Habitaciones Cerradas (42 page)

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Authors: Care Santos

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El día de Rodolfo no mejora con estas palabras del honorable conocido, a quien tiene en gran consideración, como el hombre serio y honesto que es.

—¿Robándole, ha dicho? ¿A qué se refiere?

—Según mi hijo, Amadeo pinta a diario desde su llegada al centro. Y muy bien, por cierto. A veces también escribe. A escondidas, claro, porque los padres jesuitas no toleran ninguna distracción de esa clase, menos aún, fuera de las aulas. Su hijo guarda, parece, sus composiciones y sus dibujos bajo el colchón de su camastro. No parece que haya mucha intimidad en esas celdillas donde duermen: los otros descubrieron el escondrijo y se los quitaron.

—¿Quiénes?

—Octavio no ha querido darme sus nombres.

—Entiendo. ¿Y sabe usted si mi otro hijo estaba compinchado con ellos?

—No me ha dicho nada al respecto.

—¿Y qué ocurrió con esos dibujos?

—Todos resultaron premiados en el concurso del pasado fin de semana. Los ganadores recogieron ufanos su trofeo, ¿recuerda? Deberían haber sido todos para Amadeo, al parecer, porque todas eran obras suyas.

Rodolfo trata de recordar los dibujos que adornaban los pasillos del pensionado el pasado domingo. Eran magníficos. Incluso alguien con escaso ojo para el arte es capaz de darse cuenta.

—¿Y recuerda la brillante composición poética sobre la vocación que leyó Juan? —prosigue Eduardo.

Claro que la recuerda. Se había sentido muy orgulloso de que su hijo menor hubiera sido elegido para recitar una obra de su autoría ante todo el colegio. Juan ya les tenía acostumbrados a esas muestras de brillantez, pero aquella vez le pareció que se había superado. También recuerda que Amadeo estuvo taciturno durante toda la actuación y que no dijo nada cuando su madre, aún exultante ante aquella mixtura de ideas elevadas con rimas consonantes, le amonestó cariñosamente:

—A ver si aprendes de tu hermano, cariño, y nos sorprendes un día con unos versos igual de hermosos. Yo sé que tú también eres muy capaz.

Rodolfo abre los ojos.

—Octavio me ha contado que esa composición por la que tanto aplaudimos a Juan era obra de Amadeo. Él mismo le vio escribirla, noche tras noche, en la soledad de su celda —añade Eduardo Conde, con un par de arrugas grises dibujadas en la frente marmórea.

Rodolfo maldice la hora en que asistió a la fiesta dominical del colegio. Si fuera por él, nunca iría a esas horrendas exhibiciones de orgullo familiar mezcladas con falsa hospitalidad religiosa. Como si no bastara con soportar el martirio semanal, cuanto más trata de ahondar en el embrollo, menos clara tiene la postura de cada cual, incluida la suya propia.

En el desfile de los testigos, falta uno muy importante: Juan. Sin embargo, para que la entrevista tenga lugar habrá que esperar a las vacaciones de verano. Las normas del pensionado son estrictas en lo que se refiere al tráfico de alumnos durante el periodo escolar y en este caso le benefician, proporcionándole una suerte de impunidad. No le parece a Rodolfo que esta cuestión deba tratarse por teléfono. A la próxima fiesta dominical del colegio, a la que no piensa asistir, enviará a Maria del Roser con el encargo de preguntar por lo ocurrido, pero ya adivina que no obtendrá ningún resultado.

Cuando por fin el testigo se sienta en el sillón de las visitas —que le viene grande—, lo ocurrido está demasiado lejos y ya no importa a casi nadie.

—Yo no hice nada —son las palabras de Juan.

—El poema que leíste en la fiesta... ¿Era tuyo?

—Sí... —musita, con un hilo de voz.

—Mírame, Juan. Lo que te pregunto es importante. ¿Me das tu palabra de honor? —pregunta el padre, jactancioso, enfrentando la mirada a la de su hijo, demasiado pequeño para cumplir todas las reglas de un interrogatorio tan formal.

Un nuevo susurro:

—Sí...

—¿Y me prometes que no participaste en ninguna rebelión contra tu hermano?

—No... Sí... Yo no... Bueno... ¿Cómo era la pregunta?

—¿Participaste o no, diablos?

—No.

La respuesta es sospechosa de puro lacónica.

Cuando Rodolfo deja a Juan por imposible y le da permiso para abandonar el gabinete, Conchita debe emplearse a fondo para tranquilizar al testigo, que tiembla durante un buen rato por culpa de la severidad del juez y del efecto de sus propias mentiras. Entre hipidos, Conchita consigue entender algunas palabras entrecortadas que la desconciertan:

—Si les descubro, me pegarán. Me lo han dicho.

Conchita le abraza. Se atreve a sugerir:

—¿Por qué no le pides perdón a tu hermano y lo arregláis de hombre a hombre, entre vosotros?

Pero Juan cierra los ojos y finge no escuchar.

Durante las vacaciones veraniegas, los dos hermanos no se miran a la cara y se evitan todo el tiempo. Juan teme encontrarse a solas con Amadeo. Teme su mirada de cristal, su silencio cargado de reproches. Pasa los días en una vigilancia asustada, que Conchita trata de atajar cuando le pregunta:

—Vamos, Juan. Pídele perdón a tu hermano. Nadie, además de nosotros, lo sabrá.

Juan niega con la cabeza, pensando en la reacción de su padre si llega a saber que le ha mentido.

—Yo no hice nada.

El papel de mediadora de Conchita, aunque esforzado, no lleva a ninguna parte.

—¿Puedes imaginar lo mal que lo pasó tu hermano pidiendo perdón a los padres de sus compañeros? Don Rodolfo le obligó a hacerlo, uno por uno, ¡y en sus propias casas! ¿A ti eso te parece justo?

—No se debe pegar —respondía Juan— y él les pegó.

Como último recurso, la niñera intenta hablar con la señora.

—Se equivocaron los dos. No es justo que sólo uno pague los platos rotos.

Maria del Roser no puede hacer nada. Rodolfo está harto del tema y no quiere reabrir el caso. Trata de ser justa cuando dice:

—Amadeo nunca se ha adaptado a ninguna parte. No soporta a nadie.

Antes de que comiencen de nuevo las clases, los señores Lax resuelven de común acuerdo proporcionarle al mayor de sus hijos un instructor personal que se encargue de su educación. Vendrá todos los días y le someterá a un riguroso programa de aprendizaje.

La solución satisface a todos. Juan regresa al pensionado en calidad de héroe de una extraña batalla. Amadeo se recluye en sí mismo más que nunca. Entre los hermanos, las palabras que no se han dicho abren un abismo insalvable. Doña Maria del Roser deja descansar su conciencia. Don Rodolfo olvida el asunto por completo. Caso sobreseído.

La mañana en que Juan regresa al pensionado de los padres jesuitas, Amadeo le cierra el paso en lo alto de la escalera y espeta:

—Nunca te perdonaré. Ni que pasen mil años.

Barcelona, 12 de febrero de 1930

Estimada señora:

Mi primer deseo al comenzar esta carta es felicitarla por su matrimonio, del que tuve noticia por las crónicas de sociedad. Tengo entendido que fue uno de los más brillantes que se han visto en la ciudad en los últimos años, y en el coro de la catedral, qué maravilla. Claro que, vista la belleza de la novia, no podía ser menos.

Le ruego me disculpe el atrevimiento de dirigirme a usted, Teresa. Me temo que esta carta no es portadora de buenas noticias. Tal vez no me odie demasiado si en mi descargo le digo que me estoy muriendo y que estas palabras son el único modo que tengo de liberar mi alma de la congoja terrible que desde hace años me acompaña. Esta molestia llegará a sus manos cuando yo ya no me halle en este mundo. Saberlo me proporciona en estas horas finales la calma que no he tenido desde hace mucho tiempo. Le pido perdón con humildad y —aunque le parezca raro— cariño.

Voy a hablarle como a una hermana, Teresa, pues eso es lo que siento que somos. Al fin y al cabo, hemos compartido algo mucho más íntimo que lo que une a dos mujeres nacidas bajo el mismo techo: el amor hacia un mismo hombre. No se alarme. Sé bien que usted y yo, tanto en esta como en otras cuestiones, no podemos medirnos por el mismo rasero. Para él, yo sólo fui un lujo más de una época de despilfarro y juventud. Cuando le conocí, usted era aún una niña. De la última vez que le vi hace más de nueve años. Nuestros caminos no se cruzaron nunca. No represento ninguna amenaza para usted. Ni para nadie.

Con poco más de veinte años, Amadeo era un patrón deslumbrante.

Tenía esa prestancia de los hombres irreductibles. Yo era una tonta de dieciséis, bonita y ambiciosa, sobre quien de pronto cayó la desgracia de verse pretendida al mismo tiempo por los dos hijos del amo. Usted, que es mujer como yo, y que tal vez se ha visto en situaciones parecidas, sabrá el peligro que entraña esta abundancia. Cometí el error de creerme más que los demás. La vida de obrera de una fábrica de hilados y tejidos —la que mis padres habían llevado siempre— me pareció muy poco de la noche a la mañana. Juan me hablaba de amor, de sentimientos, de futuro, pero Amadeo me habló de fama, fortuna y riqueza. Decidí no renunciar a mis ambiciones, no malgastar mi juventud viendo crecer las bobinas de tejido de algodón, no someterme a nadie, no elegir el camino más convencional.

Fue esa desfachatez mía de entonces lo que hizo que Juan se fijara en mí. Él era distinto, humilde, encantador. No parecía quien era, sino más bien un obrero más, sólo que más listo y más preparado. Sentía por nosotros un verdadero interés, creía que la revolución de los obreros debía realizarse y que era obligación de los patronos comprenderla y propiciarla para terminar de una vez con una vida de privaciones y miseria. Juan paseaba su juventud por las fábricas —tenía dieciocho años—, hacía preguntas a los obreros, tanto a los veteranos como a los más jóvenes, apuntaba las respuestas en un cuaderno repleto de cifras, gráficos y letra menuda. Escuchaba a todos, les dedicaba tiempo y atención.

También fue un avanzado a su tiempo, un clarividente. La primera vez que le vi husmeando por la fábrica me fijé en cómo me miraba. Un par de semanas después me declaró su amor sin condiciones. Yo me mostré fría con él, con esa superioridad de quien es objeto de un amor rendido. Juan fue el primer hombre que me confesó sus sentimientos. El primero que se volvió loco por mí. Y de qué manera. Llegó a conquistarme con su insistencia, con sus palabras elegantes, con sus modos de revolucionario con estudios. Nuestro romance fue inocente y breve, típico de dos jóvenes en igualdad de condiciones que aún no saben nada de nada, ni siquiera de sí mismos. Cuando me dijo que era hijo de don Rodolfo Lax, me reí de él. No le creí. ¡Era tan distinto a los señoritos que había conocido! Y entonces apareció Amadeo.

Nunca vi hombre más distinguido que Amadeo ni tampoco más orgulloso de serlo. Sólo nos hizo una visita, pero su actitud dejó una huella profunda en nosotros. No tenía nada que ver con el señorío campechano de su padre y tampoco con la candidez proletaria de su hermano. El se consideraba el amo, y como tal actuaba. No había un resquicio de duda acerca de lo que pensaba de los trabajadores. Estaba muy por encima de nuestra existencia miserable.

Por aquel entonces yo me pasaba el día canturreando. Mis canciones, la mayoría picaras, gozaban de cierta popularidad entre mis compañeros. Más de uno me había dicho: «Es una pena que malgastes tu talento en estas naves húmedas. Merecerías estar en un escenario.»

Por las noches soñaba con triunfar en los teatros, como lo habían hecho Pilar Alonso, La Fornarina, Raquel Meller o tantas otras, y en viajar con muchos baúles por muchos países y ser aclamada por muchos hombres. No sé adónde me habría llevado la vida si Amadeo no se hubiera cruzado en mi camino. Tal vez me habría casado con Juan y juntos habríamos tenido hijos. Nada me hubiera hecho más feliz que ser madre de muchos chiquillos. Tal vez habría podido abrir una mercería, o un taller de costura; siempre se me dio bien coser. Habríamos llevado una vida decente y sin sobresaltos. Y ahora no estaría aquí, escribiéndole, al borde de la muerte.

Pero Amadeo tenía otros planes para mí, sin que yo haya conseguido saber por qué. ¿Se encaprichó por las buenas de aquella obrera díscola que cantaba obscenidades en su fábrica? ¿De pronto sintió ganas de jugar conmigo, como el gato que persigue al ratón por divertirse? ¿O en su interés tuvieron algo que verlos sentimientos sinceros de su hermano menor? Por desgracia, nunca lo sabré.

Un día me envió a su apoderado, un tal señor Trescents de aire ratonil, que parecía un topo a escala humana. Utilizando un vocabulario muy enrevesado, el hombre me anunció que un empresario teatral estaba dispuesto a hacerme una prueba para su nuevo espectáculo, y que debía darle gracias al amo por la oportunidad, ya que era él quien le había hablado de mí al amigo influyente.

La prueba fue en el Doré, tres días más tarde y a media mañana. El coche del patrón me recogió en la fábrica y me llevó hasta el teatro. Todos en los Hilados y Tejidos me desearon suerte. Mis padres me abrazaron, emocionados, con los ojos llenos de lágrimas. «Lo harás muy bien», me dijeron.

Me había pasado la noche haciendo gárgaras con clara de huevo. Por la mañana afiné la voz como sabía que lo hacían las grandes intérpretes. En el auto de los Lax me sentí más insignificante y sucia que nunca. La audición fue una pantomima absurda. En la platea se sentaban Amadeo Lax y un señor grueso y viejo cuyo nombre no recuerdo. Me pidieron que les enseñara las piernas. Lo hice, con una turbación que mis sueños de grandeza trataron de silenciar.

—Ahora los pechos —dijo el viejo gordo, al verme tan dispuesta.

Me costó mucho abrirme la blusa y hacer lo que mandaban. Me convencieron diciendo que una artista se debe a sus aptitudes pero, sobre todo, ha de resultar agradable a la vista, y ellos no conocían otro modo mejor de asegurar este segundo aspecto que comprobarlo en persona y con la mayor de las profilaxis. Creo que esa fue la palabra que utilizaron: profilaxis. Viciosos aprovechados.

Les enseñé los pechos, claro. Y no continué desnudándome porque se apiadaron de mí y me dejaron abrocharme de nuevo.

—¿No quieren que les cante un cuplé? —pregunté, idiota de mí.

—Si tienes el capricho... —dijo el viejo.

Canté Batallón de modistillas, la canción que más gustaba en la fábrica. Cada vez que la escuchaban, se volvían todos locos. Es así:

Los pollos elegantes

piensan, no es guasa,

seguirnos a las chicas

a retaguardia.

Mas yo pienso decirles,

con gran valor,

que delante estarían

mucho mejor.

Me contrataron sin esperar a que terminara la canción.

—Debutarás en la función de esta noche —me dijo el viejo—. Y cobrarás siete pesetas diarias. ¿Te parece bien?

¿Cómo iba a parecerme? ¡Sólo tenía dieciséis años! En la fábrica cobraba diez pesetas a la semana. ¿Qué muchacha de mi condición no habría aceptado sin pensarlo?

Luego Amadeo me invitó a almorzar al Café Suizo. Dijo que para celebrarlo. Antes me llevó a una modista de la calle Consejo de Ciento, de donde salí transformada en una sofisticada muñeca de seda natural. Fuimos a comer. Yo me sentía como en un sueño.

—Tendrás que vivir en algún lugar más cerca del teatro —me dijo, mientras llenaba de champán mi copa una y otra vez— y, por supuesto, dejar de ver a todos tus novios anteriores. Ahora te debes a tu público.

—¿Novios?-respondí, risueña, traicionando a Juan de palabra y obra—. ¡Si no he tenido nunca ninguno!

Mi respuesta le satisfizo tanto que me besó. Fue un beso como una embestida.

—Necesitas un nombre artístico —dijo—, Montserrat Espelleta no es lo bastante llamativo. Mejor algo más universal. ¿Tienes alguno pensado?

No había pensado nada, pero él lo hizo por mí.

—Ya lo tengo —espetó—. Serás Olympia. ¿Conoces el cuadro de Manet?

Negué con la cabeza.

—Te viene como anillo al dedo. ¿Te gusta?

Me sonaba raro.

—La Bella Olympia —recitó—. Aja. Esa serás, de ahora en adelante. ¡Mi creación!

Amadeo alquiló una habitación para mí en el Cuatro Naciones. Me dejó allí para que descansara y pasó a recogerme por la tarde, para llevarme al teatro. Entre bambalinas, me besó en la frente y me deseó suerte. Me aplaudió desde la primera fila. Mi debut fue un éxito y muy pronto toda la ciudad conoció mi nombre. Me subieron el sueldo a las pocas semanas. Amadeo siempre estuvo allí. Tenía su propio asiento en el Doré y raras veces faltaba a la función. Luego, me invitaba a cenar. Parecía honesto y sus maneras eran las de un caballero. Como cabía esperar, caí rendida a sus pies. No tuvo necesidad de exigirme nada. Yo misma le abrí las puertas de mi dormitorio. Le adoré como nunca pensé que podía hacerse.

La vida de una artista no era fácil en aquellos años. Barcelona bullía de animación, el dinero corría como el agua y por todas partes abundaban los hombres en busca de diversión. La mayor parte de mi repertorio comprendía canciones picaras, de ésas que en otro tiempo se habían llamado «teatro íntimo» y que en los últimos años habían pasado un poco de moda. Yo fui una tardía recuperadora de esa deliciosa tradición. Aunque cantar cuplés con intención en aquellos años locos entrañaba su peligro: muchos espectadores te tomaban por lo que no tenías ganas de ser. Se agradecía tener un hombre cerca, dispuesto a defenderte y velar por ti. Con mi inexperiencia, sin él no habría durado ni un mes en aquella jungla.

Al principio, Amadeo desempeñó su papel con gusto. Compró para mí un piso precioso de la Rambla de Catalunya, donde me visitaba con frecuencia. A veces no regresaba a su casa en varios días. Cuando estábamos juntos, vivíamos en una efervescencia de felicidad y lujo. Incluso me retrató, cubierta sólo por un mantón de Manila, tal y como salía al escenario para cantar Los cuernos de don Paquito. Y se retrató él mismo en la primera fila, admirándome —admirando su obra—, fiel a la verdad de esos días. Esta dulce situación se prolongó durante un año, el único de auténtica felicidad de toda mi vida. Doce meses: lo que tardó él en cansarse de mí. Habría podido preverlo, de tener más experiencia. Antes o después, los hombres se cansan de sus juguetes y los sustituyen. O peor: los comparten.

El primero fue un amigo suyo todo timidez que siempre me trató con consideración. Yo no podía soportar entregarme a otros, pero no me sirvió de nada protestar, ni llorar, ni rogarle que no me obligara a humillarme de esa forma. El disfrutaba presumiendo de mí de ese modo tan mezquino. Al principio me enviaba a sus conocidos más íntimos o a antiguos compañeros de estudios. Luego amplió el círculo a otro tipo de compromisos. Clientes, banqueros... incluso me envió al viejo empresario del teatro. Llegó con ínfulas de propietario. Fui tan desagradable con él que al día siguiente rescindió mi contrato. Amadeo me increpó por ello con dureza, me recordó que no tenía derecho a desairar a ninguno de sus amigos, me amenazó con dejarme. Luego, le sacó partido a la situación: hizo que me contrataran en el Arnau por veinte pesetas al día. Nunca me pidió ni un céntimo del sueldo, pero un día me enteré de que a algunos de mis visitantes les cobraba antes de entregarles las llaves de mi casa. Y a precio de oro, claro. Pasar una noche con la Bella Olympia era un capricho caro, pero en aquellos años de abundancia, para mi desgracia, más de un imbécil podía permitírselo.

Yo apenas tenía veinte años y mucho más dinero del que sabía gastar, pero para mí la vida ya rodaba cuesta abajo. Llevaba una vida de excesos, frecuentaba los mejores restaurantes, gozaba de mucha popularidad, vivía en uno de los mejores lugares de Barcelona, me codiciaban todos los hombres interesantes. En la trastienda de esa vida de esplendor, sin embargo, existía otra realidad: la del consumo exagerado de alcohol y cocaína, la de una humillación tan constante que incluso había dejado de dolerme. No recuerdo cuándo fue la última vez que Amadeo se metió en mi cama. Habló de la neutralidad de España en la guerra. Los industriales catalanes rezaban porque la contienda no terminara nunca, es todo lo que recuerdo. En aquel último encuentro conocí a un Amadeo distinto. Fue rudo conmigo, desagradable. Me hizo daño desde el primer abrazo. Apestaba a alcohol. Con el último estertor del placer, los insultos procaces de otras veces se mezclaron con las lágrimas. Agarrado a mi cuerpo, lloró con la desesperación de un niño pero con la fuerza de un hombre, mientras repetía una y otra vez:

—Perdóname, perdóname, perdóname…

Recuerdo haber sentido miedo al mirarle a los ojos. Ni siquiera hoy sé qué vi en ellos, pero era algo terrible: un desasosiego imposible, de apaciguar.

Puede parecer raro, pero aquella noche intuí su hastío, su falta de interés hacia mí. Y también algo más profundo: su debilidad. Fue la única vez en que atisbé la verdadera fisonomía de quien fue mi protector y mi desgracia. No era el hombre seguro que yo admiré, sino un ser débil que hacía de la impostura su única defensa. Un enfermo de sí mismo.

Cuando, meses más tarde, recibí la visita de su apoderado, en un primer momento le confundí con otra de mis visitas. Me llamó la atención su azoramiento. Sus ojos se movían por mi indumentaria —y lo que escondía— sin saber dónde posarse. Le temblaba la voz. Hasta un rato después no reconocí al hombre-topo. Como la otra vez, sus ojillos miopes y su traje gris aparecían para anunciar un gran cataclismo en mi vida. En esta ocasión venía a echarme de mi casa. El pobre hombre lo pasó fatal hasta que consiguió darme la noticia. No opuse resistencia, ni discutí. Me dio una semana de tiempo. No tuve dificultad para sacarle quince días.

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