Habitaciones Cerradas (41 page)

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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

De:
Drina Waiden
Fecha:
7 de abril de 2010
Para:
Violeta Lax
Asunto:
RE: URGENTE

Me sorprende tu falta de memoria, Violeta. El actual propietario del retrato que dices es un señor barcelonés llamado Gabriel Portal —un pariente remoto del modelo, creo— que nos mareó con sus trabas y sus exigencias durante más de un año, hasta que casi le dejamos por imposible. Adjunto la ficha de que disponemos, donde encontrarás información útil. Por ejemplo, que vive en la zona alta de Barcelona, tiene setenta y cuatro años y es toda una eminencia.

Con respecto a la entrevista de la CNN, me temo que llegas un poco tarde. Hace casi dos semanas que tuve que aguantar un chaparrón monumental por dejarles con el culo al aire con el asunto de la entrevista. La cosa ha sido seria, con amenazas incluidas, y ha salpicado hasta lo más alto. Creo que cuando vuelvas deberás explicarle a más de uno qué te ha tenido tan ocupada como para desatender a una de las cadenas de televisión con más espectadores del mundo.

Lo siento, Violeta, pero esta vez no puedo aplaudirte. Han sido días duros. Creo que las cosas se hacen de otro modo.

Abrazos,

Drina

De:
Daniel Clelland
Fecha:
8 de abril de 2010
Para:
Violeta Lax
Asunto:
He terminado la novela

Hola, amor mío. Notición: ¡He terminado la novela! A este anuncio sublime, con redoble de tambores, se une este otro: iel mundo sigue existiendo! Es raro constatarlo, después de tantos meses viviendo en otro siglo, pero es la verdad. Creo que soy capaz de reincorporarme a él sin que me resulte demasiado traumático.

En suma, Violín, el libro está entregado y mi editora ya me ha mandado sus primeros comentarios, acaso demasiado entusiastas para alguien que, como yo, aprende —y disfruta— tanto con los juicios severos de los demás. Pero lo mejor es que soy un hombre liberado de compromisos por primera vez en tres años.

Lo cual me ha hecho recordar que tengo una vida por descubrir, unos hijos estupendos y una esposa de viaje por Europa, de la que nada sé desde hace semanas.

¿Estás bien? ¿Ha pasado algo digno de ser contado? ¿Tu silencio obedece a algo más que tu respeto hacia mi trabajo? ¿Sabes que dentro de diez días es tu cumpleaños? He decidido dejar a los niños con mi madre y tomar el primer avión que salga hacia Barcelona. Me siento eufórico y con necesidad de abandonar la madriguera. Además, no me apetece que celebres los cuarenta tú sola y tan lejos de casa.

Te quiero,

D.

XXII

—¡Háblame! ¡Te he formulado una pregunta!

La voz altisonante de don Rodolfo Lax sobresalta al adolescente hosco que tiene delante. Amadeo se esfuerza por parecer íntegro. Su padre tiene los nervios descompuestos. Le viene grande el papel de administrador de justicia, no comprende cómo Amadeo le ha salido con la piel tan fina y, por si fuera poco, hay un par de asuntos importantes que le están esperando en la sala de las visitas, representados por sendos caballeros que comienzan a impacientarse.

Se supone que ésta es una conversación entre hombres. Sin embargo, uno de ellos no parece muy dispuesto a hablar de nada.

—¿Piensas contármelo de una vez? No tengo todo el día, hijo.

Amadeo sostiene la mirada de su padre y hace tiempo. Por experiencia, sabe que don Rodolfo aguanta poco en el papel de árbitro de conflictos familiares. Cansado de la pantomima, Rodolfo propina un puñetazo sobre la mesa. De resultas, un bote de Elixir Bertrán —«para accidentes nerviosos por antiguos que sean»— cae sobre la alfombra y vierte su apestoso contenido. El incidente no rebaja la tensión. En ese momento llaman a la puerta.

—¡Pase! —ordena don Rodolfo, con tono de inquisidor.

—Acaba de llegar el padre Antonio Iñesta —anuncia Eutimia, a quien ningún grito impacta desde hace mucho tiempo.

Padre e hijo intercambian una mirada cargada de significados que sólo ellos conocen. A los espectadores, si los hay, ayudará saber que el padre Iñesta es el rector del pensionado de Sarria.

—Dígale que en seguida le atiendo —ordena don Rodolfo—. Y a los otros caballeros, lo mismo.

La gobernanta tiene muchas horas de vuelo:

—Les he visto un poco inquietos y les he servido un desayuno. Han comido como limas y ahora están de mejor humor. No se preocupe, si ve que va a tardar, les haré unos huevos fritos con patatas.

—Puede que también yo necesite un par de huevos, Eutimia. —Rodolfo habla mirando a su hijo, enfatizando las palabras, así que la gobernanta entiende que no va con ella y sale con sigilo. Antes de que cierre del todo la puerta, el señor añade—: Y puede que tengan que ser cuatro si no me dices de una vez algo que pueda contarle al padre Iñesta.

—No tengo nada que decir, padre. Imagino que él le dará su versión. Lo único que le pido es que me conceda el beneficio de la duda.

—¡Esto no es un tribunal, diablos! —vocifera Rodolfo, fuera de sus casillas—. ¡Deja de hablar así!

Amadeo deja de hablar así y de cualquier otra forma. Observa el jarabe apestoso empapando la alfombra. El silencio es pura hiel cuando Maria del Roser abre la puerta y asoma la testa asustada.

—¡El saloncito parece la cola de la carnicería, querido! ¿No piensas atender a nadie?

—Díselo a tu hijo. Va a volverme loco.

—Y tú a él sordo, por lo que he podido oír. —Entra en el gabinete, resuelta, va directa a la botella de calmante, la recoge, la deja sobre la mesa, peina con los dedos los cabellos de su marido—. Vamos, ratoncito, no te sofoques. No te sienta bien.

En un gesto premeditado, Maria del Roser acerca la pechuga a la cara de don Rodolfo. Se pregunta qué efecto tendrá sobre él el nuevo perfume para la ropa con que ha empapado toda la pechera de su traje de día. Los inventores, unos perfumistas de nombre francés, aseguran que está fabricado con flores japonesas y que es el preferido de la reina Maria Cristina.

Don Rodolfo inhala. Las flores japonesas le apaciguan un poco.

—Márchate de mi vista —le espeta a Amadeo, quien sale a toda prisa del gabinete.

El señor de la casa mete la nariz entre los senos encorsetados de su mujer. Cierra los ojos. Deja que sus latidos recuperen el paso. Al instante se siente mucho mejor.

—Ay, Rorro, tú sí que eres un remedio para los nervios. Habría que destilarte y venderte en farmacias.

Ella ríe, halagada. Cuando intuye que Rodolfo está listo, afloja el abrazo y le mira desde una distancia. Está ojeroso, pero tiene buen color. Sus palabras, en cambio, son amargas:

—Si tú no fueras tan como hay que ser —dice—, te diría que no reconozco en Amadeo nada mío.

Maria del Roser comienza a masajear el cogote de león marino de don Rodolfo. Lo hace con una cadencia tan oriental como el perfume de su traje. Hasta que él mismo le dice:

—Debo continuar. Si hago esperar más a esos nobles señores, terminarán por declararme enemigo de la corona.

Maria del Roser no reclama explicaciones, pero él las da:

—Polavieja y Maristany vienen a hablar de la visita de Alfonso XIII a nuestras fábricas. Ya que le marean tanto mostrándole hasta la última industria del país, exigí que conociera también las nuestras. Por favor, hazles pasar. Y sé amable con el padre Iñesta. Los jesuitas están poco acostumbrados a esperar.

Maria del Roser sale a cumplir la encomienda y Rodolfo prosigue con el alterado orden de sus audiencias matutinas. Por fortuna, el asunto de la agenda monárquica se zanja pronto y aún le da tiempo a recibir a dos aspirantes en menos de quince minutos: un joven arquitecto, apellidado Raspall, deseoso de hacerle saber su entusiasmo y su laboriosidad con vistas a encargos futuros y un abogado poco hablador pero con excelentes referencias, de nombre Tomás Trescents. Le gusta más el segundo que el primero. Y, en estos momentos, le es más necesario. Por si acaso, deja su tarjeta a mano.

El padre Iñesta es un hombre grande, a quien la abundancia de pelo en todas partes —sobre todo en las cejas, la frente y las manos— confiere un aspecto de gran primate. Lo más impresionante de su fisonomía son las orejas. Las tiene tan inmensas, rollizas y coloradas que Rodolfo piensa que si pudiera cortárselas y pedirle a la cocinera que las pusiera a hervir, harían un caldo excelente. Así, detenido frente a él con la sotana negra, el sombrero de cuatro picos y las manos escondidas en las bocamangas, recuerda al Comendador del último acto de
Don Juan Tenorio.
Sólo le falta invitarle a ir con él al infierno para completar el cuadro. En lugar de eso, deja caer sus magros cuartos traseros sobre la butaca y le habla con una voz atiplada y nada espectral:

—Espero que comprenda, señor Lax, que episodios como el que hemos vivido con su hijo Amadeo son una vergüenza para nuestra institución. Si no fuera usted quien es, nos veríamos obligados a expulsar a su hijo al instante, ¡y a perpetuidad! Sin embargo, considerando el buen nombre de su familia y la insistencia que en este caso ha puesto su otro vástago, el señor Juan Lax, hemos convenido hacer una excepción. Eso sí: el alumno deberá comprometerse en firme a seguir todos y cada uno de los preceptos que rigen nuestra casa, en especial los de disciplina y obediencia y aceptar que durante un tiempo deberá ofrecer alguna compensación, a modo de penitencia, a los compañeros agredidos. Espero que no juzgue estas medidas demasiado severas.

Don Rodolfo Lax niega con la cabeza. No porque juzgue severas las medidas —en general, cualquier correctivo le parece poco si va dirigido a Amadeo— sino porque no comprende nada de lo que está ocurriendo.

—¿Sería tan amable de explicarme cómo fue el incidente? —pregunta.

—¿No se lo ha contado el propio culpable? —inquiere el sacerdote.

—Se niega a hablar desde que llegó.

El padre Iñesta tuerce la boca en un gesto ímprobo.

—Debe usted forzarle a decirlo —opina, antes de comenzar una desganada crónica del suceso—: El lunes a primera hora, durante la hora de estudio en la sala común, Amadeo agredió a dos compañeros y a su propio hermano. A uno de ellos le clavó un compás en el brazo. Con el segundo, un muchacho más bien enclenque que sufre de asma, se ensañó a puñetazos, partiéndole el labio superior y la nariz. Juan resultó mejor parado, porque después de un primer golpe en el estómago otros estudiantes salieron en su defensa. Viéndose acorralado, Amadeo huyó por la ventana. Por fortuna, decidió caminar hasta aquí, según supimos luego. Cuando llegó el vigilante de la sala ya no se le veía por ninguna parte.

—No sabe cuánto lo siento —murmuró Rodolfo, avergonzado—. ¿Los otros muchachos se encuentran bien?

—Sí, gracias a Dios. Sólo un poco alterados. No tanto como sus padres, por cierto.

—Me lo figuro. Amadeo les enviará una nota de disculpa.

—Si me permite la sugerencia, creo que sería mejor que fuera a pedirles perdón en persona. Uno por uno. Para que aprenda.

Rodolfo medita en silencio, mesándose la barba, acerca de la pérdida de tiempo que todo este suceso va a acarrearle.

—Le prometo que lo pensaré y que Amadeo reparará su falta —dice.

—No me cabe ninguna duda.

—Y en lo que concierne al colegio, permítame ofrecerle un donativo que compense el mal trago.

Rodolfo toma el talonario de cheques, rubricado con el emblema del Banco de Barcelona, extiende uno por una cantidad exagerada, lo firma y se lo ofrece al padre rector.

—Es muy amable por su parte. La comunidad tiene siempre necesidades urgentes que atender. Menos mal que su hijo tiene en usted un modelo a seguir.

Don Rodolfo acompaña al padre Iñesta a la puerta y pone a su disposición el coche de la casa, con Julián al volante, para regresar al pensionado. El jesuita acepta. Se diría que parece más de este mundo, aunque sólo sea por el efecto de la dádiva que acaba de aceptar.

Cuando don Rodolfo regresa a su gabinete y mira el desorden de la mesa, se siente extraviado. Le cuesta apartar de su mente la regañina del jesuita para centrarse en los asuntos del día. Y más aún no mandar llamar a Amadeo y transferirle de una vez toda la rabia acumulada.

Por suerte para su hijo, los negocios le acucian. Lo siguiente es una compra de terrenos. No una cualquiera.

—Están justo al lado del templo en construcción. En las calles Valencia, Mallorca y Rosellón, exactamente donde usted me dijo —anuncia el achacoso abogado, con mano temblorosa.

Don Rodolfo observa el plano de la zona y no puede evitar proferir un ronroneo de satisfacción.

—Son caros —añade el letrado, al borde de la jubilación o del colapso.

—Si ese proyecto de ajardinar los alrededores del templo sale adelante, en pocos años cuadruplicarán su precio. Y ya sabe que a Gaudí casi nadie se atreve a toserle. Cómprelos cuanto antes.

—Me han dicho que están intentando que venga el nuncio del Vaticano a ver el curso de las obras.

—¿El curso de las obras? ¡Si no hay más que cuatro piedras! —ríe don Rodolfo—. Pero que venga, que venga, se las enseñaremos. ¡Las bendiciones vaticanas hacen subir los precios!

Las cosas salen bien, pero hoy Rodolfo no disfruta nada. Ni siquiera el escote de su Rorrita. La mala conducta de su hijo mayor le ronda como un moscardón.

Antes de la hora de comer, cuando la salita ha quedado por fin vacía, recibe a un visitante que llega sin anunciarse y pidiendo disculpas.

—Discúlpeme por presentarme así, sin más, pero es mi hijo quien me envía y tiene un gran interés —dice don Eduardo Conde, de pie frente a los ventanales, con bastón de plata y bombín, sonriendo por debajo del arreglado bigote.

Viene a participar en el simulacro de vista que el caso de Amadeo ha generado. Aunque su postura es sorprendente. Si esto fuera un juicio real, sería un testigo de la defensa.

—No deseo hacerle perder tiempo, sino cumplir el encargo de Octavio, quien está desde el domingo indignado por lo que considera una injusticia de los compañeros y una arbitrariedad de los padres jesuitas. Debo reconocer que jamás habría creído que mi hijo fuera tan amigo de las causas justas y que no me desagrada esta defensa de su mejor amigo. Eso le ennoblece a mis ojos, y creo que debería usted considerar sus palabras. Según lo que cuenta mi hijo, lo de Amadeo no fue una agresión sino una legítima defensa. La noche anterior al día de visita familiar, sus compañeros cometieron contra él una fechoría imperdonable, valiéndose de su trabajo y su talento en beneficio propio. Robándole, en suma, el fruto de su esfuerzo de meses. Amadeo no dijo nada de ello, siempre según mi hijo, porque habría sido ridículo hacerlo delante de todos. Además, no podía demostrar nada y lo más probable era que los demás negaran sus palabras y le dejaran más aún en ridículo. Esa es la razón por la que se tomó la justicia por su mano y en lugar de una denuncia pública optó por un privado ajuste de cuentas. La pasión de la edad podría justificarlo, pienso.

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