En las empresas de Lax nadie había trabajado el día anterior, como en el resto de fábricas de la ciudad. Los piquetes de Solidaridad Obrera apenas habían tenido que esforzarse para imponer el paro: la indignación era general y, en algunos casos, se extendía incluso a los patronos.
Por la tarde, Lax recibió la visita de Trescents, quien deseaba saber qué medidas había que tomar contra los huelguistas.
—Ninguna. Bastante tienen con lo suyo.
—¿Ninguna? Le ruego que lo medite, señor. Si no les demuestra quién manda, terminarán por echarle de su propia casa.
—Demasiado les he demostrado ya quién manda, Trescents. Piénselo: yo soy de los que puede pagar por librar a sus cachorros de ir a la guerra. Ellos, en cambio, no pueden hacer nada. Y la mayoría tiene mujer e hijos. No se acalore, Trescents. Póngase en su lugar. Y déjeme a mí tratar con ellos —zanjó Lax, convencido sinceramente de que entre él y sus trabajadores existía un mutuo respeto.
—No se fíe, don Rodolfo. Tiene usted muchos trabajadores. No todos le conocen, ni todos son trigo limpio. Hay algunos que se toman muy en serio toda esta moda de las luchas obreras. ¡Incluso hablan de sindicatos! Pero ¿en qué sindicato van a estar mejor que en sus fábricas?
—Déjales, Trescents —apaciguó Rodolfo, no se sabía si porque realmente veía bien el sindicalismo o porque en el fondo pensaba que las izquierdas nunca irían a ninguna parte—. Que organicen sus reunioncillas, qué más da. ¿Usted no haría lo mismo?
El leguleyo Tomás Trescents pertenecía a esa juventud reaccionaria cuya vida seguía regida por el derecho canónico y la liturgia cristiana. Se le cuarteaba la piel sólo de verse comparado con semejantes hordas populares. Lax no se inmutaba. En realidad, no comenzó a tomarse las cosas en serio hasta que su amigo De la Cuadra apareció descompuesto en la tertulia del Colón y explicó que en mala hora había resuelto dar una vuelta por la ciudad para comprobar qué aspecto presentaba todo. Entre otros desastres, había visto una pancarta colgando de la puerta principal de una de las industrias Lax que decía: «De esta familia no quedará ni una gota de sangre.»
Aquel lema tuvo la culpa de que Rodolfo maldurmiera aquella noche. A la luz incandescente del quinqué, mucho antes de que amaneciera, intentó prever el cariz que iban a tomar las cosas. De algún lugar de la ciudad llegaban de vez en cuando sonidos de disparos. Se levantó alterado, muy temprano, se vistió sin calma y aguardó, como cada día, a que llegaran los dos periódicos a los que estaba suscrito. Mientras tanto, ojeó
La Vanguardia
del lunes, puesto que no tenía otra. Hizo una anotación en un papel: «Estudiar el nuevo invento de Edison: casas de cemento.» Observó un dibujo de los gramófonos de los que tanto hablaba Rorro, tomó una tarjeta con su nombre y escribió: «Les ruego me sirvan cuanto antes un gramófono marca Víctor de la mejor calidad, junto con una caja de agujas y una docena de discos (a su elección). Pagaré todo al contado. Les adjunto la tarjeta que debe acompañar el regalo. La dirección, la del anverso. Agradecido, Rodolfo Lax.» Escribió en el sobre el nombre del establecimiento: «Casa Corrons, Rambla de los Estudios, número 11» y lo dejó listo para ser entregado.
Esperó un poco más, impaciente, a que llegaran las noticias del día. Pero en lugar de los periódicos llegó Felipe, con una carta en una mano y una taza de café en la otra.
—Un muchachote más negro que un tizón acaba de dejar esto para usted —dijo, depositando la misiva sobre la superficie de la mesa.
Rodolfo leyó el billete, ceñudo. Lanzó una especie de gruñido indignado, meneó la cabeza, apuró el café de un sorbo y farfulló:
—Estamos perdiendo el norte.
Bajó la escalera a toda prisa, interceptó a Felipe en el patio, y le pidió que preparara el coche para salir en seguida.
—Encárguese de llevar esto en mano, por favor —solicitó, tendiéndole el pequeño sobre con el pedido del gramófono.
Rodolfo Lax se quejó del bochorno que aplastaba la ciudad ya a aquellas horas tan tempranas, subió su cara de consternación al coche y desapareció, justo cuando los campanarios proclamaban, temerosos, las diez.
Fue la última vez que se le vio salir de su domicilio.
Cinco semanas más tarde, cuando Maria del Roser se preguntaba a todas horas cómo iba a hacer para vivir sin ese hombre que la hizo feliz todos y cada uno de los días de su vida en común, llegó un mayordomo de la Casa Corrons con un paquete muy voluminoso.
—Es para la señora de la casa, de parte de su señor marido.
Al oír aquello, Vicenta por poco se desmaya del susto. Por un momento pensó que el señor, siempre tan detallista, continuaba pendiente de todo desde el más allá.
Cuando abrieron el paquete encontraron un gramófono Víctor, último modelo, recién llegado de Estados Unidos y acompañado de una tarjeta que decía: «Para Rorro, de su amante Rodolfo.»Nunca contó el eficiente Felipe lo que le costó llegar a La Rambla de los Estudios aquella mañana revuelta. Al fin, mereció la pena. El accidentado paseo sirvió para que el señor diera un último capricho a su Rorro, Rorrita, Rorrorita, o comoquiera que quisiera llamar a aquella mujer que ya para siempre y para todo el mundo sería doña Maria del Roser, viuda de Lax.
Amadeo Lax Golorons llegó el 2 de agosto a media mañana. Había hecho el viaje desde Roma en diligencia, solo, sin parar más que el tiempo necesario para cambiar los caballos. Al llegar a Barcelona se encontró con una ciudad extraña, que pagaba las consecuencias de su mayor exceso. Había militares haciendo la ronda por las calles y el aire traía un amargo hedor a quemado. La gente se esforzaba por simular que todo continuaba como siempre. Los barceloneses están hechos desde antiguo a las emociones fuertes.
Cuando Amadeo, por fin, se dejó ver, sólo la ropa sucia y la palidez de sus mejillas revelaron el contratiempo en que habían transcurrido sus últimas horas. Nada más pisar el patio de carruajes preguntó por su madre. Le dijeron que estaba en la biblioteca, supuso que descansando. Quiso saber si Violeta y el resto de la familia estaban en casa.
—Siguen en Caldes —le informó Felipe—. Su madre no ha consentido de ningún modo en que hicieran un viaje tan peligroso. Y, modestamente, señor, creo que hizo bien. Lo que hemos vivido ha sido un horror.
—¿Y el funeral?
Felipe bajó la mirada.
—No hemos oído hablar de ello, señor.
—¿Dónde se vela el cuerpo de mi padre?
—En ninguna parte, señor.
—Al menos sabrán dónde se encuentra...
—No, señor.
Amadeo se frotó las ojeras.
—¿Qué ocurrió, Felipe? ¿Alguien puede contarme algo?
El cochero asintió sin palabras y pidió permiso para sentarse. Con voz cavernosa relató lo sucedido:
—El martes llevé a su padre al convento de las Jerónimas, en la calle de San Antonio. La ciudad estaba tomada por los locos esos, nos costó un mundo llegar. Cuando por fin le dejé en la puerta, todo parecía tranquilo. Incluso demasiado tranquilo, diría yo. Don Rodolfo me dijo que volviera a casa, pero no quise dejarle allí y me dispuse a esperarle, como siempre. Acababa de verle cruzar la entrada del convento cuando me puse en camino hacia La Rambla de los Estudios. No se figura cómo estaban las calles de revueltas. No me explico cómo logré ir y volver sin lamentar males mayores. El caso es que, un rato después, estaba de nuevo frente al portal de las Jerónimas. Les faltó tiempo a esos exaltados para asaltarme. Me preguntaron si yo era el chófer de Rodolfo Lax y si quería unirme a ellos. Como les dije que no, me llamaron traidor y me pegaron. Llevaban antorchas y bayonetas; por un momento, creí que iban a matarme. Me robaron el coche. A mí me arrojaron en marcha en el cruce de Gran Vía con Balmes. Cuando conseguí regresar al convento, caminando, puesto que los tranvías no circulaban, el fuego lo estaba devorando. En las calles no se veía un alma, pero había ojos observando detrás de cada ventana.
—¿Te dijo mi padre con qué propósito visitaba a las monjas en un día tan poco conveniente? —preguntó.
—No, señor. No solía contarme sus intenciones.
—¿Y tú sospechas algo?
—Por la mañana llegó un billete. Después de leerlo, su padre tomó la decisión de salir. Parecía enfadado. Tengo entendido que mantenía negocios con las hermanas.
—¿Viste quién trajo el billete?
—Sí, señor. Era un mozalbete corriente, nadie conocido. Debió de recibir una limosna a cambio del recado.
—¿Puede que las monjas presintieran el peligro y le pidieran ayuda?
—Es lo que yo pensé, señor. Otras lo hicieron. Y algunas hubo que se defendieron a tiros.
Amadeo rebufó. Era lo último que habría deseado: tener que regresar antes de lo previsto para afrontar una muerte cargada de interrogantes y una herencia cargada de obligaciones.
—Hay algo más, señor... —musitó Felipe.
Amadeo le interrogó con los ojos muy abiertos.
—La madre superiora de las Jerónimas, una tal sor Maravillas, trajo en mano esta carta para usted hace dos días. Iba vestida de seglar y parecía asustada.
Amadeo observó el elegante trazo de tinta con que alguien había escrito en el sobre: «A la atención del señor Lax, hijo.»-Está bien, Felipe. Mañana irás a Caldes, a buscar a mis hermanos. Di a los criados que cierren la finca. Y que vuelvan todos en seguida. Va a haber mucho que hacer. Y ahora retírate.
El cochero emprendía el camino hacia la cocina cuando Amadeo le detuvo de nuevo:
—Una cosa más —dijo—. Tengo entendido que Conchita está en casa.
—Sí, señor. Llegó hace dos días, acompañando a su madre.
—Dile que suba a verme al gabinete.
La respuesta sonó alarmada, incapaz de aceptar el nuevo orden de cosas.
—¿Al gabinete del señor Lax?
—Claro, Felipe. Yo soy ahora el señor Lax.
Con paso cansino, Amadeo subió la escalera. Echó un vistazo al salón desde el pasillo, sólo para asegurarse de que todo continuaba igual. Recuperó, con placer, el crujido de sus pasos camino de las estancias que daban a la calle. Empuñó la manecilla de la puerta. Por un momento, le pareció que iba a encontrar a don Rodolfo en su poltrona, cavilando acerca de la aplicación de algún nuevo invento o criticando la actuación de algún político. Mas no fue así. Cuando ocupó su silla, tuvo un momento de duda, una debilidad impropia de un ser orgulloso como él. La carta de la monja jerónima le devolvió las fuerzas. Rasgó el sobre con el abrecartas de plata y observó la hermosa caligrafía. Estaba fechada el uno de agosto. Un poco más arriba, dos trazos formaban una cruz y bendecían el mensaje con su presencia. «Apreciado señor Lax», rezaba el insípido encabezamiento. El heredero no esperaba grandes alegrías de una misiva que tan poco prometía en sus inicios, pero a pesar de todo continuó leyendo: «Permítame darle el pésame por el traspaso de su padre, con quien tanto mi comunidad como yo misma estamos tan en deuda. Sin embargo, no es por eso que le escribo, sino para explicarle que don Rodolfo murió en mis brazos y que lo hizo con heroicidad y sin ningún sufrimiento, después de defender nuestra casa de las humillaciones de los bárbaros.»
Amadeo se quitó los zapatos. Se incorporó un poco. Continuó leyendo. «Sé que don Rodolfo, como él me dijo con su último aliento, llegó a nuestra casa convencido de que las hermanas habíamos solicitado su ayuda. Es de justicia explicarle que no fue así. Ninguna de nosotras escribió jamás ese billete al que él respondió con tanta premura por la razón de que nunca habríamos osado poner en peligro la vida de alguien tan querido en nuestra comunidad. Según mi opinión, su padre fue víctima de una traición, aunque ni él ni yo supimos quiénes la habían orquestado.
»Las cosas ocurrieron de este modo: antes de que amaneciera, un grupo de hombres borrachos y armados con antorchas y bayonetas se apostó delante de nuestra puerta. Gritaban como locos: "¡Fuera, monjas!, ¡venimos a quemar!" No nos dieron tiempo ni a salvar los cálices de la iglesia. Entraron destrozándolo todo y nos sacaron a empellones. Por fortuna, alguna buena gente del barrio nos dio refugio. Desde sus ventanas pudimos ver cómo sacaban las tallas de la iglesia y las destrozaban a martillazos, y arramblaban con todos y cada vino de los objetos de valor. Ultrajaron todos los espacios de nuestra santa casa, incluyendo la cripta, donde exhumaron los cuerpos de nuestras hermanas difuntas y bailaron con ellos en mitad de la plaza, mientras sonaba una bullanga diabólica. Luego los dejaron apostados en las esquinas de la calle, para robarles su última dignidad. Fue un espectáculo dantesco, al que algunas de nosotras no logramos sobreponernos.
»Cuando llegó su padre, sin embargo, todo eso ya había acabado. Los anticlericales parecían haberse cansado de destrozarlo todo y nosotras comenzábamos a dar gracias a Dios de que nuestro convento se hubiera salvado del fuego que consumía otros. Entonces vimos llegar a don Rodolfo. El cochero le dejó en la puerta principal. Entró con sigilo, supongo que extrañado de hallar los portones abiertos de par en par. Tras él, vimos llegar un grupo de terroristas. Fue entonces cuando adiviné la trampa de que había sido objeto y decidí ir en su ayuda. Me prestaron un fusil, y créame que fue mi salvación, y a pesar de que nunca había visto ninguno de cerca. Gracias a que lo sostuve con firmeza todo el tiempo, y que una sola vez me atreví a disparar, me proporcionó alguna defensa. Entré con él en el cenobio, fui directa al claustro y allí me encontré a su padre tratando de arrebatarle a uno de los violentos el cadáver recién desenterrado de una monja del siglo xvi. Don Rodolfo intentaba hacerle razonar, pero el otro no escuchaba. Llegaron compañeros del primero. Amenazaron a su padre con una bayoneta. El se negó a soltar a la difunta. Yo disparé, pero sólo herí a uno en un pie. Siguió un gran desorden de carreras y gritos blasfemos. Cuando quise darme cuenta, ya era tarde: su padre estaba mortalmente herido y los ultrajadores corrían a incendiarlo todo. Conseguí arrastrar a don Rodolfo hasta la calle mientras las llamas comenzaban a devorar nuestra casa. Una vez allí hice lo único que aún estaba en mi mano: tratar de confortar sus últimos momentos. Creo que lo conseguí.»
Impresionado por la heroicidad de la religiosa, Amadeo dio la vuelta a la hoja y terminó de leer la crónica:
«Lo que hicimos después fue sólo un acto de misericordia. No podíamos consentir que el cuerpo de su padre fuera retirado de la vía pública por las fuerzas del orden como el de un vulgar maleante y tampoco que los calores de estos días lo deformaran a la vista de todas las miradas. Pedí ayuda a mi prima hermana, la madre superiora del convento de Montesión, quien muy afectada por la noticia accedió en seguida a enterrar a don Rodolfo en el claustro de su casa. Las hermanas le ofrecimos una ceremonia sencilla, que ofició el capellán de Santa Madrona, otro hombre santo que estos días se ha visto obligado a huir y esconderse. De modo que desde el 30 de julio pasado el cuerpo de su padre descansa en paz en tierra bendita. La misma tierra que ustedes, los miembros de su familia, pueden visitar, siempre que sea su deseo y sin que la clausura se lo impida. Por fortuna, el convento de Montesión corrió más suerte que el nuestro y apenas sufrió desperfectos a causa de la revuelta. Nuestras paredes, en cambio, han quedado totalmente destruidas. Sólo la demolición puede ahora hacer de ellas algo útil.