»Al fin, cumplida mi obligación de informarle de estos tristes sucesos, sólo me queda reiterarle mi pesar de todo corazón. Su padre fue para nosotras una referencia, un consejero y un amigo. Sabremos pagarle tanta generosidad a través de usted y los suyos, si alguna vez lo estiman necesario. Dios nos proteja y nos muestre el camino. Con afecto de amiga, madre Maravillas.»La lectura dejó a Amadeo tan absorto que ni siquiera oyó llegar a Conchita. De pronto levantó los ojos y halló a su antigua nodriza detenida en el umbral del gabinete, con los ojos húmedos y las manos en las mejillas.
—¡Virgen Santa, qué cambiado estás! —exclamó.
—Entra y cierra la puerta, por favor —le pidió él, doblando cuidadosamente la carta de la religiosa para devolverla a su sobre.
La niñera quedó muy impresionada por la entereza y la naturalidad con que Amadeo asumía las riendas de la casa. Contaba sólo diecinueve años, los mismos que tenía ella cuando llegó, pero su gesto era seguro y una áspera severidad había borrado por completo los ademanes del adolescente esquivo que fue hacía tan poco tiempo. Desde una distancia mayor a la que marcaba la mesa, Amadeo preguntó:
—¿Cómo estás, Concha?
La mujer rompió a llorar. Llevaba demasiadas horas soportando aquel nudo en la garganta.
—Es horrible —musitó, agarrándole la mano.
Amadeo no rehuyó el contacto ni devolvió la caricia. Se limitó a dejar la mano donde estaba. Y a decir:
—Cuéntame.
—La última vez que vimos a tu padre fue el domingo. Regresó a Barcelona para atender sus asuntos, como cada semana, antes del anochecer. Hasta el miércoles no supimos lo que estaba ocurriendo en la ciudad. Tu madre tuvo una corazonada, algo así como una premonición. Bueno, ella dice que fue un aviso de alguien que la guarda de mal. Telegrafió a tu padre. Maldijo veinte veces su decisión de no instalar un teléfono en la finca de Caldes. Pasó el jueves entero preguntando a todo el que regresaba de la ciudad. Por la noche decidió salir con las primeras luces del nuevo día. Lo preparó todo para ir hasta Mataré en diligencia y allí tomar el tren. Pero no fue necesario: a primera hora llegó Felipe con la noticia. Durante todo el camino, tu madre conservó la esperanza de encontrar a don Rodolfo con vida. Se dirigió lo primero al convento de las Jerónimas, pero en su lugar sólo encontró los restos de una gran hoguera. Una vez en casa, se encerró en la biblioteca y se negó a ver a nadie. La hemos oído llorar casi todo el tiempo. No podíamos entender lo que estaba ocurriendo, por qué no le buscaba por los hospitales, por qué no preguntaba a nadie por él.
—¿Alguien ha avisado al padre Eudaldo?
—Estuvo aquí esta mañana, hablando con ella, pero se marchó muy disgustado, asegurando que nada puede hacer contra herejías tan manifiestas.
—¿Herejías? Sospecho a qué se refería.
—Tu madre está convencida de que un espíritu vela por su bien desde el más allá. No es uno inconcreto, sino alguien que, antes de morir, le prometió comunicarse con ella.
—Comprendo —repuso Amadeo, tan disgustado como don Eudaldo—. ¿Y puede saberse quién es ese ángel protector?
—Se llamaba Francisco Canals Ambrós. Murió hace algunos años, creo que diez. Sólo que últimamente tiene motivos para estar agradecido a tu madre.
Amadeo lanzó una mirada interrogante.
—Es gracias a ella que su cadáver ha sido trasladado. Desde una tumba incomodísima, en un sexto piso, hasta otra a nivel de suelo. Mucho mejor así.
—¿Ahora se preocupan los difuntos por la comodidad de las sepulturas?
—En este caso, la ventaja no es para el difunto, sino para sus feligreses. El muchacho era un portento en vida y hace milagros después de muerto. Dicen que todo lo que se le pide, se cumple.
—¿Qué clase de milagros?
—De todo tipo. Tiene muchos fieles. Su tumba está siempre rebosante de ofrendas y regalos. Deberías verla. Pero hasta que tu madre y don Octavio consiguieron trasladarla, los pobres creyentes no podían adorarle en condiciones.
—¿Y tú cómo sabes todo esto, si puede saberse?
—¡Anda! ¡Porque le conocí! Era un joven muy curioso. Murió de repente, nadie sabe de qué. Le costaba hablar, al pobrecito, de tan humilde como era. Y también estuve presente el día del traslado de sus huesos, pobrecillo, qué lástima me dio verle tan consumido.
—¡Ya basta, Conchita! ¡Todo esto es un puro disparate! —vociferó Amadeo, perdiendo la paciencia—. Yo sólo quiero saber cómo está mi madre.
Concha hizo una pausa. Miró la pila de correspondencia que se amontonaba sobre la mesa.
—No ha querido comer. Sólo tiene ganas de estar encerrada en la biblioteca, a la luz de las velas. Dice que necesita despedirse.
Esta última frase la pronunció la mujer entre sollozos. Amadeo intentó ver las cosas de un modo positivo.
—No te preocupes, Conchita. Todo volverá a su cauce. Haremos que mi madre salga de la biblioteca y celebraremos un funeral por mi padre.
—Ya, pero no sabemos qué ha sido de sus despojos.
—Yo me encargo de eso, no te preocupes.
La niñera suspiró, aliviada. Se diría que parte del color de sus mejillas regresó en aquel instante. Había vuelto el hombre de la casa, decía con sus gestos, ya no había que temer ninguna deriva. El barco volvía a tener capitán.
—Encárgate de comprar algo suculento para la cena de esta noche. Un buen menú para dos personas. Que Felipe te acompañe. Las calles no son aún seguras para una mujer sola.
Conchita se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—De acuerdo, señor —dijo, con cierto deje de orgullo—. Gracias a Dios que estás aquí.
Amadeo pensaba exactamente lo mismo. Antes de que la niñera se marchara, añadió:
—Me ha parecido que los muebles de las habitaciones aún tienen sus fundas puestas.
—Así es. No hemos tenido ánimos para retirarlas.
—Hazlo cuanto antes. Es deprimente. Parece que los muertos seamos nosotros.
Con pulso firme, Amadeo buscó la pluma de su padre en el primer cajón. Sacó papel timbrado y se dispuso a escribir. Desde la fotografía de la repisa, su padre parecía aprobar sus actos, por primera vez en su vida.
A las ocho y media en punto, el heredero llamó a las puertas de la biblioteca. Como había previsto, no contestó nadie. Intentó abrir, pero estaba cerrada con llave desde dentro.
—Madre, la espero para cenar dentro de cinco minutos. Le ruego que me acompañe.
Contra lo que Conchita había creído, doña Maria del Roser bajó a cenar. Encontró la mesa vestida con un mantel de hilo y arreglada con la sencillez esperable de un momento tan triste. A pesar de todo, los cubiertos habían sido abrillantados y en las porcelanas no había ni una mota de polvo. El rosbif y su guarnición eran los únicos que lucían pletóricos.
Para la ocasión, Amadeo Lax había preparado un discurso delicado e imperativo con el que pretendía hacer entrar a su madre en razón, poner algo de orden en la casa e informarla de ciertos detalles que no creía tolerables. Comenzó por lo más fácil:
—He mandado traer a Juan y Violeta. No tiene sentido que permanezcan en Caldes estando de duelo la familia. En cuanto a nosotros, hay ciertas cosas que debemos hacer sin demora, madre. Padre merece una despedida como Dios manda, a la altura de nuestro apellido. Por lo pronto, he pensado en encargar a algún artista de renombre una escultura de mármol con que coronar el panteón familiar. Me gustaría que fuera un ángel. Últimamente están muy de moda. Tengo la intención de declarar una jornada de luto oficial en todas nuestras empresas. —Hizo una pausa para calibrar el efecto de sus palabras. Maria del Roser le miraba con fijeza, sin expresar conformidad, pero tampoco disgusto—: La esquela oficial se publicará el viernes en los periódicos.
La Vanguardia
y el
Diario de Barcelona,
naturalmente. Es lo mejor para que todo el mundo lo sepa. He pensado que el sábado es un buen día para oficiar una misa. Pensaba encargarle la homilía al padre Eudaldo. Si necesita usted ropa de duelo, Felipe y Concha pueden ir por ella esta misma tarde. Las calles comienzan a estar más tranquilas, pero preferiría que ni Violeta ni usted salieran aún de casa, a menos que sea imprescindible. Y en cuanto al cuerpo... —Maria del Roser levantó la mirada en medio de un silencio indescifrable—. Voy a mandar que lo trasladen al panteón de la familia. Por curiosas circunstancias que no vienen al caso, he podido saber dónde ha sido enterrado padre provisionalmente y...
—En el claustro del convento de Montesión —dijo Maria del Roser— y me parece estupendo.
Este comentario descentró al heredero, quien no logró comprender de qué modo podía disponer su madre de ese dato. A pesar de todo, habría retomado el hilo si Maria del Roser no le hubiera espetado:
—No pienso ir al funeral de tu padre, Amadeo. No tengo nada que hacer allí.
Amadeo endureció las facciones.
—¿No piensa dar a su marido el último adiós?
—Claro que sí. A mi modo.
Conchita entró en el salón para servir el agua. De inmediato se dio cuenta de que su presencia creaba un silencio gélido entre madre e hijo. Se apresuró a terminar y salió de la estancia. En cuanto lo hubo hecho, Amadeo volvió a la carga.
—¿Y cuál es ese modo, si puede saberse? ¿Una de esas sesiones suyas de espiritismo? ¿Piensa tal vez en invocar el fantasma de padre?
—Te ruego que no hagas burla de mis creencias, hijo. En este momento tan funesto me están siendo de gran ayuda.
—¡Sus creencias son ridículas, madre, además de motivo de burla en el mundo entero! ¿Es que no lee usted los periódicos?
—Por supuesto que sí. Incluso escribo en ellos. —El tono de la conversación comenzaba a ser poco moderado.
Amadeo soltó una carcajada burlesca.
—¿Llama periódicos a esos panfletos cargados de supersticiones y falsas teorías científicas? ¿Cree que el mejor modo de despedirse de padre es encomendarse a ídolos de cartón piedra?
Maria del Roser no contestó. Respiró profundamente. Amadeo cortó un pedazo de carne y lo masticó con calma.
—No perdamos el tiempo con discusiones que no llevan a ninguna parte, madre —continuó—. Deberíamos llegar a un acuerdo sobre qué contamos de la muerte de padre.
—A nadie importa eso.
—La prensa preguntará. Y los amigos también.
—Les diremos que acudió a ayudar a sus amigas las jerónimas y que sufrió el ataque cruel de unos desalmados.
Amadeo dejó de masticar. Entornó los ojos.
—¿Ha hablado usted con alguna de las hermanas?
—No.
—¿Conoce a sor Maravillas?
—No, aunque me gustaría. —Maria del Roser intentó esbozar una sonrisa—. Se tomó muchas molestias que quisiera poder agradecerle.
—Se tomó muchas libertades, diría yo.
—¿Por qué lo dices? ¿Por el entierro? Ah, no te preocupes por eso. Tu padre se encuentra muy a gusto allí. Después de todo, armó y desarmó esas piedras varias veces. Son como su propia casa.
Amadeo no dio crédito a lo que acababa de escuchar. Iba a decir algo cuando su madre prosiguió.
—Lo del panteón familiar y la estatua no es una buena idea. Tu padre no creía en ángeles. Estará mejor con sus monjas.
Amadeo meneó la cabeza, confuso.
—Todo esto me parece fuera de lugar.
—Es normal, hijo. Pero no importa. Quiero que sepas lo mucho que valoro la prisa que te has dado en regresar de Italia. Y también tu interés por mantener el nombre de la familia en medio de esta desgracia. Supongo que, como yo, eres de la opinión de que las cosas deben normalizarse lo antes posible. —Maria del Roser apartó el plato intacto, bebió un sorbo de agua y prosiguió—: Me he permitido escribir al señor Trescents rogándole que venga mañana. Es mejor que te ponga al tanto de los pormenores de la herencia de tu padre. Por desgracia, yo no podré acompañarte. La terminología legal me marea. Tendrás, como corresponde, libertad para todo, pero te ruego que dejes a un lado las chiquillerías de otro tiempo y tengas en cuenta a tu hermano. Será un buen lugarteniente para ti. Y un ayudante fiel, estoy segura. También deberías empezar a pensar en contraer matrimonio, ahora que lo tienes todo a tu favor para despertar el interés de las mejores familias de la ciudad.
Amadeo boqueaba desde hacía unos segundos, impaciente por decir algo. Cuando la madre se detuvo a respirar, no desaprovechó la oportunidad.
—¿Me ha parecido oír que padre prefiere el claustro de las monjas al panteón de la familia?
—Sí, hijo.
—¿Cómo puede saber algo así?
—Lo sé y ya está, hijo. No preguntes lo que no quieres saber.
—No pensará que él puede comunicarse con nosotros, ¿verdad? ¿Es padre quien, según usted, no quiere ir al panteón?
—¡Otra vez con el dichoso panteón! ¡Deja ya el tema, hijo! Es un asunto zanjado. Te hablaba de tus obligaciones como heredero. Eso sí es importante.
Amadeo pinchó una patata, la bañó en la salsa, se la llevó a la boca. Sólo después de masticarla largo rato y tragarla accedió a lo que su madre le pedía.
—Madre, no sé si deseo dirigir las Industrias Lax —dijo.
—Y el imperio Golorons, hijo. No olvides los frutos del esfuerzo de tu abuelo, que ahora también están en tus manos.
El joven heredero se removió en la silla. Ante la energía de su madre, su firmeza se desvanecía. Aunque era demasiado orgulloso para no disimular. Trató de añadir algo, pero Maria del Roser se adelantó.
—Resulta evidente que tienes buena mano para la pintura, y lo celebro. Cultiva ese don, si lo deseas, pero no te olvides de honrar el apellido de tu padre cuidando de su patrimonio, que no sólo comprende inmuebles, patentes, balances anuales y demás complicaciones. El habría deseado que también te hicieras cargo, y sobre todo, de los trabajadores. Tu padre se enorgullecía de conocerlos a todos, uno por uno, y son más de cinco mil.
—¿No ha pensado que tal vez fueron los trabajadores quienes le tendieron la trampa mortal?
Maria del Roser apartó la idea con un manotazo.
—¡Bah, estupideces! Quienes le traicionaron no le conocían de nada. O sólo lo justo para detestarle: sus traslados de conventos, sus amistades influyentes, su fortuna... Fueron contra él igual que contra los religiosos: por costumbre. En esta ciudad las cosas funcionan así, ¿no lo sabías? A la mínima protesta contra una injusticia, todos salen corriendo a quemar conventos y a matar ricos.
—Se niega a ver la verdad, madre. Los obreros nos consideran sus enemigos.