Habitaciones Cerradas (33 page)

Read Habitaciones Cerradas Online

Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

—Ah, ya ves... ¿Y qué hace vestida de fulana?

Juan no respondió. Volvió a Violeta, la miró con tristeza y zanjó la visita con un:

—Hay que reconocer que tiene buena mano.

—Pon algo en el gramófono, anda. Para dar ambiente. Allí tienes algunos discos. Está la
Marcha
de Granaderos
y Fernando Calvo recitando
La vida es sueño.
¿Qué hora es? ¿Cómo puede ser que tu hermano no haya dado señales de vida?

Juan consultó la hora en el reloj de la pared.

—Las doce menos veinte.

—¡Jesús y Maria! ¡Hay que traer los canapés! ¡Los invitados no tardarán en llegar!

Los canapés estaban en orden cuando los invitados de la tercera planta comenzaron a dejarse ver, de punta en blanco. Luego tocó el turno a los amigos de juventud del novio: Albert Despujol lucía una tripa que ningún chaleco era capaz de contener, mientras que su señora, la etérea heredera Muntadas, llevaba al cuello una esmeralda capaz de desbordar la envidia de cualquiera. Como buenos melómanos, fueron los primeros que repararon en la música del gramófono.

—Oh, el
Valse triste
de Sibelius, qué original —dijo ella, con los dientes apretados.

Maria del Roser sonrió, nerviosa, arrepintiéndose de no haber supervisado ella misma el programa de entretenimiento. «Habría estado mejor la
Marcha
de Granaderos
», se dijo, pero ya era tarde.

Octavio Conde volvió a despertar los suspiros aletargados de las camareras. Con su chaqué impecable, sus entradas apenas apuntadas, sus ojos claros y su abundante pelo castaño, era la viva imagen de la distinción. Una distinción que su condición de soltero y de millonario acentuaban, aunque al parecer no lo bastante para conseguirle una esposa. Unos años atrás, su fama de crápula había corrido pareja a la de su mejor amigo, hasta el extremo de que el severísimo don Eduardo hubo de intervenir, llamándole al orden. A partir de ese momento, Octavio se concentró en capitanear los almacenes, y su vida disoluta, si es que continuaba existiendo, dejó de estar en boca de todos.

El recién llegado besó las manos de doña Maria del Roser y abrazó fraternalmente al padre Juan. A juzgar por la expresión de su rostro, fue de los pocos que le otorgó a su presencia el valor que tenía.

—Cuánto me alegro de verte, hombre —susurró.

Fue el único que se interesó por cómo le iban las cosas. Pero el padre Juan esquivó lo personal:

—Los alumnos son cada vez más cerriles, señal de que avanzamos hacia alguna parte —bromeó.

Las camareras pasaban con fuentes repletas de bebidas y bocados exquisitos. La langosta despertaba elogios. Maria del Roser era como la reina durante una recepción. Los invitados no dejaban de llegar. Aunque faltaba alguien.

—¿El novio piensa esconderse mucho más o es que se ha arrepentido? —preguntó Octavio Conde.

La viuda de Lax comenzaba a sentir una viva desazón.

—¿Dónde se habrá metido tu hermano? —preguntó, en un aparte discreto, a su segundo hijo.

En ese momento Tatín Brusés atravesó la puerta del salón, envuelta en su nube habitual de perfume de rosas y corrió a besar a la anfitriona. Como solía ocurrirle allá donde iba, su llegada no pasó en absoluto inadvertida. Había elegido un modelito de Jeanne Lanvin, la diseñadora de moda en París, de inspiración china y seda verde, combinado con una capa de fiesta negra y roja. La sombrerera había compensado la ausencia de ala de su casquete con la sobreabundancia de plumas de la copa. También el bolso estaba emplumado y, visto desde lejos y sin mucho cuidado, podía confundirse con alguna especie rara de papagayo.

Aprovechando el revuelo de besos, Juan salió en busca del novio prófugo. Preguntó por él a Conchita, que nada sabía. En la cocina le dijeron que no había desayunado ni se había dejado ver. Subió a la buhardilla y llamó a la puerta. No respondió nadie. Ya estaba a punto de preguntar a los íntimos compañeros de farra de su hermano mayor cuando oyó la llegada de un coche. Se asomó a la balconada del saloncito materno y vio a Amadeo bajar del Citroën, empuñando su bastón de plata y secándose la cara con una toalla. En el asiento de atrás reía a carcajadas una mujer con los hombros desnudos y larga melena rubia. Una mano enguantada asomó por la ventanilla y entregó algo al novio: un espejo. Amadeo se regodeó unos segundos en la contemplación de sí mismo. Luego devolvió el espejo diciendo:

—Un afeitado perfecto, señorita, recuérdeme que otro día que tenga menos prisa contrate de nuevo sus servicios.

Desde dentro del coche, una voz cantarina respondió.

—Otro día te afeitaré otra cosa, palomo.

Julián esperaba, paciente, en pie junto a la portezuela, a que terminara la grotesca función. Amadeo se acercó a él y le dijo algo en voz baja. Juan no pudo oírlo, pero no le hizo falta. Instrucciones para devolver a la chica allá de donde la hubiera sacado. Las cosas hay que dejarlas tal como te gusta encontrarlas.

Amadeo no subió la escalera. El salón estaba invadido de invitados que aguardaban su llegada. Le pidió a Concha que fuera por su chaqué y le dejara vestirse en su cuarto. Cuando salió, su aspecto era inmejorable. Su vieja nodriza había cortado para él una gardenia, que introdujo en el ojal de su chaqué. No le faltaba detalle y todo estaba en su sitio: la leontina de oro, el pañuelo, el sombrero, el plastrón de seda...

—No hagas sufrir a tu madre, Amadeo. Si tardas un minuto más va a darle un soponcio —advirtió Conchita.

El novio subió sin prisa, dispuesto a comportarse como el anfitrión encantador que todos esperaban que fuera.

—¡Ay, hijo, gracias a Dios! Pensaba que habías huido. ¿Se puede saber dónde estabas? ¡Comenzaba a temer que tendría que proponer yo el brindis! —increpó Maria del Roser a su hijo de treinta y ocho años, perdiendo los estribos delante de sus invitados como nunca.

Amadeo salvó la situación. Se quitó un guante, empuñó una copa repleta de dorado espumoso y tranquilizó a su progenitora al decir:

—Estaba en misa de once, madre. Comulgando. Quería emprender el resto de mi vida libre de los pecados del pasado.

Al pronunciar esta frase, los ojos de Amadeo buscaron los de su hermano Juan. Pero éste había salido al patio, a que le diera un poco el aire.

Luego levantó la copa y los campanilleos del brindis pusieron el broche a su vida de soltero. Cinco minutos más tarde, en comitiva, todos iniciaban el camino hacia la catedral.

Seis horas después el servicio se impacientaba esperando la llegada de la nueva señora de la casa. Pero no fue hasta pasadas las ocho que oyeron acercarse los coches de la cabalgata nupcial.

La primera en desembarcar fue Maria del Roser. Esta vez venía acompañada de un tío segundo a quien nunca acertaba el nombre. Lo mismo lo llamaba Leonardo que Norberto, aunque a él no parecía molestarle en absoluto. Tenía los pies hinchados y ese aspecto de derrotada felicidad que llega al final de los días memorables. Detrás de ella iban Conchita, ufana como una gansa que acaba de ver al pollo más torpe de la bandada levantar el vuelo. Y en último lugar, los novios. Él, sobrio, contenido, despertando a su paso el llanto de las criadas. Ella, de una belleza tan deslumbrante que en su presencia todos se quedaban paralizados.

—Aquí tenéis a la nueva señora de la casa —dijo Maria del Roser, poco amiga de sermones, a sus criados—. Desde hoy, delego con gusto en ella mis funciones.

Uno por uno, todos los miembros del servicio fueron presentados a la nueva señora Lax:

—Julián Montull, nuestro cochero. Digno sucesor de su padre, quien ya nos prestó un servicio excelente.

—Señora... —el hombre inclinó la cabeza.

—Vicenta Serrano. Sus manos valen millones. Es nuestra cocinera.

—Bienvenida, señora Lax.

—Carmela y Aurora, nuestras camareras.

Dos reverencias mudas antes de pasar al siguiente.

—Higinio, encargado de mantenimiento. Es decir, de todo.

Higinio extendió la mano, muy formal. Teresa se la estrechó, un poco cohibida.

—A Conchita ya la conoces. Tanto sirve para un roto como para un descosido. Ha sido nodriza de tu marido, niñera de todos, incluida yo misma, y desde que falta Eutimia, gobernanta... A veces pienso que la señora de la casa es ella.

Conchita se ruborizó. Su situación de privilegio había quedado lo bastante demostrada al ser ella la única sirvienta con permiso para asistir a la boda.

Al llegar a la última estación, Teresa se agachó, esgrimió una sonrisa dulce que dejó al descubierto dos hileras de dientes perfectos e hizo sonar su voz por primera vez:

—¿Y quién es esta niña tan preciosa?

La criatura se escondió tras las faldas de Vicenta.

—Es Eulalia, señora. Nuestra hija —dijo Julián, agarrando a la niña de un brazo y obligándola a presentarse ante Teresa.

—Nosotros la llamamos Laia. Así, en catalán. A Julián el castellano le cuesta un poco... —se justificó Vicenta.

—Laia es un nombre precioso —repitió Teresa—. Te hemos guardado algo, ¿verdad Conchita? —La niñera le entregó un diminuto paquete de tul—. Es para ti. ¿Te gustan las peladillas?

Laia extendió la mano, con la cabeza gacha, mirando a la recién llegada de arriba abajo.

—Dale un beso a la señora en la mano —ordenó la madre.

La niña se retrajo más aún.

—Obedece —espetó Julián, con voz poco amistosa.

Empujada por el cochero, Laia avanzó un paso. Con una mano apretaba las peladillas que acababa de recibir cerrando tanto el puño que el envoltorio se le clavó en la piel. Teresa se quitó el guante de raso. A toda prisa, como quien apura un mal trago, Laia depositó un beso sobre el dorso de la mano de la nueva y joven señora.

—Buena chica —evaluó Maria del Roser—. Y ahora, todos a descansar. Mañana habrá tiempo de conocerse mejor. Además, esperamos la llegada de una camarera nueva. ¿Cómo se llamaba, hija mía?

—Antonia —repuso Teresa.

—Eso mismo. Antonia. Se encargará también de la plancha y la costura. Mañana le haremos un sitio. Ahora, en catalán o en castellano, ¡todos a la cama!

Amadeo pasó frente a los criados sin pronunciar palabra.

—¿A qué hora desea que sirvamos mañana el desayuno, señora?

Maria del Roser Golorons hizo como que no oía y continuó escaleras arriba. Amadeo la siguió, tan ajeno como ahora su madre, aunque para él no era ninguna novedad. Teresa se detuvo, vaciló, miró a Vicenta, que había formulado la pregunta.

Estaba un poco pálida, pero a todos les pareció normal, en su noche de bodas.

—A la hora acostumbrada estará bien —repuso.

Y comenzó a subir las escaleras arriba.

En cuanto las puertas de las habitaciones engulleron el rumor de la llegada de los señores, el servicio se enfrascó, entre bisbiseos y risitas, en la evaluación de la nueva señora Lax.

—¡Qué vestido tan bonito!

—Ella está un poco verde.

—Sí, pero es preciosa.

—¿Tal vez demasiado joven para él?

—¿Cuántos años tiene? ¿Veintitrés?

—Qué va. Tiene veintiuno.

—¡Válgame Dios!

—No sabrá llevar la casa.

—¿Qué creéis? ¿Estarán ya consumando el matrimonio?

Sólo Laia y Conchita no pronunciaron palabra. La primera había sacado las peladillas de la bolsa y jugaba a alinearlas sobre la superficie de la mesa. La segunda se cansó de escuchar malicias y se fue a su habitación refunfuñando:

—Acaba de llegar, pobrecilla. Dejad que aprenda.

Conchita pasó una noche de perros. Lo achacó a una docena de buñuelos de bacalao cuyo recuerdo fue haciéndose más asqueroso a medida que avanzaba la vigilia. Mucho después de la medianoche, oyó pasos que bajaban la escalera. Un coche esperaba fuera, pero no sonaba como ninguno de los de la casa. Aguzó el oído: entre risas, una voz alegre poco acostumbrada al disimulo, dijo:

—He traído la navaja de afeitar, palomo.

Conchita negó con la cabeza varias veces. Sintió una marea nauseabunda que le subía por el estómago, se levantó a toda prisa y llegó justo a tiempo de vomitar una masa espesa de hedor vagamente marino en la pila del aguamanil.

De:
Violeta Lax
Fecha:
6 de abril de 2010
Para:
Arcadio Pérez
Asunto:
Valérie Rahal

Aquí estoy de nuevo, mamá, con muchas novedades.

Mañana llegan Fiorella y Silvana. El MNAC ha organizado una rueda de prensa para dar a conocer el legado. Como pensaba, todos quedaron impresionados con la calidad de los cuadros y su evidente originalidad dentro de la obra del abuelo. La directora redactó un informe muy positivo de la calidad de las pinturas y recomendó al Patronato su adquisición, para lo cual debían acatar las condiciones testamentarias. El resto ha sido cosa de los abogados y de los vaivenes de la Generalitat, que de pronto ha vuelto sobre sus pasos y ha decidido hacer de la casa de la familia un museo-sección. Es decir, una especie de prolongación de su sede principal, pero alojado en otro edificio. De modo que Eulalia Montull ha conseguido de un plumazo lo que el bueno de Arcadio y yo misma llevamos toda la vida batallando. Espero que esta vez me dé tiempo de charlar con Fiorella acerca de su generosa madre. Hay muchos detalles de esta historia que siguen sin encajar. Y mi conocimiento del pasado familiar es tan escaso que apenas puedo aportar nada al lío.

Ayer volví a ver a Paredes. Me llamó para informarme de que las cosas de Teresa seguían en el laboratorio y que debía hacer algo con ellas. Le cité en el Zúrich. Me entregó una bolsa de plástico con el par de chinelas marchitas, dos pedazos de tela ribeteados de corchetes, la placa grabada con el nombre de Dickens y la cadena de oro con la alianza. Me explicó que el gato lo habían tirado a la basura y opiné que habían hecho lo correcto. Allí mismo me puse el colgante (y lo sigo llevando). Cada vez que contemplo el nombre de Francisco Canals Ambrós grabado en el interior del anillo me pregunto qué importancia tendría esa alhaja para la abuela, si es casual que la llevara puesta cuando murió o —más aún— si tuvo ese pedazo de oro algo que ver con su asesinato. No creo que a un hombre nacido en 1889 le hiciera ninguna gracia que su mujer fuera por ahí con el nombre de otro colgado al cuello. Me formulo un montón de preguntas y me resigno a la falta de respuestas. Por mucho que rastree la memoria de Teresa por las hemerotecas, hay una parte de su verdad que nunca sabremos. Que tal vez nunca supo nadie.

Paredes también me preguntó por papá. Le expliqué que justo la noche anterior habíamos celebrado nuestra cena de despedida. Por la mañana, temprano, él y Amélie regresaron a Aviñón.

«Menudo personaje, tu padre», dijo.

La cena fue en el Set Portes, elección de papá. Llegaron tarde, cuando yo ya estaba considerando el marcharme. Dijeron que habían pasado la tarde en las boutiques del Paseo de Gracia, gastando una fortuna. Ella llevaba en la muñeca un reloj Cartier nuevecito, que no creo que pagara con su sueldo, precisamente. Papá estaba espectacular. No como siempre: más aún. Se había hecho la manicura y teñido el bigote, olía a loción de afeitar, llevaba el pelo engominado. Hacía tiempo que no le veía tan guapo, ni tan pletòrico. Será Barcelona, como él dice, que le tonifica. En plena cena, y sin que viniera a cuento, me preguntó:

—¿Eres feliz, hija?

Le dije que sí, que lo era, aunque con moderación, como todo el mundo, porque al fin y al cabo nadie es capaz de mesurar la felicidad.

—¡Tonterías! —contestó—. La felicidad es tan mesurable como el límite de una tarjeta de crédito. ¿Sabes quiénes son los más felices de Europa? Los nórdicos. O, por lo menos, eso dicen ellos. Sorprendente, ¿verdad? Y los más infelices son los búlgaros. Hay varias teorías, pero yo creo que se debe al festival de Eurovisión. ¿No te has fijado? Los pobres búlgaros siempre dan muchos puntos a sus vecinos y a ellos no los vota nadie. En cambio los españoles ni fu ni fa, sólo somos felices por encima de la media. En el fondo, no está tan mal, porque en Eurovisión no somos lo que se dice unos fieras. Ah, y quienes viven en pareja son más felices que los que viven solos. Para que luego se diga que la vida conyugal es fuente de conflictos.

Esta última frase la dijo mirando a Amélie con ojos de niño travieso. Ella sonrió, más como una madre que como una asistente, y continuó comiendo. Tal vez pensaba en el Cartier.

Durante la cena, Modesto dejó caer algunas de esas bombas con que le gusta aliñar las conversaciones. Dijo que está pensando en vender la casa de Aviñón y trasladarse a vivir a Barcelona. Me invitó a pasar a visitarle para elegir lo que quiera de su casa porque, según dice, «de todas partes salen trastos que no necesito». Le pregunté qué pasaría con la universidad, con sus conferencias, sus cenas con viejos profesores tan jubilados como él, con el festival de teatro, con Brecht... en fin, con todo lo que ha sido su vida todos estos años. ¿Sabes qué dijo?

—Todo eso, de repente, me importa un carajo.

Me atreví a sacar el tema de mi investigación sobre Teresa. Le expliqué que estoy teniendo poco éxito, que por ahora lo más valioso que he encontrado han sido los recortes de la caja de galletas. Le dije que Teresa Brusés había sido activista de una de esas asociaciones espiritistas que tanto se avanzaron a su tiempo, surgidas a finales del siglo XIX, pero que a ella le tocó lidiar con las vacas flacas y enfrentarse a las burlas de casi todo el mundo.

—¿En serio? —papá arqueó una ceja—. Vaya...

—En realidad lidió con los últimos estertores del espiritismo, porque la Guerra Civil lo prohibió y cuando las organizaciones resucitaron, a últimos de los años setenta, sus avanzadas ideas de otros tiempos parecían momificadas.

Le expliqué que, en sus buenos tiempos, los espiritistas europeos fueron muy influyentes y que contaron entre sus filas con primeras espadas como Arthur Conan Doyle o Victor Hugo. Conseguí despertar su interés. Me pareció un milagro.

—¿Tienes información sobre eso? —me preguntó.

Quedé en enviarle una copia de los recortes, y algunas cosas más. No me quedó muy claro si su interés lo había despertado el espiritismo o Teresa, pero igualmente, era un logro. Me facilitó un correo electrónico.

—Amélie me ha enseñado a usar Internet. ¡Estoy descubriendo un mundo!

Pensé que una asistente que logra introducir a un dinosaurio como papá en el mundo de la tecnología, bien merece un reloj de marca.

Pero la cosa no acabó ahí. No vas a dar crédito. De pronto, me soltó:

—Ya sabes que no me gusta hablar de mi padre, Violín. Siempre fue un extraño para mí. Ni siquiera le guardo rencor. Tendría sus motivos para vivir como lo hizo, pero a mí no me interesan lo más mínimo. Por si te sirve de algo, no me resulta impensable que matara a su mujer. Tampoco me sorprendería saber que fue un criminal de guerra o uno de esos médicos nazis que experimentó con seres humanos, aunque era demasiado ególatra para eso. Y hacia Teresa, pobre criatura, sólo puedo sentir lástima. Cayó en malas manos y fueron malos tiempos. A saber qué ocurrió en realidad. Creo que tu investigación honra su memoria, y en cierto modo restituye lo que pasó. Me hubiera gustado llevarla a cabo yo mismo, pero debes comprender que no me sobra tanto tiempo como para emplearme en cosas tan tristes. Voy a dedicar el que me queda a ser lo más nórdico posible, si no te importa. Lo demás, como siempre, lo dejo en manos más diligentes, además de más hermosas: las tuyas.

Me habría levantado a aplaudirle. En lugar de eso, dejé caer un beso en su mejilla recién afeitada y me enjugué una lágrima. Amélie también lloraba. Creo que la escena espantó a un camarero poco dado a las intimidades que convoca la buena comida.

Fue un digno final de fiesta, que deseaba compartir contigo.

Emocionada y exhausta, tu

Vio

Other books

Without a Trace by Nora Roberts
Last Words by Jackson Lear
Beyond Armageddon V: Fusion by DeCosmo, Anthony
Hard Man by Allan Guthrie