De: | Violeta Lax |
Fecha: | 23 de marzo de 2010 |
Para: | Valérie Rahal |
Asunto: | Último día con Teresa |
Hola, mamá. Hoy he dedicado el día entero a Teresa. He pasado la mañana en el MNAC. Te parecerá una tontería, pero necesitaba verla. Sus retratos, quiero decir. Ya no me acordaba de la indignación que se apodera de mí cada vez que piso el área de arte moderno de nuestro Museu Nacional. Ahí están los Josep Amat, los Antoni Clavé, los Hermen Anglada Camarasa, los Modest Urgell... cuadros desheredados de aquel Museo de Arte Moderno de la Ciudadela donde tantas tardes pasé hace años. Y entre ellos, sin orden ni concierto, están los cuadros del abuelo. Nada más lejos de lo que él soñaba pero —peor aún— nada más lejos de lo que su obra merece. Busqué directamente los retratos de Teresa. Los vestidos, los posados, la evolución de la modelo a lo largo de los años, los gatos...
¿Te has fijado que, en cierto modo, la muerte de Teresa imitó sus retratos? No faltaba ningún detalle.
La sonrisa de su rostro me ha parecido hoy más enigmática que nunca. Sus ojos, más vivos. Sus gestos, un anticipo del futuro fatal que le aguardaba. Creo que siempre la observé con una frialdad excesiva. Sólo vi lo que quería ver. Me quedé en la epidermis.
El entierro de Teresa fue raro y triste (¿podía ser de otro modo?). Sólo estábamos Paredes, Arcadio y yo. Papá pagó el nicho y se excusó con su bromita habitual: «Al cementerio, ni muerto. A mí me incineráis, y luego arrojáis mis cenizas sobre la platea del Teatro Odéon de París.» La lápida le pareció un gasto inútil que prefirió ahorrarse. De todas formas, no habríamos podido grabar en ella el nombre de la abuela sin vulnerar el acuerdo que firmamos con la Generalitat. Compré media docena de rosas rojas y las dejé junto a la tumba anónima.
Mientras me alejaba me sentía como si Teresa me estuviera mirando.
Quería hablarte de las cosas que encontramos en el cuarto de Violeta. ¡Mi piso parece una tienda de antigüedades! Los vestidos están polvorientos y raídos, pero son deliciosos. No parecen los de una joven de dieciséis años. A juzgar por su ropa, debió de ser menudita. Los zapatos parecen de muñeca, ¡tenía los pies más pequeños que yo!
Ya te dije que sobre la cómoda encontré una novela. Se titula Espirita y es una bonita edición del siglo XIX de ésas en que se castellanizaba el nombre del autor —Teófilo Gautier, como Guillermo Shakespeare o Carlos Dickens ¡qué horrible costumbre de ignorantes!—, y está precedida por un prólogo lamentable en el que el traductor advierte al lector de que no debe dejarse embaucar por las inmorales ideas del novelista. Un lector actual podría leerla como una historia de fantasmas bastante relamida en la que un soltero con mucho mundo se enamora de una aparición transparente que le ronda en el salón de su casa y no deja de obsesionarse hasta que logra irse con ella. Es decir, muere, sólo que de un modo tan romántico y estiloso que cualquiera podría tener ganas de emularle. Y de ahí las precauciones del prologuista, quien además se esfuerza por revelar al mundo que quienes creen en los fantasmas son peligrosos para la sociedad.
Lo interesante del asunto es que el libro obedece a una corriente de pensamiento muy extendida en Europa y Estados Unidos desde mediados del XIX, que encontró también su eco en España: el espiritismo. No pienses en médiums practicando
ouija
. Los espiritistas de esa época eran gente culta, que profesaban una fe que no excluía al Dios católico sino que más bien lo reinventaba, a la vez que creían en la libertad de espíritu, la igualdad de todos los seres humanos y la capacidad del alma para elevarse por encima de los límites de lo corporal, incluida la línea que separa la vida y la muerte. Reclamaban la libertad de culto y el sufragio universal y andaban siempre en liza con las autoridades. Una pandilla de modernos, en suma, que escandalizaban a la gente de su tiempo.
Se agrupaban en sociedades, a menudo secretas, y celebraban todo tipo de actos culturales en los que mezclaban la música o la poesía con la sanación, la invocación de espíritus y las conversaciones con el más allá. Tenían la esperanza de que algún día cambiarían la sociedad con la fuerza de sus ideas. Aunque, por supuesto, gran parte del resto del mundo les consideraba unos supersticiosos fraudulentos. Finalmente, el mundo les arrasó a ellos. Una pena.
Ya sabes que mi bisabuela pertenecía a una de esas sociedades. Y ahora sabemos que Teresa siguió su ejemplo. Lo cual me lleva a pensar que la novela de Gautier tal vez no era de Violeta. A menos que también ella estuviera adentrándose en ese mundo. Además, está el asunto del ex libris. ¿Cómo no caí en ello en un primer momento? La simbología que contiene es evidente. Por lo menos, debe serlo para una estudiosa de la obra de Amadeo Lax. Representa un libro, una jarra de agua, una corona de laurel y una balanza (o, lo que es lo mismo: laboriosidad, prudencia, sabiduría y honestidad). Exactamente los mismos símbolos que aparecen en un retrato poco conocido del abuelo, que precisamente estos días se expone al público por primera vez en mi muestra de retratistas: el de Octavio Conde Gómez del Olmo. Es decir: O. C. G. O., las siglas que acompañan los dibujos del ex libris. El libro le pertenecía.
Pues bien. Ayer lo estuve leyendo hasta muy tarde. A lo largo de sus casi trescientas páginas, encontré varias citas subrayadas con un grueso trazo de tinta negra. Observé una curiosidad: en todas ellas había letras marcadas con un pequeño punto, una señal apenas perceptible para un lector desprevenido. Comencé a anotarlas una tras otra, por si las marcas tenían algún sentido. Al terminar, me llevé una buena sorpresa.
Te transcribo las frases para que repitas el juego. No hace falta ser un genio para darse cuenta que todas las citas hablan de desamor y que algunas parecen contener un mensaje muy directo. Las letras subrayadas corresponden a las marcadas con el punto negro.
«A partir de este momento, todas las mujeres que había conocido se borraron de su memoria» (página 86)
«Comprendió que sin ella sería desgraciado el resto de sus días» (página 92)
«Pregúntame, amor mío, hasta dónde serías capaz de acompañarme. ¿Qué sentido tiene una vida infeliz?» (página 151)
«Todo el mundo me ha mirado, excepto el único ser de quien yo ambicionaba toda su atención. Mi pobre amor no tiene premio» (página 162)
«La vida, fútil, no se vuelve de arriba abajo tal como un reloj de arena. Y el grano caído no subirá jamás» (página 167)
«Los celos hundían sus finas agujas en su corazón destrozado» (página 230)
Y éste es el resultado que se obtiene después de jugar a los jeroglíficos: s-i-g-u-e-me-ha-s-t-a-e-l-f-u-t-u-r-o. Sígueme hasta el futuro.
¿Qué te parece? ¿Quién crees que pudo ser la destinataria de algo así? ¿Y el autor? ¿El circunspecto modelo del retrato que te he dicho?
Pero aún hay más. Los números de las páginas. También hay algunos marcados con puntos negros.
¿Preparada?
92 — 151 — 162 — 167 — 230
Es decir: 2-51-2-7-30. ¿Te parece que no tiene sentido?
Puede que te parezca una locura, pero yo creo que podría tenerlo:
25 del 12, 7 y 30.
¿Qué ocurrió a las 7:30 del 25 de diciembre? Para empezar: ¿de qué año? He aquí una pregunta difícil.
Sin embargo, en la caja de recortes encontré una posible respuesta. Los Grandes Almacenes El Siglo se quemaron en 1932, el día de Navidad. El incendio comenzó, según el recorte de periódico, un poco antes de las diez de la mañana. Al parecer, Octavio Conde no estaba allí, porque precisamente ese día había traspasado a sus hermanos todas sus obligaciones en la empresa para marcharse a América a iniciar sus propios negocios.
¿Y si fue el desprecio de alguien muy importante para él lo que empujó a Octavio Conde a huir de ese modo?
Aunque hay algo más. Una pregunta que llevo tiempo formulándome. ¿Por qué nadie se preguntó jamás dónde estaba Teresa, qué había sido de ella? ¿No es un poco raro que nadie la buscara? ¿O acaso lo hicieron? ¿Tengo demasiada imaginación? ¿Encuentro porque busco o sólo porque deseo encontrar? Te quiero.
El 17 de junio de 1899, el joven Francisco Canals Ambrós fue invitado por primera vez a asistir a la reunión de los miércoles en casa de la señora Lax.
Los habituales llegaron, como siempre, a las tres y media en punto y el servicio los condujo hasta el piso superior, donde el sofá de la biblioteca había sido sustituido por la mesa ovalada cubierta por el largo faldón negro de todas las semanas. A su alrededor, todo el mundo tenía un puesto asignado, que ocupaba sin demora, como hombres de negocios con asuntos urgentes que tratar. Mientras se esperaba a los más rezagados, se sirvió un té con pastas. Las camareras sabían que una vez llegara el último de los invitados, las puertas se cerrarían y no podrían ser abiertas por nada del mundo hasta varias horas más tarde. Cualquier asunto que alterara el normal funcionamiento de la casa en el lapso comprendido entre las tres y media y las siete, tendría que esperar. La insistencia de la señora era tal en este aspecto, que las criadas ni siquiera se atrevían a acercarse a la puerta para espiar, como hacían en otras ocasiones. Al terminar, mientras los invitados bajaban cariacontecidos la escalera, quedaba en la biblioteca un olor penetrante a cera quemada y más de una taza volcada sobre la alfombra.
Este acto tiene lugar, pues, en la biblioteca. Los asistentes ocupan ya sus asientos. El invitado de honor preside la mesa, ruborizado por la novedad de estar en una casa como ésta. Sus ojos recorren, nerviosos, los anaqueles cargados de libros. Las puertas se cierran. Maria del Roser sirve el té a sus contertulios. No le hace falta preguntar a nadie por sus gustos. Salvo al muchacho, su flamante fichaje de esta tarde.
—¿Un poco de té o mejor otra cosa, señor Canals? —inquiere la anfitriona.
Francisco Canals siente la boca seca.
—¿Podría ser un vaso de agua?
—¡Faltaría más! —Y Maria del Roser empuña la jarra de cristal de Murano.
Luego toma asiento en el lugar que le está asignado desde hace mucho. La música de las cucharillas en las tazas calla justo en el momento en que don Miguel Vives toma la palabra:
—Hoy nos acompaña un espíritu elevado —comienza, mirando al joven con orgullo paternal—, poseedor de una gran capacidad mediúmnica. Ya todos habéis tenido la suerte de verle alguna vez, con ocasión de nuestras veladas, pero hoy vamos a poder admirar en privado sus habilidades. ¿Desea dirigirnos unas palabras antes de comenzar, señor Canals?
Azorado, el chico se sonroja más aún. Aunque hace esfuerzos por mirar a los demás a la cara, termina concentrado en la jarra de agua.
—Le agradezco mucho al señor Eduardo Conde cuanto hace por mí —balbucea.
—¡Tonterías! —exclama el aludido—, ¡cualquiera lo habría hecho!
Francisco Canals arquea una ceja, como si dudara de las palabras de su patrón. Los demás observan con curiosidad la torpeza del muchacho y la soltura de Conde, que brillan por contraste. Al fin, este último se ve obligado a dar explicaciones.
—El señor Canals trabaja desde hace dos años en la sección de duelos de mi establecimiento —explica, despertando un interés inmediato de la concurrencia— y debo decir que es una persona muy querida por la clientela y por los propios empleados, que fueron quienes me pusieron sobre aviso de sus capacidades. Aunque nuestro muchacho es un ser extremadamente modesto, poco aficionado a darse importancia, no me resultó difícil colegir que todo lo que se contaba de él apuntaba hacia un ser de altas capacidades espirituales. Así que le llamé a mi despacho y le pregunté directamente si eran ciertas las habladurías que otros propagaban. Y me sorprendió comprobar con cuánta candidez hablaba mi joven empleado de su enorme don, y cuán dispuesto estaba a compartirlo con otras personas, como sólo los muy generosos saben hacer. Lo demás, ya lo conocen ustedes. En nuestra más reciente velada le pedí que nos hablara de lo que para él es el espiritismo y también que accediera a estar hoy presente en esta última reunión nuestra antes de las vacaciones estivales, sabiendo que su aportación nos enriquecería a todos.
Las palabras de Conde dejan al auditorio expectante.
—Sólo un librepensador como usted sería capaz de demostrar tanta admiración hacia uno de sus subalternos —dice una señora.
Conde sonríe. Responde:
—En mi casa todos somos iguales.
—Desde luego lo demuestra usted, don Eduardo. No en balde los grandes almacenes que usted dirige se honran de pagar buenos sueldos y velar por la salud y la seguridad de sus empleados. Además, les ofrece vacaciones. ¡Y pagadas! Eso sólo puede hacerlo un liberal.
—Bueno, bueno —se incomoda don Eduardo—, no estamos aquí para hablar de mis almacenes, sino para ver y escuchar a este joven prodigio, que esta tarde nos mostrará uno de sus mayores talentos: la escritura automática.
La emoción embarga a los presentes.
—¿Es usted capaz de tanto? —pregunta Maria del Roser, dando un respingo.
—¡Y de mucho más aún! —prosigue Conde—. El señor Canals vive en una especie de estado de perpetua comunicación con el otro mundo. Para él hablar con los difuntos es de lo más normal. ¿Ya está listo?
—¿Tendría un poco más de agua? —solicita el protagonista de la función de hoy.
—¡Por descontado! —Maria del Roser le rellena el vaso—. Beba cuanto quiera, siéntase cómodo.
Francisco Canals toma un par de sorbos, deja el vaso sobre la mesa y cierra los ojos. Los abre de nuevo y se dirige a los presentes sin vacilaciones, como hizo el día en que subió al escenario del teatro Calvo-Vico:
—Los muertos son los invisibles, pero no los ausentes —dice.
Todos quedan sobrecogidos ante la seguridad con que blande estas palabras. De pronto parece otra persona, como si la verdad que guarda en su alma le infundiera valor.
Conde hace un gesto a Maria del Roser y ésta se levanta a cerrar las contraventanas del único ventanuco. La habitación queda sumergida en una oscuridad que sería total si no bailaran en ella doce diminutas llamitas: las de las palmatorias de todas las sesiones. Francisco Canals saca de su bolsillo una venda negra y se la tiende a don Eduardo. Todos pueden ver que le tiembla el pulso. Don Eduardo se levanta, anuda la venda sobre los ojos del médium y regresa a su sitio. Maria del Roser acerca a las manos de su invitado una pluma, un tintero y unas hojas de papel. Ya todo está listo para comenzar. El silencio amplifica las alteradas respiraciones. Nadie se atreve a mover ni un dedo. Las miradas se concentran en el oficiante.