Habitaciones Cerradas (26 page)

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Authors: Care Santos

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Decir que el pensionado de Sarria estaba en la zona alta de la ciudad era entonces inexacto. En el año 1900, cuando Amadeo Lax se convirtió en alumno de los jesuitas, el pensionado era un edificio casi nuevo a estrenar que se encontraba muy lejos de la civilizada vida urbana: en un pueblo vecino, en mitad de la montaña, rodeado de bosques, viñas, huertas y zonas ajardinadas. Los apellidos de los discípulos impresionaban, ya que las mejores familias enviaban allí a sus vástagos, pero las razones que tenían para hacerlo siempre se escaparon al entender de Amadeo. Salvo los fines de semana, en que el colegio abría sus puertas y los alumnos recibían a sus padres de uniforme, en el patio, el resto del tiempo lo pasaban vestidos con una especie de sayal pardo, que en invierno no les quitaba el frío pertinaz que invadía las espartanas estancias. La comida era insuficiente, los curas eran hoscos y la enseñanza —lo único de calidad demostrable— se basaba en aquellos viejos principios de la humillación al alumno y la arbitrariedad del maestro. A eso había que sumar el apartamiento del mundo que los padres imponían. Entre mediados de septiembre y San Juan —casi a fines de junio—, los alumnos pertenecían en exclusiva al colegio y no tenían permiso para regresar a sus casas bajo ninguna circunstancia, ni siquiera fiestas señaladas, cumpleaños propios o ajenos o enfermedades. En este último caso, los muchachos eran atendidos en la enfermería del colegio. No era extraño, a la vista de todo eso, que algunos llamaran al centro «el castillo de irás y no volverás»

Con todo, había alumnos que se adaptaban a las duras normas e incluso algunos que le encontraban gusto. Amadeo era un alma demasiado sensible para no sucumbir a todo ello. Por las noches, tiritaba y lloraba a escondidas, bajo las mantas. La campana estridente que, aun de noche, anunciaba la hora de levantarse, a menudo le encontraba despierto y aterido. En la iglesia, durante los maitines, el frío le parecía aún más intenso. En el patio se sentaba con la espalda pegada a la pared, viendo cómo otros jugaban a la pelota. En el refectorio, comía con la cabeza gacha, observándose los sabañones de las manos —otros los tenían también en los pies y las orejas— y luego volvía a la capilla, al aula, al patio, al refectorio, a la capilla... y así durante nueve interminables meses. Los días pasaban para él en un estoicismo heroico, reprimiendo las ganas de llorar, incapaz de pedir ayuda a los legos que ayudaban a los padres en algunas tareas, y que representaban la cara más humana de la institución. Pero ya entonces, Amadeo detestaba dar muestras de debilidad. Prefería morir a pedir ayuda. De modo que pasaba las jornadas atento al momento en que iba a ocurrir lo que su padre había anunciado: su transformación, por fin, en un hombre. Uno al que nada de todo aquello le importara lo más mínimo, que no temiera la dureza de un nuevo día ni añorara con dolor su casa. Uno cuya debilidad nadie fuera capaz de sospechar.

Sus notas fueron buenas, a pesar de todo. No fue un genio en matemáticas ni en gramática francesa, pero destacó en latín y conquistó a los hermanos por su sensibilidad artística. Su padre llegó a creer que se había redimido, que los jesuitas habían hallado, como él vaticinó, un modo de encarrilarle. Seguía siendo un joven lacónico y más bien huraño, pero nadie podía tener de él una sola queja. Hasta que su hermano ingresó en el pensionado y demostró que iba a convertirse en uno de sus mejores alumnos.

Juan Lax Golorons no sólo era en apariencia todo lo que se esperaba de su linaje —es decir: guapo, educado, limpio, esforzado e inteligente—, también desbordaba entusiasmo por aprender. En seguida tuvo un latín tan perfecto que podía darle la réplica al bueno del padre Eudaldo durante las sobremesas y su afición por los clásicos le hizo experto en Cicerón y en Virgilio antes de alcanzar la pubertad. En el pensionado descubrió el teatro, destacó en geometría, declamó en los festivales de fin de curso, se llevó un buen número de premios y hasta fue privilegiado por los curas con la obligación de tocar la campana en el refectorio. Y si en lo académico destacó en todo, en lo personal eclipsó por completo a su hermano desbordando una simpatía y una alegría innatas. Tenía a sus pies un futuro que ilusionaba por igual a sus profesores y a sí mismo.

Amadeo no acertaba a comprender cómo lo hacía. Y se moría de la envidia.

Detengámonos en una tarde de invierno de 1905. Pervive un rescoldo encendido en el interior de la chimenea del salón de los Lax. La débil luz de una lámpara eléctrica, que ya no impresiona a nadie, titila en un rincón. La lluvia golpea en los cristales multicolores, que la noche ha vuelto grises. La señora vestida de oscuro, con la cabeza gacha y las cuentas de oro entre las manos, ocupa su sitio junto a la chimenea. A su lado, Violeta, de apenas seis años, mueve los labios en un susurro aplicado.

Es la hora común del rosario. En éstas, el timbre de la puerta interrumpe el rezo. La señora frunce la boca y esboza una mueca de disgusto. Ordena, tan quedamente que casi se confunde con la letanía que estaba pronunciando:

—Ve a abrir, Conchita, y dile a quien sea que tendrá que esperar.

Mientras la niñera abandona el salón, el rezo se retoma:

—... Sancta Maria mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae.

Concha recorre el pasillo, desciende la escalera de mármol, atraviesa el zaguán, entreabre la mirilla para asegurarse de que no hay peligro. Al otro lado está Amadeo. Tiene catorce años. El hombre que comienza a ser devora los rasgos del niño al que ella tanto amó. Más aún esta noche, en que llega con el uniforme azul marino hecho jirones y los faldones de la camisa colgando. Tambaleándose, empapado por la lluvia, con una herida en la mejilla y sangre en la comisura de los labios. Tirita de frío.

Cuando Concha le abre la puerta, se cuela en la casa como un mal viento.

—¡Tito! ¿Qué te ha ocurrido? —pregunta Concha, muy asustada.

—Nada... —dice él, atravesando el umbral, rígido, parco en palabras, como será el resto de su vida—. No pasa nada, Conchita. Sólo que he tomado una decisión. ¿Está padre en casa?

—Tu padre llegará tarde hoy. Creo que tiene pleno municipal.

Amadeo resopla, parece que la información le satisface. Un mal cálculo al subir la escalera, o su heredada torpeza, le hace tropezar donde siempre.

—¡Maldita sea el que puso aquí este pedazo de mármol! —espeta, comenzando a subir de nuevo.

No tiene intención de saludar a nadie. Va directo a su habitación. Tras él va Concha, angustiada. Cuando alcanzan el rellano, Amadeo se vuelve a mirar a su ángel del hogar y dice:

—Dile a mi madre que no pienso volver al pensionado nunca más. Y por favor, Concha, no me avergüences más con ese nombre ridículo.

De:
Valérie Rahal
Fecha:
22 de marzo de 2010
Para:
Violeta Lax
Asunto:
Circuitos de la memoria

Querida Violeta:

Sigo preocupada. Por mucho que tú me digas que las locuras en las que andas no son de la naturaleza que yo pienso, no me convences en absoluto. Sé que tarde o temprano cometerás el tipo de locura que temo. Entre otras cosas, para eso viajaste a Barcelona, ¿no? Para saldar deudas pendientes, dices, que yo ignoraba que tenías. Y conste que lo de enterrar a tu abuela más de setenta años después de su muerte también a mí me parece la locura más grande de todas.

De cuanto explicas en tu último mail, lo que más me llama la atención es esa caja de galletas llena de recortes que fue de Concha. Daría lo que fuera por tenerla entre las manos. Qué emocionante, de pronto, encontrarse así con otra época. Los dibujos infantiles que dices pueden ser de cualquiera de los niños de la casa: de Violeta, de Juan o de tu abuelo. Pienso, incluso, que podrían ser de tu padre. Si no recuerdo mal, llegó a conocer a la niñera. Aunque, me temo, si no llevan firma no será posible saberlo. Otro misterio a sumar a la lista. Si traes esa reliquia de vuelta a casa (suponiendo que tú misma vuelvas a casa, claro), me gustará echarle un vistazo a las postales, los artículos de periódico, las fotos y todo lo demás. En especial, el artículo de la revista ésa espiritista donde se menciona a Teresa tomando parte en un homenaje a su suegra, antes de la Guerra Civil. Si no me equivoco, ésa es una faceta suya inédita para nosotros, ¿verdad? Lo sabíamos de Maria del Roser, pero no de ella.

Lo cual me lleva a pensar en la memoria inédita que esconden las hemerotecas del mundo. ¿Te lo habías planteado alguna vez? Seguro que sí. A mí me asusta saber que sus secretos ocurrieron hace dos generaciones, pero los hemos olvidado por completo, si es que los supimos alguna vez. Si un día todos los chismes familiares salieran a la luz, la gran historia se escribiría con otros trazos.

Con respecto a tus cavilaciones sobre el legado de Eulalia Montull, no puedo decirte que no te comprenda. A mí también me sorprendió saberlo. Yo también eché mis cuentas, preguntándome cómo puede alguien desaparecer del mundo durante nueve años y luego regresar a su vida como si tal cosa. Si lo que esas mujeres te contaron es cierto —y no veo por qué deberíamos sospechar de ellas—, el abuelo llegó al lago en el verano de 1936 y lo abandonó de nuevo recién terminada la segunda guerra mundial, en septiembre de 1945. Creo que en este caso la contienda es un factor a tener en cuenta: tal vez le retuvo más tiempo del deseado. Yo, como Arcadio, me inclino a pensar que su estancia en Como fue más pragmática que romántica, aunque no veo, como él, conspiraciones para acabar con el buen nombre de nadie ni tonterías semejantes. El pobre Arcadio ha invertido tantos años de su vida en adorar a Amadeo Lax que ha terminado por perder del todo la perspectiva. No se da cuenta de que a estas alturas el buen nombre de tu abuelo ya no preocupa a nadie.

Lo demás no me sorprende en absoluto. Me temo que para desaparecer del mundo, hija, sólo es necesario desearlo. Me intrigan, eso sí, las razones de la tal Eulalia para dejarían bien atada la cuestión de la herencia, condiciones incluidas. Me parece admirable morir urdiendo ese tipo de estrategias. Es como legar un enigma a la posteridad.

Hablemos, pues, como me pides, de tu fascinante padre y de su relación con esa parte de la historia familiar. Escasa, como imaginas. Por increíble que parezca, nunca me habló del reencuentro. Tenía doce años cuando volvió a ver a su progenitor, luego no es posible que no lo recuerde. Simplemente, no desea hablar de ello. Y yo creo que debemos —debes— respetárselo, porque seguro que tiene sus razones. Es algo que aprendí de él hace mucho tiempo: siempre tiene sus motivos, aunque los disfrace bajo esa pátina de indiferencia tan molesta.

Los hombres de tu familia siempre estuvieron convencidos de que tenían grandes cosas que hacer. Lo doméstico supone una carga demasiado pesada para ellos. Tengo la impresión que en eso Modesto es como su padre y como su abuelo. Todos terminaron por huir, marcharse a cumplir con su destino, ya fuera montar un imperio constructor, pintar óleos o convertirse en el máximo especialista en Brecht de su época. Así que no, no me parece nada raro que tu abuelo se fuera a pintar desnudos a Italia después de enviar a su hijo a Aviñón, con la prima Alexia. Tuvo mucha suerte de poder contar con ella y con su marido, quienes adoraron a tu padre como al hijo que nunca pudieron tener. También Modesto les quiso de verdad, y con motivo. Una vez Alexia me contó que durante todo el tiempo que Modesto vivió con ellos Amadeo Lax nunca dejó de mandarles una generosa asignación anual, y que fue gracias a ese dinero que pudieron vivir con holgura y concederle al niño todos los caprichos. A cambio, tu abuelo nunca les dijo cuándo pensaba regresar, aunque todos sabían que tarde o temprano lo haría.

Así fueron las cosas: rugió un coche en el camino que rodeaba la casa, oyeron una portezuela que se cerraba, un motor alejándose y le vieron llegar por el camino de tierra, con el abrigo sobre los hombros y el sombrero en la mano. Hacía calor, pero presentaba aquel aspecto atildado que era marca de la casa. Les dijo que venía a buscar a Modesto para llevarle con él a Barcelona, pero tu padre se negó. Tuvo una rabieta impropia del adolescente que ya era. Amadeo consiguió hacerle entrar en razón y encerrarse a solas con él en el salón de la casa. Mantuvieron una larga conversación. Al salir, ambos habían decidido que Modesto se quedara con la prima Alexia, si ésta no tenía inconveniente. Les prometió que la asignación nunca faltaría y que la aumentaría en cuanto fuera posible. Nunca faltó a su palabra. Aquel día se quedó a almorzar, aunque se marchó en seguida. Nunca más puso los pies allí y a tu padre apenas le vio dos veces más antes de que yo irrumpiera en su vida. Hay que reconocer que es un modo poco ortodoxo de ser padre e hijo, pero es el que ellos escogieron. Ambos, como siempre, consiguieron lo que querían.

De Amadeo Lax, mi suegro ausente, yo misma guardo unos recuerdos muy sesgados. Le conocí en Barcelona, cuando tu padre me llevó a su casona. La visita parecía marcada por un extraño protocolo. Estábamos todos envarados e incómodos. No teníamos nada de qué hablar. La casa era un escenario monstruoso que sólo invitaba a salir huyendo. Me asustó saber que Amadeo vivía solo en aquella mansión sucia y dejada de la mano de Dios, donde todo parecía olvidado, incluso él. Me sorprendió mucho que aquel padre ausente y egoísta del que había oído hablar fuera conmigo un caballero encantador que se esforzaba por agasajarme y por mantener un diálogo con apariencia de naturalidad. Me sentí a gusto en su compañía y la visita me supo a poco. Cuando volví a verle, él ya estaba dentro de su ataúd y yo me había divorciado de su hijo hacía años.

Ojalá que todo esto te sirva como pretexto para no juzgar a tus ancestros con tanta dureza. Todos hemos metido la pata alguna vez ante una situación difícil. Todos hemos abandonado a alguien cuando más nos necesitaba. No te atosigues más con este asunto. Ni atosigues a tu padre, anda.

Jason te manda cariños.

Te quiero,

Mamá

P.S.: No olvido que me debes una historia.

Cuaderno Moleskine de Violeta Lax

Marzo de 2010

Los retratos entrañan un gran peligro para el observador: dan pie a imaginar todo tipo de historias. Puede ser que la reclinada damisela que contempla el mundo con su mirada cándida fuera en reaividad una matrona fría y déspota que amargó la vida a todos los que la rodeaban. O que el matrimonio que entrelaza idealmente las manos mientras posa, inocuo y relajado, bajo un limonero lamido por la luz estival, con sus hijos desparramados sobre el césped tierno, fueran en la vida real una pareja de perfectos desconocidos que apenas coincidían en el hogar común el tiempo suficiente para terminar el retrato y, por supuesto, desatendían indiferentes a sus hijos, que crecieron entre criados y cocineras mientras ellos languidecían en las albercas de dos balnearios europeos de países distintos.

Hay que ser prudentes al observar la obra de los retratistas. Hay que decirse: «Acepto la sorpresa y con ella, el engaño.» Ocurre como con las novelas: la mentira forma parte de las reglas del juego. Aunque la verdad siempre aflora por alguna parte. Y la verdad es lo único que merece la pena legar a otro tiempo de cuanto hemos sido en la vida, aunque sólo sea una mirada, un gesto elegante o la belleza efímera de un bucle rebelde. O tal vez una historia disparatada que los sucesores repiten entre risas o lágrimas.

El arte es engaño, sí. Pero cuando deja de serlo, pronuncia la única verdad que importa.

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