—¿Y a usted, Rodolfo? ¿Le va bien? Me han informado de que además de demoler ciudades, ahora traslada conventos de monjas piedra a piedra.
Rodolfo puso los ojos en blanco, como diciendo: «Ay, no me hable.» Se refería a las monjas del convento de Santa Maria de Montesión, tan caprichosas como aficionadas a las mudanzas difíciles.
Bassegoda acusó con un dedo índice al anfitrión y bajó un poco la voz:
—Por cierto, don Rodolfo, ¿usted no podría conseguirme algún pórtico o alguna columnata de esos que ahora sobran en todas las iglesias? Me gustaría tener un detallito con mi señora, con motivo de nuestras bodas de oro. He oído decir que gracias a usted cierta baronesa compró a precio de ganga el portal del convento del Carmen y que lo luce en su jardín, junto a aquellas catorce columnas que les sobraron a las monjitas de Junqueras. Le sobraron a precio de oro, dicho sea de paso, pero a mí me da lo mismo, porque puedo pagarlo. Me parece tan bonita esta costumbre moderna de reducir conventos a la escala de Cerda. También Dios tiene que cuadricularse, para adaptarse a los tiempos. Para ser sinceros, yo no esperaba grandes cosas de alguien que sólo piensa en poner cloacas por todas partes. ¿Usted cree que a esta ciudad le faltan porquerías subterráneas? ¡Qué disparate! Por cierto, he sabido que Plandiura, el comerciante de azúcar, no hace más que comprar retablos y pilas bautismales dondequiera que va. La verdad es que un retablo tampoco me disgustaría, siempre y cuando no esté lleno de demonios y quede bien en el jardín. ¿Qué le parece?
Como Rodolfo se abstuvo de opinar, Bassegoda prosiguió:
—¡Ah! ¿Se acuerda usted, Rodolfo, cuando llegamos a Barcelona? Qué tiempos. La ciudad tenía puertas que se cerraban de noche, con un soldado enemigo apostado frente a cada una. Cuando empezamos a gritar aquello de «¡Abajo las murallas!» siempre había un aristócrata decrépito mirándonos como si fuéramos a quitarle lo suyo. Ustedes no saben lo que hemos hecho, jóvenes. Lo de ahora no tiene ningún mérito comparado con lo de entonces, igual que los inviernos ya no son lo que eran. Si es que el progreso se nota hasta en el tiempo, ¡ahora ya no hiela como antes! Pero díganme, caballeros, ¿prosperan ustedes? ¿Ganan su buen dinero? ¿Piensan en casarse? Porque sin dinero y sin mujer no se puede hacer nada bueno en la vida, recuérdenlo siempre.
Dicho lo cual, Ramón Bassegoda, socio fundador de la sociedad Constructora Catalana S. A., arruinado durante la crisis del mercado inmobiliario de 1866 y surgido de sus cenizas algo más tarde para devenir empresario teatral, se alejó al paso cansino que imponían sus ochenta y cuatro venerables años.
En éstas se abrió la puerta del patio y la figura larguirucha del rey Alfonso XIII se perfiló sobre los cristales multicolores. Todas las conversaciones se disolvieron en el acto. Los miembros de la guardia real se apresuraron a soltar los canapés y las croquetas y se dispusieron en formación. Los banqueros dejaron los chascarrillos para otro día. El cardenal y su recua corrió a santiguarse. Los militares taconearon y los industriales se sintieron a salvo. No había duda de que el rey tenía mejor aspecto, lodo, excepto su nariz, que estaba colorada como un pimiento. Maria del Roser Golorons le saludó con una reverencia.
—Señora Lax, no sabe cuánto le agradezco su hospitalidad —dijo Alfonso XIII, con una sonrisa aguada en los labios, tomando las manos de su anfitriona— y le aseguro que encontraré el modo de devolverle el gesto.
Alguno de los presentes vieron en esta frase del rey la promesa de un título nobiliario. Al fin y al cabo, Alfonso XIII era tan aficionado a repartir prebendas de ese tipo como los burgueses adinerados lo eran a recibirlas.
—Mi pago es su mejoría, Majestad —dijo Maria del Roser, bajando la mirada a las baldosas del suelo.
Aprovechando la felicidad del momento, la señora de la casa mandó traer a Violeta y formar al servicio. La niña, muerta de vergüenza, compareció ante el rey con aquel aire suyo de pajarito recién caído del nido. El rey la besó en las mejillas y le preguntó cuántos años tenía.
—Casi once —informó ella.
—Le va a pegar el catarro —susurró Conchita para sí.
Maura propuso un brindis, para el que hicieron falta otras dos cajas de Veuve Cliqot que provocaron en Eutimia un ataque de furia.
—Ese hombre debería entender que esto no es el Parlamento, ni aquí podemos sacar bebida de la chistera, como hace él con las leyes —refunfuñó la gobernanta.
Después del brindis, el rey quiso reanudar el programa previsto. Como el piscolabis servido en el patio de los Lax había sido abundante, se optó por suprimir el almuerzo y pasar directamente al besamanos. Todos volvieron a los coches en el orden protocolario y sin más sobresaltos, mientras Violeta interpretaba la Marcha Real en el piano del salón. Los últimos en bajar fueron don Rodolfo, el cardenal, Antonio Maura y el propio rey. Doña Maria del Roser los observó desde el piso superior, orgullosa de ver a su ratoncito tan bien acompañado. Hubo una nueva demora mientras Alfonso XIII saludaba a los criados, firmes y en fila, al pie de la escalera, con Eutimia a la cabeza. La pausa salvó la piel a los seis lacayos que acompañaban al rey, vestidos a la Federica —es decir, con tirabuzones blancos, tricornio con plumas, casaca roja, calzón corto y medias blancas— y que se habían dejado engatusar por Vicenta, quien les servía su propio
vernissage,
encantada de la prestancia que imprimían a su cocina. Cuando el rey bajó al fin la escalera y pisó el pasaje Domingo, era una persona nueva y los lacayos estaban en sus puestos. Luego subieron todos a los coches y desaparecieron, dejando la casa mucho más revuelta pero tan silenciosa como la habían encontrado.
Aquella noche, después de que en el Liceo todo saliera según lo deseado, cuando don Rodolfo roncaba como una locomotora vieja, una manada de pensamientos incómodos mantenían en vela a la señora Maria del Roser. No sólo meditaba acerca del inesperado privilegio que le había deparado el día, por el que se sentía muy afortunada: no podía quitarse de la cabeza al joven Albert Despujol o a su querido Octavio Conde, la soltura con que se desenvolvían en sociedad, la familiaridad que utilizaban para dirigirse al rey, y en lo lejos de todo aquello que se encontraba su hijo, a quien habría querido ver tan integrado y natural como a sus amigos. No podía soportar la sospecha de que Amadeo era incapaz de comportarse como ellos. Y no podía evitar sentirse culpable de ello: «Debí atenderlo más de pequeño, no dejarle tanto en manos de Conchita, no permitir que Rodolfo interviniera de aquel modo tan brusco cuando comenzaron los problemas», se decía, lúcida, en la oscuridad.
Impelida por ese convencimiento, que la culpabilidad espoleaba, se levantó de la cama, fue a oscuras hasta el escritorio, prendió el diminuto quinqué, tomó papel de carta y escribió una nota a Amadeo anticipándole el enlace matrimonial de su amigo Josep Maria Albert Despujol con la chica Muntadas y el deseo de aquél de solicitarle su presencia en calidad de testigo. Escribió la dirección del hotel de Roma que Amadeo le había indicado como su paradero más definitivo y dejó la carta lista para ser llevada al correo a la mañana siguiente. Regresó a la cama, cargada con el peso de aquel disgusto tan inoportuno.
Tres semanas más tarde llegó a vuelta de correo la respuesta de su hijo.
«Querida madre: por ahora no preveo regresar. En cuanto decida hacerlo, se lo haré saber. Le ruego envíe de mi parte un regalo apropiado al señor Despujol, junto con mis deseos de felicidad y descendencia. Su hijo, que le quiere,
Amadeo.»
La señora Maria del Roser no se sintió mejor después de esto. Por fortuna, en seguida llegó el veraneo, que siempre apaciguaba sus ánimos. La brisa marina y la lejanía de los problemas urbanos la ayudaron a acostumbrarse a la idea de que su hijo no daba ninguna importancia a las cosas que a ella le quitaban el sueño. Decidió prolongar su asignación y dejarle un poco a sus anchas. Después de todo, eso era menos trabajoso que disgustarse a todas horas.
La estancia de Amadeo en el extranjero se prolongó todavía doce meses y habría durado aún más de no haber ocurrido algo que cambió el rumbo de los acontecimientos. Años más tarde, el heredero de los Lax consideraría ese momento como el final abrupto de su juventud.
El 30 de julio de 1909 el joven pintor recibió un telegrama urgente.
«Papá muerto. Regresa de inmediato.»
LUNES, 1 DE MARZO DE 2010 | EL CULTURAL, 19 |
IMPROVISACION DESPUÉS DE TREINTA Y SEIS AÑOS
Nuria Azancot
Después de una tortuosa historia que comenzó con la apertura del testamento del pintor novecentista Amadeo Lax en 1974, por fin la Generalitat de Catalunya se ha decidido a dar algún uso al palacete que fue del artista y que aquél legó al gobierno autonómico con la intención de destinarlo a espacio museístico. Pero como los designios de las instituciones son inescrutables, después de treinta y seis años de pasividad, ayer se presentó a la prensa el proyecto arquitectónico —que firma Ricard Selvas— de una nueva biblioteca que llevará el nombre del pintor y que, según sus responsables, podría inaugurarse en el año 2013, después de quince meses de obras de acondicionamiento. La nueva infraestructura tendrá, reza el proyecto, una superficie de tres mil metros cuadrados y acogerá un fondo especializado en arte contemporáneo único en la ciudad, con más de cien mil volúmenes. Contará, además, con videoteca, fonoteca y una pequeña sala de exposiciones. La muestra inaugural se dedicará, como era de justicia, a Amadeo Lax. La presentación del proyecto a los periodistas estuvo a cargo del propio arquitecto quien, preguntado por la ausencia de autoridades en el acto, bromeó diciendo: «Los políticos tienen cosas más importantes que hacer.» Es una lástima que ni siquiera las próximas elecciones sean motivo para que los responsables de la vida pública den la cara por un proyecto que lleva casi cuatro décadas esperando ver la luz. Y que, cuando por fin lo hace, sea desvirtuado por completo y con un incomprensible grado de improvisación.
He aquí lo que no sale en los periódicos: por la mañana, temprano, el arquitecto encargado del proyecto, de nombre Ricard Selvas, desembarca en la casa. Tiene la actitud imperturbable de una apisonadora. No es tan descabellada la comparación, puesto que la primera misión de los hombres que comanda será derribar los tabiques que estorban al proyecto de la futura biblioteca. Aquellas paredes, ajenas al paso del tiempo, tienen hoy las horas contadas.
La visita es de exploración, aerosol de pintura en mano. El arquitecto condena con una cruz roja las paredes que deben ser eliminadas. Luego se retirará a su despacho y a sus proyectos, para que el polvo no le ensucie el traje. Pero no cuenta con un inconveniente. Al segundo día de comenzadas las obras, recibe una llamada del capataz.
—Hemos encontrado una puerta detrás de un tabique del segundo piso. ¿Quiere verla o la echamos abajo directamente?
El arquitecto es un hombre responsable y curioso. Quiere verla. Llega antes de mediodía. Los obreros han salido a comer. Una niebla sucia invade la casa. El capataz le conduce hasta el segundo piso. Por la brecha abierta en una de las paredes laterales se distingue una puerta de doble batiente. La demolición ha partido por la mitad uno de ellos y ha abierto un boquete en el otro, pero la pintura, de color rosa pálido, aún es apreciable. Igual que la manecilla, que sobrevive.
—Es raro —observa el capataz—. Está cerrada con llave.
Selvas examina el hallazgo. Empuja la madera rota para hacerla ceder. Al otro lado hay una oscuridad misteriosa.
—He leído cosas de altares y capillas tapiados, pero ¿para qué se tapia una habitación?
—¿Habría que avisar a alguien? —pregunta el capataz.
El arquitecto ya lo ha pensado. Hay dos posibles soluciones. La primera, llamar al pesado de Arcadio Pérez, dejar que meta sus odiosas narices, resignarse a un retraso de las obras nada más comenzar. La segunda, fingir que el hallazgo no les sorprende. O mejor: fingir que no ha ocurrido. De todos modos, una vez terminen de derribar paredes nadie reconocerá los antiguos espacios.
—Échala abajo —ordena—, yo me hago responsable.
Selvas es un hombre ocupado. Tiene una reunión a las tres, cerca de aquí, ha llegado en seguida porque le pillaba de camino, pero ahora tiene que irse. No han pasado ni tres cuartos de hora cuando el capataz le llama de nuevo.
—Estoy reunido, hombre.
—Es sobre el cuarto tapiado, señor. Tiene cama y todo. Y está lleno de trastos antiguos. Yo creo que alguien debería verlos, no vaya a ser que haya algo de valor.
—Muy bien, ya me ocupo yo. Dejadlo todo como está.
—Perfecto. Además, nadie se atreve a entrar. A los chavales les da miedo.
—Ni que fuera la tumba de Tutankamon. Dígales que son mayorcitos.
—La verdad es que muy mayorcitos no son. Además, la mayoría no me entiende cuando hablo. Son rumanos. Y marroquíes. Dos pueblos muy supersticiosos, que ven muertos por todas partes, jefe.
Pensando en los muertos, y en la madre que los parió, Selvas llama a Arcadio Pérez. También él comparece en la casa en seguida, a pesar de que no esperaba volver antes de que la transformación hubiera terminado, ni deseaba verla así, en ruinas. Con él llega Violeta.
El capataz les muestra el camino hasta el descubrimiento. El suelo está sembrado de cascotes. Lo que queda de la puerta rosada está apoyado junto a una de las paredes maestras. El hueco en el muro parece un pasadizo a otra dimensión. Ambos irrumpen en ella, observan a su alrededor.
Hay una cama de armazón de hierro, con su colcha raída y su almohada, presidida por la imagen de una Inmaculada Concepción niña. Sobre la cama, descansa una muñeca de porcelana vestida de tul. El mobiliario se completa con una silla, un armario rectangular con luna de cuerpo entero y una cómoda de cuatro cajones. Encima de ésta, varios objetos parecen recién abandonados: una escribanía de bronce, un jarrón, un misal, una vieja caja de hojalata, un rosario, un par de guantes, un pasador de pelo... Violeta toma este último. Es un pequeño rectángulo de nácar y perlas, muy similar al que aparece en aquel estupendo retrato de Violeta, aburrida frente al piano. Un objeto con su propia inmortalidad.
Abre el armario. Una docena de vestidos cuelgan a un lado. Al otro, unos cuantos sombreros se apilan en un par de estantes. Abajo están los zapatos. Seis pares. De mujer.