En cuanto tuvo ocasión de hablarle a solas, Maria del Roser Golorons la previno de lo que ella llamaba «los caprichos masculinos» de su hijo. Una mujer, le dijo, no debe consentir en empequeñecer al lado de un hombre con afán de protagonismo. Es absurdo exigir a alguien que sea tu sombra, que vaya siempre agarrada de su brazo, secundando cada uno de sus pasos, como si fuera estúpida o incapaz de decidir su propio rumbo. Podía tener sus propias ideas, sus propias metas en la vida y hasta cultivar sus propios amigos, sin por ello dejar de ser la compañera encantadora que ellos lucen en los actos de sociedad. Gracias a estas palabras, Teresa comenzó a confiar en sí misma y en sus capacidades, se atrevió a acompañar a Maria del Roser a las reuniones espiritistas, se interesó por el estudio, conoció gente muy diversa y de su trato aprendió muchas cosas. Por descontado, Amadeo no veía con buenos ojos aquellos entretenimientos ni creía que aquellas supuestas ciencias fueran más que patrañas y pérdidas de tiempo, pero consintió que su esposa se distrajera con lo mismo que tan ocupada había tenido siempre a su madre, como si que la señora pasara las horas escribiendo arengas y convocando espíritus fuera una más de las tradiciones de la casa.
Pero de todas las enseñanzas con las que Maria del Roser trató de preparar a su joven nuera, las más útiles fueron también las menos originales. Con el propósito de que no llegara a los dolores de parto en la más absoluta inopia, la suegra dedicó toda una tarde al asunto. Sentadas en su saloncito, frente a dos tazas de té y un plato de rosquillas, la suegra aseveró:
—Quiero que sepas que los bebés no nacen por el ombligo.
Teresa abrió unos ojos sorprendidos. Maria del Roser, dogmática, prosiguió.
—Los bebés salen de entre las piernas, por un paso muy estrecho que se llama canal del parto.
Era poco habitual en aquella época que las señoras serias hablaran de estas suciedades con nadie. Por alguna extraña razón, que tenía que ver con la ignorancia y un absurdo sentido del pudor, se prefería que las primerizas añadieran a los dolores de parto una ignorancia absoluta, que desembocaba pronto en el espanto de ver que su cuerpo se desgarraba por donde menos pensaban para dejar salir al hijo. Maria del Roser no había olvidado el horror que sintió durante el parto de Amadeo. Después de semanas de observarse el ombligo, convencida de que de un momento a otro lo vería abrirse como una flor, creyó morir cuando en medio de un sufrimiento atroz vio a su hijo saliendo por otra parte, entre un río de sangre, y lo atribuyó a un error fatal de la madre naturaleza que iba a llevarla a la tumba.
Cuando ya recuperada y con su hijo en brazos fue a pedirle explicaciones a su madre lo único que encontró fue una respuesta indiferente:
—No me pareció necesario. ¡Un asunto tan desagradable! Además, todas las mujeres saben alumbrar.
Perpleja ante una respuesta tan inesperada, Maria del Roser se prometió allí mismo que si un día tenía una hija no la dejaría llegar tan verde a momentos tan inaplazables y, como luego la providencia le robó a Violeta antes de que su promesa tuviera sentido, se dedicó a instruir a Teresa en cuanto lo creyó necesario.
Es decir, la mañana en que, tras ocho meses de matrimonio, Teresa bajó a desayunar pálida, ojerosa y diciendo que se sentía un poco mareada. Maria del Roser comenzó la instrucción que a ella le habría gustado recibir y le reveló aquel detalle tan fundamental de las utilidades del ombligo y la entrepierna. Como había previsto, la primera lección llenó de inquietud a la alumna.
—¿Y duele? —preguntó, más pálida aún.
—Sí, hijita, y mucho. Por momentos, tanto que creerás que no puedes soportarlo. Pero luego pasa tan rápido como vino, y la recompensa merece la pena.
Teresa no parecía muy convencida. Nunca había sentido instinto maternal. Los bebés no le inspiraban gran cosa y no podía imaginar cómo sería tener uno propio. Por lo menos se animaba pensando que sería de Amadeo. Eso la ayudaba a dar algún sentido a las palabras de su suegra: sufriría para traerlo al mundo, pero habría valido la pena.
Pronto se vio que Teresa tenía ciertas dificultades físicas. Sufrió cinco abortos, todos en las primeras semanas de gestación y sin más consecuencias que la nostalgia que durante unos días se instalaba en sus ojos. Nostalgia de algo que no podía definir, de una posibilidad que nunca había deseado pero que de pronto ya formaba parte de ella. La vieron médicos muy reconocidos, sin encontrar explicaciones. Hubo más fracasos. Después del quinto, Maria del Roser ya no era la lúcida instructora en quien tanto había confiado. Había algo en su mente que comenzaba a nublarse, y a pasos agigantados. Cuando se quedó embarazada por sexta vez ya había perdido toda esperanza de darle un hijo a su marido. Pero esta vez el embarazo prosperó. Todo fue bien, salvo una cosa: Maria del Roser no estaría allí para conocer a su primer nieto. Y, antes de eso, no estaría allí para ayudarla a traerlo al mundo.
Pero regresemos a la bonita mañana en que comenzaron los trabajos de parto. Teresa abre los ojos y tropieza de pronto con la mirada estupefacta de una mujer gruesa, bajita, de cara redonda, mejillas flácidas y pies diminutos. Habla con palabras atropelladas y camina a pasitos cortos y rápidos, como un soldado de juguete.
—Buenos días. No le pregunto si es usted la parturienta, porque es evidente —dice con una voz atiplada, marcando mucho las últimas sílabas de las palabras, con un deje que tanto podría ser aragonés como un vicio derivado de la convivencia con un sordo—. Yo soy Elisa, la comadrona, y a partir de este momento tiene que hacer usted todo lo que yo le diga, comenzando por desnudarse completamente, ponerse un camisón holgado y tumbarse en la cama con las piernas abiertas. ¿Es ésta la habitación? Con su permiso.
La comadrona entra en el cuarto y Teresa va tras ella, dócil como un animalito doméstico. Durante unas horas todo el mundo sigue ese ejemplo: acarrean baldes, retiran ropa sucia o abren y cierran ventanas, según las instrucciones de esta mujer menuda y prieta con silabeo castrense que se ha hecho con el poder de la casa.
De todas las órdenes que recibe, Teresa sólo contraviene una.
—Quítese esto —le dice Elisa, señalando la cadena con el colgante que la parturienta lleva al cuello.
Ha reparado en ellos porque Teresa los ha buscado instintivamente bajo sus ropas, y los aprieta dentro de su puño cerrado, al ritmo de las contracciones, que cada vez son más frecuentes y más prolongadas y empiezan a robarle hasta los intervalos de descanso. Su cuerpo se crispa, como si quisiera defenderse de este dolor hondo contra el que nada se puede hacer. En un breve instante de paz, Teresa ha agarrado el anillo sujeto a la cadena de oro que lleva al cuello desde la noche del 24 de diciembre de 1932, hace exactamente cinco meses.
La vida nos regala a veces coincidencias hermosas. Ésta de la cadena de oro y la alianza con un nombre grabado —Francisco Canals Ambrós, de quien tanto oyó hablar—, es una de ellas. Fue aquí, en este lecho, donde su suegra le hizo prometer que nunca se la quitaría. Y es aquí, en este punto de inflexión envuelto en sufrimiento, cuando ella se aferra al colgante y a las palabras queridas que lo acompañaron. En esta cama murió Maria del Roser y en esta cama nacerá su primer nieto, que acaso así se impregne algo de esa herencia invisible que no sólo tiene que ver con la sangre. Teresa desea que haya quedado en alguna parte todo el amor que depositó en su hijo, quien ya no está aquí para acunarle.
Es incapaz de gritar. Ni siquiera en los peores momentos de su vida. Recibió una educación basada en la discreción y el comedimiento, no podría aullar aunque quisiera, así se lo pida la comadrona.
—Aúlle —le dice—. Verá lo liberador que es.
Teresa responde con un sonido gutural. Uno prolongado, algo así como un mugido. Estruja las sábanas, se arquea, suda, intenta respirar y a ratos le falta el aire. Sabe que Tatín está de viaje, es inútil molestarla. Ya conocerá a su sobrino —que puede ser sobrina, piensa— a su regreso. Quisiera tener caras conocidas a su alrededor, pero no se le ocurre qué tipo de consuelo podrían proporcionarle. A Amadeo no le extraña. Aunque estuviera en casa, no le dejaría acercarse. Se muere de vergüenza sólo de pensar que pueda verla así, toda retorcida de dolor y con las piernas abiertas frente a una señora que inspecciona en sus profundidades esperando un advenimiento.
En el pasillo, expectantes, están Antonia, Concha y Vicenta. También Laia, que lo observa todo con ojos asustados y una mueca de asco. Cuando Elisa ve que en el pasillo comienzan a congregarse demasiadas curiosas —siempre pasa igual—, decide acabar con el espectáculo de cuajo. Las despide a todas con bruscas diatribas y cierra la puerta. Ya les avisará cuando la criatura haya nacido, dice.
Podríamos, en nuestra libertad, escoger el lado que les está vedado a los mirones. Sin embargo, consideramos que un parto no es espectáculo que a estas alturas pueda agradar ni sorprender a nadie, de modo que elegiremos, con la venia, el extremo opuesto. No aquí donde el servicio se muerde las uñas y se pregunta a qué hora volverá el señor y si hay algún modo de avisarle de que su primogénito está llegando al mundo, sino más allá, al final del pasillo, en las habitaciones que dan al patio y que fueron las de Teresa desde el mismo día en que se convirtió en la señora de la casa.
Tras esta puerta de doble batiente, pintada de un blanco señorial, con picaporte dorado, desaparecieron los recién casados aquella noche del 4 de noviembre de 1928 en que todo el servicio se quedó chismorreando acerca de la consumación de la unión que se había celebrado. Nosotros, los inertes, comprendemos bien esas curiosidades y esos entrometimientos, porque sufrimos de ambos, y nos saciamos revoloteando en el aire, brillando como motas de polvo tocadas por la luz, entrando en todos los escondrijos y todos los secretos. Como los de aquella noche de novedades en que, precisamente detrás de estas puertas —y ésa es la primicia— no ocurrió nada.
Es como si estuviera ocurriendo ahora. Así podemos verlo:
Amadeo se desprende de la chaqueta. Parece cansado. No es extraño, tratándose del día de su boda. Los primeros momentos en la habitación, Teresa los dedica a inspeccionar el terreno y a mostrar su complacencia. La cama ha sido abierta. Los calientacamas acaban de ser retirados y una rosa blanca descansa sobre cada una de las almohadas. En la mesa rinconera, junto a los visillos tras los cuales se adivina la noche interior del patio, reposa una bandeja con un frugal tentempié, por si los novios necesitan reponer fuerzas en algún momento de la noche. Todo ha sido preparado con esmero por Conchita, con la colaboración entusiasta de todo el servicio.
Teresa observa a su marido sin decir palabra. Tiene las manos heladas y un temblor de pánico le recorre el cuerpo. Observa que él se despoja del chaleco y comienza a desabotonarse la camisa. Teresa corre a esconderse en el cuarto de baño y echa el pestillo. En la percha, junto a la puerta, aguardan las prendas que debe ponerse, tal como ella indicó. Es un delicado juego de seda y satén, de color blanco. El salto de cama tiene las mangas de encaje y pedrería, y un escote que le pareció recatado en casa de la modista pero que ahora encuentra excesivo. El camisón se ciñe a su cuerpo como una segunda piel, realza su seno con un escote en pico rodeado de delicadas puntillas. En un alarde de sofisticación, la modista ha dotado a ambas prendas de una generosa cola, como si tuviera que lucirlas en un salón de baile.
Teresa se desnuda con cuidado. Duda mucho antes de quitarse la ropa interior —la camisola, el pantaloncito—, pero resuelve que todas esas prendas no pueden llevarse juntas. El camisón nupcial ha sido diseñado para lucirse solo, mal que ahora le atormente la idea. Lo hace mucho más cuando se lo pone y se mira al espejo. Jamás se ha visto tan desprovista de ropa. ¡Sus pechos pueden adivinarse por completo! Asustada, busca la bata. La abotona de arriba abajo (la modista ha dispuesto un total de setenta y seis diminutos botones forrados de raso que forcejean más que entran en otros tantos ojales), lo cual le lleva un tiempo considerable. Luego se lava la cara, las manos, los pies, se peina, orina, se peina otra vez y se perfuma. Antes de salir, pega la oreja a la puerta. No oye nada. ¿Y si Amadeo se ha dormido? ¡Sería una gran suerte! Escucha de nuevo. En efecto: a su inquietud sólo responde el silencio. Descorre el pestillo. Abre la puerta muy despacio y sale.
Amadeo no se ha dormido. La espera fumando en la cama, mirando hacia los ventanales con expresión distraída. Está desnudo por completo. Ese mero descubrimiento provoca en la novia un respingo de pánico, al que sigue una reacción brusca que hace reír a su marido: se encierra de nuevo en el baño y echa el pestillo. Azorada, vuelve a salir al momento esgrimiendo una explicación:
—Siempre olvido algo.
Se tumba en la cama sin quitarse la bata, con las manos en el escote, en el empeño de cerrarlo para hacerlo menos evidente. Está tiesa como una momia egipcia. Amadeo la mira de reojo. Ella también a él. Hay en el cuarto una tensión a punto de estallar. Teresa frunce los labios con fuerza, sus ojos desorbitados examinan la lámpara del techo, su abdomen sube y baja en movimientos sincopados, aprieta las piernas una contra la otra hasta hacer que le tiemblen las rodillas. Cuando Amadeo apaga el cigarrillo en el cenicero de la mesita de noche, Teresa cierra los ojos y deja de respirar. Es como el reo minutos antes de la ejecución. Él se vuelve hacia ella de medio lado y observa el espectáculo. Podría seguir adelante, si quisiera. Tiene todo el derecho. Podría desabrochar los botones o rasgarlos para alcanzar lo que legítimamente le pertenece. Además, ella no opondría más resistencia que este miedo cerval que la atenaza, porque sabe que él hace lo que debe. En otro tiempo, se dice él, no lo habría dudado. Habría saltado sobre el cuerpo joven y tembloroso de su esposa para cobrarse su trofeo, como tantos recién casados de su tiempo hicieron y harán. Sin embargo, Amadeo se acerca ya a los cuarenta años y aunque el deseo y el vigor no se han aplacado, sí lo han hecho la impaciencia y la prisa. Por primera vez en su vida, prefiere esperar. Acaso porque, por primera vez en su vida, no se trata de obtener un placer ocasional, sino de ganarse a la compañera fiel del resto de sus días. Esta es la razón por la que decide singularizar a Teresa con el respeto que jamás ha tenido a ninguna mujer.
La novia abre los ojos y descubre a su adorado Amadeo, que la mira sonriendo. Su rostro pasa del espanto a la tristeza.