Habitaciones Cerradas (35 page)

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Authors: Care Santos

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La madre emitió un bufido, no se supo si de inconformidad o de resignación.

—Olvida eso de los médicos suizos —dijo, enérgica—. Ni que tu hermana se estuviera muriendo. Y prométeme que te ocuparás de Juan.

—Está bien, mamá. ¿Se marchará, por fin, si se lo prometo?

—No. Me marcharé si le asciendes. Necesita mandar algo. Se aburre.

—¿Director de fábrica le parecería bien?

Maria del Roser sonrió. Por fin avanzaban algo.

—Perfecto. Pero no le mandes muy lejos.

—¿Dónde le gustaría? ¿A San Martín? ¿A San Andrés?

—San Martín está bien. Le puede llevar Julián en el coche, cuando salga de la universidad, y esperarle para traerle a casa.

—En horario de tarde. Bien. ¿Algo más?

—¡No te burles! ¡Bastantes quebraderos de cabeza tengo con vosotros dos!

—Hablaré con Trescents mañana mismo, madre.

Un crujido de telas acompañó la retirada de la mujer. Parecía satisfecha. Amadeo, que la seguía a corta distancia, cerró la puerta con llave.

—Y recuerda que a mí aún estás a tiempo de pintarme —murmuró ella, subiendo la escalera con lasitud.

Mas dejemos a madre e hijo, cada cual a lo suyo, y volvamos sobre nuestros pasos para hacer en secreto aquello que Amadeo teme y Maria del Roser no osa: perturbar el descanso de los objetos. Comenzando, claro está, por el cajón derecho del escritorio. Y, en concreto, por el documento que Amadeo ha dejado a propósito debajo de la pila y que lleva la rúbrica de Trescents y un encabezamiento prometedor: «Informe acerca de la trabajadora número 789 de la fábrica de Hilados y Tejidos Golorons e hijos, de San Andrés, de nombre Montserrat Espelleta Torres y de años, 16.» Está tipografiado, tiene algunos párrafos subrayados en rojo y varias palabras rodeadas por un círculo: «16», «leal», «hermana menor», «rebelión», «coplillas», «bien proporcionada».

Se adjunta fotografía de grupo de los trabajadores de las fábricas, demasiado general para apreciar los rasgos individuales, en cuyo reverso se ha escrito a lápiz: «Montserrat Espelleta Torres es la primera de la segunda fila, comenzando por la derecha.» El informe es antiguo: lleva fecha de febrero de 1910. En los dos años que lleva sobre la mesa de Amadeo ha quedado totalmente desfasado.

Entre los papeles hay también facturas astronómicas: restaurantes, hoteles, modistas, peleterías, joyerías, alquiler de coches... Amadeo las considera recuerdos materiales de noches inolvidables. Entre algunas de ellas, se oculta una tarjeta de Octavio Conde: «Agradezco mucho tu gentileza y discreción de anoche, amigo mío. La señorita Nomeacuerdo era un excelente bocado, como anunciaste. ¡Ahora va a resultar que tenemos los mismos gustos! ¡Pues que viva el comunismo amatorio! Por favor, destruye esta nota. Creo que sigo ebrio.»

Hay el título de propiedad de un piso de la Rambla de Cataluña. No muy grande para los usos y costumbres de los Lax; descomunal para los inquilinos de épocas futuras. Hay facturas de muebles, de ropa blanca, de útiles de baño y hasta la de una cama hecha a medida —a la del deseo— todo comprado en El Siglo con la máxima discreción, sin comprometer a nadie. Hay entradas de salas de espectáculo: cafés-concierto, cine con varietés, cabarés, casi todos de las barracas del Paralelo. Hay una foto dedicada de Raquel Meller con letra jeroglífica bajo una cajita de hojalata llena de cocaína en cuya tapa dice: «Polvo mágico del estómago del doctor Creus.»

Hay balances del Banco de Barcelona redondeados con cifras de vértigo, informes de las juntas de accionistas, felicitaciones de colegas por la bonanza económica, listados de clientes europeos y americanos y asiáticos... y docenas de páginas llenas de cifras que acumulan polvo sin que merezcan la mínima atención de su destinatario.

Y así, podríamos seguir rastreando los pequeños indicios de la existencia de uno de los industriales más ricos de la ciudad, a la par que menos interesado por su riqueza. Aunque hallaremos más placer en dejar que nos meza el tictac del reloj de la repisa o tal vez en observar las formas geométricas que el sol va trazando sobre la alfombra a medida que el tiempo transcurre.

No es la tarde lo que pasa, sino los siglos. Insignificantes como somos para el mundo, no percibimos sus giros. Un pestañeo arrastra un decenio. El vuelo de una mosca por la habitación dura un lustro. A los ausentes el tiempo no nos importa: es nuestra pequeña victoria. Cuando levantamos de nuevo la mirada, ya no están sobre la mesa la caja de plumillas ni la lámpara de flecos de cristal. Los tinteros han dejado paso a una lujosa escribanía de plata y azabache. El retrato de Concha ocupa ahora una pared lateral. El lugar de privilegio le corresponde a un posado donoso de doña Maria del Roser. El teléfono ya es de sobremesa: un Thomson-Houston con bocina y auricular dorados sujetos a una peana negra, señal de que el mundo sigue adelante a pesar de todo.

La mesa sigue poblada de papeles, pero ahora las pilas son más, y más altas. Sería fatigoso, además de innecesario, repasarlas. Están repletas de contabilidad empresarial, de cartas de despido, de negociaciones laborales, de pequeñas reparaciones y cuantas nimiedades caben en la vida de una gran compañía. Más nos reportará posarnos sobre la carta del sanatorio suizo —de Friburgo— en la que algún responsable ha gastado mucha prosa en pedir disculpas «en nombre de la ciencia médica» por no haber sido capaz «de ofrecer ninguna solución al dramático caso». Otra novedad: hay un crucifijo sobre la mesa. La luz del sol es igual de alegre, pero la alfombra está ausente. Debe de ser verano. Uno de los pocos que Maria del Roser Golorons no pasó en la finca de Caldes d'Estrach. Luego debe de existir una razón. La respuesta está en el silencio. Reina en la casa una gran pesadumbre, de la que parece haberse contagiado el monótono tictac. Se oye a las mujeres rezar el rosario en alguna parte, no muy lejos.

En el gabinete hace un calor sofocante que no incomoda a nadie. Nuestra presencia es la única aquí. La puerta sigue cerrada con llave, aunque desde que empezó la escena hasta que termine se habrá abierto y cerrado centenares de veces. Dicho queda que no hay nadie, pero el paso de algunos de los habitantes de la casa ha dejado su huella entre las cosas. Fue Conchita quien trajo el recorte que duerme en la papelera, hecho una pelota de papel arrugado. Sólo es un pedazo de periódico, pero para ella era mucho más: era una esperanza. Contiene un artículo sobre el poder sanador de un tal doctor Mann, francés, que se anuncia como «curador de casos desesperados.» En él incluso se atrevía el galeno a interpelar a sus colegas: «Médicos, os invito a traerme a vuestros enfermos incurables.» Si es cierto que las paredes oyen y ven, aún deben de estar preguntándose qué dolor llevó a Conchita a levantar la voz a Amadeo por primera y última vez en su vida y de qué modo encontró él las fuerzas para decirle a la nodriza que no había nada que se pudiera hacer salvo rezar por un rápido final. Luego llegó la vigilia. Dos noches completas estuvo aquí encerrado el señor de la casa, con los codos apoyados sobre los papeles de la mesa y el rostro escondido entre las manos, llorando a escondidas. Al tercero salió, se vistió de luto y presidió el sepelio de su hermana Violeta, muerta de leucemia a los dieciséis años.

Las puertas siguieron cerradas los tres días siguientes. Sobre la mesa, las cosas parecían hechas a las huidas periódicas de su señor. El diario de la jornada, marchito antes de llegar, proclamaba una fecha horrible, la de la muerte de la niña: 26 de agosto de 1914. En la página 13 se daba cuenta de una reunión de industriales, celebrada la noche anterior en el hotel Ritz ante el mejor menú del establecimiento —a veinticinco pesetas el cubierto— para celebrar la neutralidad de España en el conflicto europeo. En la 10, un cable vía Bilbao informaba que, a pesar de haber sufrido dos mil bajas, el ejército inglés se había cobrado numerosas vidas alemanas y el derribo de un dirigible bombardero. En la 11, se hablaba del dolor que pesaba sobre Italia tras la muerte de Pío X, mientras terminaban los preparativos de un cónclave enrarecido por la guerra. Y en la 5, dejando clara la prioridad que en aquellos días de pujanza tenía la diversión para los barceloneses, se anunciaba la programación de los teatros y salones de moda. El Doré ofrecía «el programa de variedades más completo de la ciudad», rematado por «la más hermosa y picara de nuestras
canzonetistas»
, cuyo nombre aparecía resaltado en letras mayúsculas: BELLA OLYMPIA.

Sin embargo, aquella noche y las siguientes, el más esperado de los incondicionales de la artista no ocuparía su butaca reservada de la primera fila. Tampoco la visitaría en su camerino. Ni compartiría su cama.

La Bella Olympia comenzaba una larga y lenta derrota, ingenua y confiada, enamorada del hombre equivocado.

De:
Violeta Lax
Fecha:
3 de abril de 2010
Para:
Valérie Rahal
Asunto:
¡Sorpresa!

Querida mamá:

La culpa de que tus expectativas se hayan defraudado la tiene, como siempre, mi cobardía. En este caso, reflejada en mi ambigüedad.

Podría contarte la visita de las italianas, pero lo dejaré para más adelante.

Tengo dos noticias para ti, que seguro contribuirán a recuperar tu interés por mi historia.

La primera, que por fin le he puesto día y hora a mi asignatura pendiente. De una semana no pasa mi visita al hospital, lo juro.

La segunda es que mi amor de juventud no es, como tú dijiste, «un cantante famoso». Es Margot Mallais. Es decir: una cantante famosa.

Tómate tu tiempo para digerir la noticia, mamá. Por moderna que seas, no creo que sea fácil asumir que el amor de la vida de tu hija ha sido otra mujer.

Te quiero mucho,

Vio

Informe acerca de la trabajadora número 789 de la fábrica Hilados y Tejidos Golorons e Hijos de San Andrés, de nombre Montserrat Espelleta Torres y de años, 16.

Elaborado por Tomás Trescents, febrero de 1910

1) Antecedentes familiares:

La dicha trabajadora es hija de Trinitat Torres Gilbert y Salvador Espelleta Bartomeus y hermana menor de Miguel y Salvador Espelleta Torres. Tanto el padre como la madre trabajan en Hilados y Tejidos Golorons e Hijos desde el año 1897. La madre sigue haciéndolo en la actualidad (sección de tintes). El padre se encuentra en paradero desconocido desde los trágicos sucesos de la última semana de julio de 1909, en los que participó activamente. Está en busca y captura desde el 3 de agosto. Sus dos hijos, Miguel y Salvador, fueron detenidos y juzgados por un consejo de guerra ordinario (instruido por el capitán de infantería Luis Franco Cuadras) por el delito de rebelión, cometido en los mismos días. Ambos se encuentran cumpliendo una condena de quince años de prisión. Una prima segunda y un tío carnal trabajan en nuestra fábrica de ladrillos de Barcelona, sin que nunca hayan dado problemas.

2) Descripción:

1,64 metros de altura. Unos 55 kilos. 16 años. Cabello y ojos morenos. Bien proporcionada. De talante alegre y dispuesto. Entró a trabajar en Manufacturas Golorons a la edad de 9 años (sección hilados). A los 11 pasó a la sección de tintes, donde a los 14 fue nombrada responsable de bancada. No hay quejas de ella por parte de los capataces, salvo que han de llamarle la atención a menudo por cantar coplillas que no son del gusto general. Es limpia y puntual. Ha pedido un aumento de sueldo tres veces.

3) Su amistad con el señor Juan Lax: Comenzó durante la etapa en que el señor Lax trabajaba en la elaboración de su informe sobre la mejoría de las condiciones laborales de los obreros. La señorita Espelleta le ofreció su ayuda y surgió entre ambos jóvenes —de edades similares— una inmediata amistad. Los trabajadores afirman que en numerosas ocasiones les han visto besarse, sin que este informador tenga constancia de ello. La relación no ha pasado a mayores.

XX

A las ocho de la mañana del sábado 23 de abril de 1932, Laia salió al patio armada de las tijeras de podar, fue directa al rosal amarillo, examinó con cuidado las muchas flores, eligió una que apenas comenzaba a abrirse y la cortó tal y como su madre le había enseñado que debía hacerse: justo por encima de uno de los nudos, poniendo cuidado de no pincharse con las espinas y dejando tallo suficiente para que la flor pudiera lucir. Con ella en la mano, corrió escaleras abajo hacia la cocina, donde Antonia terminaba de preparar la bandeja con el desayuno de la señora Teresa.

—¿Puedo ponerla yo en el jarrón? Por favor, por favor... —suplicó la niña.

La veterana camarera otorgó su consentimiento con un gesto. Con un esmero desconocido, Laia limpió de hojas y espinas la parte inferior del tallo y lo sumergió en el delicado florero de porcelana que aguardaba sobre el tapete. Sus ojos brillaban de ilusión.

La maniobra sucedió sin que nadie más que Laia y Antonia repararan en ello. Vicenta andaba ya arriba y abajo con sus cazuelas. Carmela estaba en las plantas superiores. Julián mordisqueaba una rebanada de pan pringada de aceite y trataba de leer unos versos satíricos del periódico mientras Higinio le provocaba con unas palabras que parecían recién sacadas de una comisión parlamentaria madrileña.

—¡Hay que ver qué delicados sois los catalanes con las palabras! ¿Es posible que no soportéis vivir en una región, como el resto de los mortales de la República ? ¡No, vosotros necesitáis un Estado! ¿Un Estado de qué? De fanáticos capaces de proclamar la independencia de su cuarto de baño y después convocar un referéndum para que el pueblo les apoye. Y claro, el pueblo lo hace, porque aquí nada gusta más que ser distinto a los demás. Otra lengua, otros jueces, ¡hasta queréis otras leyes! ¡Y que nadie se atreva a decir ni mu! ¿Para qué vais a poneros de acuerdo con el resto de los mortales? ¡Vosotros sois libres para aprobar lo que os dé la gana, que para eso sois soberanos y más listos que nadie!

Julián era de temperamento flemático, lo cual no significaba que no tuviera claras sus ideas y no pensara defenderlas ante quien hiciera falta, siempre y cuando el interlocutor no le escupiera en la cara al hablar, como hacía Higinio, en pleno acaloramiento. De momento, consideraba más acertado terminar su desayuno, leer la coplilla que no conseguía comprender por culpa de Higinio y volver cuanto antes a la tarea que había enfurecido al sanguíneo encargado de mantenimiento: pintar sobre una sábana vieja una proclama en letras mayúsculas y perfecto catalán que decía:

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