Habitaciones Cerradas (43 page)

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Authors: Care Santos

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Alquilé un apartamento en la calle Ganduxer. Me permití el lujo de comportarme durante un tiempo como si los hombres no existieran. No logré dejar el alcohol ni la cocaína, pero sí moderar su consumo y comprar la mejor calidad. Me fue bien durante un tiempo. No era tonta, ganaba un buen dinero y era de sobra conocida por todos los empresarios teatrales de Barcelona. Los años de bonanza aún continuaban y mi repertorio seguía gustando. Llegué a creer que podía valerme sola. Pero un día, sin previo aviso, todo se volvió en mi contra. Supongo que lo tenía merecido. Quien llega a la cima tan rápido, merece caer con la misma celeridad.

No sé qué ocurrió. La llegada del cine, el fin de las variedades, el cambio en los gustos, la crisis económica, la modernidad que la Exposición Universal trajo consigo, qué sé yo. El caso es que los teatros comenzaron a echar el cierre o se adaptaron al nuevo gusto del cinematógrafo. Al principio convivimos con el nuevo invento, pero la pantalla terminó por barrernos a todos. Sólo quienes supieron subirse al tren de la novedad lograron capear el temporal. Cuando el trabajo escaseó, tuve que volver a venderme. Ya no hubo más esperanzas, ni más triunfos. El dinero se disolvió deprisa. Un mal día descubrí que tenía la entrepierna cubierta de chancros. Había contraído la sífilis.

Han pasado algunos años desde aquel día y mi vida se ha reducido a la miseria. De mis padres, nada sé desde hace mucho tiempo. Prefiero que no sepan qué ha sido de mí. No me quedan amigos: los que aparecieron atraídos por el lujo se esfumaron con él. Por supuesto, de Amadeo no supe nunca más, ni quise volver a saber. Encomendé mi cuerpo y mi alma a las hermanas Arrepentidas, y gracias a ellas he logrado llegar hasta aquí con alguna dignidad. La misma carta que usted tiene entre las manos la dicto desde la cama a sor Elisa, quien llegado el momento se encargará también de hacérsela llegar.

Sin embargo, ha habido una presencia luminosa en este desenlace, y de ello quiero darle cuenta antes de callar para siempre. Fue hace sólo unas semanas. Sor Elisa me preguntó si había alguien con quien tuviera necesidad de reconciliarme antes de presentarme ante Dios. Entonces me atreví a pronunciar, tantos años después, el nombre de Juan Lax. Al hacerlo, sentí que lo mejor de mi vida desfilaba ante mis ojos. Recordé que Amadeo, en medio de la locura de mis años de éxito, me contó que su hermano había ingresado en el seminario de los jesuitas. De su ordenación también llegué a saber, gracias al lacónico modo que tenía el apoderado de la familia de responder a mis preguntas.

—El padre Juan —pronunciaron mis labios, sin saber de qué rincón de la memoria había surgido aquel nombre.

De más lejos aún llegó él para sentarse en el borde de mi lecho, convertido en un sereno hombre de Dios. Me agarró las manos, me besó la frente, me dio un consuelo infinito. Rezó por mí y me ayudó a hacerlo. Dijo que volvería para darme la extremaunción. Su rostro sereno es el mejor recuerdo que puedo llevarme de este mundo.

Antes de que se marchara le pedí perdón por haberle hecho daño. Dijo que no era a mía quien tenía que perdonar, puesto que yo no había cometido más falta que la ingenuidad y la juventud. Le pregunté a quién, pues, iba a entregarle su perdón. «Nunca podré entregarle mi perdón a quien jugó con nuestras vidas de esta forma», respondió, en un susurro firme. Iba a preguntarle de quién hablaba cuando añadió: «Este rencor habrá de arrastrarme al infierno, pero allí le esperaré el tiempo que sea necesario.»Luego se calmó, y a sus ojos volvió el sosiego de antes.

Desde que salió de mi celda aguardo la última hora y medito lo ocurrido. No me parece de justicia llevarme a la tumba todo lo que sé. Aunque mis palabras echen sobre usted tantas verdades terribles, me inspira el deseo de que saque algún partido de mi desdicha. No sea, como yo, víctima de su propia inocencia. Y confíe en su cuñado Juan si lo necesita. Estoy segura de que estaría con usted de todo corazón si fuera necesario.

Suya, afectuosa

MONTSERRAT ESPELLETA

Autorretrato, 1963

Oleo sobre lienzo, 90 x 70

MNAC. Colección Amadeo Lax

Amadeo Lax pintó a lo largo de su vida doce autorretratos, siendo éste el último y, sin duda, el más personal. Llaman la atención los diferentes grados de acabado, desde el abocetamiento de la parte inferior —apenas unos brochazos negros paralelos— a la ejecución más cuidada de la cabeza. El contraste entre la oscuridad y la luz —que sólo ilumina la cara y las manos— se ha visto como una anticipación del autorretrato —fotográfico— de Maplethorpe, al que podría haber servido de inspiración. Las diferencias entre ambas obras son, sin embargo, notables. El autorretrato de Lax muestra una cara y unas manos crispadas y casi monstruosas. El cuadro evidencia cómo la obra de Lax se fue haciendo más espontánea a lo largo de los años, hasta llegar a la libertad de sus trabajos finales, de los que este lienzo es buen ejemplo. De haber seguido esta línea de trabajo, las siguientes obras del pintor se habrían alejado —y mucho— de su producción anterior.

Lax pintó esta despiadada visión de sí mismo —casi una caricatura cruel— en los tiempos en que vivía solo y apartado del mundo en su mansión barcelonesa. Desde luego, no quiso complacer a ningún cliente ni seguir los dictados de moda alguna, de las que vivía al margen por completo. El realismo dejó, pues, paso a una sinceridad desgarrada. Algunos críticos lo han considerado «la mirada más dura que un creador ha lanzado jamás sobre sí mismo».

De Amadeo Lax en el MNAC.

Ediciones Oreneta, Barcelona, 2004

XXIII

Para no variar, la bonita mañana de mayo en que la señora Teresa Brusés comenzó los trabajos de parto, el señor Lax no estaba en casa.

El primer síntoma, que su falta de experiencia no le permitió reconocer, fue una punzada como de acero en los riñones. Se lo dijo a Antonia, pero ésta, todavía virgen, no supo ayudarla. Hasta que el asunto llegó a oídos de Conchita nadie se apuró ni modificó un ápice sus rutinas diarias. Pero a la curtida niñera le bastó verle la cara a su joven señora para saber que la cosa iba en serio y ponerlos a todos en movimiento. Se avisó a la comadrona, se prepararon toallas, se calentó agua y se llenaron con ella grandes baldes que al rato estaban fríos, se cambiaron las sábanas del dormitorio principal —el que fuera de Maria del Roser, donde Teresa se había empeñado en parir—, se puso mucho énfasis en plancharlo todo, como si en lugar de un parto fuera a haber en la casa una recepción, y en disponer con cuidado todos los instrumentos de la canastilla del recién nacido, para tenerlos bien a mano cuando llegara la hora.

Teresa caminaba, nerviosa, por el pasillo, inquietando a todo el que la veía. Decía que no podía sentarse, que prefería andar. Con los pies descalzos, eso sí, porque los tenía tan hinchados que no podía ponerse ni las chinelas. No hizo caso a Antonia cuando le recomendó que se sentara en el butacón, junto a la ventana. Tampoco a Conchita, a quien le daba apuro verla deambular, tan hinchada, entre el crujido de las maderas del pasillo. De vez en cuando se detenía, con una mano apoyada en la pared y con la otra en el vientre, y cerraba los ojos con mucha fuerza mientras emitía un jadeo sordo. En las dos horas que duró este paseo, no preguntó por el señor ni una sola vez.

Pocos podían allí sospechar que a quien más echaba de menos Teresa en aquellas horas era a su suegra. Maria del Roser Golorons había sido una madre para ella en los años que había tenido la suerte de vivir bajo su mismo techo. Siempre dulce, inteligente, cabal, paciente y generosa, su breve paso por su existencia había dejado una huella que nada podría borrar. Muchas de las palabras que le había dicho, en relación con los asuntos más importantes pero también más intrascendentes de la existencia, quedarían a su lado para siempre. Gracias a ella nunca se había sentido una extraña en casa de su marido. Maria del Roser había sido paciente con su ignorancia y la había instruido en todo, desde cómo tratar al servicio hasta por dónde se cargaba la estufa del salón. También le había dado consejos muy útiles sobre cómo tomarse las reacciones de Amadeo, que al principio la descorazonaban mucho. Gracias a ella aprendió que su marido era un ser taciturno, que de vez en cuando necesitaba recluirse en su estudio de la buhardilla y otras veces precisaba huir de una vida que a veces le pesaba como una carga. No debía extrañarse, todas esas cosas las había hecho siempre. Maria del Roser le justificaba: Amadeo amaba en silencio, como los grandes hombres, y al igual que ellos apenas mostraba sus emociones. Tendría suerte si a lo largo de su vida conseguía arrancarle alguna debilidad a la sequedad de su carácter. Para Teresa fue una gran ayuda y un gran alivio escuchar estas palabras de boca de quien mejor conocía a su marido.

Aunque cuando se quedaba a solas con él, los miedos reaparecían. Ya durante la luna de miel temió muchas veces haberle decepcionado. Le veía tan serio, tan inexpresivo, siempre tan comedido en sus gestos y tan educado en sus palabras, que llegó a creerse incapaz de despertar en él ni la pasión más pequeña. Durante aquellos meses de viaje europeo y asiático, llenos de emociones y de descubrimientos, Teresa se demoraba a propósito en el cuarto de baño de aquellas suites de los más lujosos hoteles, sólo para esperar a que su marido se durmiera. Luego se tumbaba a su lado, con el corazón desbocado, y lo contemplaba en silencio, deleitándose como ante la imagen de un dios clásico. A veces, él se removía en sueños y su mano se posaba sobre el muslo, la cadera o el pubis de su joven esposa. Teresa se sobresaltaba, contemplando la extremidad ajena con ojos desorbitados, imaginaba mil cosas que podría hacer, si se atreviera, pero nunca lograba llevar a cabo ninguna. Sólo quererle con locura. Quererle y sentirse fatal por el sacrificio al que le estaba obligando. Sin embargo, sólo ella se hacía estos reproches, porque de la boca de Amadeo nunca salió ninguno. Durante todo el viaje no demostró ningún enojo. Todo lo contrario: fue educado como un pretendiente sin posibilidades, le consintió todos los caprichos y le compró un montón de regalos. Cuando llegaron a Roma, Teresa vivía en una pura desazón. «¿Será que no le gusto?», se preguntaba, sin dejar de reprocharse una y otra vez su falta de coraje, su incapacidad para actuar y, en suma, su terror hacia aquel encuentro íntimo aún no consumado.

Fue al amanecer del primer día romano, mientras Amadeo hacía planes para llevarla a conocer la Capilla Sixtina, cuando de pronto sintió necesidad de formular una pregunta que la atormentaba desde la víspera:

—¿Es cierto que un matrimonio que no se consuma puede ser anulado?

Amadeo mordisqueaba una tostada y entornó los ojos, distraído.

—Eso creo, sí —repuso.

Teresa pasó el día atormentada. Entonces, ¡su marido podía repudiarla por incumplidora! Que no lo hubiera hecho ya demostraba que era mucho mejor persona que ella, se decía. Y se veía a sí misma como una mema y una aprovechada, que se dejaba trasladar de ciudad en ciudad y agasajar con todo tipo de caprichos sin ofrecer a cambio su parte del trato.

Amadeo se quedó de piedra cuando, ese mismo día, fue a comprarle un hermoso pañuelo de seda natural a su bonita mujer y ella, rotunda, contestó:

—¡No quiero nada! ¡No me lo merezco!

Aquella noche, Teresa hizo un esfuerzo. Se tumbó en la cama no bien llegó al hotel y cerró los ojos. Al verla, Amadeo pensó que estaba indispuesta. Le preguntó qué le ocurría.

—Has tenido mucha paciencia conmigo y te lo agradezco mucho, pero debes tomar lo que es tuyo. ¡Consúmame!

A Amadeo, claro, le dio la risa. La actitud de Teresa, tan teatral, recordaba al sacrificio de los mártires. Ella se sintió muy avergonzada. Cuando Amadeo se tumbó a su lado, con un periódico entre las manos y el batín de seda sobre el pijama, sólo le dijo.

—Así no. No quiero hacer el amor con una heroína clásica.

Y la besó en la frente. Poco después, Teresa soñó que moría virgen. Se alarmó tanto que nada más despertar se hizo el propósito de evitarlo.

¡Cuánto le había querido, y desde mucho antes de volver a verle! Amadeo estuvo presente en todas sus fantasías de niña con prisa por dejar de serlo. Su porte de caballero, su sonrisa enigmática y su tristeza. Teresa las adoraba como sólo se adora aquello que jamás podrá pertenecerte. Al llegar a la adolescencia, esa edad absurda e insegura en que no te sientes a gusto en ninguna parte y nadie se siente a gusto contigo, su amor se tornó más trágico y más vergonzante. Apenas se atrevía Teresa a imaginar lo que deseaba desde el fondo de su ser. En sus ensoñaciones, su pintor adquiría el aspecto de una escultura clásica. Uno de esos desnudos pecaminosos que las monjas no le dejaban ver, y que sin embargo ella sabía que eran obra de los grandes artistas de otro tiempo. Se imaginaba a un Amadeo de piel marmórea, muslos elásticos de musculatura entrevista y bucles rebeldes, mostrando sin pudor aquello que ni en sus pensamientos se atrevía a nombrar. Sentía un cosquilleo de deseo en el estómago y al instante se avergonzaba de sí misma y se ponía a rezar padrenuestros a toda carrera, mezclados con propósitos de enmienda.

En realidad nunca se enmendó. Su amor desfallecido adquirió tintes de tragedia. A los diecisiete años lloraba sin ton ni son, a cualquier hora, y se sentía muy desgraciada. Escribía unos poemas malísimos que horripilaban a sus hermanos. Languidecía de un mal tan inconcreto y difícil de combatir que no había médico que le encontrara nombre ni, mucho menos, remedio (y la llevaron a más de uno). Fue la desenvoltura de Tatín, como sabemos, la que al fin logró encarrilar el problema. Y fue la mirada que le dirigió Amadeo Lax, envueltos ambos en el aroma a arroz con leche que flotaba en la salita, la que logró resultados milagrosos. Lo demás no fue difícil. Amadeo aceptó la invitación a su puesta de largo. En la fiesta se disculpó varias veces por acaparar la atención de la homenajeada, pero no la dejó ni un momento. Ante la mirada de los acongojados competidores, que veían en él a un enemigo imbatible, Amadeo y Teresa bailaron todo lo que tocó la orquesta y luego salieron al jardín a disfrutar del aire fresco y escandalizar a los presentes. Teresa se sentía flotar de felicidad. Amadeo examinaba a aquella chiquilla delicada de belleza increíble a quien desde el primer momento imaginó enjoyada, elegante y agarrada de su brazo, deslumbrando en recepciones, banquetes y bailes de gala. Nunca le había pasado nada parecido con ninguna de las mujeres a las que conoció.

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