—Eso no importa ahora, Amadeo.
—¡Claro que importa! ¿Piensas que él te está esperando al otro lado del Atlántico? ¿Que podréis comenzar una nueva vida, como si tal cosa, en un lugar donde nadie os conozca? ¿Nunca te has preguntado, pobre idiota, por qué Octavio nunca te ha escrito? ¿Ni siquiera para darte su nueva dirección? ¿Lo único que se te ha ocurrido es suspirar por él, como una jovencita absurda?
Teresa vacila. Se siente herida y ridícula. No ignora que Amadeo es capaz de todo cuando actúa movido por el odio. Le observa desde otra dimensión y siente por él una lástima indecible. Amadeo tiene la cara congestionada, se le marcan venas en el cuello y las sienes, sus alaridos han alertado a Laia, que ha hecho amago de subir la escalera pero de inmediato la ha vuelto a bajar. Teresa escucha sin mover ni un músculo, sentada sobre el terciopelo amarillo, observando las obras terminadas del patio más allá de la cristalera y la chimenea vacante, esperando a que la tormenta amaine.
No puede saber que Amadeo guarda una bala mortal en la recámara. Es la seguridad con que ella se mantiene en su postura lo que le decide a arrojarla en su contra. Es su último recurso. La venganza del vencido.
—¿Qué pasaría si supieras que Octavio no está en América?
Ella agita la cabeza. No quiere escuchar. Finge indiferencia. Él le agarra la cabeza con fuerza, una mano en cada mejilla. Teresa siente sus palmas calientes, sudorosas. Sus miradas se encaran, se desafían. La voz de él suena rugosa al decir:
—Octavio está muerto, desgraciada. ¡Muerto!
La presa ha mordido el anzuelo. El gran depredador está contento. Al fin ve descomponerse a la hierática criatura que se ha levantado hoy con la intención de hacerle añicos. Por fin la ve enrojecer, llorar, suplicar. Es como si no la escuchara. Como si sólo disfrutara del espectáculo de su desplome. En silencio, como se asiste a las grandes victorias. Sólo regresa de sus pensamientos cuando Teresa, deshecha en llanto, le golpea el pecho, gritando:
—¿A qué te refieres? ¡Dime a qué te refieres!
Entonces Amadeo le habla de la Nochebuena de 1932. Su visita a Octavio. La conversación que mantuvieron en su gabinete. Le cuenta que cuando le dejó estaba entonado y sirviéndose la cuarta copa de whisky. Había tres botellas sin abrir en el mueble bar, y apuesta a que cayeron antes de la hora de cierre del establecimiento. Octavio despidió a los guardias para poder estar a solas; les dijo que él se encargaría de conectar los sistemas de vigilancia. Les dio la noche libre a los bomberos que trabajaban en el edificio. La última persona que le vio con vida fue, precisamente, uno de ellos. Se llamaba José Sánchez. Dijo que su jefe estaba tan borracho que casi no podía tenerse en pie. Por un momento el trabajador pensó en contravenir las órdenes recibidas y quedarse en el establecimiento, pero era la víspera de Navidad y las ganas de reunirse con su familia pudieron más, así que echó el cierre y se fue a su casa. Al día siguiente le despertó su mujer para decirle que El Siglo se estaba quemando. El primero que le vino al pensamiento fue Octavio. Cuando se marchó dormía, desplomado sobre la mesa. Cuando logró llegar a Las Ramblas, colarse entre la multitud y preguntar por él, nadie sabía nada de la vigilia. Todo el mundo le dijo que don Octavio se había marchado esa misma mañana hacia América. El pobre hombre ayudó en las tareas de extinción, y por poco se deja la vida intentando llegar al despacho de la segunda planta. Tuvieron que hospitalizarle con graves quemaduras en todo el cuerpo. Sobrevivió, y supo que entre los escombros no se habían encontrado restos humanos. De todos modos, buscarlos en aquella montaña de hierros retorcidos habría sido una tarea imposible. Al fin, el bombero se convenció de que Octavio no estaba en el edificio. Supongo que el pobre tenía cosas más urgentes en qué pensar, ahora que se había quedado sin trabajo. Y no se habló más del tema. Hay que reconocer que el bueno de Conde fue discreto incluso para morir. Qué gran tipo.
—Todo eso no es verdad —ruge Teresa, fuera de sí—. ¿Cómo va a estar muerto? Se habrían celebrado funerales. Lo habrían dicho los periódicos.
—Lo habrían hecho, claro está —responde Amadeo, súbitamente sereno—, de haberlo sabido.
—¿Y cómo es que tú lo sabes y ellos no? ¿Pretendes ser más listo que las fuerzas de seguridad?
—Me lo contó el propio José Sánchez a cambio de una propina insignificante. Pero además, olvidas que yo estuve allí, querida. Y le di a Octavio motivos para beber. Imagino que cuando se durmió estaba tan borracho que no se dio cuenta de nada. O tal vez se mató antes, quién sabe. Para eso le dejé mi pistola. No puedo estar seguro. Lo único que sé con certeza es que no tomó el barco.
—¿Lo sabes? ¿Es que fuiste a comprobarlo?
—Así es —sonríe, satisfecho—. Envié a un mandado a recibirle a su llegada a Nueva York, con la excusa de que le ayudara con el equipaje. El pobre hombre me telegrafió, muy extrañado, para decirme que ningún señor Conde viajaba en el
Magallanes,
que su camarote había estado vacante todo el trayecto. Le dijeron que en primera clase estas cosas ocurren, porque los ricos somos muy olvidadizos. ¿Qué te parece? ¿No es sensacional?
Teresa no puede contestar. Sólo trata en vano de ordenar sus ideas. Intenta dar con una escapatoria a esta situación. Amadeo la atosiga, paladeando su venganza.
—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Continúas queriendo marcharte a Nueva York?
No sabe de dónde consigue sacar las fuerzas para responder, con la voz entera a pesar de todo:
—A Nueva York no. Pero quiero marcharme.
Como si esa frase hubiera prendido una mecha, Amadeo arde. Teresa siente pánico. El horror que acompaña al vislumbre del final. Él se levanta y propina al cachorrito peludo una patada tan brutal que el animal se estrella contra el frontispicio de la chimenea y cae fulminado. Teresa se estremece de horror, se levanta con la intención de marcharse a su cuarto, pero Amadeo la agarra del pelo y la atrae hacia sí. Tiene mirada de loco. El sudor le cae en grandes goterones por la frente. La agarra por los hombros, la zarandea. Pronuncia palabras cargadas de rencor, insultos infames que nunca antes habían salido de su boca. Se enciende como un monigote de paja. Cuanto más grita más deseos de gritar tiene. Cuanto más pierde los papeles más ansias de propasarse siente. Hasta que sus manos se ciñen al cuello pálido de ella. Y aprietan.
Cuando ya es demasiado tarde, Amadeo se arrepiente. Siente un silbido punzante en sus oídos. Aparta las manos de la garganta amoratada de Teresa. El cuerpo de su mujer cae al suelo como una muñeca rota. Amadeo se arrodilla a su lado. Pronuncia su nombre por última vez. Varias veces, entre sollozos. Se acurruca sobre ella, con la cabeza entre sus senos, y berrea como un niño. Permanece así mucho rato, hasta que el cuerpo de Teresa comienza a enfriarse. Entonces, lúcido, comprende que debe hacer algo.
Se enjuga las lágrimas, se levanta. Ve la escena como si no tuviera nada que ver con él.
En ese momento descubre a Laia mirándole con horror desde la puerta. Ella también llora.
La tarde del 17 de julio de 1936 transcurre intramuros con mucho ajetreo. Cuando los albañiles llegan a recoger las herramientas, encuentran un ligero cambio en el recién terminado gabinete. La puerta del cuartucho que con tanto cuidado barnizaron ha sido cerrada con llave y la manecilla, arrancada de cuajo de su lugar. El señor de la casa, además, les sorprende encargándoles un trabajo urgente, por el que les ofrece el doble del pago habitual. Se ponen de inmediato manos a la obra, sin hacer preguntas: cubren con una gruesa capa de yeso el principal muro del antiguo patio y también —cosa rara— la puerta que limita con éste. Cuando terminan, nadie diría que existe una cavidad tras el muro. De su contenido, por supuesto, nada saben.
Mientras los obreros trabajan, Amadeo anda de un lado para otro, enajenado. Da miedo verle, tan fuera de sí, con los nervios descompuestos, llorando a ratos y presa de una actividad compulsiva otros. Anda por la casa recopilando objetos, arrojándolos sin mucho tino en el interior de un baúl que había pertenecido a su madre, haciéndose con documentos, joyas, dinero en metálico.
A eso de las siete sale de casa. Prefiere tomar un taxi que sacar uno de los coches, demasiado llamativos. Regresa media hora después, le muestra a Laia unos papeles recién conseguidos y dice, triunfal:
—Pasaportes españoles y visados alemanes. Embarcaremos mañana en un carguero que sale a primera hora. Tú vendrás conmigo. Les he dicho que eres mi hija.
—¿Adónde?
—A Italia. Tendrás que quitarte el uniforme. Ve al vestidor de Teresa y ponte lo que quieras.
Laia obedece. Nunca había podido imaginar que cumplir ese sueño tantas veces acariciado le ocasionaría un dolor tan hondo. En el vestidor de Teresa los olores perpetúan a la señora, y continuarán haciéndolo cuando salgan de allí, mientras no se desprenda de estas ropas que nunca debió ponerse. Paralizada por el espanto, Laia mira los vestidos que tantas veces admiró, y no sabe por cuál decidirse.
Mientras tanto, más furioso que nunca, Amadeo ejecuta el último acto de su vida en la casa. Volverá algún día, dentro de unos cuantos años, pero nada volverá a ser como antes de esta noche. Ha bajado la caja de pinturas, la paleta y las brochas. Despliega frente a sus ojos los violetas, ocres, añiles y azules que siente como un reflejo de su ánimo. Con ellos, encaramado a la escalera que los operarios no se han llevado, pinta su primer fresco. No será el de los millonarios de Tiana. Será éste, en su propia casa, en el viejo patio, recién convertido en tumba. Y no será un motivo floral, una naturaleza muerta o una fantasía mitológica. Será ella. Su obsesión. Su Teresa. Una belleza imposible de ojos esquivos, los que tenía esta mañana cuando quería dejarle. Teresa mirando más allá de su vida, más allá del horizonte que él trazó para ella. Su Teresa, la única mujer a quien quiso hacer feliz. Perdida sin remedio aunque ya cautiva de estos muros.
Cuando Amadeo abandona la casa, acompañado de la criada disfrazada de señora, la pintura aún no se ha secado del todo. El crujido seco con que se cierran los portones de la entrada principal resuena como un eco por las habitaciones, terco y persistente, feliz de haberse quedado solo y a sus anchas.
De: | Violeta Lax |
Fecha: | 16 de abril de 2010 |
Para: | Valérie Rahal |
Asunto: | Decisiones |
Querida mamá:
Ayer estuve hablando durante horas con Daniel. El lugar era idílico (sé que te gustan los detalles de ambientación), la terraza junto al mar de un restaurante llamado Aqua, al que acudimos para celebrar mi cumpleaños. Me alegro mucho de que haya venido (seguro que eso también te gusta), porque habría sido triste celebrar sin él mis cuatro décadas de vida.
He decidido aceptar la dirección del nuevo Museo Amadeo Lax. En parte, te lo debo a ti y a tus palabras. Tienes razón: puedo admirar al Lax pintor y abominar al Lax ser humano sin que ninguna de las dos cosas interfieran en mi trabajo. Y también puedo trabajar para que la verdad se sepa. Dar a conocer la verdadera personalidad de Teresa Brusés, por ejemplo. Escribir algo sobre ella y sobre su vida al lado de un artista tan talentoso y tan complejo como el abuelo.
En ese sentido, ayer mismo conocí al señor Gabriel Portal. Es un sobrino tataranieto (o algo así) de Octavio Conde, el supuesto amante de Teresa, con quien siempre se dijo que se fugó a Nueva York en 1936. Parece difícil aceptar que esa afirmación estuviera cimentada sobre equívocos, chismes o sobreentendidos, pero así es. Supongo que la coincidencia de la fecha con el estallido de la Guerra Civil contribuyó a que nunca se realizara una investigación seria. El único que lo intentó fue este aristócrata venido a menos a quien he tenido el gusto de conocer y que desde hace años ha puesto su empeño en escribir una historia documentada de su familia. Cuando le pregunté qué había sido de Octavio Conde, se encogió de hombros y dijo: «Se esfumó.»
Todo lo que ha llegado a saber de su pariente, según me explicó, fue que contrató un camarote en el vapor Magallanes, que realizaba la ruta entre Barcelona y Nueva York, el 25 de diciembre de 1932. Pero, por mucho que lo intentó, no consiguió dar con su pista en ninguna de las escalas del barco. Ni las Islas Canarias, ni Cuba ni Nueva York. Durante años creyó que se habría cambiado de nombre para pasar inadvertido y así poder llevar una vida discreta junto a su amante. Aunque si la amante no iba con él, esa teoría tampoco tiene sentido. Tampoco le halló él en ninguno de los cementerios —más de veinte— que investigó. No hay una única explicación plausible a este enigma. Don Gabriel apuntó varias hipótesis: «O nunca se fue, y vivió aquí bajo nombre falso, o huyó a otro país, tal vez a la Italia de Mussolini, donde se refugiaron tantos ricos empresarios barceloneses de aquel tiempo. O murió durante la Guerra Civil.. .»
Finalmente, concluyó:
«Es una ecuación imposible. Tiene demasiadas incógnitas.»
Así que mi periplo barcelonés toca a su fin. Ayer llevé a Daniel a ver la casa de la familia. Los albañiles dan forma al nuevo Museo Amadeo Lax. Mi despacho estará en el sótano, donde antaño estuvieron las habitaciones de servicio. Las cocinas, bastante bien conservadas, van a dejarse como parte de la exposición. Estará terminado a finales de año, y la inauguración se efectuará el 22 de enero, coincidiendo con la fecha del cumpleaños del abuelo. Ésa es la fecha que marcará mi regreso a Barcelona, y el de toda mi familia. Pensarlo me hace feliz y Daniel está encantado.
Así que mañana haré las maletas y regresaré. Tengo que compensar a Drina de alguna manera por todos los problemas que le he ocasionado durante estas semanas y también aguantar el chaparrón de mis superiores en el Art Institute. Creo que van a sorprenderse mucho cuando les presente mi dimisión. Por otra parte, he logrado convencer a papá para que venga a la inauguración y me gustaría que estuvieras tú también, si no tienes nada mejor que hacer. Me haría feliz tener a ambos.
Por último, esta mañana he visitado la tumba de Teresa. He comprado un enorme ramo de rosas rojas y he recorrido las calles soleadas del cementerio con la intención de despedirme de ella. Antes de llegar al nicho, he pensado que es injusto que sus restos descansen tras una anónima lápida de cemento y he decidido encargarle una de mármol, con su nombre. Sin embargo, qué sorpresa, al llegar he descubierto que la tumba no está igual. Ya no es anónima. Hay una lápida preciosa, de granito negro, y sobre ella, en letras de plata, se lee:
TERESA BRUSÉS BESSA
(1907-1936)
TU HIJO Y TU NIETA NO TE OLVIDARÁN JAMÁS
Había un ramo de marchitas margaritas blancas sobre la breve repisa. Las he retirado y he dejado allí mis rosas. ¿Verdad que fuiste tú quien me contó que las margaritas blancas son las flores favoritas de papá?
También pasé a despedirme del santito popular. Encontré su tumba tan repleta de flores, exvotos y ofrendas de todo tipo como la otra vez. Me quedé mirando la famosa grieta que parte la lápida en diagonal, esperando vislumbrar la luz del más allá al otro lado, pero no ocurrió nada. Aunque debo reconocer que me concedió mi deseo. Ahora que lo pienso, creo que prometí contártelo si me lo cumplía, ¿verdad? Pues bien: le pedí que me ayudara a marcharme de Chicago. No soportaba aquello ni un día más.
¿Sorprendida?
En pago a sus eficientes servicios, decidí dejarle a Francesc Canals Ambrós la cadena y la alianza con su nombre. No tengo ni idea de cómo llegaron al cuello de Teresa ni qué significado tenían para ella, pero me pareció de justicia que se quedaran con él.
En fin, mejor lo dejo aquí. Me gusta tanto aporrear el teclado nuevo que llego a pensar que ejerce sobre mí una especie de maleficio. Comienzo a escribir y parece que las historias no vayan a terminarse nunca.
Sólo añado un aviso, para que no te asustes: vuelvo a casa con un pie enyesado. Es una lesión de origen algo vergonzoso. Al bajar la escalera, después de la visita con Daniel, tropecé con el pámpano del primer escalón, di un traspié absurdo y me luxé los ligamentos. Yo soy torpe, lo sé, pero ¿a quién demonios se le ocurriría colocar ese adorno exagerado precisamente ahí, en medio del paso?
Cojamente tuya, la prolífica, barcelonesa y renovada
Violín