Habitaciones Cerradas (36 page)

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Authors: Care Santos

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EL GREMI DE CONDUCTORS I XOFERS

VOL L'ESTATUT TAL COM L'APROVA

EL POBLE DE CATALUNYA

Enarbolando este mensaje y tan sosegado como siempre, Julián pensaba acudir al día siguiente a las puertas del Banco de España, de donde arrancaría la manifestación a favor de la ratificación del Estatuto. Según su parecer, las trabas que el gobierno central estaba poniendo a una ley surgida de la voluntad y el derecho del pueblo catalán eran motivo más que suficiente para indignarse públicamente. El estaba convencido de que, nada más saberlo, en Madrid rectificarían y darían por bueno el Estatut, como debía ser. Vicenta le acompañaría, que para algo había sido una de las cuatrocientas mil mujeres que apoyaron con su firma el referéndum de la nueva ley, dando a entender así que pese a no tener derecho al sufragio, deseaban hacer oír su voz. De común acuerdo habían decidido llevar también a Laia, a pesar de que sólo tenía doce años, para que aprendiera desde niña uno de los amores más fundamentales que puede profesar el ser humano: el amor a lo propio.

—No hay que buscar explicaciones a los sentimientos, Vicenta. Sólo acatarlos —le dijo la señora Teresa a la cocinera, comprensiva, cuando ella le pidió permiso para ausentarse unas horas el domingo.

Pero el sosiego de ánimo con que ellos reclamaban lo suyo sacaba de quicio a algunos, como Higinio.

—Estoy rodeado de independentistas. ¿Y Alfonso XIII? ¿No era amigo de la familia? ¡Nos estamos volviendo locos! Si ya hasta los señores defienden a Maciá y su Estatut —protestaba Higinio, natural de Chinchilla de Monte-Aragón, en la provincia de Albacete, donde vivió hasta los treinta y cinco años sin imaginar jamás tales complicaciones políticas.

—Sois unos pesados, siempre hablando de lo mismo —terció Antonia, mientras daba el visto bueno al desayuno de Teresa—. ¿No veis que esto no tiene arreglo ni lo tendrá nunca?

Sobre la fina porcelana del plato reposaba una naranja desgajada, dos lonchas de jamón cocido y un huevo duro. En una cesta de mimbre, a la derecha, iban dos panecillos recién horneados. Tres perlas de mantequilla ocupaban un diminuto bol de cerámica y en otro estaba la mermelada, de moras, como era del gusto de su señora desde que ella podía recordar. Las piezas de la cubertería, la servilleta de hilo, el vaso de cristal y la taza. Todo en orden.

Como no se veía a Carmela por ninguna parte, Laia saltó con rapidez:

—Yo puedo llevar la bandeja del café y el zumo —dijo muy dispuesta, situándose frente a la bandeja.

—No, no, criatura. Podrías caerte por las escaleras.

Lo discutieron. La niña se hizo fuerte en su empeño. Vicenta dio su aprobación. Al fin, intercambiaron las bandejas y se pusieron en camino.

—Déjala —susurró Vicenta junto al oído de Antonia—. Siente adoración por la señora Teresa. Lo hará bien.

Antonia era una mujer flaca pero fuerte. Caminaba erguida como una sota y se movía con agilidad. Solía llevar el abundante pelo lacio, de un castaño ceniciento, recogido en un moño bajo del que siempre se escapaba alguna guedeja. Vista de espaldas, podía pasar por una jovencita, pero al mirarla a la cara se subsanaba el error al instante. Sus más de cincuenta años habían dejado en sus mejillas, en la comisura de sus labios y alrededor de sus ojos un entramado de arrugas que comenzaban a restarle protagonismo a unas marcas de viruela tan viejas que nadie la recordaba sin ellas.

Las tenía ya cuando entró a servir en casa de los Brusés y fueron decisivas a la hora de que la severa doña Silvia Bessa la eligiera entre las varias candidatas. La madre de Teresa tenía su modo particular de elegir al servicio, y siempre prefería las criadas feas a las guapas, convencida de que si los hombres no las pretendían se distraían menos de sus obligaciones. Con Antonia, desde luego, acertó de lleno. Trabajaba con ánimo infatigable y hacía gala de una rectitud tan incuestionable como su castidad. Su superioridad moral era la de quien nunca tuvo la ocasión de sucumbir a las tentaciones, aunque su carácter no se había agriado por ello, sino más bien todo lo contrario. Cuando hablaba de los hombres, lo hacía con un desenfado desconcertante.

—¡Antes monja que casada! —decía—. ¡Por lo menos Dios respeta a sus mujeres en la cama!

Antonia entró en casa de los Brusés poco después de que Teresa —Tessita, para ella— naciera. Fue su niñera durante doce años. Y también de sus hermanas Silvita y Luisa. Vio cambiar la casa varias veces y resistió todas las mudanzas: de la rectitud de doña Silvia a la tristeza eclesiástica de doña Matilde o al atropello hacia las buenas costumbres de los hermanos huérfanos.

Y ocupando cada vez puestos de mayor responsabilidad, de la intendencia a la cocina, de ésta a las cuentas... Cuando Teresa y Amadeo anunciaron su compromiso, ella rezó porque su frágil niña la llevara consigo a su nueva casa y la sacara de aquel barullo sin timón ni capitán. Por fortuna, sus plegarias fueron atendidas. Cuando apareció, con aires de patrón, en casa de los Lax, más de uno de los inquilinos del sótano sintió que con ella se recuperaba cierto esplendor de tiempos pasados. Instalarla en el cuarto de Eutimia fue lo más congruente.

Antonia llegó a lo alto de la escalera y apoyó con pericia la bandeja en su muslo derecho para llamar a la puerta de las habitaciones.

Una vocecilla lánguida contestó desde dentro:

—Adelante.

Nada más entrar, Antonia supo que el ánimo de su señora había empeorado. Teresa tenía los párpados hinchados de quien la noche anterior se durmió con los ojos llenos de lágrimas. Intentó sonreír al verla, pero la sonrisa le salió aguada y poco convincente.

Antonia, seguida por Laia como por un satélite, dispuso ambas bandejas en la mesa junto a la ventana. Sirvió el café al gusto de su señora y echó una generosa dosis de zumo en el vaso de cristal. Mientras tanto, Laia se había detenido a la espalda de Teresa y la miraba sin pestañear. Sus ojos iban de sus delicadas chinelas con borlas de seda al frasco de polvos de arroz, de los pliegues delicados de su bata de raso al mango de plata del cepillo con que domaba sus bucles dorados.

Y más allá aún: a la banqueta del vestidor, sobre la que yacían una prendas de ropa interior, adornadas de bordados y blondas; y hacia las puertas entreabiertas del ropero, por las que asomaban gasas y sedas de ensueño.

Cuando sus ojos tropezaron con los de la señora, reflejados en el espejo, el encantamiento se rompió de un susto. Sintió arder sus mejillas en el mismo momento en que Antonia le ofrecía la bandeja de las bebidas y decía:

—Agárrala bien y llévala a la cocina, por favor. Y no te caigas.

La joven camarera se quedó con las ganas de saber qué le ocurría a la señora, porque incluso ella había notado que le ocurría algo. En su cabeza no cabía que una mujer tan hermosa, tan delicada y tan rica pudiera tener preocupaciones. Pensaba que si ella estuviera en su lugar todo lo resolvería saliendo a dar un paseo en coche o encargando a la modista media docena de vestidos bonitos para cada ocasión. Claro que las personas mayores resultaban a veces muy difíciles de conformar (además de imposibles de comprender).

Todo lo que Laia pudo escuchar, cuando ya salía, fue la pregunta que lanzó Teresa a Antonia:

—¿Sabes si el señor ha llegado ya?

Dejemos que Laia se aleje, afligida de curiosidad insatisfecha, camino de la cocina, y aguardemos la respuesta de Antonia:

—Aún no. Y ya lleva tres días fuera.

Teresa le disculpa, con aire ausente:

—Tendrá asuntos que atender.

Antonia hace amago de hablar, pero se reprime. Hace tiempo que no dice del señor de la casa ni la mitad de lo que piensa. Sobre todo a Teresa, a quien no quiere herir con sus opiniones.

—Deberías hablar con tu marido, Tessita —le aconseja, conteniéndose—, decirle que necesitas más atención. No está bien que pase fuera de casa tantas noches como le...

—Es un hombre muy ocupado, Antonia. Ya lo sabía cuando me casé con él. —Sonríe, se empolva la nariz, se levanta, va hacia la bandeja. Simula normalidad—. No es culpa suya. Soy yo, que me he levantado floja. No sé qué me pasa.

Antonia la contempla sin pronunciar palabra. A ella se le ocurren algunas explicaciones, que también calla. La suya es la ventaja de quienes nunca salen y apenas hablan. Saben todo lo que pasa de puertas adentro. Prestan más atención a las palabras de los demás. Hacen de la intuición su máxima ventaja.

Teresa bebe un sorbo de zumo de naranja mirando por la ventana.

—¿Está nublado? —aparta la cortina para confirmar la sospecha— ¡Qué fatalidad! ¡Un día como hoy!

Olisquea la rosa sin mucho ánimo. Deja caer los brazos, laxos, sobre el regazo.

—Tienes que comer algo —le dice Antonia.

Una mueca de asco por respuesta.

—No puedo. No me entra nada.

Antonia no disimula su disgusto:

—Vas a enfermar si no comes.

En éstas, alguien llama a la puerta. Teresa autoriza. Aparece Conchita.

—Buenos días, señora Lax —saluda, cerrando el batiente a su espalda—. La señora Lax desea ir a Las Ramblas a ver libros y me manda preguntarle si puede disponer del coche del señor Lax y si la señora Lax desearía acompañarnos.

Antonia celebra las reiteraciones de tan frondoso mensaje con una sonrisa espontánea.

—Estoy esperando al señor Lax —dice Teresa, contagiada del mal de la cacofonía—. Imagino que habrá ido a la comunión general de las ocho de la mañana. Hasta que llegue no sabré si tenemos algún compromiso. Por el coche no hay problema, claro.

No había problema porque últimamente Amadeo disfrutaba como un niño conduciendo de su propia mano su último capricho, un Rolls Royce modelo Silver Ghost, considerado por algunos el mejor coche del mundo. Lo había mandado traer de Londres en la misma época de la quiebra del Banco de Barcelona y lo tuvo escondido durante algunos meses, por prudencia. Desde que decidió lucirlo, las atribuciones del cochero de la familia se limitaban a sacar de paseo a las damas y a resolver urgencias imprevistas.

Desaparecida Conchita, Teresa comienza a vestirse. La combinación, el
culotte
y el par de medias de seda están sobre la banqueta, en el vestidor. Como cada día, Antonia las ha preparado con esmero. Teresa deja el café intacto y observa las prendas, desganada. La camarera protesta, pero de nada le sirve. La única respuesta de la joven señora es para el cielo.

—¿Ves? El día está despejando. ¡No podía ser de otra manera!

Veinte minutos más tarde, Teresa llama a la puerta del saloncito de su suegra vestida con un conjunto de falda y blusa de color salmón combinado con un par de zapatos Columbia con tacón Luis XV. Está preciosa.

Maria del Roser tiene hoy un buen día. La joven lo sabe nada más percibir la seguridad de la respuesta.

—Ah, hola, querida, eres tú. Ya me ha dicho Conchita que no vas a acompañarnos a nuestro paseo de Sant Jordi.

—No puedo. Puede que deba acompañar a su hijo a la recepción o a la salve vespertina. No conozco aún qué planes tiene.

—Ni tú ni nadie, querida. El único plan de mi hijo parece ser desbaratar los nuestros.

Teresa no replica. Conchita termina de sujetar tres vueltas de perlas cultivadas sobre el escote de doña Maria del Roser, quien aprueba la operación a través del espejo. Luego se empolva la nariz, examina su perfil, se remete un bucle rebelde y canoso y exhala un suspiro.

—Ay, esto ya no tiene arreglo —dice, refiriéndose no se sabe si a su imagen o a su hijo—. Siéntate, hija, toma un poquito de té.

Maria del Roser en persona sirve a su nuera: echa un buen chorro de té, tres cucharadas de azúcar y una nube de leche.

—Te sentará bien. Tienes una cara que da pena verte.

Teresa lo intenta. Toma un sorbo. Frunce los labios. Deja la taza sobre la mesa.

—Qué gusto —dice la matriarca—, hoy me he levantado con la cabeza despejada.

Teresa sonríe y se alegra de verdad. Hace un par de años que su suegra comenzó a sufrir pérdidas de memoria. Al principio no parecía nada grave, meros despistes sin importancia; de pronto no recordaba dónde había dejado las cosas o qué debía hacer al día siguiente, olvidaba los nombres de parientes a quienes no veía con frecuencia o confundía los de las criadas nuevas. Nada que no le hubiera pasado otras veces, a pesar de que siempre tuvo una mente muy despierta. Hasta que un día se levantó indispuesta y le pidió a Conchita que llamara al doctor Gambús.

—El doctor Gambús murió, señora, ¿no se acuerda? Hará ya unos seis años.

—¿En serio? —Arrugó la frente, antes de reaccionar con una virulencia extraña en ella—. ¿Así, sin avisar? ¡Menuda deslealtad! ¡Con lo que le queríamos en esta casa! ¡Y lo puntualmente que le pagábamos! ¿Y sabe usted adonde ha ido?

Conchita balbuceó, desconcertada:

—Pues... al... al cielo... supongo.

—Ya no quedan médicos como los de antes... —murmuraba la señora, con consternación.

Lo mejor del nuevo estado de doña Maria del Roser era que nada duraba mucho. Con la misma rapidez con que se le ocurrían las cosas más descabelladas, se olvidaba de ellas.

—¿Qué estábamos diciendo? —preguntaba a menudo.

Cuando su estado comenzó a empeorar, tenía días en que no recordaba el nombre de su hijo, ni su papel en la familia o confundía a Teresa con alguien del servicio.

—Por favor, muchacha, retira de una vez esa bandeja. ¿No ves que lleva ahí un buen rato? ¿Qué haces quieta como un pasmarote, con esa cara de pazguata? ¡Estas camareras jóvenes y monas sólo piensan en pescar un novio de buena familia! —mascullaba entre dientes.

Conchita la amonestaba.

—Señora, por Dios, que es su nuera. No le hable así.

Entonces Maria del Roser miraba a Teresa desde el más allá y decía lo que nadie quería escuchar.

—Desde luego, a mi hijo cada vez le gustan más jovencitas. Pero hay que reconocer que ésta es muy fina...

Al principio continuaba escribiendo sus artículos y recibiendo a los miembros del Círculo de los Miércoles. En unos pocos meses, sin embargo, su actividad intelectual se apagó como el pabilo de una vela y allí donde había brillado una mujer avanzada a su tiempo apareció una risueña niña de setenta años, camino del olvido absoluto. Fue entonces cuando los médicos pusieron nombre a su mal: demencia. Le recetaron sueño y tranquilidad. Teresa se ocupó en persona de que no le faltara ningún capricho. Lo primero que hizo fue liberar a Conchita de todas sus obligaciones domésticas y nombrarla enfermera a tiempo completo. También procuró encontrar un rato diario para visitar a su suegra, siempre con alguna excusa convincente, como mostrarle una tela o pedirle consejo para una menudencia. La trataba con el mismo amor que hubiera puesto en cuidar de su madre, si el destino se lo hubiera permitido. Teresa siempre sintió que en eso sólo estaba correspondiendo al cariño recibido: Maria del Roser también la había tratado desde el principio como a su propia hija.

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