el jueves —se adelantó—. Tenía cosas que hacer. No podía marcharse tan de repente.

No tengo ni idea de quién es Amélie ni recuerdo si me lo has contado. Supongo que será otra de esas señoritas efímeras a quienes llama «mi asistente» y que nunca le duran más de unos pocos meses, ¿verdad?

Como sé que te interesa saberlo, te diré que veo a papá mejor que nunca. Está bien de salud y tan coqueto como siempre. Su aspecto recién bajado del avión era el de un dandi en traje de paseo: zapatos lustrosos, la raya del pantalón muy bien definida y la suave chaqueta de piel sobre los hombros. Ese tipo de prendas carísimas y hechas a medida que en él siempre parecen informales. Conserva su abundante mata de pelo entrecano, su bigote negrísimo —es decir: se lo sigue tiñendo— y su porte elegante. Ya sé que queda un poco raro que lo diga yo, mamá, pero no me extraña que te embaucara. Con los años que tiene y sigue resultando arrebatador.

Lo único que han cambiado en él son sus dimensiones. Su cuerpo no es tan robusto y recuerda un poco a la fruta puesta a secar. ¿Es posible que haya dejado de ir al gimnasio? Por lo demás, es el de siempre. Se fija en cualquier nadería, no se le pasa nada, bromea sobre cualquier cosa... Las baldosas como espejos del suelo de la nueva terminal del aeropuerto, por ejemplo.

—¡Qué mareo! —dijo—. ¿No se quejan las señoras? ¡Si esto es un deleite para mirones!

No lo puedo evitar, mamá: me sigue poniendo enferma ese afán suyo de coleccionar anécdotas. Reconozco que es ingenioso, y que sabe meterse a la gente en el bolsillo, pero tengo la teoría de que es su modo de evitar las conversaciones serias, donde antes o después se acaba aludiendo a lo personal, ese terreno que para él es un campo de minas. Una charla con mi padre, tú lo sabes, siempre consiste en una sucesión de asuntos banales a cual más divertido y descabellado. Y cuando termina el anecdotario, él pide la cuenta.

Por cortesía, le pregunté si quería alojarse en mi casa. Olvidaba que papá nunca se queda en casa de nadie.

—He reservado en Le Meridien, como siempre —me contestó, indiferente—. No quiero perderme ni un minuto de Las Ramblas.

En ese momento me acordé de ti, mamá. De unas palabras tuyas, pronunciadas hace mucho:

—Tu padre no soporta la idea de tener que adaptarse a la vida de nadie.

¿Recuerdas cuándo las dijiste? ¡Apuesto a que no! Te voy a refrescar la memoria. Fue la primera vez que me hablaste en serio, sin condescendencia, de tú a tú. Estábamos en el coche, frente a aquella casa que papá había alquilado en Hendaya, tú estabas a punto de irte y yo iba a pasar las primeras vacaciones de mi vida con él. Creo que fue tu modo de advertirme de lo que me esperaba.

Es como si te estuviera viendo. Llevabas una blusa roja y el pelo suelto sobre los hombros.

—Modesto nunca ha hecho tal cosa por ningún ser vivo, ni siquiera durante los escasos dos años que duró nuestra convivencia. Sencillamente, nadie le enseñó a vivir con otra persona. Hasta que me conoció a mí, siempre estuvo solo. Y ahora que yo ya no estoy con él, siempre lo estará.

Eso dijiste. Tus palabras se me grabaron a fuego. Supongo que porque me di cuenta de algo que el paso del tiempo ha ido confirmando. De algún modo, el reencuentro con Modesto, su negativa a instalarse en mi casa, mi alivio inmediato, fue un aviso, tanto tiempo después: soy igual que él. Yo también estaré siempre sola, mamá, siempre lo he estado. Soy incapaz de adaptarme a la vida de otra persona. Lo único que me diferencia de él es mi capacidad de disimulo y de sacrificio. Aunque esas cosas, como casi todo lo que nos obliga a un esfuerzo enorme, no pueden mantenerse mucho tiempo. Algún día mis hijos me lo reprocharán, y tendrán razón.

Pensaba en todo esto cuando papá me sorprendió con una pregunta típica de él:

—¿Nos van a tener ocupados todo el tiempo? La policía, quiero decir.

Le dije que no tenía ni idea.

—Tengo un montón de cosas que hacer —añadió.

Empecé a temer lo que iba a ocurrir: papá se ha tomado su visita a Barcelona como una escapada de fin de semana. Creo que ni por un momento se ha planteado que la situación pueda revestir alguna gravedad.

Le acompañé hasta la recepción del hotel, al que entró como a su propia casa.

—Modesto Lax Brusés —enfatizó, golpeando suavemente el mostrador con su mano ensortijada.

Y cuando el empleado fue a pedirle un documento para proceder al registro, se adelantó, autoritario:

—Búsqueme en el ordenador. Soy cliente habitual.

Como imaginarás, no podía dejar de sonreír. En el fondo es como un niño, con esos aires de grandeza.

Le asignaron una habitación con vistas a la calle Pintor Fortuny.

—¡Estupendo! —se congratuló, nada más entrar, apartando las cortinas de la ventana—, ¡esta noche alternaré con los fantasmas de las cajeras de El Siglo! Por lo visto eran guapísimas.

El mozo y yo le miramos, divertidos. La explicación la recibí en exclusiva, cuando nos quedamos solos, aunque parte de la historia ya la conocía: exactamente en ese lugar se alzaron los primeros grandes almacenes que hubo en la ciudad, y que fueron también los primeros de España. Según papá, que es tan aficionado a las grandilocuencias, eran algo de otro mundo. Se llamaron Grandes Almacenes El Siglo. Se incendiaron en los años treinta. No quedaron ni los cimientos. El suceso fue tan grave que el ayuntamiento aprovechó para reurbanizar la zona. Parte del solar que dejó el fuego se limpió para darle a la calle Pintor Fortuny, antes ciega, una salida a Las Ramblas.

—Son los mismos que dirigía la familia Conde, supongo. El abuelo pintó a alguno de ellos. Don Octavio Conde en su gabinete de El Siglo, un retrato magistral, ¿lo recuerdas?

Está en manos privadas, pero conseguí que estos días viajara a Chicago, a mi muestra de los retratistas.

—¡Claro! —saltó papá—, ¡siempre me olvido de que trato con una autoridad mundial! ¡Exacto, ésos son! Los que dirigió la familia Conde.

Le pregunté si en el incendio había muerto mucha gente.

—Nadie, que yo sepa —explicó—. Más bien murió un sueño colectivo. Era un lugar mítico.

Quise conocer sus planes para ese mismo día.

—Nada especial. Comeré por ahí. Ramblejaré.

Lo dijo así, en catalán. Ramblejar. Ya sabes: es un verbo muy barcelonés, que designa el paseo sin rumbo fijo por la famosa avenida.

Le pregunté si quería que cenáramos juntos. Pareció aceptar por compromiso. Típico de papá: tres años sin vernos y se comporta como si estuviera harto de mí. Tuve que ponerme seria, decirle que debíamos hablar, aunque sólo fuera para preparar un poco la entrevista que tenía al día siguiente con el sargento de los mossos d'esquadra.

—¿Preparar la entrevista? Ni que fueran unas oposiciones —bromeó.

Saqué a relucir el hallazgo tras el fresco de Teresa. Le dije que me gustaría conocer su teoría al respecto. Salió por la tangente:

—Teoría es una palabra demasiado rimbombante. Yo de eso no gasto.

—Tu opinión, qué más da —insistí, encarándole de nuevo con la cuestión—. ¿Piensas que esa mujer pueda ser alguien de la familia?

Me negaba a creer que papá no se lo hubiera planteado. Que no hubiera llegado a nuestra misma conclusión. La mera referencia al asunto pareció fastidiarle mucho.

—Después, hija. No me agobies con eso ahora. Déjame disfrutar de mi llegada —protestó, quitándose los zapatos.

Le hablé claro. Le dije que por mucho que echara balones fuera tendríamos que tratar el asunto antes o después.

Mucho mejor después, Violín. ¿No vamos a cenar juntos? ¡Pues ya nos cortaremos la digestión hablando de eso!

Dio media vuelta y se encerró en el cuarto de baño. Ya sabes: su viejo modo de decir «asunto concluido».

Ya me conoces. No sé discutir. Lo mío es quedarme petrificada y de ahí a la resignación, apenas hay distancia. Después de todo, debo reconocerlo, admiro esa capacidad de papá de no sufrir por nada. Siempre he deseado tomarme la vida como algo que no tiene importancia.

De modo que, por una vez, hice lo que él deseaba que hiciera.

—Voy a arreglarme un poco, papá, esta noche ceno con un hombre guapo —le dije.

Su voz ya no acusaba ninguna contrariedad cuando repuso:

—Qué casualidad. Yo he quedado con una chica impresionante.

He hecho una pausa para pensar cómo te cuento lo siguiente, mamá. Nunca hemos hablado de la «temporadita» que pasé con papá. Nunca con mucho detalle, al menos. Entrecomillo esa palabra, que aprendí a detestar, porque fue la que tú pronunciaste entonces: pasaría una «temporadita» con papá, en Aviñón, mientras tú y Jason abríais vuestro restaurante español en Filadelfia. Luego la «temporadita» se prolongó durante dos años en que yo me sentí la más desdichada del mundo. Te odié mucho, en aquella época, y de muchas maneras. Te odié por enamorarte de nuestro atractivo profesor particular de inglés, te odié por ser correspondida y también por atreverte a casarte con él. Te odié por no incluirme en tus planes durante veinticuatro larguísimos meses, mientras tú te instalabas en Estados Unidos y vivías tu merecida luna de miel con Jason. Ya sé que nunca fui una niña fácil, que con catorce años me había vuelto intratable, que tú merecías tu espacio y tu tiempo, que a mí me sentó bien aprender francés y conocer otra realidad... Aunque todo eso me ha llevado más de veinte años comprenderlo. Entonces lo veía de otra forma.

En aquel momento, yo tenía catorce, no hablaba bien el francés, no tenía facilidad para adaptarme a los lugares y las personas nuevas, arrastraba dolorosas nostalgias de mi Barcelona natal, en el instituto tenía mala suerte con los chicos y aún peor con las amigas y, por si no bastara, compartía casa con una especie de ermitaño que sólo me dirigía la palabra para contarme cosas raras. Lo que yo necesitaba era un padre. Alguien que me escuchara, que me soportara, que de vez en cuando se enfadara conmigo. No un anacoreta y, menos aún, un conferenciante.

Modesto Lax Brusés, el hombre ajeno. Es cierto que nuestra relación nunca fue muy estrecha. El único recuerdo infantil que conservo de él va asociado a la muerte del abuelo y a la alegría de pasar las Navidades con vosotros dos mientras él arreglaba el papeleo. Durante esos dos años aprendí a conocerle. También a quererle, aunque toda mi infancia había transcurrido sin él, como sin él seguiría el resto de mi vida. Comprendí lo que tantas veces me habías dicho: «Querer a tu padre significa aprender a no necesitarle». Y cuando le conocí un poco mejor, te di la razón de nuevo, cuando decías: «El mayor problema de Modesto es que la vida le aburre.» Ahora creo que sabías muy bien lo que pretendías cuando me dejaste en Aviñón. Si no lo hubieras hecho, mi padre y yo nunca nos habríamos dado cuenta de que somos idénticos.

Mi primer gran descubrimiento fue reparar en que la única cotidianeidad que no deprimía a Modesto era la de los libros. En el mundo académico se movía como pez en el agua, tal vez porque era el único entorno donde su brillantez y su curiosidad encontraban una recompensa inmediata. De vez en cuando, sacaba la cabeza al mundo real para recolectar rarezas, anécdotas con que impresionar a sus alumnos, a los asistentes a sus conferencias o a los amigos a los que invitaba a cenar muy de tarde en tarde. Aprendí que lo único que le interesa de la realidad es aquello que la desmiente.

En nuestra vida en común, mi padre no alteraba sus costumbres lo más mínimo. Nos encontrábamos en la biblioteca. Yo solía pasar horas allí, buscando tesoros perdidos. El aislamiento como escapatoria y la independencia como filosofía: he aquí los dos legados más importantes que me dejó Modesto.

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