Habitaciones Cerradas (31 page)

Read Habitaciones Cerradas Online

Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

—¡Menuda tontería! Tu padre no era el enemigo de ninguno de sus trabajadores. Todo lo contrario: le veneraban. Y con razón. Hizo por ellos más que ningún empresario. No tienes más que preguntar. Y escúchame, que aún no he terminado.

Amadeo se enfurruñó. Las maneras de nuevo señor de la casa, que tan buen resultado le habían dado con Felipe y con Concha, no servían de nada ante su madre quien, además, legalmente seguía siendo su tutora.

—Quiero que me prometas que dejarás que de tu padre me ocupe yo. —Amadeo estaba incómodo como un buey sentado a la mesa. Continuó ella—: Publica esquelas, organiza funerales y declara jornadas de luto en todas las empresas del mundo, si quieres, pero deja a tu padre en el claustro de Montesión. Con sus monjas.

Amadeo se resistía a aceptar el trato hasta que se le ocurrió negociar.

—Está bien. Si me regala todo lo necesario para un estudio de pintor y me permite instalarme en la buhardilla —dijo.

La viuda de Lax dirigió a su hijo una larga mirada, como si le viera por primera vez. Antes de que pudiera emitir el veredicto el heredero prosiguió:

—Y me dice cómo ha sabido todos los detalles de la muerte de padre que acaba de referirme.

—De acuerdo en lo del estudio de pintor —concluyó, tras una pausa angustiosa—. Puedes comprártelo tú mismo, ya que pienso delegar en ti todos los asuntos económicos. Lo otro no te importa.

Amadeo amagó una sonrisa burlona, que supo rectificar a tiempo, en el mismo instante en que su madre se levantaba de la mesa, acercaba la silla hasta dejarla en su lugar, con mucha lentitud, y decía:

—Mañana permitiremos que la vida eche a andar de nuevo, hijo. Seguro que nos llevará a alguna parte.

Cuando la silueta oscura de Maria del Roser Golorons resaltó en el fondo marmóreo de la chimenea, su hijo añadió:

—Me admira su entereza y su coraje en estos momentos, madre.

Ya casi en la puerta, repuso ella, no se supo si para sí o para su hijo:

—Mirad fijamente a la oscuridad y veréis brillar la luz de los difuntos.

Para Amadeo Lax, madrugar era levantarse a las diez. Muy pocas veces en su vida consintió en levantarse antes de esa hora, o en salir de casa sin que hubieran tocado las once. Tampoco le gustaba hacer planes por adelantado. Se organizaba a diario, después de desayunar y leer los periódicos. Quienes querían algo de él se presentaban en su gabinete alrededor de las doce y eran recibidos por riguroso orden de llegada. Por desgracia, le requería mucha más gente de la que su talante retraído era capaz de soportar. Durante los dos años que mediaron entre la muerte de don Rodolfo y su mayoría de edad, tuvo que plegarse a sus nuevas obligaciones. Recibió y escuchó sin chistar, siempre con un interés algo absorto, pero también con un sentido de la responsabilidad que dejaba de piedra incluso a su propia madre. En el desfile de pedidores, los asuntos domésticos correspondían a Eutimia.

—Hacen falta legumbres, patatas, aceite y café. La leche ha subido dos céntimos. Encargaré cuatro sacos de carbón para la cocina. Falta brillante para limpiar metales, alpiste para los pájaros de la señorita Violeta y otros productos de primera necesidad. Sería muy conveniente comprar una esterilla nueva para el patio. Necesitamos también un palillero y media docena de cucharitas de postre. El relojero Merleti y un mozo de la cerería Tarda nos han traído sus facturas. Ah, una camarera sufre sofocaciones y necesita píldoras del doctor Andreu. Y otra está invadida de lombrices intestinales y necesita unas lavativas de....

—Compre lo que haga falta —dictaminó Amadeo, poco interesado por los problemas intestinales del servicio, mientras estudiaba los papeles: «Relojes Merleti: conducta anual de cuidar los relojes de toda la casa y darles cuerda. 20 pesetas», «Velas, velones y palmatorias de colores y tamaños variados, 5 pesetas».

—Y una cosa más, señor, si no es molestia. Me pregunto si podría comprar cierto ungüento medicinal llamado —Eutimia sacó un papel del bolsillo de su delantal y leyó la letra ajena con dificultad— «Tricofero Padró».

Amadeo frunció el ceño. La gobernanta continuó leyendo:

—«Tres prodigiosas utilidades. Una: Hace crecer el pelo. Abundante, lustroso, con rizos muy graciosos. Dos: Limpia la cabeza. No es aceite que se enrancie y por eso priva de la caspa y otras porquerías. Tres: Cura la jaqueca. Porque, como mantiene el pelo en tan perfecta salud, aviva su natural acción eléctrica y hay a su través una corriente fácil y segura que descarga con gran facilidad la excesiva aglomeración del fluido nérveo...»

—Está bien, está bien —la interrumpió Amadeo—, ¿quién lo necesita?

Eutimia suspiró.

—Ay, señor. Por allá abajo, el menos afortunado está jaquecoso y el más, calvo. Yo misma me lo aplicaría —se tocó los cuatro pelos blancos de su cabeza—, a ver qué pasa. Quienes lo han probado dicen que es mano de santo. Ya sería hora de que nos salieran a todos esos rizos graciosos que dice el reclamo.

En algunos casos, Amadeo autorizaba las peticiones de Eutimia por agotamiento.

Conchita, en cambio, le venía con peticiones menos pragmáticas, casi siempre referentes a Violeta.

—Tu hermana sería muy feliz si dispusiera de una escribanía. Le gusta mucho escribir.

—¿Y qué escribe?

—Un diario secreto. Y muchas cartas.

—¿Cartas? ¿A quién? —preguntó, alarmado, Amadeo.

—Ah, pues a todo el mundo. A tu madre, a ti..., a una amiga imaginaria llamada Greta y hasta a un domador de tigres de nombre Henriksen a quien vimos el sábado pasado en el teatro Soriano. El programa decía que lo resucitaron para que debutara en Barcelona.

Amadeo rió.

—Seguro que es amigo de mi madre. O lo será muy pronto.

—Pues sí, precisamente fue doña Maria del Roser quien nos recomendó el espectáculo. A tu hermana le encantó. Tendrías que haber visto cómo aplaudía.

—Yo no veo bien que una señorita de once años ande carteándose con domadores de tigres resucitados —bromeó el hombre de la casa, antes de concederle a Violeta todos sus deseos—. Está bien. Tendrá su escribanía. Le diré a Octavio que iréis a elegirla esta semana.

—No será necesario, Amadeo. Nos gusta más curiosear a nuestro aire, con perdón. Si nos vigila Octavio, no podemos montar en los ascensores.

—¿Cómo dices?

—¡A tu hermana le encanta subir y bajar en esos trastos! Y la verdad es que a mí también. No somos las únicas. El ascensorista se pasa la tarde echando a los curiosos. Son tantos que no dejan espacio a quienes realmente van a alguna parte.

Amadeo fruncía el ceño. Sabía que su hermana saldría de El Siglo con algo más que una escribanía; siempre ocurría lo mismo. Pero le gustaba concederle caprichos a Violeta. Y Conchita lo sabía y siempre se salía con la suya.

Por desgracia, la visita diaria de Trescents, el abogado, no se resolvía con tanta celeridad. Atrincherado tras sus carpetas de asuntos pendientes, el hombre de leyes detallaba un soporífero orden del día:

—Los trabajadores de los Hilados y Tejidos de San Andrés reclaman más salario y una escuela para sus hijos, dicen que su padre se lo prometió poco antes de dejarnos. Los de Matará informan de que la fábrica está invadida por las ratas y solicitan algún remedio para exterminarlas. El algodón que debía llegar ayer por mar ha sufrido una demora por culpa del mal tiempo y los obreros de San Martín están parados; preguntan si pueden irse a su casa hasta que llegue la materia prima. Un campesino que tiene su cosecha en una propiedad nuestra de la avenida Diagonal pregunta si puede entrar a las tierras para recolectar las patatas y nos ofrece a cambio cuarenta kilos. Hemos recibido varias ofertas de compra muy interesantes para terrenos en el paseo de la Bonanova, algunas a precio de ganga; según mi criterio, deberíamos estudiarlas. Traigo, para su revisión, los extractos de todas las cuentas del Banco de Barcelona. El señor Estruch le manda saludos y una invitación para almorzar el jueves de la semana próxima. Los marqueses de Marianao dicen que las sillas de su nuevo palacio están torcidas y que la señora marquesa, que está metida en carnes, no consiente en aposentarse sobre ellas por miedo a caerse. Pregunta el señor Moreu, el mueblista, cuántos biombos se necesitan para la decoración interior de la casa del conde de Olano. Los Amigos del Arte de Santa Águeda solicitan su firma a favor de la casa que Gaudí ha hecho para los Milá y en contra de las críticas que la acusan de aberración urbanística y cosa rara. Por último, su hermano Juan está trabajando hace semanas en un plan de mejora de las condiciones laborales de los obreros (a mi entender, muy bueno) y desea someterlo a su dictamen. Hay algunos asuntos más, de menor relevancia, que si le parece podemos abordar una vez despachemos éstos.

Todo aquello era un suplicio para un hombre que tenía la cabeza en otro mundo.

—¿Qué es eso de un plan de mejora para los obreros? No sabía que mi hermano tuviera esas inclinaciones.

—Las tiene, señor. Y puede que su plan sea conveniente.

—Conveniente, ¿para quién?

—Para todos, señor. En estos tiempos convulsos, tener a los obreros satisfechos resulta un buen negocio.

—Está bien. Dígale a mi hermano que hablaré con él de su plan, aunque no le puedo decir cuándo. Lo demás, lo despacharemos mañana.

Trescents tomaba nota. Con la otra mano, rescataba de su bolsillo un pañuelo de hilo, con el que a la menor pausa se secaba el sudor de la frente.

—¿No podría, al menos, darme una respuesta con respecto a las ratas de Mataró? El problema acucia.

—Se ha hecho muy tarde, Trescents. Resuelva usted las urgencias como mejor le parezca.

El abogado se retiraba con aire de derrota, pensando que el hijo de su añorado don Rodolfo iba a costarle una enfermedad si no comenzaba pronto a parecerse a su padre. Y su calvario no había hecho más que empezar, porque, mientras le duró la curiosidad, Amadeo sólo le causó al abogado sobresaltos. Como el día en que Trescents llegó al despacho diario de asuntos y encontró al heredero sonriente y dispuesto para salir: abrigo blanco sobre los hombros, gardenia natural en el ojal y guantes de cabritilla en la mano.

—Lléveme a alguna de mis fábricas. Necesito ver de qué estamos hablando.

Trescents eligió los Hilados y Tejidos de San Andrés. Hicieron el camino en el Hispano Suiza y en medio de un mortuorio silencio. Al llegar a su destino, el abogado hizo formar a los obreros en el patio; las mujeres a un lado, los hombres al otro y los niños en el centro. Cuatrocientas veintidós personas en total. Preocupado por la impresión que podían causar a un amo tan sofisticado, hizo que todos se lavaran la cara y las manos, incluidas las uñas. Acompañó al señor sin callar un momento durante todo el recorrido, que comprendió la imponente nave, los telares, las cubetas —o «barcas»— del tinte y el despacho que solía ocupar don Rodolfo en sus visitas semanales a la factoría.

Amadeo, en cambio, apenas pronunció palabra. Lo contempló todo con cautela, tomándose su tiempo. Al llegar a las oficinas, cerró la puerta, se apoyó en una mesa sin desbaratar su atuendo y se sinceró con el abogado de la familia:

—Esto no es para mí, Trescents. Habrá que buscar una solución.

No pronunciaron ni una palabra más. Durante todo el camino de regreso, los dos hombres pensaron en el malogrado Rodolfo. Trescents, con nostalgia de empleado fiel, moldeado a los modos y exigencias del viejo amo. Amadeo, con la culpabilidad del desertor.

Ese día, el joven heredero decidió no volver a poner los pies en ninguna de sus factorías. No mucho después, visitó a un notario. Una mañana como tantas, varias semanas después, cuando Trescents llegó armado con sus carpetas y sus urgencias, una perorata inesperada le dejó mudo.

—He decidido nombrarle a usted mi apoderado en todos mis negocios. Me queda poco para alcanzar la mayoría de edad y con ella la capacidad para disponer de todos mis bienes. A partir de ese momento, tendrá usted diez días para nombrar dos administradores de su confianza, uno para las Industrias Lax y otro para el imperio Golorons, como le gusta llamarlo a mi madre. Cada uno de ellos dispondrá de plenos poderes para llevar las empresas como crea conveniente, bajo su supervisión. Una vez al mes me rendirán cuentas y serán despachados los temas importantes. Para lo que corra prisa, estará usted. Redactaremos un documento donde todo ello quede bien detallado. Y, por supuesto, la retribución estará a la altura de la responsabilidad. Ah, me olvidaba de algo que deseo pedirle. Un favor personal.

El abogado despabiló un poco, como si despertara de un éxtasis.

—Por supuesto, señor Lax. Le escucho.

—Quiero que nombre a mi hermano capataz de los obreros de Hilados y Tejidos de San Andrés.

—¿Capataz, señor? —sonrió el jurista—. Permítame apuntar, con orgullo, que su hermano tiene capacidad sobrada para ostentar cargos de mucha mayor responsabilidad.

—Capataz —insistió Amadeo, y para matizar su ímpetu añadió—: Por ahora. Juan es muy joven, tiene mucho que aprender aún. Además, me consta que en ningún sitio será más feliz. ¿No se ha dado cuenta del enorme interés que siente por la clase obrera?

El rictus del abogado se volvió socarrón.

—Son fiebres de la edad, señor. Su interés por esa señorita Montserrat no durará. Basta con que pasen un par de años. Su hermano será casi abogado y ella, un capricho superado.

Amadeo pensó en el brillante expediente académico de su hermano, idéntico al que gastaba para todo lo demás, incluido el amor. Su relación con la tal Montserrat, hija, nieta y bisnieta de obreros, sólo era la última muestra de un carácter apasionado que no se detenía a analizar la conveniencia de las cosas. Y, lejos de pensar que se trataba de un capricho pasajero, Amadeo lo veía como un tropiezo con proyección de futuro. Los obreros no eran de fiar. Lo mejor, a su juicio, era apartarse de ellos o marcar bien las distancias. La relación de su hermano era como una enfermedad para él.

—Me gustaría que redactara un informe sobre esa chica, Trescents. Lo más completo que pueda.

—Claro, señor. Será muy sencillo. Casi toda su familia trabaja para nosotros.

—Soberbio. Y dígame, ¿está contento con la oferta que ha recibido hoy?

—Mucho, señor —saltó el leguleyo—, es más que generosa. Me honra que me crea capacitado para tan alta responsabilidad. Será todo un reto para mí continuar la labor de su padre, señor.

Other books

What Would Satan Do? by Anthony Miller
The Cat, The Devil, The Last Escape by Shirley Rousseau Murphy and Pat J.J. Murphy
Lipstick on His Collar by Inez Kelley
After the Execution by James Raven
The Surprise Princess by Patricia McLinn
Sweet Spot (Summer Rush #1) by Cheryl Douglas
Drive by Wolf by Jordyn Tracey
Tapping the Source by Kem Nunn