Esto de hoy, cierto es, poco tiene en común con las flores, los dulces y los felinos. Amadeo contempla el libro. Es una novela francesa que parece bastante ligera —lectura de mujeres crédulas, sin duda—, en cuyas guardas tropieza con el ex libris de su amigo de la infancia, inspirado precisamente en la simbología que él desplegó en su retrato, hace unos pocos años. Ahora maldice esos símbolos y al hombre que los inspiró, y si pudiera los cambiaría por otros que se ajusten más a la verdad. La serpiente, por ejemplo. La viva imagen de la deslealtad que su antiguo amigo representa. En cuanto comienza a pasar las páginas del libro, Amadeo repara en las citas marcadas. Tiene la intuición —cimentada sobre la propia experiencia y el conocimiento del remitente— de que pueden contener un código oculto y decide estudiarlo con meticulosidad.
Le ordena a Antonia que se retire. Ella flexiona una rodilla, en un gesto que quiere ser una reverencia y termina pareciendo una flojera de piernas. De nuevo a solas en su gabinete, Amadeo estudia el posible mensaje. Descubre los puntos bajo las letras, la numeración destacada de algunas páginas, toma papel y pluma, anota, recompone. Descifra. Se lo llevan los demonios.
Cuando el mensaje aparece completo y desvelado ante sus ojos, su puño cerrado golpea la mesa. Se levanta, urgido por una prisa repentina, y va hacia el mueble-librería que está junto al retrato de su madre. Aparta los tres volúmenes de una antigua Biblia ilustrada e introduce el brazo por el hueco resultante. Extrae una pistola Little Tom de Alois Tomiska, con capacidad para seis cartuchos y cañón de 59 milímetros, y la introduce en la cinturilla de sus pantalones, bien sujeta con uno de los tirantes. No olvida el libro. Baja la escalera con decisión. Antonia le ayuda a ponerse la chaqueta y le entrega el sombrero, a la vez que le informa de que la señora Maria del Roser y Conchita aún no han llegado de sus compras. Cuando se sube al Rolls Royce y hace rugir el motor, Amadeo descubre la mirada negra y penetrante de Laia observándole desde la cocina. Será una de las últimas veces en que la hija de la cocinera mire a su señor con esa ingenuidad de quien intuye los secretos terribles que esconde el mundo de los adultos, pero nada sabe de ellos.
Son las cuatro menos veinte cuando el coche pilotado por el señor de la casa ruge en el pasaje Domingo, en busca del tráfico del Paseo de Gracia, que en un día tan señalado como hoy es intenso, apenas distinto —salvo en la morfología de los vehículos y la pervivencia de los coches de caballos— a cómo será de ahora en adelante, con el veloz correr de las décadas.
La tarde es fría, Antonia se apresura a encender la chimenea y a mantener vivo el rescoldo de la estufa. Aún es pronto para pensar en calentar las camas, pero no para ofrecer una infusión a su señora. La encuentra recostada en el diván, mirando a la calle con una tristeza que parece incurable. Al verla, Teresa se enjuga las lágrimas de ambas mejillas y le pregunta:
—¿Sabes dónde está el libro que esta mañana me ha traído don Octavio? Lo dejé aquí y ahora no lo encuentro.
La doncella responde con una negativa esquiva, incómoda, y le pregunta a su señora si le apetece un té.
—No quiero nada, gracias.
La doncella se detiene a pocos pasos de ella y la observa ladeando la cabeza. La escena posee sólo la música mínima de sus respiraciones. La de Teresa, más agitada. La de Antonia, calma y profunda.
—Deberías sobreponerte, Tessita —le dice, con voz meliflua—. Tu marido va a perder la paciencia.
Teresa se encoge de hombros.
—Ya no me importa lo que piense —responde.
—No digas eso. Vas a tener un hijo.
Esa sola idea hace que vuelvan las lágrimas, imparables. Saca de su manga un pañuelo de color verde agua, perfectamente conjuntado con los volantes de su traje de embarazada, y se enjuga con él las lágrimas. Sus ojos resplandecen de tristeza.
—Debes de pensar que soy una tonta, ¿verdad? Una chiquilla que no sabe lo que quiere —añade.
—Yo nunca pensaría eso de ti, Tessita. Pienso que no has tenido la suerte que merecías, nada más.
—¿Qué quieres decir?
—Con tu marido. Demasiado mayor para ti. Y desatento. Tarde o temprano, la oportunidad sonríe a quien ronda a una mujer abandonada.
—¿Don Octavio te parece sólo un oportunista?
Antonia aparta el juicio con un gesto.
—No le conozco lo bastante para juzgarle.
—¿Qué me reprochas? —pregunta Teresa con una candidez encantadora—. ¿No debería haberle escuchado? ¿Ni siquiera cuando no podía imaginar nada de esto?
—¿Qué puedo reprocharte, niña mía? Ni una sola vez te he visto comportarte de un modo inapropiado.
—¡Pero lo he deseado! Y el deseo también es pecado. Y traición. ¡Yo también estoy en falta con él!
Teresa llora con una amargura que Antonia no puede soportar. Se agacha a su lado y la abraza, como cuando era una niña y berreaba porque su hermana mayor no quería que se pusiera sus sombreros. Es un abrazo extraño, incómodo y huesudo, que la ventana crepuscular enmarca, como si fuera una obra de arte.
—Son muy extraños los sentimientos, Antonia. Yo adoro a mi marido. Le quiero como a nada del mundo, tú lo sabes. Le he querido desde que era una niña y mi admiración por él ha sido aún superior. Pero últimamente sólo me inspira lástima.
—¿Lástima?
—Te extraña, ¿verdad? Ya sé que cuesta creerlo. Cualquiera que le conozca ve en él a un hombre fuerte y seguro de sí mismo, un artista de éxito internacional. Yo sé que hay mucho más. Debilidad, contradicciones, angustia, dolor. Y también otras mujeres, de quienes hubiera preferido no saber jamás.
Antonia disfruta con estas intimidades. Siempre le ha gustado meter las narices en las debilidades ajenas.
—Pero eso es normal... —susurra.
—Desde luego. Ya sé que los hombres de su posición tienen amantes —responde Teresa, con un deje de disgusto—, pero ¿tú crees que los hombres de su posición lloran como niños sobre su esposa después de poseerla? ¿Que repiten una y otra vez «nunca te alejes de mí, nunca te alejes de mí», entre hipidos? ¿Que un segundo después se secan las lágrimas y escapan durante tres, cinco, siete días, sin dar explicaciones? Al principio me asustaba. Pensé que podía curarle, redimirle, que mi amor le sanaría. Ya he desistido.
Llega desde abajo el sonido amortiguado del motor del Citroën. Doña Maria del Roser regresa exhausta de sus compras. Julián —a quien ella llama Felipe— ayuda a las damas a bajar del vehículo. Conchita ofrece su brazo a la matriarca para que se agarre al subir la escalera. Doña Maria del Roser va directa a sus habitaciones. Se siente indispuesta —la vieja nodriza menciona una indigestión de croquetas— y necesita descansar. Antonia la ayuda a meterse en la cama y le sirve un té con pastas. Sin probarlo, doña Maria del Roser se desliza hacia una duermevela dulce, de la que despertará dentro de un rato para completar el penúltimo acto de esta historia que tantas veces hemos evocado: la búsqueda de la llave, el recuerdo de Violeta, el batallón de criadas y Teresa sobrepuesta a sus dolores, sirviendo a su suegra en lo que, a pesar de que aún no puede saberlo, serán sus últimos momentos en este mundo.
De todo ello, sólo hay que subrayar el intermedio en que Teresa entra en la habitación de su suegra, a pedido de ésta, y le sobrecoge la mirada lúcida de Maria del Roser, tan parecida a la que tenía cuando la conoció. Se sienta junto al lecho, siguiendo órdenes, y escucha unas palabras que surgen de la boca de la matriarca como si de pronto nada nublara su razón.
—Mete la mano por el escote de mi camisón —le pide—. Encontrarás una cadena de oro de la que pende un anillo. Tómalos. Desde ahora son tuyos. Quiero que nunca te los quites. Llegaron a mí tras la muerte de un buen amigo, a quien yo misma se los había regalado. En su interior encontrarás su nombre y sabrás de quién te hablo. Ese ser, dondequiera que esté, velará por ti cuando yo ya no pueda hacerlo.
Teresa condene las ganas de llorar. La habitación está a oscuras. Maria del Roser parece serena, aunque sus manos tiemblan, frágiles, con apariencia de palomas dormidas.
—No va a morirse. Sólo tiene una indigestión —contradice lo que acaba de oír, asustada.
Pero la suegra no la escucha.
—Póntelo —insiste—. Quiero ver cómo te queda.
A pesar de sus reservas, Teresa hace lo que la suegra desea.
—Promete que nunca te lo quitarás.
—Lo prometo.
Al oír estas palabras, Maria del Roser suspira y cierra los ojos. Tiene las manos frías. Teresa las abraza entre las suyas. La suegra respira pausadamente. Cuando Teresa la cree dormida, de sus labios le llega un susurro amortiguado:
—Ya han llegado. Vienen a buscarme.
Teresa comprende que el delirio ha vuelto.
—No falta nadie —añade la mujer, mientras sonríe.
No parece sufrir en absoluto. Sus ensoñaciones parecen agradables.
—Qué bien que estés aquí, Violeta —susurra de pronto—. Te he echado mucho de menos.
Su descanso parece turbado por una exaltación extraña, alegre, inexplicable. De sus labios comienzan a emerger largas tiradas de palabras incomprensibles. Al parecer, réplicas de alguna conversación inexistente en la que Maria del Roser pone al día a un interlocutor invisible de lo que ha ocurrido en los últimos veinte años.
—Ratoncito, amor de mi vida... —son sus últimas palabras inteligibles, antes de dormirse.
Teresa vela su descanso un rato más. Luego se levanta despacio y sale, dejando al servicio la encomienda de vigilar durante toda la noche. Las camareras se turnan para cumplir la orden. A cada rato, una de ellas entra en el dormitorio de Maria del Roser, comprueba que sigue tranquila y sale con sigilo para no despertarla.
Cuando Conchita acude al amanecer para ayudar a su señora en sus rutinas diarias la halla muerta y fría, con una sonrisa beatífica congelada en los labios.
Parece que haga una eternidad que supimos lo que ocurrió aquella atareada Nochebuena de 1932 en que Amadeo llegó a casa ya de noche, silencioso, con una severidad en la mirada que habría estremecido a todos si alguien se hubiera detenido a mirarle. Regresemos a ese momento para dar con la pieza que aún le falta al rompecabezas.
El señor de la casa ha llegado. No trae de vuelta la pistola, pero sí el libro de Gautier, que deja tirado sobre el terciopelo amarillo de los sillones del salón. Luego se refugia en su buhardilla, se descalza, se deja caer en el camastro, con la mirada perdida en las vigas del techo. Así mismo le encuentra Teresa, cuando sube a informarle de lo que ocurre en la casa. Él la escucha imperturbable, con una expresión de desprecio congelada en el rostro. Teresa está tan angustiada por la salud de su suegra que ni siquiera se da cuenta de que algo perturba a su marido. O puede ser que lo haya notado, pero le dé lo mismo. Ya no le teme. Tampoco le admira. Sólo le compadece.
Cuando su mujer sale, Amadeo regresa al obsesivo recuerdo de las palabras que ha oído esta tarde. Es como si en el mundo no existiera más que eso, un puñado de palabras pronunciadas por su amigo Octavio, y esta desazón y esta rabia que ya no le abandonarán nunca. Sabe que el modo en que ahora le atormentan esas palabras malditas es sólo un avance a cómo lo harán el resto de los años que le quedan por vivir.
Cierra los ojos. Odia. Con todas sus fuerzas. A Teresa, por la duda que ha sembrado en su corazón desde hace ya meses y que en las últimas semanas, gracias a los informes de la doncella, se ha visto confirmada. Odia la palidez de su joven esposa, las lágrimas que él no ha provocado. Odia el modo desolado en que le mira desde que también ella duda y se pregunta.
Odia suponer que ella desearía estar en otra parte, entre otros brazos, lejos de él. Odia la honestidad de Octavio, esa segunda piel que nunca ha podido arrebatarle; la sincera derrota con que esta tarde ha respondido a su interrogatorio, su argumentación desarmada y laxa, rendida ante un enemigo que —lo ha reconocido— ha demostrado ser más fuerte que él. Odia la superioridad del contrincante y el ridículo que, siente, ha hecho presentándose ante él.
Evoca la escena por enésima vez. Ha ido al encuentro del amigo y le ha hallado allí donde esperaba hacerlo: su gabinete de la segunda planta, ese despacho de paredes forradas de maderas nobles que fuera de don Eduardo y que ahora lo seguía siendo, en cierto modo, ya que el retrato del fundador presidía la pared principal y vigilaba por encima del hombro todos los movimientos del hijo.
Amadeo ha entrado sin llamar. Octavio se ha sobresaltado, pero no ha dicho nada. Acaso un saludo breve.
—¿No pensabas venir a despedirte de mí? —ha preguntado Amadeo, enajenado.
—Claro. Nunca me iría sin decirte adiós —responde Octavio, con sinceridad.
—Me consta que de Teresa ya te has despedido —replica, y su voz suena a reproche—. Está deshecha.
Amadeo tiembla. Trata de disimularlo escondiendo las manos, pero su labio inferior le delata. Sus ojos, fijos en el otro, brillan con una luz extraña. Octavio trata de buscarle significados a todo esto, pero no lo consigue. Cuando Amadeo deposita sobre la mesa la novela de Gautier, siente que sus sentidos se nublan durante un instante. No comprende cómo puede haber llegado a sus manos. ¿Hay algo que Amadeo sabe y que él ignora?
—Ella te quiere —espeta Amadeo.
Es la última confesión que habría esperado oír en este momento. Octavio abre el mueble-bar y sirve dos generosos vasos de whisky. Le entrega uno a su invitado y bebe la mitad del suyo de un trago.
—Te quiere, maldito seas —insiste Amadeo, dejándose caer sobre la silla.
—¿Te lo ha dicho ella?
—No me hace falta. Lo sé.
—Creo que te equivocas, Amadeo. Sinceramente —replica Octavio, absolutamente convencido de sus palabras.
Amadeo le interrumpe:
—Todo esto no era necesario. El engaño, el cortejo, el plan de huida secreto... Podrías habérmelo dicho, como siempre lo hemos compartido todo, y te habría dejado el camino libre. Esta humillación está de más y no me parece un buen pago, después de tantos años.
El Amadeo que tiene ante sus ojos es para Octavio un hombre casi desconocido. Sólo una vez le descubrió una debilidad como ésta de hoy: aquella noche de hace tantos años en el pensionado de Sarria, cuando planeó vengarse de los muchachos que le habían robado sus dibujos. Aquella noche aprendió algo muy importante con respecto a su amigo: que es capaz de todo. Cuando se siente traicionado, pierde la razón. Octavio está a punto de comprobarlo por segunda vez en su vida.