Habitaciones Cerradas (25 page)

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Authors: Care Santos

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Durante la semana que siguió al anuncio de la nueva etapa escolar, Concha lloró todas las noches. Esperaba que Amadeo se durmiera para dejar correr sus lágrimas. No le servía de nada decirse a sí misma que un niño de su condición debía estudiar, que ya lo había disfrutado mucho más de lo que habría sido esperable y que ahora debía dejarlo ir a convertirse en aquello que sus padres esperaban de él. No hacía más que pensar que la mejor etapa de su vida estaba tocando a su fin. Y por dentro sólo podía repetirse: «Tonta, tonta, tonta...»

En la casa nueva, las rabietas de Amadeo se convirtieron en algo mucho más preocupante. El detonante, o uno de ellos, fue el cuarto para él solo. Era una habitación preciosa, nada infantil, con una ventana que daba al patio de atrás, un escritorio, una librería y un montón de cosas más que él no deseaba.

Más bien al contrario, su nueva vida de chico mayor había desterrado de cuajo su única gran pasión: el dibujo. Hasta ese momento todos habían visto con buenos ojos su interés por emborronar álbumes y más álbumes con sus ceras de colores. Era capaz de invertir horas en ello a diario, además de cantidades ingentes de papel. Maria del Roser incluso bromeaba con el asunto:

—¿Más papel, hijo? Necesitas más tú solo que todos los contables de tu padre juntos. ¡Vas a llevarnos a la quiebra!

Pero ahora parecía que aquello de dibujar no era apropiado y su madre le había encargado a Conchita que procurara que el primogénito «no se pasara el tiempo haciendo monigotes» y lo decantara hacia la lectura, que creía más provechosa. Conchita, como en todo, procuraba seguir las instrucciones recibidas, pero cuando de vez en cuando necesitaba alguna argucia para hacer sonreír a su niño difícil, le susurraba al oído:

—¿Buscamos una hoja y me haces uno de esos retratos tan preciosos?

Siempre funcionaba. Cuando Amadeo le traía el dibujo, orgulloso como un Leonardo, le preguntaba:

—¿Lo guardarás para siempre en tu caja de galletas?

Conchita le decía que sí, pero luego —con gran dolor— lo hacía trizas y lo arrojaba a la basura, por miedo a que la señora descubriera la conspiración. Con todo, logró conservar algunos. El que más le emocionaba era el primero: un palitroque para el cuerpo, una esfera coronada de garabatos para la cabeza, dos manos grandísimas con dedos como chorizos y una sonrisa que se salía del óvalo de la cara. Con sólo cuatro años, Amadeo supo captar lo feliz que era cuando estaba con él. Con lágrimas en los ojos, Conchita le dijo:

—Lo voy a guardar para siempre en mi caja de galletas.

—¿Hasta que seas vieja? —preguntó él.

—Hasta que sea muy vieja.

—¿Y entonces todavía me querrás?

—Sí, cielo. Entonces todavía te querré.

Pero todo eso era de mucho antes de la mudanza. Ahora la escena era otra.

La primera noche en la casa nueva fue el primer desastre. Amadeo recorrió el pasillo, descalzo y aterido, para entrar en el cuarto de sus hermanos y buscar a la nodriza. De nuevo encontró a Juan durmiendo con Concha. Amadeo tuvo uno de sus ataques de rabia y temiendo que ocurriera como la otra vez, ella terminó por acogerlo también y dormir con ambos, en una cama cuyas dimensiones le permitían ser algo más hospitalaria. Por la mañana habló con Amadeo. Intentó hacerle comprender que debía comportarse de otro modo.

—Ya eres mayor, Tito. Dentro de nada te dará vergüenza venir a mi cama. Ya no necesitas niñera, lo cual es una suerte para ti, ¿no lo sabías? Podrás hacer cosas de persona mayor. Todo lo que tú quieras.

Pronunció estas palabras con el corazón desgarrado. Amadeo asentía, inquieto.

—¿Ahora quieres más a Juan? —preguntó con un hilo de voz.

Conchita le agarró con fuerza y le estrechó contra su pecho.

—¡Ay, criatura, no me hagas responderte a esa pregunta!

La llegada de las vacaciones estivales representaban un gran revuelo y una gran felicidad. El primer anuncio de la estación era la llegada del zapatero, acompañado de un aprendiz que cargaba con un baúl enorme. Los niños desfilaban por los sillones del salón, en riguroso orden de edad, para probarse con paciencia los modelos de la temporada, que el aprendiz iba sacando ante sus ojos. Tras aquella visita, quedaban grandes y pequeños abastecidos para las excursiones que se avecinaban, y también para las navegaciones y los paseos por la playa.

El sombrerero era el siguiente. Traía un cargamento de tocados de paja italiana, frescos y livianos, apropiados para los meses de calor. Para los caballeros —y en esa categoría estaban momentáneamente incluidos Amadeo y su hermano Juan—, alas anchas que les protegieran los ojos del sol. Para las damas, pamelas adornadas con cintas, flores o pájaros. Y una vez tocadas todas las testas, comenzaba el traslado de personas y cosas. Los primeros en marcharse siempre eran los criados. Lo hacían en batallón con el cometido de preparar la casa para la llegada de los señores. Por supuesto, Vicenta se quedaba en la ciudad hasta el último momento y delegaba en una camarera instruida la puesta a punto de los fogones veraniegos.

Los niños, en compañía de Conchita, hacían el viaje en el coche de la familia, conducido por Felipe, que en aquellos días quedaba exhausto de tanta ida y vuelta. Tardaban unas cinco horas, con las paradas necesarias, y la llegada a Caldes d'Estrach era una verdadera fiesta. En el Paseo de los Ingleses siempre encontraban caras conocidas que les saludaban al pasar, y la sola visión del mar cercano hacía latir los corazones con más fuerza. Una cena suculenta les estaba esperando en la mesa puesta y sus habitaciones olían a sal y ropa limpia. En Barcelona, los últimos en marcharse se preocupaban de dejar todos los muebles de la casa cubiertos con sus fundas blancas hechas a medida. Excepto la cama del señor y el gabinete, claro, porque entonces los cabezas de familia no tenían la costumbre —o las ganas— de veranear con sus familias.

En Caldes, los Lax se entregaban a los caprichos del veraneo. Los niños dormían a pierna suelta y hacían mucho ejercicio, los parientes llegaban de visita y se quedaban durante semanas, la señora leía y escribía sentada bajo los pinos del jardín, contemplando a intervalos el horizonte, los vecinos daban fiestas en sus propias arboledas y, cuando estaba allí, don Rodolfo escandalizaba a los lugareños paseando por el pueblo en albornoz y zapatillas, mientras Felipe, de librea, le seguía a todas partes con el coche. En general, la vida transcurría sin que nadie mirara el reloj ni se preocupara mucho por nada.

El grave accidente que vino por primera vez a alterar tal bonanza ocurrió al principio de una de esas apacibles tardes veraniegas. El mar era un rumor que invitaba a la siesta. Los señores tomaban café en sus hamacas, alargando la sobremesa en compañía del industrial don Emilio de la Cuadra, viejo amigo de la familia. Las cucharillas tintineaban en las tazas de porcelana y el invitado desgranaba con susurrante voz la consternación que le producía el último fracaso de su empresa, del que ya no sabía cómo reponerse.

—¡No camina, Rodolfo! ¿Usted se lo explica? ¡Tantos años de investigación y esfuerzo, y el cacharro se mueve menos que un bloque de granito! Pero lo peor no es eso. Lo peor es que los directivos del hotel Colón esperan que les sirva en octubre dos de mis autobuses de lujo, con los que piensan recoger a los clientes que lleguen a la estación de Francia. Como no se conformen con las cortinillas y los asientos de terciopelo...

Don Rodolfo escuchaba, atento y taciturno, las penas del fabricante de automóviles. Los pajaritos piaban en los árboles, indiferentes. El mar iba y venía. En el otro extremo del jardín, Concha vigilaba los primeros pasos titubeantes de Violeta y los dos hermanos Lax practicaban una de sus aficiones favoritas: derribar piñas a pedradas.

Los cuatro años que le llevaba a su hermano, habían dado siempre la ventaja a Amadeo, a pesar de que no era muy ágil ni especialmente mañoso. Juan, en cambio, era un alumno listo, rápido y decidido. Era fácil darse cuenta de que sólo era cuestión de tiempo que le ganara terreno a su hermano mayor.

Aquella tarde se habían fijado un objetivo, como siempre elegido por Amadeo: una piña gordísima, cargada de piñones. Por primera vez, fue Juan quien acertó. Un tiro parabólico, un golpe seco, la pieza que cae a sus pies. En cuanto el autor del tiro se acerca, eufórico de satisfacción, a recogerla, Amadeo la reclama:

—Le he dado yo —miente, y una arruga parte su entrecejo.

Comienzan a forcejear. Juan es más fuerte de lo que Amadeo había previsto. Un nuevo contratiempo con el que no contaba.

—¿Qué dices? ¡Es mía! ¡Dámela! —grita el segundón.

Amadeo no piensa permitir que gane. Responde:

—¡Tú nunca has tenido puntería!

—¡Tengo más que tú! ¡Eres un tramposo!

Conchita toma en brazos a Violeta y llega a la discusión justo en el momento en que Amadeo suelta la piña de golpe y se aleja llorando hacia la casa. Juan cae al suelo, con su tesoro en las manos.

—Es idiota. La piña es mía —refunfuña.

—No llames idiota a tu hermano —dice Conchita, mientras se pregunta si debe ir tras Amadeo o darle un tiempo para que se le pase el berrinche.

Antes de que pueda decidirse, Amadeo está de vuelta, con las mejillas y los ojos colorados y el rostro desencajado de rabia. Lleva algo en las manos y mira retador a su hermano, como si todo lo demás hubiera desaparecido del mundo. Camina a grandes zancadas, marcando el paso. Hay en él algo terrible que Concha no logra identificar.

El hermano mayor llega hasta ellos, se detiene en seco y muestra lo que trae: un pequeño revólver de culata nacarada. Parece de juguete, pero es muy real. Perteneció a la madre de Rodolfo, que en otros tiempos lo llevaba siempre bajo la falda, por si había que protegerse de asaltantes inesperados. Por esa misma razón, él lo guarda en el mueble de la entrada, siempre a mano. Amadeo se apoya el cañón del arma en la sien y suelta un grito destemplado:

—¡Dame la piña o me mato aquí mismo! —aúlla.

Conchita ahoga un chillido. Intenta quitarle el arma. El niño se escabulle.

—¡Déjame! —grita Amadeo, fuera de sí.

La mujer se detiene en seco. Abraza a Violeta. Tiende una mano ajuan.

—Dame esa piña —le ordena al segundón.

—¡Es mía! —protesta—, ¡yo la he derribado!

—Dámela ahora mismo, Juan. Obedéceme.

El corazón de Concha late a mil por hora. No sabe qué hacer, pero intenta disimularlo. Juan le entrega la piña. Ella se la ofrece a Amadeo sobre la palma de su mano.

—Te la cambio por la pistola —le dice, con voz temblorosa.

—No quiero. La pistola es de mi padre.

—Por eso mismo se enfadará mucho de saber que la has cogido.

—¡Dámela o disparo! —insiste Amadeo, con el dedo en el gatillo.

Concha arroja la piña entre los árboles. Corre hacia Juan, lo levanta del suelo y le abraza junto a su hermana. La mirada de Amadeo infunde tanto miedo que lo único que se le ocurre es proteger de ella a los pequeños.

Entonces se oye un disparo y hay un alboroto de pájaros. Amadeo echa a correr hacia la playa. Los dos hermanos menores comienzan a llorar. La nodriza, también. Cuando los tres adultos —Maria del Roser, Rodolfo, don Emilio— llegan al lugar del jardín donde todo ha ocurrido, hallan a tres personas desoladas —cada una a su modo— y en el suelo, la Smith & Wesson calibre 32 que fue de la anterior señora Lax y los restos tiroteados de una piña piñonera.

Después del terrible incidente, que Concha describió con lujo de detalles, don Rodolfo Lax decidió tomar parte en la educación de su hijo mayor. Lo dejó dos días encerrado en una habitación de la buhardilla, comiendo sólo lo que las camareras le servían, bajo su supervisión. Luego, decidió llevarlo con él de vuelta a la ciudad y emplearlo tres semanas en la fábrica del buen don Emilio, que se había atrevido no sólo a ayudarle sino también a aportar sus ideas con respecto a la educación de los niños caprichosos. La decisión fue recibida con lágrimas por parte de Conchita y Maria del Roser. Amadeo, en cambio, escuchó la sentencia sin desmoronarse. Sólo Concha podía imaginar cuántos esfuerzos le estaba costando aquella pantomima orgullosa.

Amadeo se marchó con la cabeza gacha, sin mirar a nadie, tras una breve despedida supervisada por su padre. No se abrazó a ella, como siempre: don Rodolfo le había prohibido esas debilidades de niño malcriado. Se limitó a mirarla a los ojos, muy serio, y a decir:

—Adiós, Conchita. Hasta las vacaciones del año que viene.

«¡Hasta las vacaciones del año que viene!», repitió en sus pensamientos. Con voz gangosa susurró:

—Adiós, Tito. Tápate por las noches.

Don Emilio de la Cuadra era valenciano —de Sueca— pero había viajado mucho. De una de sus visitas a París regresó convencido de que la electricidad acabaría con todos los males del mundo. La electricidad era para él como el espiritismo para doña Maria del Roser: la única energía capaz de transformar las cosas. Ambos tenían en común, además, el deseo de que todo ocurriera pronto. Y, por supuesto, el de vivir para verlo. Dispuesto a aportar su granito de arena al progreso, don Emilio lo dejó todo, se instaló en la Barcelona de los grandes cambios y fundó una fábrica de automóviles eléctricos en el paseo de San Juan con la calle Diputación. Habría preferido fabricar motores de explosión, pero un catalán de nombre Bonet se le había adelantado por poco. Y desde entonces la electricidad sólo le daba al pobre Emilio quebraderos de cabeza que no conseguía resolver. Rodolfo era su paño de lágrimas y su consejero.

—¿Qué te parecería si busco un socio extranjero? Me han hablado de un suizo muy joven que podría ser mi salvación...

Para Amadeo Lax, el mayor cambio de su vida comenzó aquella misma semana. En la fábrica de don Emilio se sintió el más desdichado del mundo. Había otros niños de su edad trabajando como aprendices, pero sentía que no tenían nada en común. Eran duros como animales, llevaban las uñas sucias y le dirigían profundas miradas cargadas de desconfianza. Lo único que aprendió en la fábrica fue a apartarse de ellos. Y a hacerse todavía más reservado y silencioso.

Cumplido este tiempo insoportable, ingresó en el pensionado. Don Rodolfo le dejó allí un lunes a las ocho de la mañana y se despidió de él con una palmada en la espalda y una sola frase:

—Espero que los padres jesuitas hallen el modo de hacerte un hombre, hijo mío.

—Sí, padre —aceptaba él.

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