Habitaciones Cerradas (49 page)

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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

Teresa se siente aliviada cuando termina de quitarse todas las prendas —con excepción del
culotte
— y toma el camisón de la banqueta. La bata la deja a los pies de la cama. Hace demasiado calor y no piensa recibir a nadie. Tampoco tiene sueño. Se sienta en el diván a contemplar la calle desierta desde la ventana. No se mueve ni una brizna de aire. En cambio, sus pensamientos van de un lado para otro. Piensa en la velada de esta noche.

La comedia era insustancial, pero divertidísima. Le ha gustado más que la última que le vieron a su autor, aquella sátira del comunismo titulada
La OCA,
en la que Amadeo rió tanto que por poco le da una congestión. Hay un tipo de risa por contraste que a Teresa le parece ofensiva. Es la risa del que mira el mundo desde arriba. Hay otra, en cambio, que se mira en el espejo y explota sólo de verse. Esa es la que ella prefiere y tal vez por eso su comedia favorita de todas las del amigo sigue siendo, de largo,
La venganza de don Mendo.
¡Cómo se rió la primera vez que la vio, varios años después de su estreno! No le extraña en absoluto que aún se reponga. Ella no se cansa de verla. Y en el trato, le parece que Pedro Muñoz Seca es como su teatro: un hombre candoroso y lleno de ingenio, que posee el don, tan inhabitual, de hacer que los demás olviden sus problemas. A lo largo de su vida, Teresa piensa que sólo ha conocido a otra persona así: su querida Tatín.

Un pensamiento lleva a otro, y se acuerda de la tarde en que se atrevió a abrirle su corazón a su hermana, como nunca antes. Fue aquí mismo, en la salita. Tatín ocupaba el sillón y Teresa el diván, como ahora, desfallecida porque llevaba cuatro días sin comer. La mayor de las hermanas Brusés se presentó de improviso y subió la escalera como si llegara a invadir un territorio. Nada más abrir la puerta del cuarto de su hermana, la miró, frunció los labios, puso los brazos enjarras y la amonestó:

—¿Se puede saber qué haces ahí a estas horas y sin vestir? Estás horrible. ¿Te encuentras mal?

Bastaron a la muy mundana Tatín cuatro frases para comprender la gravedad del mal que aquejaba a Teresa. Observó el libro de Teófilo Gautier, que aquélla le mostró con reverencia, mientras le confesaba haberlo leído tantas veces en los últimos años que casi se lo sabía de memoria. Teresa hablaba del significado que tenía el libro para ella y acariciaba con las yemas de sus dedos los símbolos dibujados en el ex libris de Octavio como si fueran Octavio mismo. Aquella tarde la hermana pequeña hizo confesiones que nunca pensó hacer a nadie. Estaba enferma de dudas y de indecisión. Y tonta de un amor que no había previsto.

—Todas las noches, antes de dormir, imagino que estoy con Octavio en Nueva York y que somos felices. Sólo así consigo un poco de sosiego —dijo.

Tatín, cuyo espíritu práctico nunca había consentido sucumbir ante romanticismos enfermizos, atajó el problema yendo directa al grano:

—¿Y por qué no te vas con él?

Teresa la observó como si hubiera pronunciado un sacrilegio. La hermana insistió.

—¡No desfallezcas más, ánima de cántaro, y vete con ese hombre por el que ni duermes ni comes!

Teresa abrió ojos asustados.

—¿Cómo voy a dejar a Amadeo?

—¡Anda! No serías la primera. El adulterio es viejo como el mundo.

Teresa se ruborizó. No era capaz de pensar en esos términos de sí misma. Menos aún de Amadeo. Tatín, viendo que su hermana nunca aceptaría esa solución, propuso otra. Igual de pragmática pero —por poco tiempo— más legal.

—También podrías divorciarte. Es mejor solución que ser infeliz de por vida. Tu marido es un egocéntrico que sólo piensa en sus amantes, sus coches y sus cuadros. ¡Con lo que han cambiado los tiempos! ¡Si ahora las mujeres podemos hasta votar!

Teresa la escuchaba con expresión triste.

—Además, yo te acompañaría. ¡Nueva York me entusiasma! Hace tiempo que deseo comprarme allí un pisito. Una vez instaladas, no nos será difícil encontrar a tu Octavio. Tengo buenos amigos en Estados Unidos que nos ayudarán encantados. Tiene que existir una razón por la que no te haya escrito. Ese hombre es un caballero, y ambas lo sabemos.

Era tal la seguridad con que Tatín hablaba que Teresa sintió, por primera vez, que su desgracia tenía remedio. Después de aquella conversación comenzó a ver su vida de otro modo. No como un yugo muy pesado que la une a un hombre y un lugar que ya no siente como propios, sino como un puñado de caminos que conducen a otras tantas posibilidades y entre los que puede elegir el que más le convenga. Recuerda las palabras de Maria del Roser: «Las mujeres somos libres para labrar nuestro futuro y escapar de nuestros explotadores», le oyó una vez. ¿Qué opinaría ahora que el explotador contra el que trama rebelarse es su propio hijo?

Las evocaciones de Teresa toman un aire más fúnebre cuando piensa en Amadeo, en su idolatrado Amadeo. Se pregunta si siempre fue así o si es ella la que le ha cambiado. «Eres demasiado buena, Tessita. Te dan un hombre y en sólo un año haces de él un inútil», le dijo una vez Tatín. En los últimos tiempos Amadeo se comporta de un modo distinto. Le ha prohibido asistir a más reuniones del Círculo Espiritista —«ese manojo de lunáticos», les llama— y no le permite salir, a menos que vaya acompañada por Conchita. A veces la mira con una frialdad que le da pánico. Otras, le regala cosas y le dice que quiere que todo vuelva a ser como antes. La tiene desconcertada. Y aislada, eso es lo peor. De las personas que han sido importantes para ella, sólo le queda Tatín.

Antonia se despidió a principios de 1933, demostrando que tenía la decisión muy tomada y ningunas ganas de dar explicaciones. Lamentó mucho su pérdida, pero sólo fue una más, a sumar a las grandes ausencias de su vida. La de Octavio, la de Maria del Roser, la del Amadeo que ella amaba…

Aunque Tatín, hay que reconocerlo, vale por todos ellos. Es capaz de hazañas increíbles. Como cuando fue a hablar con Amadeo de su triste situación.

—Tu mujer se apaga como una vela —le dijo—. Creo que deberías hacer algo por evitarlo.

La entrevista se celebró en el gabinete y estuvo marcada por la tirantez de los participantes y un cierto aire ministerial de la conversación. Tatín expuso los hechos, fiel al papel de cabeza de familia que había asumido hacía años, considerando todos los aspectos —incluidos la edad y el talante soñador de la joven— y Amadeo esperó a que terminara para decir, con aire imperturbable:

—Tu hermana tiene lo que se ha buscado, cuñada.

Cuando salió de la audiencia, Tatín Brusés estaba convencida de que Teresa debía abandonar a su marido cuanto antes. Así se lo dijo, y desde ese momento comenzaron juntas a tramar una estrategia que incluyera tres ingredientes fundamentales: honestidad, oportunidad y rapidez. Durante este verano de 1936 en el que, tras la breve divagación, volvemos a encontrarnos, han hablado mucho de ello, sentadas bajo los pinos de la finca de Caldes. Ya tienen pensados todos los detalles. Tatín ha reservado una cabina para ambas y el pequeño Modesto en un vapor que saldrá de Barcelona el próximo 10 de septiembre. Por supuesto, en secreto, porque nadie puede conocer estos planes. Ya sólo queda elegir el mejor momento para comunicárselo a Amadeo.

Sentada en el diván junto a la ventana, en esta húmeda y calurosa noche barcelonesa, Teresa decide que el momento será mañana, después del desayuno.

A la mañana siguiente amanece un día soleado, caluroso y que atufa a pólvora. Hay mucha agitación en las calles desde primera hora, y de todas partes llegan gritos amortiguados. De madrugada, Teresa ha visto a tres hombres jóvenes asaltar al sereno para quitarle sus armas y ha sentido miedo de que acto seguido entraran en su casa. Tal y como están las cosas, lo espera todo.

Amadeo también está preocupado, desinformado por culpa de la falta de periódicos —hoy no se han publicado—, intentando tener bajo control una situación que nadie puede controlar. A media mañana unos hombres han aporreado la puerta y ha sido necesario espantarlos, bajo la mirada temerosa de Laia, a punta de pistola. Se siente como el señor de un castillo feudal en plena insurrección de los siervos de gleba. Aunque sabe que solo no podrá resistir mucho tiempo. Al fin, a eso de mediodía consigue salir. Cuando regresa, después de conversar con su bien informado amigo Albert Despujol, sus ideas están más claras y su ánimo más sereno. Si las cosas no mejoran en una semana o dos, como todo el mundo espera, lo más pertinente será refugiarse en Italia. «Aquí corremos grave peligro, Lax —le ha dicho Despujol—. Si nos quedamos, estos bárbaros comunistas nos pasarán a sangre y fuego.»

Esta mañana, Laia ha servido el desayuno a los señores por separado. Sobre la bandeja de Teresa no ha podido depositar la rosa amarilla de otras veces. El rosal, lo mismo que el resto de plantas del patio, ha sido arrancado, y en su lugar se extiende ahora un suelo de madera oscura, coronado por una cúpula de cristal y rodeado de paredes granulosas. De los obreros, en la nueva estancia sólo quedan las herramientas, que se han comprometido a recoger esta tarde. Cuando lo hayan hecho, Laia tendrá que vérselas sola con la limpieza de todo. Cuando la familia regrese a casa después de las vacaciones, será como si a las habitaciones les hubiera brotado un hijo.

Teresa baja la escalera sin prisas, vestida tan sólo con el conjunto de camisón y bata, de raso de color salmón, y llevando en los pies las delicadas chinelas con borlas de seda. La joven la observa tan embelesada como cuando era una niña.

—¿Podrás telefonear a tu padre y decirle que venga a recogerme a las cinco, por favor? —le pregunta, antes de pasar al salón.

Laia deja el cumplimiento de la orden para más tarde. Cuando esté en disposición de acatarla, ya no será necesario.

Desde los sillones junto a la chimenea Teresa contempla, desolada, el viejo patio. La puerta policromada está en su sitio, pero más allá se abre una tierra incógnita, que nada tiene que ver con aquel respiro soleado lleno de verdor que tanto le gustaba. Ahora las paredes están desnudas, rugosas, aguardando la llegada de los pintores. Ni siquiera el arrimadero alicatado consigue dotarlas de un aire menos fúnebre. Desde alguna parte llegan estallidos lejanos. Teresa se pregunta si no debería irse ya. En ese instante, a su espalda oye la voz de Amadeo.

—Buenos días, querida —dice—. ¿Apruebas los cambios?

Teresa se vuelve a mirarle. Amadeo va impecablemente vestido con su traje cruzado y lleva en la mano su sombrero de paja y una caja de cartón coronada con una lazada. Ella asiente con timidez.

—Te he traído un regalo —anuncia él.

La gentileza desarma a Teresa, cuyo corazón late a mil por hora intuyendo que la hora de la verdad se acerca.

—¿Por qué? —pregunta.

—¿Hace falta un motivo? No me los pedías durante nuestra luna de miel, cuando te compraba todos aquellos caprichos.

Teresa sonríe con tristeza. Qué lejos queda su viaje de luna de miel. Y qué poco tiene ella en común con aquella niña inocente y muerta de miedo que idolatraba a su marido sobre todas las cosas.

Vuelven al salón para que ella pueda abrir el regalo. Se sientan en los raídos sillones de terciopelo amarillo.

—Hay que cambiar esta tapicería, está fatal —comenta ella, como si pensara hacerse cargo del problema.

Están el uno frente al otro. Teresa deposita la caja sobre sus rodillas, deshace el lazo, levanta la tapa. Una pequeña cabecita peluda asoma al exterior y la mira con dos deslumbrantes ojos almendrados. Es un cachorro de gato persa. De pelo blanco y largo. Lleva un collar con una placa donde se lee:
«Dickens».

Teresa observa la placa y pregunta:

—¿Dickens?

—Siempre te gustó, ¿no? Debe de ser un bicho muy Victoriano. Pensé que te gustaría que ya llegara bautizado.

Teresa saca al animal de la caja y lo acaricia sobre su regazo. El gatito entorna los ojos y emite un ronroneo de satisfacción.

—A Modesto le va a encantar —susurra ella, teniendo en cuenta el súbito interés por el reino animal que demuestra este año su pequeño.

Amadeo la mira en silencio, ladeando un poco la cabeza. Teresa teme esa mirada, porque sabe lo que significa. Amadeo ha pasado de despreciarla a necesitarla con desesperación. Es la antesala de uno de sus arrebatos. Antes la amedrentaban, ahora no los soporta.

—Quiero que las cosas se parezcan a como eran antes. Estabas siempre tan contenta. Me mirabas como nadie. —Amadeo extiende el brazo y busca con un dedo un contacto pueril, juguetón.

Pero ella aparta la mano de un gesto brusco.

—Ya nada podrá ser como antes, Amadeo.

Lo ha dicho, ha tenido el valor. Su corazón no le da sosiego y le laten las sienes en un dolor nervioso. Siente que con estas palabras ha traspasado un umbral. Él la mira sin entender lo que ve ni lo que oye. El animalito baja de un salto del regazo de su dueña, trota con torpeza sobre las baldosas y sube de un salto a otro de los sillones, como si quisiera asistir a un espectáculo que está a punto de comenzar. A Teresa le cuesta respirar. Tiene la boca seca. Se arma del coraje que nunca ha tenido para decir:

—Quiero que nos divorciemos.

Ahora es él quien siente que está en otro mundo. En el del desprecio y la negación. El de la traición y el engaño. Niega con la cabeza. Lo tiene claro. Eso que dice Teresa, sencillamente, no va a ocurrir. Ni siquiera tiene que pensarlo, sopesar la propuesta. No. Teresa no va a abandonarle. No entra en sus planes permitir que tal cosa ocurra. No ha sentido nunca nada con tanta seguridad: ella no se saldrá con la suya. Así tenga que prohibirle ver a nadie, incluida la víbora de su cuñada, para conseguirlo.

Como resumen, sólo dice:

—Ni hablar.

Ella tiembla. Tiene las manos heladas. Y un miedo repentino.

—No puedo continuar a tu lado, Amadeo. Ya no te quiero como antes. Siento que nuestra relación es una farsa. Un edificio con una bonita fachada pero con todas las vigas podridas, a punto de derrumbarse. Tú no te mereces algo así.

—Eres una imbécil —levanta la voz él, de pronto, sobresaltándola— y una ingenua. Sigues pensando en Octavio, ¿verdad? ¿Crees que no me doy cuenta?

Teresa no le teme a la verdad. Todo lo contrario, siempre la ha defendido. La verdad siempre es mejor que la mentira, por dolorosa que ésta resulte. Pero esta regla de oro no es aplicable a Amadeo. Él es un ser vulnerable, ella lo sabe bien, alguien para quien la verdad puede ser una herida mortal.

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