En contra de su costumbre, aquella mañana Maria del Roser se entrometió en los asuntos de su heredero. Subió la escalera hecha un brazo de mar, entró sin miramientos en lo que antaño fue trastero y tuvo que cerrar los ojos para ahorrarse —demasiado tarde— la contemplación de la indecencia que estaba ocurriendo entre el desbarajuste de lienzos, caballetes, sillas y trapos en que se encontraba el camastro de su hijo.
Aun sin mirar, dijo:
—Señorita, es necesario que interrumpa al instante esa actividad y se vista. Necesito hablar con mi hijo a solas.
Amadeo, de apenas veintiún años, no chistó. No se habría atrevido a mostrar ante su madre ni un ápice de la osadía que gastaba en sus cada vez más frecuentes escapadas nocturnas. Ante un modoso jovencito de mirada gacha, la desconocida salió de detrás del biombo y recogió su bolso de falsas piedras preciosas. Maria del Roser escrutó su inequívoco atuendo antes de decirle:
—El cochero la llevará donde sea que vaya. Tenga un buen día y gracias por todo.
La joven —que debía de superar por muy poco la edad de Amadeo— ni siquiera halló las palabras con que despedirse, impresionada por el educado modo en que acababa de despacharla la señora de la casa.
Maria del Roser cerró la puerta, se sentó en el borde del lecho de su hijo y le habló con más dureza que nunca.
—Espero que sea la última vez que te atreves a meter fulanas bajo mi mismo techo. ¿Es que no hay casas de citas en la ciudad? ¿Debo recordarte que ésta no es una de ellas? Estás comprometiendo el apellido de tu padre y el mío propio. No pienso permitirlo.
Amadeo, por supuesto, no estaba de acuerdo con el planteamiento del problema, pero tuvo el buen gusto —y la prudencia— de no decir nada.
—Por otra parte, me preocupa que sólo persigas a furcias. ¿Es que te dan miedo las mujeres de tu misma condición social? ¿Prefieres ese lucimiento fácil que te proporcionan las ignorantes chicas del arrabal? ¿Tan mediocre te crees que en lugar de acatar las reglas del juego recurres a las trampas? De seguir así, hijo mío, temo que una enfermedad venérea te deje inservible antes de tiempo o que me traigas por nuera a una mujer de la calle. Sienta la cabeza de una vez, caramba. Tienes edad de ello y, sobre todo, posición. No nos avergüences más.
Terminado su soliloquio, Maria del Roser salió tan altiva como la reina de Saba, dejando a su espalda el silencio que sucede a las declaraciones de guerra.
A partir de ese día, no hubo joven casadera de buena familia de la que no le hablara a su hijo.
—¿Conoces a la señorita Garí? Me han dicho que es una intérprete de piano notable. ¡Ha sido discípula de Enrique Granados!
Amadeo asentía sin convicción.
—Es aburrida, madre. ¡Y aún lleva corsé!
—Me he enterado —otro intento— de que la hija del banquero Benigne de la Riva va siempre a la última moda, toda suelta y destensada. Y que ha estudiado en el Liceo francés. ¿Quieres que la invite a merendar?
—Haz lo que gustes, madre —respondía, indolente, Amadeo—. Creo que la conozco. Es esférica como un elefante.
—Me encontré el otro día en el hipódromo a la señorita Carles-Tolrá. Es bien proporcionada y guapa de cara, pero muy delgada para mi gusto. ¿La conoces?
—Sí, Octavio salió con ella un tiempo. Es una derrochadora enfermiza.
Cuando la viuda de Lax supo que en casa de los Brusés había cuatro beldades por casar, se apresuró a tomar cartas en el asunto. Escribió a doña Matilde, a quien había visto media docena de veces en actos de beneficencia, gastó alguna prosa en alabar la rectitud de su casa y luego dejó caer la posibilidad de que su riquísimo heredero, a quien el diablo había interesado por la pintura, retratara a sus ninfas de bucles dorados. Doña Matilde, que por encima de todo era una señora, no tardó en hacer llegar a Amadeo una tarjeta con su intención de encargarle unos retratos familiares. Serían, sin embargo, más de los sugeridos: uno de cada uno de sus hijastros varones, para disimular. El suyo propio, para tener la ocasión de supervisar al candidato. Y todo ello, por supuesto, sin dejar en evidencia a la atribulada madre que le había pedido el favor.
Maria del Roser se lo agradeció eternamente.
Amadeo no renunció a la comodidad de llevar mujeres a su casa, pero aprendió a hacerlo en ausencia de su madre.
Entre sus veinte y sus treinta años, los meses cálidos fueron una época ideal para esas liviandades. Poco amigo de veraneos ni veraneantes, se quedó en Barcelona a la menor ocasión. Renunció por propia voluntad a todo el servicio y tuvo que dar largas explicaciones a su madre sobre cómo pensaba apañárselas sin nadie que le hiciera la comida o le planchara la ropa. Al final, temiendo que doña Maria del Roser no quisiera marcharse, accedió a permitir la entrada de un encargado de mantenimiento, una planchadora y una camarera interinos contratados ex profeso para atenderle durante la ausencia de los criados habituales.
Los primeros años fueron los mejores. Amadeo vivía su particular veraneo comportándose como un marajá. La decisión más importante del día era elegir el restaurante del almuerzo. Por las mañanas deambulaba desnudo por la casa. Raras veces pintaba. Prefería hacerlo por la tarde, aprovechando las muchas horas de sol, eso suponiendo que no estuviera ocupado con la visita de alguna señorita. Por las noches acudía al teatro o a las atracciones del Paralelo y a menudo le acompañaba su amigo Octavio, cuyas ansias de diversión emulaban las suyas.
—Si nuestros padres nos vieran ahora nos desheredarían en el acto —murmuraba Amadeo, entre risas, cuando reparaba en los excesos que estaban cometiendo.
Amadeo tenía mucha razón. Si su padre aún pudiera, le impondría uno de sus castigos ejemplares. El de don Octavio nunca intervino tanto, pero sólo porque presentía que su primogénito se enmendaría solo y antes de que fuera demasiado tarde.
Como si fueran un conjuro para detener el tiempo, escogemos estas últimas palabras de Amadeo, pronunciadas en el salón, para dar inicio al siguiente acto. Podríamos haber escogido cualquier otra velada idéntica, de las muchas que aquí tuvieron lugar entre los dos disolutos amigos del alma. Aunque otras no tendrían el simbolismo de ésta.
Podemos verles sentados en los butacones de terciopelo amarillo. La chimenea, como es natural, está apagada. La puerta del patio, abierta de par en par. Corre el año 1913, en que ambos han cumplido veinticuatro años. Corre también una brisita agradable, pero insuficiente para mitigar los calores de finales de julio en Barcelona.
—Lo mejor que puedes hacer con una mujer es moldearla a tu antojo —opina Amadeo, observando las molduras del techo mientras deja ir su discurso laxo, ligeramente entonado por el alcohol—. Tomarla en su estado natural, como a un diamante en bruto, quitarle primero todo lo que le sobra y luego darle la exacta forma de tu deseo. Es como amaestrar perritos de feria; así son de dóciles y maleables. Y mejor para ellas, porque así algo les quedará cuando las dejes por la siguiente, ¿no crees?
Los dos hombres profieren burdas risotadas, aunque ambos saben que las palabras de Amadeo no son ninguna broma. El que acaba de resumir, como quien sienta cátedra, es para él un modo de actuar corriente: acude a un espectáculo, se fija en la corista más joven o en la primera bailarina más tierna y en cuanto baja el telón la visita en su camerino. Antes de llevarlas a ninguna parte les da una buena ducha, las lleva a una elegante boutique donde las disfrazan de dama fina y luego las invita a cenar a un reservado del Café Suizo, donde ya están acostumbrados a todos sus excesos y no se inmutan ante nada. Allí, sus acompañantes beben champán francés hasta perder el control, ríen como yeguas y viven por un rato el sueño de estar entrando en otro mundo. La noche termina para ellas en alguna cama, propia o alquilada, en la que por lo general despiertan solas. Sobre la mesilla suelen encontrar una propina generosa. En la puerta suele esperarlas Felipe, listo para devolverlas al lugar al que pertenecen.
—Pero yo conozco a más de una que no se dejaría moldear en absoluto —replica Octavio—. Las mujeres modernas son muy distintas a sus antecesoras.
Amadeo aparta la idea con un gesto resuelto.
—En ese aspecto, la modernidad se equivoca.
—Y algunas
canzonetistas
tampoco veo por qué habrían de cambiar ni un ápice. —Octavio sonríe, ebrio de la belleza inaccesible que ha contemplado esta noche.
Acaban de llegar del teatro. Han estado en el Salón Doré admirando a la Bella Olympia, a quien Octavio no conocía aún. Lógico: las obligaciones impuestas por su padre le han apartado últimamente de las diversiones nocturnas. Ahora lleva vida de comerciante catalán. Es decir, se acuesta a las diez y media. Para las mujeres no hay tiempo. Gracias a Dios, tiene un amigo que vela por su salud y sus necesidades, y que se encarga de tenerle al tanto de las sensaciones de la ciudad. Si no fuera por Amadeo ya se habría convertido en un viejo de veintipocos años. La Bella Olympia es una de esas novedades de la que todos hablan y que sin su amigo no habría conocido. Y se alegra mucho de poder darle la razón a cuantos ponderan los encantos de la hermosa cupletista y, más aún, beben los vientos por ella. Desde hoy, Octavio se cuenta entre sus admiradores más entregados.
Los dos jóvenes saborean la experiencia, descamisados, riendo con carcajada floja, mientras apuran el tercer brandy de la noche. De un momento a otro, Amadeo va a sacarse un as de la manga.
—Esa Bella Olympia tendrá la culpa de que no me case nunca —opina Octavio, dramatizando por diversión—. ¿Para qué, después de ver ese cuerpo? ¿Crees que encontraré en alguna parte otra como ella? ¿Y qué puede conformarme tras vislumbrar el paraíso?
Octavio entorna los ojos y pronuncia sus palabras con la grandilocuencia de un poeta parnasiano. Está achispado y no piensa hacer nada por evitar estarlo mucho más dentro de unas horas.
—Sabía que te gustaría —asiente su amigo—. ¿Qué darías por probarla?
Octavio suelta una risita.
—¿A quién? ¿A esa diosa? ¿Yo?
—¿Hay algún problema? ¿Te asusta la idea?
—¡Tú lo has dicho! No tengo agallas. No sirvo para batirme en duelo. Y me he enterado de que es la mantenida de un industrial.
—No creo que ninguna mujer merezca un duelo —apostilla Amadeo, mientras Octavio menea la cabeza, dubitativo—. ¿Un industrial? ¿De dónde lo has sacado?
—Toda la ciudad lo sabe. Y también se dice que fue él quien la descubrió y la hizo triunfar.
—Debe de ser un hombre influyente —zascandilea Amadeo, divertido con el juego.
—Y afortunado —asiente Octavio, con aire de festiva derrota—. ¡Tener para ti solo una belleza agradecida! ¡Quién pudiera!
—¿Cuánto estarías dispuesto a pagar por ocupar su lugar?
—¿Vas a regalarme una noche con Olympia? ¡Qué generoso! ¿Conoces a su mentor o es que estás dispuesto a batirte en duelo por mí?
—Si quieres batirte en duelo por ella, no tengo inconveniente, pero te advierto que tengo muy buena puntería.
Octavio reacciona, pero el abotargamiento del alcohol anula su comprensión. Se frota las mejillas, frunce las cejas. Ni así logra desentrañar el misterio. Amadeo decide ayudarle destapando sus cartas.
—Yo soy el industrial del que te han hablado.
Octavio abre los ojos y la boca. Tiene una cara de pasmado que hace reír a su amigo.
—¿Tú?
Una carcajada es la única respuesta.
—¡No es verdad! ¡Me estás tomando el pelo!
Amadeo se levanta, saca unas llaves del bolsillo de su chaqueta, se las entrega a su amigo.
—Compruébalo tú mismo. Rambla de Cataluña número veintiséis, tercer piso. Es la casa de Olympia. Bueno, en realidad es mi casa, pero se la presto. El dormitorio está al fondo. Dile que yo te envío.
—¿Así, sin más? ¿Y si está durmiendo?
—Despiértala y dile que te atienda como si fueras yo.
Octavio siente que el deseo acelera los latidos de su corazón y provoca en su entrepierna una quemazón insoportable.
—¿A qué esperas? ¿Vas a quedarte ahí como un pasmarote? —pregunta Amadeo.
—No, no. Claro que no. Como sea un engaño, te juro que te mato.
Amadeo sonríe, suficiente.
—Ve pensando, más bien, cómo vas a agradecérmelo. Estoy convencido de que sus habilidades en la cama van a gustarte más que las que muestra en el escenario.
Octavio profiere algo así como un aullido y corre a ponerse la camisa, la chaqueta y los botines.
—¿Cómo estoy? —pregunta, peinándose con los dedos. Apesta a alcohol.
—Arrebatador.
—¡Deséame suerte!
Baja la escalera como alma que lleva el diablo. Amadeo se sirve otra copa, apaga la luz, sale al patio y se tumba en la hamaca, bajo las estrellas. Siente una euforia próxima a la del maleante que acaba de cometer una fechoría sin ser descubierto. Imagina la sorpresa de Olympia cuando sea asaltada por su amigo en mitad de la noche y el recibimiento dócil que le dispensará en cuanto oiga su nombre. Piensa en su amigo disfrutando de ella. Vaticina el reproche dolido con que Olympia le saludará a la noche siguiente. Saborea la humillación que acaso sepa ver en sus ojos. El miedo a que las cosas sean así de ahora en adelante. Siente una punzada de excitación.
Se duerme deseando que llegue la mañana, y con ella la crónica de Octavio.
Los mosquitos se ensañan con él.
De: | Violeta Lax |
Fecha: | 7 de abril de 2010 |
Para: | Drina Waiden |
Asunto: | URGENTE |
Drina, tienes que hacerme un favor. Necesito un teléfono de contacto de los actuales propietarios del Retrato de don Octavio Conde en su gabinete de El Siglo. ¿Lo recuerdas? Es un cuadro de mi abuelo que forma parte de la exposición de los retratistas. En las fotos que publicó hace un mes el USA Today aparecía justo detrás del alcalde en el cóctel de inauguración (que no te conteste no significa que no mire los enlaces que me mandas). Por favor, no hagas como yo y no tardes en contestar.
Prometo que en cuanto me tranquilice un poco te escribiré para contarte qué me tiene tan ocupada. Por ahora, sólo puedo decirte que mis prioridades son muy diferentes a salir en la CNN. Inventa cualquier cosa si con eso te evitas problemas, pero líbrame de tener que presentarme ante los medios de comunicación, por favor. En este momento nada me apetece menos. Y no te enfades, anda.
Un beso,
Vio